21

He aquí lo que sucedió. He aquí los hechos.

Una noche, hará un par de meses, tres chicos volvían a casa después de una fiesta en la cafetería del instituto donde dos de ellos estudiaban. Esos dos eran hermanos. Uno de los dos era adoptado.

El tercer chico iba a otro colegio. Era su primo.

A pesar de que el primo casi nunca tomaba alcohol, aquella noche había bebido algunas cervezas. Lo mismo que los otros dos. Los primos habían estado bailando con chicas. No eran sus novias, porque en ese momento no tenían, eran simplemente unas amigas. El hermano adoptado sí salía con una chica. Había pasado la mayor parte de la velada besándose con ella en un rincón apartado y oscuro.

La novia no los acompañó cuando los tres chicos se fueron, pues tenían que estar en casa a la una. La chica tenía que esperar a que su padre fuese a buscarla.

A pesar de que ya era la una y media, los chicos sabían que aquello no se salía de los límites tolerados por sus padres. Habían acordado que el primo se quedaría a dormir en casa de los hermanos porque sus padres habían ido a París por unos días.

Se les ocurrió tomar la última cerveza de camino a casa, pero, como estaban casi sin blanca, salieron en busca de un cajero automático. A unas calles de distancia —para entonces ya estaban a medio camino entre el instituto y la casa— encontraron uno. Era uno de esos habitáculos con la puerta acristalada y el cajero en el interior, a cubierto.

Uno de los hermanos, lo llamaremos el hermano biológico, entra a sacar dinero. El adoptado y el primo se quedan fuera esperándolo. Pero al cabo de un instante el hermano biológico vuelve a salir a la calle. ¿Ya está?, le preguntan los otros. No, tío, dice. Joder, me he pegado un susto de muerte. ¿Qué pasa?, preguntan los otros. Ahí dentro hay alguien, dice. Alguien durmiendo en un saco de dormir, joder, por poco le piso la cabeza.

Hay divergencia de opiniones sobre lo que sucede a continuación y, en especial, sobre quién es el primero en proponer el funesto plan. Los tres convienen en que el interior del cajero automático apesta. Un hedor insoportable: a vómitos y sudor y algo más que uno de los tres describe como tufo a cadáver.

Se trata de un dato relevante, ese hedor: una persona que apesta tiene menos probabilidades de ganarse las simpatías de los demás; la peste puede llegar a enturbiar el pensamiento. Por muy humanos que sean, esos olores consiguen difuminar la idea de que se trata de alguien de carne y hueso. No es excusa para lo que sucedió después, pero tampoco es cosa de obviarlo sin más.

Tres chicos quieren sacar dinero, no mucho, unos billetes de diez para tomar la última cerveza en un bar. Pero no pueden entrar allí con esa peste, es imposible aguantar diez segundos sin vomitar, es como si hubiese un vertedero de basura.

Pero hay una persona: una persona que respira, sí, que incluso ronca y carraspea en sueños. Vamos, buscaremos otro cajero, dice el hermano adoptado. Ni hablar, protestan los otros. Sería demasiado absurdo que uno no pudiese sacar dinero en ese cajero sólo porque alguien ha decidido meterse ahí a apestar y dormir la mona. Vayámonos de aquí, insiste el adoptado.

Pero a los otros les parece una cobardía, van a sacar dinero allí, no piensan recorrer quién sabe cuántas manzanas en busca de otro cajero. Ahora es el primo el que entra y empieza a tirar del saco de dormir. ¡Eh, eh, despierte! ¡Levántese!

Yo me largo, dice el hermano adoptado, esto no mola.

Venga ya, no te pongas así, le dicen los otros, acabamos pronto con esto y nos vamos a tomar una cervecita. Pero el adoptado repite que no le apetece, que está cansado y que ya no quiere la otra cerveza, y se va en la bicicleta.

El hermano biológico quiere retenerlo. ¡Espera!, grita a sus espaldas, pero el otro les hace un gesto de despedida con la mano y desaparece tras la esquina. Déjalo, dice el primo. Es un muermo. El chico modélico. Un muermo imbécil.

Esta vez entran los dos juntos. Uno tira del saco de dormir. ¡Eh, despierte! ¡Coño, qué peste!, exclama. El otro da una patada a los pies del saco de dormir. No es un tufo a cadáver, sino más bien a basura, basura llena de restos de comida, patas de pollo roídas, filtros de café mohosos. ¡Despierte! Ahora los dos primos se empecinan en lo mismo: sacarán dinero de ese cajero automático y de ningún otro sitio. Es evidente que han bebido un poco en la fiesta del instituto; tienen la misma obstinación que el conductor ebrio que asegura estar en condiciones de coger el coche, la del invitado que se te pega como una lapa el día de tu cumpleaños, que se toma otra cerveza («la última y basta») y te cuenta por séptima vez la misma historia.

Oiga, tiene que levantarse de aquí. Esto es un cajero automático. Siguen mostrándose correctos: a pesar de la peste, que los hace lagrimear, no pasan al tuteo. Sin duda, el desconocido, el invisible del saco de dormir, es mayor que ellos. Un hombre, seguramente un indigente, pero aun así un hombre.

Por primera vez se oyen sonidos que proceden del saco. Los típicos sonidos que cabría esperar dadas las circunstancias: movimientos, suspiros, un farfullo ininteligible. Vuelve a la vida. Parece sobre todo un niño que quisiera seguir durmiendo, que hoy no tiene ganas de ir al colegio, pero de pronto, después de los sonidos, se produce un movimiento: algo o alguien se incorpora, parece querer sacar del saco la cabeza u otra parte del cuerpo.

Los chicos no tienen ningún plan y ambos se dan cuenta, quizá demasiado tarde, de que no les apetece nada saber qué se esconde en el saco de dormir. Hasta ese momento no era más que un obstáculo, algo que entorpecía el paso, que exhalaba un hedor inhumano, que no debía estar ahí, pero ahora tendrían que ponerse a discutir con esa cosa (o esa persona) a la que han despertado de su sueño contra su voluntad: quién sabe con qué sueñan los indigentes apestosos, seguramente con un techo que los cobije, una comida caliente, una esposa e hijos, una casa con jardín, un perro adorable que mueva la cola y les salga al encuentro correteando por el césped con riego automático.

¡Iros a la mierda!

No es el improperio lo que los asusta en un primer momento, sino el sonido de la voz, que desmiente algunos de sus pronósticos. Esperaban que del saco de dormir surgiera algo barbudo y sudoroso, con el pelo pegado y la boca desdentada, salvo por unas pocas piezas ennegrecidas. Pero aquello parece más bien una mujer…

Y en ese instante vuelve a producirse un movimiento en el saco de dormir: una mano, otra mano, el brazo entero y luego una nuca. De entrada no se ve del todo bien, o en realidad sí, es por culpa de las clapas que tiene en el pelo: un pelo negro, salpicado de canas, a través del cual se entrevé el cuero cabelludo. Un hombre se queda calvo de otro modo. La cara se le ve mugrienta y barbuda, o no, más bien cubierta de vello, pero sin duda distinto que en un hombre. ¡Largaos, cacho cabrones! La voz suena estridente, la mujer agita los brazos como espantando moscas. Una mujer. Ambos primos se miran. Ha llegado el momento de desistir. Más tarde, los dos recordarán ese momento. El descubrimiento de que es una mujer lo que hay dentro del saco de dormir lo cambia todo. Vámonos, dice el hermano biológico. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera, coño!, grita la mujer.

¡Cállate!, replica el primo. ¡Que cierres el pico te digo! Le da una buena patada al saco de dormir, pero el espacio es reducido, le cuesta mantener el equilibrio y resbala, lleva el pie demasiado lejos y la punta del zapato roza el saco y le da a la mujer en la nariz. Una mano de dedos grasientos e hinchados y uñas ennegrecidas se palpa la nariz. Hay sangre. ¡¡¡Cabrones!!!, grita la mujer, ahora tan fuerte y estridente que parece llenar todo el recinto. ¡Asesinos! ¡Sinvergüenzas! El hermano biológico tira del primo hasta la puerta. Ven, vamos. Salen y se quedan fuera. ¡Asquerosos de mierda!, resuena en el interior del cajero, no tan alto como antes, aunque lo suficiente para que se oiga desde la esquina. Pero es tarde, la calle está desierta, apenas se ve luz en tres o cuatro ventanas.

No quería hacerlo, dice el primo. Me he resbalado. ¡Joder, menuda bruja! Ya lo creo, dice el otro. ¡Que se calle de una vez, caray! Todavía se oyen ruidos en el interior del habitáculo, pero la puerta está cerrada y les llegan más amortiguados, un rezongo, un débil rezongo ofendido.

Y de pronto se echan a reír, más adelante se acordarán de cómo se miraron las caras indignadas y encendidas; de eso y del murmullo amortiguado al otro lado de la puerta acristalada y de cómo estallaron en carcajadas. La risa boba. No hay forma de parar, tienen que apoyarse contra la pared y luego el uno en el otro. Se abrazan, sus cuerpos convulsos por las carcajadas. ¡Par de sinvergüenzas! El hermano imita la voz chillona de la mujer. ¡Cabrones! El primo se pone en cuclillas, y luego se cae al suelo. ¡Vale ya, por favor! Me voy a morir.

Junto a un árbol hay unas cuantas bolsas negras y algunos trastos que al parecer han dejado ahí para el camión de la basura: una silla de escritorio con ruedas, la caja de cartón de un televisor de pantalla plana, una lámpara de escritorio y el tubo de un televisor. Aún están riendo cuando agarran la silla y regresan al cajero automático. ¡Puta sucia y asquerosa! Meten la silla como pueden en el reducido habitáculo y la empujan hacia el saco de dormir, donde la mujer se ha vuelto a acurrucar. El primo sostiene la puerta abierta mientras el otro va en busca de la lámpara de escritorio y dos bolsas de basura. La cabeza de la mujer vuelve a emerger del saco; realmente tiene el pelo pegado en mechones gruesos y grasientos, y se le ve barba, salvo que no sea más que roña. Intenta apartar la silla con el brazo, pero sólo lo consigue a medias. Por eso la primera bolsa de basura le da de lleno en la cara; la mujer inclina la cabeza y se golpea fuertemente contra la papelera que cuelga de la pared. En ese instante, el primo le arroja la lámpara. Es un modelo pasado de moda, de pantalla redonda y brazo extensible. La pantalla le da en la nariz. Quizá resulte un poco raro que la mujer ya no grite, que ambos primos ya no oigan su voz estridente. Se limita a dar cabezadas, algo aturdida cuando la segunda bolsa aterriza contra su cabeza. ¡Estúpida puta, vete a sobar a otra parte! ¡Búscate un trabajo! Eso, lo de «búscate un trabajo», desencadena otro ataque de risa. ¡Trabaja! grita el hermano biológico. ¡Trabaja, trabaja, trabaja! El primo ha salido de nuevo a la calle y va hasta el árbol donde están las bolsas de basura. Aparta la caja del televisor de pantalla plana y ve un bidón. Es uno de esos bidones del ejército, un modelo verde de los que suelen verse en los jeeps. El primo lo coge del asa. Vacío. Normal, ¿quién dejaría un bidón lleno en la basura? No, no, ¿qué quieres hacer?, se alarma el hermano cuando ve llegar al primo con el bidón. Nada, tío, no pasa nada, está vacío, ¿qué te creías? La mujer ha vuelto en sí. Miserables, debería daros vergüenza, dice con una voz que de pronto suena curiosamente correcta, una voz que acaso pertenece a un pasado lejano, antes de que empezase su declive. Esto apesta, dice el primo, vamos a fumigar este lugar. Levanta el bidón. Sí, muy divertido, dice ella, ¿puedo seguir durmiendo ya? Se le ha secado la sangre de la nariz. El primo le lanza el bidón —quién sabe, quizá expresamente— cerca de la cabeza, guardando una distancia prudencial. Cae con un ruido de mil demonios, eso sí, pero en definitiva no es tan grave como las bolsas de basura y la lámpara.

Después, al cabo de unas semanas, en las imágenes del programa Se busca se aprecia perfectamente cómo después de arrojar el bidón los dos chicos salen de nuevo a la calle. Permanecen largo rato fuera. La mujer que hay en el interior del cajero automático no aparece en ningún momento en las imágenes de la cámara. El objetivo está enfocado hacia la puerta, hacia quienes entran para efectuar operaciones, muestra quién está sacando dinero, pero es una cámara fija, de modo que el resto del habitáculo queda fuera de imagen.

La noche que Claire y yo vimos las imágenes por primera vez, Michel se hallaba arriba en su cuarto. Estábamos sentados en el sofá de la sala, con el periódico y una botella de vino tinto, las sobras de la cena. Para entonces la historia ya había aparecido en todos los periódicos y varias veces en los noticiarios, pero era la primera vez que mostraban las imágenes. Eran movidas y borrosas, se veía enseguida que provenían de una cámara de vigilancia. Hasta entonces, la opinión pública se había limitado a decir que era una vergüenza. ¿Adónde iremos a parar? Una mujer indefensa… la juventud… castigos más severos. Sí, incluso había resurgido el debate sobre la restauración de la pena de muerte.

Eso fue hasta la emisión de Se busca. Hasta aquel momento, el incidente no había sido más que una noticia, impactante, eso sí, pero aun así una noticia que, como todas, estaba condenada a desgastarse: con el paso del tiempo, las aristas irían perdiendo nitidez, y no sería lo suficientemente importante para quedar grabada en nuestra memoria colectiva.

Pero las imágenes de la cámara de vigilancia lo cambiaron todo. Los chicos —los autores del crimen— adquirieron rostro, aunque debido a la mala calidad del registro y al hecho de que los dos llevasen sendas gorras caladas hasta las cejas fuesen rostros que no se pudieran reconocer fácilmente. Sin embargo, hubo algo que los espectadores sí vieron con claridad: que los chicos se lo habían pasado en grande, que se partían de risa mientras tiraban la silla, luego las bolsas de basura y la lámpara, y por último el bidón, a su víctima indefensa o, en cualquier caso, invisible. Se veía —distorsionado y en blanco y negro— cómo chocaban esos cinco después de arrojar las bolsas de basura y cómo, pese a no haber sonido, gritaban cosas, insultos sin duda, a la indigente que no aparecía en la pantalla.

Sobre todo se los veía reír. En ese momento fue cuando surgió la conciencia colectiva. El momento clave. Los chicos sonrientes reclamaban su lugar en nuestra memoria colectiva. En la lista de los diez primeros puestos, tal vez alcanzarían el octavo, probablemente detrás del coronel que disparaba sumariamente a la cabeza de un guerrillero del Vietcong, pero tal vez por delante del chino de las bolsas de plástico que intentaba detener los tanques en la plaza de Tiananmen.

Hubo además otro elemento importante: los chicos llevaban gorras, sí, pero eran de buena familia. Eran blancos. No sabría decir muy bien a qué se debía, resultaba difícil apuntar a algo en concreto, pero había algo en su ropa, en sus gestos. Eran chicos bien. No eran la clase de gamberros que le prenden fuego a un coche por una pelea racial. Tenían dinero de sobra, padres acomodados. Chicos como los que todos conocemos. Chicos como nuestro sobrino. Como nuestro hijo.

Todavía recuerdo con exactitud el momento en que me percaté de que no se trataba de chicos como nuestro sobrino o nuestro hijo, sino de nuestro hijo (y nuestro sobrino). Fue un momento frío e inmóvil. Sería capaz de evocar el segundo exacto en que mis ojos se desviaron de las imágenes del televisor y miraron de soslayo a Claire. Como la investigación aún sigue abierta, no airearé aquí qué fue exactamente lo que me reveló de golpe que estaba mirando a nuestro hijo arrojarle una silla de escritorio y bolsas de basura a una indigente. Riendo. No entraré en más detalles porque teóricamente todavía tengo la posibilidad de negarlo todo. ¿Reconoce usted a este chico como Michel Lohman? En esta fase de la investigación aún puedo negar con la cabeza. No sabría decirle… Las imágenes están muy distorsionadas, no me atrevería a jurarlo.

Siguieron más imágenes. Se trataba de un montaje, habían cortado las escenas en las que apenas sucedía nada. Los dos chicos seguían entrando en el habitáculo para arrojar más cosas.

Lo peor venía al final, la escena clave, por así decirlo: la imagen que dio la vuelta a medio mundo. Primero se veía cómo tiraban el bidón —un bidón vacío— y luego, después de salir y volver a entrar, lanzaban algo más; no se veía con claridad qué era: ¿Un mechero? ¿Una cerilla? Se veía un relumbrón, un relumbrón que de súbito lo sobreexpuso todo e hizo que por unos segundos no se viera nada. La pantalla se quedó en blanco. Cuando volvió la imagen, se vio cómo los chicos salían de allí pitando.

Ya no regresaron. En la última imagen de la cámara de seguridad no se veía gran cosa. No había humo ni llamas. La explosión del bidón no provocó un incendio. Sin embargo, esta ausencia era lo que precisamente la hacía tan aterradora; puesto que lo más importante ocurría fuera de la imagen, tenías que imaginarte el resto.

La indigente había muerto. Probablemente en el acto, en el mismo instante en que el vapor inflamable del bidón le estalló en la cara. O, como mucho, unos segundos después. Quizá había intentado salir del saco de dormir, quizá no. En las imágenes no se veía.

Como he dicho, miré a Claire. Si ella volvía la cabeza y me miraba, probablemente significaría que había visto lo mismo que yo.

Y en ese momento Claire volvió la cabeza y me miró.

Contuve el aliento, mejor dicho, tomé aliento para decir algo. Algo —no sabía exactamente qué palabras utilizaría— que cambiaría nuestras vidas.

Claire cogió la botella de vino y la sostuvo en alto. Sólo quedaba lo justo para llenar media copa.

—¿Quieres acabártela? —preguntó—. ¿O prefieres que abra otra?