Titubeé al entrar en el comedor.
Michel podía presentarse en cualquier momento para recoger su móvil. Tras avanzar unos pasos y detenerme comprobé que no había llegado aún. En nuestra mesa sólo estaban Claire, Babette y Serge.
Me hice a un lado rápidamente para ocultarme detrás de un alto palmito. Espié entre las hojas y no me dio la impresión de que me hubiesen visto.
Prefería recibir a Michel allí, me dije, en el vestíbulo o en el guardarropa; incluso fuera, en el jardín. Sí, mejor en el jardín; saldría a buscarlo y le devolvería el móvil. A salvo de las miradas y probables preguntas de su madre y de sus tíos.
Me di la vuelta y, pasando por delante de la chica que estaba junto al atril, salí al exterior. No tenía ningún plan preconcebido. Tendría que decirle algo a mi hijo. Pero ¿qué? Decidí que primero esperaría a ver si él me contaba alguna cosa; me fijaría bien en sus ojos, en aquellos ojos francos a los que se les daba tan mal mentir.
Recorrí el sendero de las antorchas eléctricas y, como ya había hecho antes, giré a la izquierda. Lo más lógico era que Michel tomara el mismo camino que nosotros y cruzara el puente que había delante del bar. El parque tenía otra entrada, de hecho, la entrada principal, pero tomarla lo obligaría a pedalear más rato en la oscuridad.
Me detuve al pie del puente y miré alrededor. No había nadie más. Allí, la luz de las antorchas no era más que un débil resplandor amarillento, apenas más intenso que el de las velas.
La oscuridad también tenía una ventaja: como no podíamos vernos los ojos, Michel tal vez se sentiría más predispuesto a contarme la verdad.
¿Y luego qué? ¿Qué haría yo con esa «verdad»? Me llevé las manos a la cara y me froté los ojos. No quería tenerlos enrojecidos ni hinchados. Me puse la mano ahuecada delante de la boca, eché el aliento y olí. Sí, olía a alcohol, a cerveza y vino, aunque calculé que no habría bebido más de cinco copas en total. Esa noche me había propuesto contenerme, no quería darle a Serge la oportunidad de apuntarse ningún tanto a causa de mi modorra. Yo me conocía bien, sabía que en las cenas fuera mi capacidad de concentración era de duración limitada y que, una vez agotada, ya no me quedaría energía para replicarle cuando volviese a sacar el tema de nuestros hijos.
Miré al otro extremo del puente y a las lucecitas del bar, detrás de los arbustos, en la acera de enfrente. Un tranvía pasó sin detenerse en la parada, después se hizo de nuevo el silencio.
—¡Date prisa! —dije en voz alta.
Y fue en ese momento, al oír mi propia voz, o tal vez sería más apropiado decir al despertarme zarandeado por mi propia voz, cuando comprendí de pronto lo que debía hacer.
Saqué el móvil de Michel del bolsillo y levanté la tapa.
Seleccioné mostrar.
Leí los dos sms: en el primero aparecía un número de teléfono y el texto de que no habían dejado ningún mensaje; en el segundo decía que el mismo número había dejado «un mensaje nuevo».
Comparé la hora de ambos mensajes. Sólo habían pasado dos minutos entre el primero y el segundo y coincidían con un cuarto de hora atrás, cuando yo estaba hablando con mi hijo desde el parque.
Pulsé dos veces seguidas opciones y después borrar.
A continuación marqué el número del buzón.
Luego, cuando Michel tuviese su móvil de nuevo en su poder, no vería en la pantalla ninguna llamada perdida, me dije, y por tanto no habría razón alguna para que llamara al buzón de voz, al menos de momento.
«Yo!», oí después de que la familiar voz femenina del buzón hubiese anunciado que había un nuevo mensaje (además de otros dos mensajes antiguos) «Yo! ¿Vas a volver a llamarme o qué?»
«Yo!» Desde hacía cosa de medio año, Beau había adoptado un look afroamericano, con una gorra de los Yankees de Nueva York y la jerga correspondiente (en la que «Yo!» significa «¡Tú!»). Lo habían traído desde África y hasta hacía poco siempre había hablado un neerlandés impecable; no el neerlandés de la gente corriente, sino el que se emplea en los círculos en que se mueven mi hermano y su mujer: supuestamente sin acento, pero en realidad reconocible entre miles como el acento de la clase alta: el neerlandés que se oía en las pistas de tenis y en el bar del club de hockey.
Probablemente, un buen día Beau se había mirado al espejo y había decidido que África era sinónimo de triste y desvalido. Sin embargo, a pesar de su neerlandés impecable nunca podría llegar a ser un holandés. Era perfectamente comprensible que buscara su identidad en otra parte, al otro lado del Atlántico, en los barrios negros de Nueva York y Los Ángeles.
Con todo, ese numerito me desagradó profundamente desde el principio. Era lo mismo que siempre me había desagradado en el hijo adoptado de mi hermano: la actitud de santito, por llamarlo de algún modo; la astucia con que se aprovechaba del hecho de ser distinto de sus padres adoptivos, su hermano adoptivo, su hermana adoptiva y su primo adoptivo.
Hace años, cuando era pequeño, corría a las faldas de su «madre» mucho más que Rick o Valerie, a menudo hecho un mar de lágrimas. Entonces, Babette le acariciaba su cabecita negra y le decía palabras de consuelo, mientras buscaba alrededor al culpable de la pena de Beau.
Y casi siempre lo hallaba cerca.
—¿Qué le ha pasado a Beau? —le preguntaba a su hijo biológico en tono de reproche.
—Nada, mamá —oí decir a Rick en una ocasión—. Sólo lo estaba mirando.
—En el fondo no eres más que un racista —me había dicho Claire cuando le comenté el desagrado que sentía por Beau.
—¡En absoluto! Sería un racista si ese pedazo de hipócrita me cayese bien solamente por su color de piel y su origen. Discriminación positiva. Sería un racista si relacionara su hipocresía con conclusiones acerca de África en general y Burkina Faso en particular.
—Era broma —repuso Claire.
Una bicicleta llegó hasta el puente. Una bicicleta con luz. Sólo divisaba la silueta del ciclista, pero habría sido capaz de distinguir a mi hijo en la oscuridad entre un millón. La postura con que se inclinaba sobre el manillar, como un ciclista profesional, la ágil desenvoltura con que zigzagueaba sin mover el cuerpo apenas: eran la postura y los movimientos de… un depredador, pensé de pronto. Habría querido pensar «de un atleta». De un deportista.
Michel jugaba al fútbol y al tenis y desde hacía seis meses se había apuntado a un gimnasio. No fumaba, era muy comedido con el alcohol y en más de una ocasión había mostrado su rechazo a las drogas, ya fuesen blandas o duras. Llamaba «muermos» a los porretas de su clase, y Claire y yo estábamos encantados. Contentos de que nuestro hijo no mostrara problemas de conducta, que rara vez hiciera novillos y siempre llevase los deberes hechos. Era un estudiante excelente —aunque no se mataba estudiando, sólo se esforzaba lo justo— y nunca recibíamos quejas. Las notas eran por lo general «correctas», sólo en Educación Física siempre sacaba un diez.
«Tiene un mensaje antiguo», anunció la mujer del buzón de voz.
En ese momento, caí en la cuenta de que seguía con el móvil en la oreja. Michel ya estaba hacia la mitad del puente. Me di media vuelta para quedar de espaldas y eché a andar en dirección al restaurante; tenía que cortar la comunicación y meterme el móvil en el bolsillo.
«Esta noche va bien —se oyó la voz de Rick—. Lo haremos esta noche. Llámame. Adiós.» Y, acto seguido, de nuevo la voz de la mujer del buzón informando de la hora y la fecha del mensaje.
Oí a Michel a mi espalda, las ruedas de su bicicleta crujiendo en la grava. Llegó a mi altura. ¿Qué veía? ¿Un hombre que paseaba tranquilamente por el parque con un móvil pegado a la oreja? ¿O veía a su padre? ¿Con móvil o sin él?
«Hola, cariño —dijo Claire en mi oído en el preciso instante en que mi hijo pasó de largo. Llegó al sendero de grava iluminado y bajó de la bicicleta. Miró alrededor y se dirigió al aparcamiento para bicis que había a la izquierda de la entrada—. Llegaré a casa dentro de una hora. Papá y yo iremos al restaurante a las siete y me aseguraré de que estemos fuera hasta las doce. De modo que tenéis que hacerlo esta noche. Papá no sabe absolutamente nada y preferiría que siguiera así. Adiós, tesoro. Hasta luego. Un beso.»
Michel había puesto la cadena a la bicicleta y se dirigía hacia la entrada del restaurante. La mujer del buzón mencionó la fecha (aquel día) y la hora (las dos de la tarde) del último mensaje.
Papá no sabe absolutamente nada.
—¡Michel! —llamé mientras me metía apresuradamente el móvil en el bolsillo.
Él se detuvo y se volvió. Lo saludé con la mano.
Y preferiría que siguiera así.
Mi hijo avanzó por el sendero de grava. Llegamos a la entrada al mismo tiempo. Allí había mucha luz, pero quizá necesitara toda esa luz, me dije.
—Hola —saludó. Llevaba la gorra negra de Nike, los auriculares le colgaban alrededor del cuello, el cable desaparecía debajo de la cazadora. Era una cazadora acolchada verde de Dolce & Gabbana que se había comprado hacía poco con la asignación que le dábamos para ropa, con lo que ya no le quedó dinero para calcetines y calzoncillos.
—Hola, hijo —dije—. He pensado que sería mejor salir a buscarte.
Él se me quedó mirando con sus ojos francos. Candorosa, así podría describirse su mirada. Papá no sabe absolutamente nada.
—Estabas hablando por teléfono —comentó.
No contesté.
—¿Con quién hablabas?
Procuró sonar lo más natural posible, pero percibí cierto apremio en su voz. Era un tono que jamás le había oído antes, y noté cómo se me erizaba el vello de la nuca.
—Te llamaba a ti —repuse—. Me preguntaba por qué tardabas tanto.