19

No había nadie en el lavabo de hombres.

Probé las puertas de las tres cabinas: ninguna estaba ocupada.

Id vosotras, les había dicho a Claire y Babette en la entrada del restaurante. Podéis empezar, yo iré enseguida.

Entré en el retrete más alejado de la entrada y eché el pestillo. Para guardar las formas, me bajé sólo los pantalones y me senté en la taza.

Saqué el móvil de Michel del bolsillo y lo abrí.

En la pantalla vi algo en lo que no había reparado antes, al menos no me había fijado mientras estaba en el jardín. En la parte inferior de la pantalla había aparecido una ventanita blanca:

2 llamadas perdidas

Faso

¿Faso? ¿Quién demonios podía llamarse Faso?

Parecía un nombre inventado, un nombre que no existiera realmente…

De pronto lo supe. ¡Pues claro! ¡Faso! Era el apodo que Michel y Rick habían puesto al hermanastro adoptado. A Beau. Por su país natal. Y por su nombre: Beau.

Beau Faso. B. Faso de Burkina Faso.

Empezaron con eso unos años atrás, en una fiesta de cumpleaños de Claire, o al menos fue la primera vez que los oí emplear ese apodo. ¿Quieres más, Faso?, le preguntó Michel mientras le tendía a Beau un cuenco de plástico rojo lleno de palomitas de maíz.

Y Serge, que rondaba por allí, también lo oyó.

—Por favor —dijo—. Basta ya. Se llama Beau.

—No pasa nada, papá —terció su hijo adoptivo, que parecía el menos molesto por el apodo.

—Sí que pasa —repuso Serge—. Te llamas Beau. ¡Faso! No sé, no me parece… sencillamente no me gusta. —Quizá quería decir que le parecía discriminatorio, pero se tragó las palabras en el último momento.

—Pero todo el mundo tiene un apodo, papá.

Todo el mundo. Eso era lo que Beau más deseaba: ser como todo el mundo.

Después de aquella ocasión, apenas había vuelto a oír a Michel y Rick emplear el mote en público, pero al parecer había perdurado, puesto que figuraba en la agenda del móvil de Michel.

¿Por qué habría llamado Beau/Faso a Michel?

Podía escuchar el buzón de voz para enterarme de si le había dejado algún mensaje, pero en ese caso Michel sabría que había estado husmeando en su móvil. Los dos teníamos Vodafone, me sabía de memoria las palabras de la mujer del buzón de voz. Después de escucharlo, el «tiene un mensaje nuevo» se convertía en «tiene un mensaje antiguo».

Seleccioné menú, fui a mis archivos y de ahí a vídeos.

Apareció un menú de selección: vídeos, vídeos descargados y mis vídeos favoritos.

Volví a pulsar este último, tal como había hecho en el cuarto de Michel hacía unas horas, una eternidad. O, más que una eternidad, un punto de inflexión: un punto de inflexión como cuando hablamos de antes o después de la guerra.

El fotograma del último vídeo grabado estaba enmarcado en una fina línea azul; este era el que yo había visto hacía una eternidad. Seleccioné el anterior, pulsé opciones y después reproducir.

Una estación. El andén de una estación, una estación de metro, al parecer. Sí, una estación de metro descubierta en algún lugar del extrarradio, a juzgar por los bloques de casas que se veían al fondo. Quizá se trataba de Zuidoost o Slotervaart.

También podría poner las cartas boca arriba: reconocí la estación, supe de inmediato cuál era y a qué línea pertenecía. Pero no pienso pregonarlo a los cuatro vientos, de momento a nadie le serviría de nada que dijese el nombre.

La cámara descendió y empezó a seguir unas zapatillas blancas que avanzaban por el andén con cierta prisa. Al cabo de un rato, la cámara volvió a elevarse y se vio a un hombre, un hombre algo mayor, tal vez de unos sesenta años, calculé, aunque con esa clase de tipos es difícil saberlo; en cualquier caso, no se trataba del dueño de las deportivas blancas. Cuando la cámara se aproximó, vi su cara algo manchada y sin afeitar. Un mendigo probablemente, un indigente. Algo así.

Sentí el mismo frío que antes, cuando estaba en el cuarto de Michel, un frío que nacía en mi interior.

Junto a la cabeza del mendigo se veía ahora el rostro de Rick. El hijo de mi hermano sonrió a la cámara. «Take one —dijo—. Action!» Y sin advertencia previa le dio un bofetón al hombre en un lado de la cabeza, contra la oreja. Fue un golpe bastante fuerte, la cabeza se desplazó hacia un lado y el hombre se cubrió las orejas, como si intentase repeler el siguiente golpe.

You’re a piece of shit, motherfucker! —gritó Rick, no sin un leve acento, como un actor holandés en una película inglesa o americana.

La cámara se acercó aún más, hasta que el rostro sin afeitar del mendigo ocupó toda la pantalla. Parpadeó con sus ojos acuosos y enrojecidos, los labios farfullaron algo inaudible.

—Di: Jackass —se oyó otra voz, fuera de la imagen. La de mi hijo.

La cabeza del mendigo desapareció y volvió a verse a Rick. Mi sobrino miró a la cámara y ofreció una sonrisa deliberadamente estúpida.

Don’t try this at home —dijo, y volvió al ataque, al menos se vio cómo la mano hacía ademán de golpear de nuevo, aunque no llegó a oírse el impacto.

—Di Jackass —repitió la voz de Michel.

La cabeza del mendigo volvió a aparecer en la pantalla. A juzgar por el ángulo de la cámara —ya no se veían los edificios al fondo sino una superficie de hormigón gris y detrás los raíles—, a esas alturas el hombre había ido a parar al suelo. Le temblaban los labios, tenía los ojos cerrados.

Jack… Jackass —dijo.

El vídeo se detuvo en ese punto. En el silencio posterior sólo oí el agua que corría por el urinario.

«Tenemos que hablar de nuestros hijos», había dicho Serge. ¿Cuánto hacía ya de eso? ¿Una hora? ¿Dos?

Hubiera querido quedarme allí sentado hasta la mañana siguiente, hasta ser descubierto por el personal de la limpieza.

Me levanté.