18

¿Y ahora? Ahora yo estaba fuera, mirando desde lejos a mi hermano, que seguía sentado a nuestra mesa más solo que la una. Era una gran tentación permanecer allí el resto de la velada, o cuando menos no volver.

Sonó un ruidito electrónico que al principio no acerté a identificar, seguido por otros que, juntos, parecían componer una melodía y me recordaron el tono de llamada de un móvil, pero no el mío.

No obstante, provenía del bolsillo interior de mi chaqueta, del derecho; yo soy zurdo y siempre llevo el móvil en el izquierdo. Deslicé la mano —la derecha— en el bolsillo y, junto a las llaves de casa, palpé algo duro que identifiqué como medio paquete de Stimorol y un objeto que sólo podía ser un móvil.

Antes de que mi mano resurgiera con el teléfono, que no había dejado de sonar, comprendí lo que había sucedido. A bote pronto, era incapaz de reconstruir cómo había ido a parar el móvil de Michel al bolsillo de mi americana, pero me veía confrontado con el incontestable hecho de que alguien estaba llamando a mi hijo al móvil. La llamada sonaba bastante alta ahora que el chisme ya no estaba confinado en las profundidades del bolsillo, tan alto que temí que fuese a oírse hasta en el parque.

—¡Mierda! —mascullé.

Por supuesto, lo mejor era dejarlo sonar hasta que saltara el buzón de voz, pero también quería silenciarlo de inmediato.

Miré la pantalla para ver quién llamaba, pero no fue necesario leer el nombre. La pantalla se iluminó en la oscuridad y, aunque los rasgos se veían algo borrosos, no me fue difícil reconocer el rostro de mi propia esposa.

Por una u otra razón, Claire estaba llamando a su hijo, y sólo había una forma de averiguar esa razón.

—¿Claire? —contesté.

Nada.

—¿Claire? —repetí.

Miré alrededor, pues no me pareció improbable que mi mujer apareciese de detrás de un árbol, que todo fuera una broma, aunque se tratase de una broma que en ese momento yo no pillaba en absoluto.

—¿Papá?

—¡Michel! ¿Dónde estás?

—En casa. Estaba… buscaba… pero ¿dónde estás tú?

—En el restaurante. Ya te lo hemos dicho. Pero ¿cómo…? —¿Cómo es que tengo tu móvil?, quería preguntarle, aunque dadas las circunstancias no me pareció una buena pregunta.

—Pero ¿qué haces tú con mi móvil? —me preguntó; no parecía indignado sino más bien sorprendido, como yo.

Su habitación, aquella tarde, su móvil sobre la mesa… ¿Qué hacías aquí arriba? Has dicho que me estabas buscando. ¿Para qué? ¿Tenía yo su móvil en la mano en aquel momento o había vuelto a dejarlo encima de la mesa? Para nada en especial. Sólo te buscaba. ¿Era posible…? Pero eso significaba que entonces ya llevaba puesta la americana, y nunca llevo una americana para estar por casa. Intenté recordar por qué había subido con la americana puesta al cuarto de mi hijo.

—Ni idea —reconocí de la forma más natural posible—. Estoy tan sorprendido como tú. Bueno, nuestros móviles se parecen un poco, pero no puedo imaginarme que…

—No lo encontraba por ninguna parte —me interrumpió Michel—, así que he llamado por si lo oía sonar por aquí.

La foto de su madre en la pantalla. Estaba llamando desde el teléfono fijo. En la pantalla de su móvil aparecía la foto de su madre cuando lo llamaban desde el teléfono de casa. No la de su padre, pensé de pronto. O la de los dos. En ese mismo instante, se me ocurrió lo ridículo que sería: una foto de sus padres, abrazados y sonrientes, sentados en el sofá del salón, un matrimonio feliz. Papá y mamá me llaman. Papá y mamá me quieren más que a nadie en este mundo.

—Lo siento, hijo. He sido tan tonto que me he metido tu móvil en el bolsillo. Tu padre se está haciendo viejo. —Nuestra casa era mamá. Nuestra casa era Claire. Decidí no sentirme menospreciado, y eso me tranquilizó en cierta medida—. Ya no tardaremos mucho. Dentro de un par de horas te lo devuelvo.

—¿Dónde estáis? Ah, sí, habéis salido a cenar, ya me lo has dicho. En el restaurante del parque que hay enfrente de… —Dijo el nombre del bar de la gente corriente—. No está muy lejos de aquí.

—No te molestes. Ya te lo llevaré yo. Dentro de una hora como mucho. —¿Aún sonaba despreocupado? ¿Alegre? ¿O en mi tono se notaba acaso que prefería que no viniese al restaurante para recuperar su móvil?

—Es demasiado tiempo. Necesito… necesito algunos números, tengo que hacer una llamada.

¿Lo oí realmente titubear o sólo fue un fallo en la cobertura?

—Si me dices qué número necesitas, te lo puedo buscar…

No, me había equivocado completamente de tono. No pretendía ser el padre simpático y enrollado: un padre que puede ir fisgoneando en el móvil de su hijo porque, al fin y al cabo, entre padre e hijo «no hay secretos». Ya me daba por contento con que Michel siguiera llamándome papá y no «Paul». En todo ese asunto de los nombres había algo que me sacaba de quicio: niños de siete años que llaman «Joris» a su padre y «Wilma» a su madre. Era una confianza mal entendida que al final siempre acababa volviéndose contra los padres demasiado modernos. Sólo mediaba un pequeño paso del «Joris» y «Wilma» al «¿No te he dicho que lo quería con mantequilla de cacahuete, Joris?», tras lo cual, el bocadillo de crema de chocolate era despachado de vuelta a la cocina y desaparecía en el cubo de la basura.

Lo había visto muchas veces en mi propio entorno, padres que soltaban una risita estúpida cuando sus hijos les hablaban en ese tono. «Vaya, cada vez llegan antes a la pubertad», comentaban para disculparlos. No comprendían, o sencillamente les daba miedo comprender, que habían criado monstruos. Naturalmente, lo que en el fondo de su corazón esperaban era que, a sus hijos, Joris y Wilma les gustaran más tiempo que papá y mamá.

Un padre que husmea en el móvil de su hijo de quince años se acercaba demasiado a eso. En un abrir y cerrar de ojos, vería cuántas chicas aparecían en la agenda o si se había bajado fotos picantes como fondo de pantalla. No, mi hijo y yo sí teníamos algunos secretos el uno para el otro, respetábamos nuestra mutua intimidad, llamábamos a la puerta de nuestras respectivas habitaciones si ésta estaba cerrada. Y tampoco entrábamos y salíamos del cuarto de baño en cueros, sin una toalla en la cintura, porque no había nada que ocultar, como era habitual en las familias Joris-y-Wilma. No, esto último menos aún.

Pero yo ya había mirado el móvil de Michel. Había visto cosas que no estaban destinadas a mis ojos. Desde su punto de vista era peligrosísimo que yo siguiese en posesión de su móvil más tiempo del estrictamente imprescindible.

—No, no es necesario, papá. Voy a buscarlo.

—¿Michel? —repuse, pero él ya había colgado—. ¡Mierda! —maldije por segunda vez aquella noche, y en ese mismo instante vislumbré a Claire y Babette acercándose desde el alto seto. Mi esposa había rodeado los hombros de su cuñada con el brazo.

Sólo por unos segundos, sopesé la idea de retroceder y dejar que los arbustos me engullesen; pero entonces recordé para qué había salido al jardín: Para buscar a Claire y Babette. Podía haber sido peor. Claire podía haberme visto con el móvil de Michel pegado a la oreja. Se habría preguntado a quién estaba llamando allí, fuera del restaurante, en secreto.

—¡Claire! —Agité los brazos y fui a su encuentro.

Babette aún se apretaba el pañuelo contra la nariz, pero ya no se veían lágrimas.

—Paul… —dijo mi esposa mirándome fijamente.

Luego volvió los ojos al cielo y a continuación fingió suspirar. Sabía lo que eso significaba porque la había visto hacerlo en otras ocasiones; entre ellas, la vez en que su madre se tomó una sobredosis de somníferos estando en la residencia. Es mucho peor de lo que pensaba, decían sus ojos y el suspiro.

Babette, que también me miraba, se apartó el pañuelo de la cara.

—Ay, Paul, querido Paul…

—Ya… ya nos han servido los platos —informé.