Fui al lavabo, pero cuando regresé aún no nos habían servido el segundo plato. En cambio, sí había una nueva botella de vino en la mesa.
El diseño del lavabo también estaba cuidado al detalle. Cabía preguntarse incluso si las palabras «lavabo» o «servicio» podían designar aquel resultado. Por todas partes se oía gorgoteo de agua, no sólo en el largo urinario de acero inoxidable, sino también en los espejos de cuerpo entero enmarcados en granito. Se diría que estaba en la línea de todo lo demás: las camareras de las colas tirantes y los delantales negros, la lámpara art déco encima del atril, la carne biológica y el traje a rayas del maître, aunque no quedaba nada claro qué línea se pretendía seguir. Sucedía en parte como con algunas gafas de diseño, gafas que no aportan nada a la personalidad de quien las lleva pero consiguen acaparar toda la atención: ¡soy una gafa, no te atrevas a olvidarlo!
En realidad no necesitaba ir al servicio, sólo quería ausentarme unos minutos, ausentarme de nuestra mesa y de la cháchara sobre películas y destinos veraniegos, pero cuando me situé frente al urinario y, más que nada por guardar las formas, me abrí la bragueta, el gorgoteo del agua y unas suaves y susurrantes notas de piano me provocaron de repente unas acuciantes ganas de orinar.
Y fue en ese instante cuando oí abrirse la puerta y un nuevo visitante entró en los servicios.
No soy de los que no pueden evacuar cuando tienen a alguien cerca, pero sí necesito algo más de tiempo, sobre todo porque me cuesta empezar. Me maldije por haber ido al urinario en vez de encerrarme en una de las cabinas.
El nuevo visitante carraspeó varias veces y se puso a canturrear algo que me resultaba vagamente familiar, una melodía que a los pocos segundos identifiqué como Killing me softly.
Killing me softly, de… ay, joder, ¿cómo se llamaba aquella mujer? ¡Roberta Flack! Rogué a Dios que el hombre se metiera en una cabina, pero con el rabillo del ojo vi que se acercaba al urinario, a apenas un metro de distancia de mí. Hizo los movimientos de rigor y al poco se oyó el sonido de un abundante y potente chorro que salpicaba los riachuelos de agua que bajaban por el acero inoxidable.
Era la clase de chorro pagado de sí mismo que quiere ante todo demostrar su salud inquebrantable, y que probablemente mucho tiempo atrás, en el colegio, había pertenecido al niño que podía mear más lejos, el que llegaba al otro lado de la acequia.
Miré de soslayo y vi que el dueño del chorro era el hombre de la barba, aquel que estaba sentado en la mesa contigua con una acompañante demasiado joven para él. En ese momento él también miró de soslayo, así que nos saludamos con la cabeza, como es costumbre entre dos tíos que mean a un metro escaso de distancia. Entre la barba, su boca se torció en una sonrisa. Una sonrisa triunfal, no pude por menos de pensar, la típica sonrisa de un hombre con un chorro potente, la de alguien que se alegra de que haya hombres a quienes orinar les cueste más que a él.
Pues ¿acaso un chorro potente no es también un signo de virilidad? ¿Acaso tener un chorro potente no otorga a su dueño un derecho de preferencia en el reparto de mujeres? ¿Y un goteo debilucho no indica, por el contrario, que por ahí abajo hay algo encubierto? ¿Corría peligro la supervivencia de la especie humana si las mujeres no prestaban atención a la advertencia de aquel penoso goteo y a la hora de elegir no se dejaban convencer por el saludable sonido de un chorro vigoroso?
En el urinario no había tabiques, sólo tenía que bajar un poco la mirada para ver la polla de aquel barbudo. A juzgar por el ruido que armaba debía de ser una polla grande, concluí, una de esas pollas desvergonzadas, con venas gruesas y azuladas marcadas en una piel oscura, bien irrigada pero bastante áspera: la clase de polla con que uno puede sentir la tentación de ir a pasar las vacaciones a un camping nudista o, en cualquier caso, comprarse la talla más pequeña del bañador más ajustado y de la tela más fina posible.
Como ya he dicho, mi presencia en el lavabo obedecía a que en cierto momento me había empezado a sentir abrumado. De los destinos de vacaciones y la Dordoña habíamos pasado al tema del racismo. Mi esposa había apoyado mi punto de vista de que camuflar e ignorar el racismo contribuía más a empeorar el mal que a remediarlo. Había salido en mi ayuda de improviso y sin mirarme: «Creo que lo que Paul quiere decir…» Así había empezado, parafraseando lo que ella creía que yo quería decir. En boca de cualquier otro, aquello habría parecido denigrante, paternalista o puntilloso, como si no se me considerase capaz de verter mis propias opiniones en frases inteligibles. Pero en boca de Claire, aquel «creo que lo que Paul quiere decir» significaba ni más ni menos que los demás eran un tanto lentos de entendederas, demasiado lerdos para comprender algo que su marido acababa de expresar de forma clara y meridiana, y que ella estaba empezando a perder la paciencia.
Después habíamos vuelto a hablar un rato más de cine. Claire había dicho que Adivina quién viene esta noche era la película más racista que jamás se había hecho. La historia es bien conocida: la hija de una pareja blanca de clase acomodada (Spencer Tracy y Katharine Hepburn) lleva a su prometido a casa. Para consternación de sus padres, su novio resulta ser un negro (Sidney Poitier). A medida que avanza la cena, se va descubriendo el pastel: el negro es un buen negro, un negro inteligente con un traje impecable, un negro que enseña en la universidad. Intelectualmente, está por muy encima de los padres blancos de su prometida, tipos corrientes de clase media alta, llenos de prejuicios contra los negros.
—Y precisamente en esos prejuicios es donde se oculta la vena racista —había dicho Claire—. Porque los negros que los padres conocen de la televisión y los barrios a los que no se atreven a ir son pobres y gandules, violentos y criminales. Pero, afortunadamente, su futuro yerno es un negro adaptado que viste con el impoluto traje con chaleco de los blancos para asemejarse todo lo posible a uno de ellos.
Durante su exposición, Serge la estuvo observando con la mirada de un oyente interesado, pero su postura delataba que le costaba escuchar a las mujeres que no podía clasificar de entrada en categorías claras como «tetas», «bonito culo» o «me puede traer el desayuno cuando quiera».
—No fue hasta mucho más tarde cuando empezaron a aparecer en las películas los primeros negros inadaptados —siguió Claire—. Negros con gorras de béisbol y coches para chulear: negros violentos de los bajos fondos. Pero al menos eran ellos mismos. Al menos habían dejado de ser una burda imitación de los blancos.
En ese momento mi hermano tosió para aclararse la garganta. Se enderezó en la silla y acercó la cabeza a la mesa, como si buscara el micrófono. Sí, eso era lo que parecía, me dije, ahora todos sus movimientos eran los del político nacional y, según los sondeos, futuro líder de nuestro país, que se dispone a dar una respuesta a aquella señora del público en un auditorio de provincias.
—¿Y qué tienen de malo los negros adaptados, Claire? —preguntó—. Me refiero a que, oyéndote hablar así, se diría que prefieres que se queden como están, aunque eso signifique también que sigan matándose en sus guetos por unos gramos de coca, sin la menor perspectiva de mejora.
Miré a mi esposa y mentalmente la animé a darle el golpe de gracia a mi hermano; Serge se lo había puesto en bandeja, como suele decirse. Era sencillamente terrorífico, casi increíble, que fuese capaz de colar de ese modo el programa electoral de su partido en una discusión normal y corriente sobre la gente y sus diferencias. Mejora… Una palabra nada más: pura palabrería dirigida a la masa.
—No estoy hablando de mejorar nada, Serge —dijo Claire—. Hablo de la imagen que nosotros (holandeses, blancos, europeos) tenemos de otras culturas. De lo que nos da miedo. Si se te acerca un grupo de tipos de piel oscura, ¿no cruzarás antes a la otra acera si llevan gorras de béisbol y unas Air Nikes que si van elegantemente vestidos? ¿Como tú y como yo? ¿O como diplomáticos? ¿U oficinistas?
—Jamás huyo al otro lado de la calle. Creo que todo el mundo debe ser juzgado por igual. Acabas de decir que tenemos miedo. En eso estoy de acuerdo. Si dejáramos de tener miedo por un momento, podríamos aprovechar para entendernos mejor los unos a los otros.
—Serge, no estamos en ningún debate ni soy alguien a quien tengas que convencer con palabras tan huecas como mejora y comprensión. Soy tu cuñada, la mujer de tu hermano. Estamos en una reunión informal, entre amigos. En familia.
—Hablamos de tener el derecho a ser un hijo de puta —tercié.
Se produjo un breve silencio, el silencio proverbial en que se habría oído el vuelo de una mosca de no ser porque el bullicio del restaurante lo impedía. Sería una exageración decir que todas las cabezas se volvieron hacia mí, como se lee de vez en cuando, pero sí que llamé la atención. Babette soltó una risita. «¡Paul!», exclamó.
—No, es que me he acordado de un programa televisivo de hace años —dije—. Ya no recuerdo cómo se llamaba. —Me acordaba perfectamente, pero no tenía sentido mencionarlo, no haría sino desviarnos del tema; el nombre podría incitar a mi hermano a hacer algún comentario sarcástico con el propósito de echar por tierra de antemano mi verdadero mensaje. «No tenía ni idea de que vieras ese tipo de programas», o algo por el estilo—. Iba sobre los homosexuales. Entrevistaban a una señora que tenía por vecinos a una pareja gay, dos chicos jóvenes que vivían juntos y que, de vez en cuando, se ocupaban de los gatos de la mujer. Pues bien, ella aseguraba que eran un cielo. Lo que en realidad quería decir era que, aunque sus vecinos fuesen homosexuales, el hecho de que se hiciesen cargo de sus gatos demostraba que eran personas como tú y como yo. Aquella mujer apareció en el programa irradiando cierto aire de suficiencia, encantada con la idea de que a partir de ese momento todo el mundo sabría lo tolerante que era. Que sus vecinos eran un cielo a pesar de hacerse guarradas entre ellos. Cosas reprobables, de hecho, enfermizas y antinaturales. Perversidades, en resumidas cuentas, que sin embargo quedaban disculpadas por el cuidado desinteresado que prodigaban a sus gatos.
Hice una pausa. Babette sonrió. Serge había enarcado las cejas un par de veces. Y Claire parecía divertida; así solía mirarme cuando sabía adónde quería ir a parar.
—Para comprender lo que esa mujer aseguraba sobre sus vecinos —continué, más que nada porque los demás no decían nada y seguían mirándome expectantes—, habría que plantear la situación al revés. Si los dos homosexuales encantadores no se hubiesen dignado dar de comer a los gatos y, al contrario, les hubiesen tirado piedras o arrojado trocitos de solomillo envenenado, hubiesen sido sencillamente unos asquerosos maricones. Eso es lo que, en mi opinión, Claire quiere decir con lo de Adivina quién viene esta noche: que el simpático Sidney Poitier también era un joven encantador. El director de esa película no era mejor que la señora del programa. En realidad, Sidney Poitier tenía ahí un papel ejemplar. Debía servir de ejemplo para todos aquellos negros molestos, los negros que estorban. Los negros peligrosos, los ladrones, los violadores y los camellos. Si os ponéis un traje tan elegante como el de Sidney y os comportáis como el yerno ideal, nosotros los blancos os recibiremos con los brazos abiertos.