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Los cuatro nos echamos a reír, fue un momento de distensión, pero demasiada distensión no es buena, no podíamos descuidarnos. El caso era que el propio Serge Lohman tenía también «un culo bonito». Ese comentario se oía con frecuencia en boca de muchas mujeres, y él era muy consciente de que les chiflaba, lo que en sí mismo no tenía nada de malo. Salía bien en las fotografías, poseía un atractivo rústico que gustaba a algunas mujeres; un poco simple para mi gusto, pero hay gente que prefiere el mobiliario sencillo, una mesa o una silla hechas enteramente de «materiales auténticos»: madera de desguace procedente de viejas puertas de establos del norte de España o del Piamonte.

Antes, siempre pasaba lo mismo entre Serge y sus novias. Al cabo de unos meses lo tenían más que calado: su atractivo tenía un lado aburrido y cuadriculado y ellas se cansaban pronto de mirar su «cara bonita». Babette fue la única que lo aguantó un poco más, de hecho, lleva ya unos dieciocho años aguantándolo, lo que podría tildarse de milagro: han sido dieciocho años de peleas y, bien mirado, no son en absoluto compatibles, pero a menudo parecen de esas parejas para quienes los roces continuos constituyen el único motor de su matrimonio, donde cada pelea preludia el momento en que volverán a reconciliarse en la cama.

Sin embargo, a veces me daba la impresión de que todo era mucho más sencillo, que Babette había firmado por algo, por una vida junto a un político de éxito, y que sería una pena dejarlo a esas alturas, después de todo el tiempo invertido. Del mismo modo que uno no deja un libro malo por la mitad sino que acaba de leerlo con desgana, así permanecía Babette junto a Serge: quizá el desenlace la compensaría.

Tenían dos hijos propios: Rick, de la misma edad de Michel, y Valerie, una niña de trece años ligeramente autista y con la belleza translúcida de una sirena. Y luego estaba Beau, cuya edad real se desconocía, pero que probablemente estaba entre los catorce y los diecisiete. Beau era de Burkina Faso y fue a parar a casa de Serge y Babette gracias a un «proyecto de desarrollo», un proyecto en el que uno ayudaba a financiar a un estudiante del Tercer Mundo, ya fuese con material escolar u otras necesidades básicas, y después lo «adoptaba». Al principio era a distancia, mediante cartas, fotografías y postales, pero después se hacía de verdad, en persona. En esos casos, los niños elegidos permanecían algún tiempo con las familias de acogida holandesas y, si todo iba bien, podían quedarse. O sea, una especie de arrendamiento con opción de compra. O como un gato al que recoges en la protectora de animales: si te araña el sofá y va meándose por toda la casa, lo devuelves y listo.

Recuerdo algunas de las fotos y postales que Beau enviaba desde el lejano Burkina Faso. En una instantánea que se me quedó grabada, aparecía delante de una construcción de ladrillos rojos con un tejado de chapa corrugada, un chiquillo negro como el betún con un pijama a rayas que semejaba una camisa de dormir y le llegaba hasta las rodillas, y sandalias de goma en los pies. «Merci beacoup mes parents pour notre école!», aparecía escrito con elegante caligrafía de maestro al pie de la foto.

«¿No es un cielo?», había comentado Babette en aquella ocasión. Fueron a Burkina Faso y, una vez allí, quedaron prendados enseguida, como Serge y Babette solían formularlo.

Le siguió un segundo viaje, rellenaron los formularios y unas semanas más tarde Beau aterrizó en Schiphol. «Pero ¿seguro que sabéis en lo que os estáis metiendo?», les había preguntado Claire cuando la adopción aún andaba en el estadio de las postales. Sin embargo, aquello sólo provocó reacciones airadas. ¿Acaso no estaban ayudando a alguien? Nada menos que a un niño que en su propio país jamás tendría las oportunidades que se le brindarían en Holanda. Sí, sabían muy bien en lo que se metían, bastante gente había en el mundo que sólo pensaba en sí misma.

Era imposible acusarlos de egoísmo puro. Por entonces, Rick tenía tres años y Valerie unos meses. No eran los típicos padres adoptivos que no pueden tener hijos propios. Estaban acogiendo a un tercer hijo en su familia de forma totalmente desinteresada; no a un hijo de su propia sangre, sino a un chiquillo sin posibilidades al que ofrecían una nueva vida en Europa.

Pero ¿qué era, entonces, esta adopción? ¿En qué se estaban metiendo realmente?

En vista de que habían dejado bien claro que no se les podía hacer esa pregunta, tampoco formulamos las demás. ¿Es que Beau no tenía padres? ¿Acaso era huérfano? ¿Había unos padres que consentían en dejar ir a su hijo, o se trataba de un chiquillo completamente solo en el mundo? Debo decir que en el tema de la adopción Babette se mostró más fanática que Serge. Desde el principio fue «su proyecto», algo que tenía que llevar a buen puerto a toda costa. Y se esforzó al máximo por dar al hijo adoptivo el mismo cariño que prodigaba a los propios.

Incluso la palabra «adopción» acabó convirtiéndose en tabú. «Beau es sencillamente nuestro hijo —aseguraba Babette—. No hay la menor diferencia entre ellos.» Y Serge asentía aquiescente: «Lo queremos tanto como a Rick y Valerie.»

Naturalmente, cabe la posibilidad de que ya entonces mi hermano lo pensase, no pretendo emitir un juicio al respecto o acusarlo de haber hecho lo que hizo de forma premeditada, pero al final resultó que el niño negro de Burkina Faso al que querían tanto como a sus propios hijos no le vino nada mal. Era muy distinto de sus conocimientos enológicos, pero funcionaba de la misma forma. Le daba cierta imagen: Serge Lohman, el político que adoptó un hijo en África.

Empezó a posar más a menudo con la familia. Quedaba bien. Serge y Babette en el sofá con los tres hijos a sus pies. Beau Lohman era la prueba viviente de que ese político no era de los que obraban en beneficio propio a la mínima oportunidad, de que al menos una vez no lo había hecho. Sus otros dos hijos habían sido engendrados de forma natural, por consiguiente no había la menor necesidad de adoptar a un niño de Burkina Faso. Ese era el mensaje: quizá Serge Lohman tampoco obraría en beneficio propio en otros asuntos.

Una camarera nos llenó las copas a Serge y a mí; las de Babette y Claire aún estaban medio llenas. Era una chica guapa, tan rubia como Scarlett Johansson. Se tomó su tiempo para servirnos; sus movimientos delataban que era bastante inexperta y probablemente llevaba poco en el restaurante. Primero sacó la botella de la cubitera y la secó concienzudamente con una servilleta blanca enrollada en el gollete y que colgaba del borde de la cubitera; y el escanciado tampoco fue muy garboso: la chica se hallaba junto a la silla de Serge, en un ángulo demasiado cerrado, por lo que le propinó un codazo a Claire en la cabeza.

—Le ruego me disculpe —dijo ruborizándose.

Por supuesto, Claire respondió que no tenía la menor importancia, pero la chica estaba tan alterada que llenó la copa de Serge hasta el borde. Tampoco es que aquello fuese tan grave, aunque para un catador de vinos sí lo era.

—Eh, eh. ¿Me quieres emborrachar o qué?

Retiró la silla hacia atrás medio metro, como si, en vez de llenarle la copa, la chica le hubiese derramado la botella en el pantalón. Ella se puso más colorada aún y parpadeó, creí que a punto de echarse a llorar. Al igual que las demás chicas de los delantales negros, llevaba el cabello recogido en una cola tirante, cumpliendo con las normas, pero al ser rubia, el efecto que causaba era menos severo que en las chicas morenas.

Tenía un rostro adorable y no pude por menos que imaginarla quitándose la goma y sacudiendo el cabello, más tarde, cuando concluyese su jornada laboral en el restaurante, su horrible jornada laboral, como le explicaría a una amiga (o tal vez un amigo). «¿Sabes lo que me ha pasado hoy? Es tan irritante, ¡siempre lo mismo! Ya sabes cuánto me agobia la dichosa etiqueta a la hora de servir el vino. Bueno, pues esta noche me ha vuelto a salir todo mal. Y si sólo fuese eso, aún, pero ¿sabes con quién?» La amiga o el amigo negarían con la cabeza y dirían: «No, ni idea. ¿Con quién?» Para aumentar la expectación, la muchacha permanecería en silencio unos instantes. «¡Con Serge Lohman!» «¿Con quién?» «¡Serge Lohman! ¡El ministro! Bueno, tal vez no sea ministro aún, pero ya sabes a quién me refiero, ayer mismo decían en las noticias que ganará las elecciones. Fue espantoso, y encima le di un codazo en la cabeza a la mujer que estaba sentada a su lado.» «Ah, ya sé quién es… ¡Caray! ¿Y qué pasó?» «Bueno, nada, se mostró muy amable, pero deseé que se me tragara la tierra.»

Muy amable… Sí, Serge se mostró muy amable; tras haber retirado la silla hacia atrás medio metro y alzado la cabeza, miró por primera vez a la muchacha. Y en una fracción de segundo su expresión cambió de forma casi imperceptible: de una fingida indignación y agravio por el tratamiento tan poco profesional que le daban a su Chablis a una comprensiva tolerancia. En resumidas cuentas, vi cómo se derretía. El parecido con la recién mencionada Scarlett Johansson no pudo pasarle inadvertido. Vio a una «tía buena», una tía buena ruborizada y torpe y enteramente a su merced, y le dedicó su sonrisa más encantadora.

—Pero no te preocupes —dijo, y levantó la copa, con lo que derramó un poco de vino en su plato de ostras medio vacío—. Ya me lo acabaré.

—Le ruego me disculpe, señor —repitió la chica.

—Descuida. ¿Cuántos años tienes? ¿Ya puedes votar?

Al principio creí haber oído mal. ¿Realmente estaba siendo testigo de aquella escena? Pero, en ese instante, mi hermano se volvió hacia mí y me guiñó un ojo ostentosamente.

—Tengo diecinueve años, señor.

—Bueno, pues si cuando llegue el momento votas al partido apropiado, haremos la vista gorda con tu destreza para servir vinos.

La muchacha se ruborizó de nuevo, su rostro se puso aún más colorado que antes y, por segunda vez en pocos minutos, pensé que iba a romper a llorar. Miré fugazmente a Babette, pero nada en ella delataba que reprobase la conducta de su marido. Al contrario, más bien parecía divertida: el político Serge Lohman, conocido en todo el país, cabeza de lista del mayor partido de la oposición, según los sondeos futuro primer ministro, estaba flirteando abiertamente con una camarera de diecinueve años y la hacía sonrojar; quizá le parecía divertido, quizá así se demostraba una vez más el encanto irresistible de su marido, o quizá a Babette simplemente le parecía bien ser la esposa de un hombre como mi hermano. En el coche, de camino hacia el restaurante, él la había hecho llorar. Pero ¿qué podía cambiar eso? ¿Lo dejaría ella en la estacada después de dieciocho años? ¿A falta de seis meses para las elecciones?

Intenté entablar contacto visual con Claire, pero ella estaba concentrada en la rebosante copa de Serge y en la torpeza de la camarera. Se tocó fugazmente la cabeza, en el punto donde la chica la había golpeado con el codo, quién sabe si más fuerte de lo que parecía a primera vista, y preguntó:

—¿Volveréis a Francia este verano? ¿O aún no habéis hecho planes?