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Me parece un signo de debilidad que la conversación se decante demasiado pronto hacia las películas. Me refiero a que las películas son más bien algo para acabar la velada, cuando verdaderamente ya no queda mucho que decir. No sé muy bien por qué, pero siempre noto un vacío en el estómago cuando la gente empieza a hablar de películas; como cuando está anocheciendo y tú acabas de levantarte.

Lo peor es cuando te cuentan la película de cabo a rabo con todo detalle. Ves que se ponen cómodos y se pasan tranquilamente un cuarto de hora hablando; un cuarto de hora por película, quiero decir. Les trae sin cuidado que tengas la intención de ir a ver el filme en cuestión o que ya lo hayas visto; pasan por alto esa nimiedad, inmersos como están en la primera escena. Al principio, finges algo de interés por cortesía, pero pronto renuncias a la cortesía y te pones a bostezar ostensiblemente, a mirar el techo y a removerte en la silla. No escatimas esfuerzos para conseguir que el charlatán cierre la boca de una vez, pero no sirve de nada, ya se halla demasiado lejos para percibir esas señales; en realidad, son adictos a sí mismos y a sus propias chorradas sobre cine.

Creo que mi hermano fue el primero en sacar a colación el último trabajo de Woody Allen.

—Una obra maestra —dictaminó, sin informarse antes de si nosotros (esto es, Claire y yo) también la habíamos visto.

Babette asintió con vehemencia. Habían ido a verla el fin de semana anterior y por una vez los dos parecían estar de acuerdo.

—Una obra maestra —confirmó ella—. De verdad, tenéis que ir a verla.

Claire dijo que ya habíamos ido.

—Hace ya dos meses —precisé, lo que de hecho era una información superflua, pero tenía ganas de decirlo; no iba dirigida a Babette sino a mi hermano, para que viese que andaba bastante atrasado con sus obras maestras.

En ese instante, llegaron varias chicas con delantales negros a servirnos los entrantes, seguidas del maître y su meñique, y perdimos el hilo de la conversación, hasta que Babette lo retomó al preguntarnos si al final habíamos visto la última de Woody Allen o no.

—Me pareció una película fantástica —dijo Claire mientras bañaba un «tomate secado al sol» en un pequeño charco de aceite de oliva y se lo llevaba a la boca—. Incluso a Paul le gustó. ¿Verdad, Paul?

Eso sí lo hace Claire a menudo: involucrarme en algún asunto de tal manera que no me deja escapatoria. Ahora los demás sabían que me había gustado, y ese «incluso a Paul» equivalía a «incluso a Paul, al que por lo general no le gusta ninguna película y menos aún si es de Woody Allen».

Serge me miró; todavía tenía algo del entrante en la boca, estaba masticando, pero eso no le impidió dirigirme la palabra.

—Una obra maestra, ¿a que sí? No, en serio, es fantástica. —Siguió masticando y tragó—. Y esa Scarlett Johansson, me puede traer el desayuno cuando quiera. ¡Menuda tía!

Oír que una película que a ti te ha parecido razonablemente buena es calificada de obra maestra por tu hermano mayor es como tener que ponerte su ropa usada: la ropa usada que a él ya le ha quedado pequeña, pero desde tu perspectiva lo más importante es que está usada. Mis opciones eran limitadas: por una parte, convenir en que la película de Woody Allen era una obra maestra equivaldría a ponerse la ropa usada, y por tanto quedaba totalmente descartado; por la otra, no existía un grado superlativo para «obra maestra», como mucho, podría intentar demostrar que Serge no había entendido la película, que le parecía una obra maestra por las razones equivocadas, pero eso significaría darle vueltas y más vueltas al tema, demasiado evidentes para Claire y probablemente también para Babette.

En realidad, sólo me quedaba una salida: poner por los suelos la película de Woody Allen. Sería muy sencillo, ya que presentaba suficientes puntos débiles que, si bien no importaban demasiado si la película te gustaba, podías esgrimir en caso de necesidad para criticarla. Al principio, Claire frunciría el cejo pero, con un poco de suerte, después comprendería mi objetivo: que mi traición a nuestra opinión favorable sobre la película estaba al servicio de la lucha contra la cháchara vana e insustancial sobre el cine en general.

Iba a coger mi copa de Chablis con la intención de beber un sorbo con aire pensativo antes de poner en práctica mi plan cuando se me ocurrió otra salida posible. ¿Qué había dicho aquel imbécil sobre Scarlett Johansson? Que esa «tía» podía llevarle el desayuno cuando quisiera. No sabía lo que Babette pensaba sobre esa clase de comentarios masculinos, pero Claire se mosqueaba en cuanto los hombres se ponían a hablar de «culos bonitos» y «un buen par de tetas». No me percaté de su reacción cuando mi hermano dijo lo de que Scarlett Johansson le trajera el desayuno porque en ese momento lo estaba mirando a él, pero en realidad no me hacía falta.

Últimamente, me daba la impresión de que a veces Serge perdía perspectiva, que se creía en serio que las Scarletts Johansson de este mundo estarían encantadas de llevarle el desayuno. Yo sospechaba que Serge miraba a las mujeres del mismo modo que a la comida, en especial la comida caliente de cada día. Ya era así de joven, y en realidad no ha cambiado nada. «Tengo hambre», dice cuando tiene hambre. Aunque se encuentre en plena naturaleza, lejos del mundo habitado, o conduciendo por la autopista entre dos salidas. «Sí —le respondo yo entonces—, pero ahora no tenemos nada para comer.» «Pero tengo hambre ahora —insiste él—. Tengo que comer algo ya mismo.» Era un poco penosa aquella estúpida determinación suya que lo hacía olvidarse de todo lo demás —de su entorno, de la gente que lo acompañaba—, para centrarse exclusivamente en un único objetivo: saciar el hambre. En momentos así me recordaba a un animal que tropieza con un obstáculo: un pájaro que no comprende que el cristal de la ventana es un material duro y sigue estrellándose contra él una y otra vez.

Y cuando por fin se nos presentaba la oportunidad de comer, daba lo mismo lo que fuese. Serge comía como uno llena el depósito del coche: masticando con rapidez y eficiencia el panecillo de queso o el pastel relleno de crema de almendras, para que el combustible llegase al estómago lo antes posible; porque sin combustible no se puede ir a ninguna parte. La pasión por el arte culinario propiamente dicho no le sobrevino hasta mucho más tarde. Sucedió como con la enología: llegado cierto momento, consideró que era lo apropiado. Pero la rapidez y la eficiencia no han cambiado un ápice: a día de hoy, sigue siendo siempre el primero en acabar.

Daría una fortuna por ver y oír, al menos una vez, lo que sucede en el dormitorio de Serge y Babette. Aunque otra parte de mí se opone rotundamente a ello y daría la misma fortuna por no tener que presenciarlo jamás.

«Necesito follar.» Y entonces Babette le dice que le duele la cabeza, que tiene la regla o, sencillamente, que esa noche no quiere saber nada de su cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su olor. «Pero es que necesito follar ahora.» Intuyo que mi hermano folla igual que come, que se cuela dentro de su mujer tal como se zampa uno de esos enormes bocadillos de croqueta, y después el hambre queda saciada.

—Así que te pasaste todo el rato mirándole las tetas a Scarlett Johansson —dije, más groseramente de lo que había pretendido—. ¿O te referías a otra cosa con lo de obra maestra?

Sobrevino uno de esos silencios portentosos que sólo se oyen en los restaurantes: una conciencia repentinamente más nítida de la presencia de los demás, el ruido y tintineo de los cubiertos de las treinta mesas restantes, unos segundos de calma total durante los cuales los sonidos de fondo pasan a primer plano.

Lo primero que rompió el silencio fue la risa de Babette; miré a mi esposa, que me observaba atónita, y después miré de nuevo a Serge, que también intentaba reírse, aunque sin sentimiento y, por si fuera poco, con la boca llena.

—Vamos, Paul, no te hagas el santo —logró decir—. La verdad es que está muy buena. Un hombre tiene ojos en la cara, ¿no?

«Tía buena.» A Claire tampoco le gustaba demasiado esa expresión. Ella siempre decía «un hombre guapo», jamás «un tío bueno», y no hablemos ya de «un culo bonito». «Esa moda de decir continuamente “qué culo tan bonito” me parece de lo más forzado en boca de una mujer —había comentado en alguna ocasión—. Es lo mismo que verlas fumar en pipa o escupir en el suelo.»

En lo más profundo de su ser, Serge siempre había sido un patán, un maleducado: el mismo maleducado al que echaban de la mesa por soltar eructos.

—A mí también me parece que Scarlett Johansson es una mujer muy hermosa —dije—. Pero parecía que para ti eso fuese lo más importante de la película, corrígeme si me equivoco.

—Bueno, va de ese tipo, ¿cómo se llama?, el inglés que es profesor de tenis y se obsesiona con ella. Al final tiene que matarla a tiros para poder cumplir su objetivo.

—Pero ¡bueno! —exclamó Babette—. ¡No cuentes de qué va, haces que pierda toda la gracia para quien aún no la ha visto! —Volvió a producirse un silencio en el que mi cuñada nos miró sucesivamente a Claire y a mí—. ¡Oh, qué tonta, estoy en las nubes, pero si ya la habéis visto!