—Los cangrejos de río están aderezados con vinagreta de estragón y cebollino —nos instruyó el maître. Se había apostado junto al plato de Serge y señalaba con el meñique—. Esto son rebozuelos de los Vosgos. —El meñique saltó de los cangrejos de río a dos setas marrones, partidas longitudinalmente por la mitad: parecían arrancadas del suelo pocos minutos antes, pues en la parte inferior del tallo había algo pegado que, en mi opinión, sólo podía ser tierra.
Era una mano bien cuidada, había constatado yo mientras el maître descorchaba la botella de Chablis que había pedido Serge. Contrariamente a mis sospechas iniciales, no tenía nada que ocultar: cutículas impecables sin padrastros, uñas bien cortadas, ningún anillo; además, se la veía limpia y no se apreciaba el menor síntoma de enfermedad. Con todo, me pareció que aquella mano, al fin y al cabo la de un extraño, se acercaba demasiado a la comida, planeaba a apenas unos centímetros de los cangrejos de río, el meñique más cerca aún, casi rozando los rebozuelos.
No sabía si podría soportar aquella mano y aquel meñique encima de mi propio plato, pero más me valía contenerme para no estropear el buen ambiente reinante en la mesa.
Sí, eso haría, decidí en aquel mismo instante: me contendría. Me contendría del mismo modo que uno contiene la respiración bajo el agua, y fingiría que tener una mano desconocida encima del plato era lo más normal del mundo.
En realidad había otra cosa que empezaba a sacarme de quicio: la cantidad de tiempo que estábamos perdiendo con todo aquello. También para descorchar el Chablis el maître se lo había tomado con calma. Primero para colocar el enfriador de vinos —un modelo con dos barras que se colgaba de la mesa, como las sillitas de los bebés—, después para enseñar la botella y la etiqueta; a Serge, claro está, porque el vino lo había elegido él, con nuestra aprobación, eso sí, pero aun así aquella pose de conocedor de vinos me irritaba sobremanera.
No lograba acordarme de cuándo se había catapultado a sí mismo a experto en vinos. Por lo que recuerdo, sucedió de forma muy repentina: un buen día, se adelantó a coger la carta de vinos y farfulló algo acerca del «sabor terroso» de los vinos portugueses de la región de Alentejo. Aquello había sido un golpe de estado en toda regla, ya que a partir de entonces, la carta de vinos fue a parar irremisiblemente a manos de Serge.
Tras la exhibición de la etiqueta y el gesto aprobador de mi hermano, se procedió al descorche de la botella. De inmediato, quedó patente que el manejo del sacacorchos no era el punto fuerte del maître. Intentó camuflarlo levantando los hombros y restándole importancia a su pifia con una risita y una mueca, como si fuese la primera vez que le sucedía algo así, pero fue justamente esa mueca lo que lo delató.
—Bueno, parece que no quiere —dijo cuando la parte superior del tapón se rompió y el sacacorchos salió acompañado de trocitos sueltos de corcho.
El maître se enfrentaba ahora a un dilema. ¿Se atrevería a hacer un nuevo intento para sacar la otra mitad del corcho allí mismo, bajo nuestras miradas vigilantes? ¿U optaría por la solución más sensata y se llevaría la botella a la cocina para pedir ayuda profesional?
Por desgracia, la solución más sencilla, meter el mango de un tenedor o una cuchara por el gollete y empujar el recalcitrante corcho hacia abajo, era impensable. Seguramente caerían trocitos del mismo en las copas al servir el vino, pero ¿y qué? ¿Qué más daba? ¿Cuánto costaba aquel Chablis? ¿Cincuenta y ocho euros? Esa cantidad no significaba nada. A lo sumo, que por la mañana seguramente encontrarías ese mismo vino por 7,95 en los estantes del Albert Heijn.
—Discúlpeme —terció entonces—. Voy a buscar otra botella.
Y antes de que alguno de nosotros pudiese replicar nada, ya se alejaba rápidamente entre las mesas.
—En fin —dije—, al fin y al cabo es como en un hospital: ya puedes rezar a Dios para que sea la enfermera la que te saque sangre y no el propio médico.
Claire soltó una carcajada. Babette la imitó y luego comentó:
—Ay, a mí me ha dado pena.
Sólo Serge permaneció pensativo, el rostro serio y la mirada al frente. Casi había un amago de tristeza en su expresión, como si le hubiesen quitado algo: su juguete preferido, la interesante cháchara sobre vinos, cosechas y uvas terrosas. La chapuza del maître también incidía indirectamente sobre él, Serge Lohman, que había escogido el Chablis del tapón podrido. Con lo que había deseado que todo discurriera fluidamente: la lectura de la etiqueta, el gesto de aprobación, la muestra de vino que el maître le serviría para la cata. Sobre todo esto último. A aquellas alturas, ya me resultaba insoportable, no podía verlo ni oírlo: el olfateo, las gárgaras, el paladeo del vino, que mi hermano desplazaba por la lengua adelante y atrás hasta casi la faringe, y vuelta otra vez. Yo solía desviar la vista hasta que acababa.
—Ahora sólo cabe esperar que las demás botellas no tengan el mismo defecto —dijo—. Sería una lástima, porque es un Chablis excelente.
Se notaba que estaba incómodo. También el restaurante había sido elección suya; allí lo conocían, el hombre del jersey blanco lo conocía y había salido de la cocina para saludarlo. Me pregunté qué habría sucedido si yo hubiese elegido el restaurante, otro restaurante donde él no hubiese estado nunca y donde un maître o un camarero tampoco hubiese descorchado la botella a la primera: apuesto a que habría sonreído condescendiente y negado con la cabeza. Sí, lo conocía bien, me habría dirigido una mirada que sólo yo habría sabido descifrar: este Paul siempre nos trae a los sitios más estrafalarios…
A otros conocidos políticos nacionales les gustaba cocinar, les daba por coleccionar cómics antiguos o tenían una barca restaurada por ellos mismos. A menudo, la afición escogida no encajaba con el perfil público del personaje y contradecía lo que todo el mundo creía hasta ese momento. Así, un espantoso sosaina, con el carisma de un cartapacio, era capaz de cocinar exquisitos platos franceses en su tiempo libre. A la semana había aparecido a todo color en la portada del dominical del periódico nacional más leído: las manoplas de cocina bordadas sostenían en alto una cazuela de carne mechada a la provenzal. Lo que más llamaba la atención en aquel sosaina, además del delantal estampado con un cuadro de Toulouse Lautrec, era su sonrisa absolutamente falsa, destinada a transmitir a los electores el placer que experimentaba al cocinar. Más que una sonrisa, era una angustiosa exhibición de dientes, la clase de sonrisa que pone un conductor cuando lo arrollan por detrás y sale indemne, una mueca que no conseguía camuflar el profundo alivio que obedecía al simple hecho de que la carne mechada a la provenzal no se le hubiese quemado del todo en el horno.
¿En qué estaría pensando Serge cuando eligió como hobby la enología? Tendría que preguntárselo algún día, me dije, quizá esa misma noche. Aquel no era el momento oportuno, pero aún teníamos una larga velada por delante.
Antes, en casa, Serge sólo bebía coca-cola, aunque en grandes cantidades: durante la cena se ventilaba fácilmente una botella familiar. Soltaba unos eructos tremendos, por lo que a veces lo castigaban a irse de la mesa; eructos que duraban diez segundos o más —surgían de algún lugar en las profundidades de su estómago como un retumbante trueno subterráneo— y que le valieron cierta popularidad en el patio del colegio. Entre los chicos, se entiende, ya que por entonces él ya sabía que a las niñas no les hacen gracia los eructos y los pedos.
El siguiente paso consistió en acondicionar un viejo trastero como bodega. Pusieron botelleros para almacenar el vino; «dejarlo madurar», decía él. Durante las comidas, empezó a dictar cátedra sobre cómo debían escanciarse los vinos. Babette asistía a ello con cierto divertimiento; quizá ella fue una de las primeras en calarlo, en no creérselo, ni a él ni a su afición. Recuerdo una tarde que lo telefoneé y Babette me informó de que no estaba. «Ha ido a catar vinos al valle del Loira», dijo, y hubo algo en su tono, en la forma de pronunciar «catar vinos» y «al Valle del Loira»; era el mismo tono que emplearía una mujer para comentar que su marido tiene que quedarse a trabajar hasta tarde cuando hace más de un año que está enterada del lío que tiene con la secretaria.
Ya he mencionado que Claire es más lista que yo. Pero nunca me reprocha que no esté a su altura. Me refiero a que nunca se muestra altanera, no suelta profundos suspiros ni pone los ojos en blanco si yo no entiendo algo a la primera. Naturalmente, sólo puedo conjeturar cómo habla de mí cuando no estoy presente, pero estoy seguro de que jamás emplearía el tono que percibí en la voz de Babette cuando dijo: «Ha ido a catar vinos al Valle del Loira.»
Convendría aclarar que también Babette es más lista que Serge. Podría añadir que no es que sea muy difícil, pero no lo haré: hay cosas que saltan a la vista. Me limitaré a reproducir lo que vi y oí durante nuestra cena en el restaurante.