7

Normalmente, Claire siempre se sienta de cara a la pared, pero esa noche lo habíamos hecho al revés.

—No, no, siéntate tú ahí por una vez —le había dicho yo cuando el maître retiró las sillas y ella hizo ademán de sentarse de cara al jardín sin pensarlo.

Por lo general, yo me siento de espaldas al jardín (o la pared, o la cocina abierta) por la sencilla razón de que me gusta verlo todo. Claire siempre se sacrifica. Sabe que a mí las paredes o los jardines no me dicen nada, que prefiero mirar a la gente.

—No pasa nada —repuso ella mientras el maître esperaba educadamente con las manos en el respaldo de la silla, la silla con vistas al restaurante que había retirado, en principio, para que se sentara mi esposa—. A ti te gusta más este sitio.

Claire no sólo se sacrifica por mí. Hay algo en ella, una especie de paz o riqueza interior, que hace que se contente con las paredes y las cocinas abiertas. O, como en este caso, con un poco de césped y un sendero de guijarros, un estanque rectangular y algunos setos al otro lado del ventanal que iba desde el techo acristalado hasta el suelo. Más allá, debía de haber árboles, pero la combinación de la oscuridad creciente y el reflejo en el cristal los hacía indistinguibles.

A ella le basta con ver eso, eso y mi cara.

—Esta noche no —insistí. Esta noche sólo quiero verte a ti, quise añadir, pero no tenía ganas de que lo oyera el maître del traje a rayas.

Aparte de mi deseo de aferrarme al rostro familiar de mi esposa estaba el hecho, no menos importante, de que eso me permitía ahorrarme en gran medida la entrada de mi hermano: el revuelo en la puerta, la previsible actitud servil del maître y las chicas de negro, las reacciones de los comensales… Pero, cuando llegó el momento, acabé volviéndome para mirar.

Naturalmente, todo el mundo reparó en la entrada del matrimonio Lohman, podría decirse incluso que se produjo un pequeño tumulto en las proximidades del atril: nada menos que tres chicas con delantales negros salieron a atender a Serge y Babette, el maître se mantuvo cerca del atril y apareció alguien más: un hombrecillo de pelo cano cortado al cepillo, que no vestía traje ni iba íntegramente de negro, sino con vaqueros y un jersey blanco de cuello vuelto, en quien creí adivinar al propietario del restaurante.

Sí, en efecto, era el propietario, pues se adelantó para estrecharles la mano a Serge y Babette. «Allí me conocen», me había dicho Serge unos días antes. Conocía al hombre del jersey blanco, alguien que no abandonaba su puesto en la cocina por cualquiera.

Pero los clientes aparentaron que no sucedía nada, probablemente la etiqueta de un restaurante donde el aperitivo de la casa costaba diez euros exigía no mostrar abiertamente que se reconocía a alguien. Parecía que se hubiesen inclinado unos centímetros más sobre sus platos, o que todos se esforzaran a la vez por seguir muy enfrascados en sus conversaciones y evitar a toda costa el silencio, pues también el rumor general aumentó perceptiblemente. Y mientras el maître (el jersey blanco había vuelto a desaparecer en la cocina) guiaba a Serge y Babette entre las mesas, en el salón se produjo un movimiento casi imperceptible: una súbita brisa sobre la tersa superficie de un estanque, una ráfaga de viento en un campo de maíz, nada más.

Serge lucía una amplia sonrisa y se frotaba las manos, mientras que Babette se rezagaba un poco. A juzgar por sus pasitos cortos y rápidos, llevaba unos tacones demasiado altos para seguirle el paso.

—¡Claire! —Serge alargó los brazos hacia ella; mi esposa ya se había medio levantado de la silla y se besaron tres veces en las mejillas.

No había más remedio que ponerse también de pie: permanecer sentado exigiría demasiadas explicaciones.

—Babette… —dije, cogiéndola por el codo.

Di por supuesto que para los tres besos obligados se limitaría a poner la mejilla contra la mía y besar al aire, pero sentí la suave presión de su boca, primero en una mejilla y luego en la otra; por último, presionó los labios, no, no contra mi boca, pero sí justo al lado. Peligrosamente cerca de mi boca, podríamos decir. Después nos miramos; como de costumbre, llevaba gafas, quizá un modelo distinto del de la vez anterior, al menos, yo no recordaba haberla visto con unas gafas de cristales tan oscuros.

Como ya he dicho, Babette pertenece a la categoría de mujeres a las que todo les sienta bien y, por tanto, también unas gafas así. Pero había algo, un no sé qué distinto, como un cuarto en el que, aprovechando tu ausencia, alguien ha tirado todas las flores: un cambio que a primera vista ni siquiera llama la atención, hasta que ves asomar los tallos en el cubo de la basura.

Definir a la esposa de mi hermano como una aparición era quedarse corto. Yo sabía que había hombres que se sentían intimidados y aun amenazados por su volumen corporal. No estaba gorda, no, no tenía nada que ver con la gordura o la delgadez, en su cuerpo todas las proporciones guardaban un perfecto equilibro. Pero ciertamente todo en ella era grande y ancho: las manos, los pies, la cabeza; demasiado grande y ancho, en opinión de esos hombres, quienes acto seguido se lanzaban a elucubrar sobre lo grandes y anchas que tendría otras partes del cuerpo para, de ese modo, devolver la amenaza a proporciones humanas.

En el instituto tenía un amigo que medía más de dos metros. Me acuerdo de lo agotador que llegaba a ser estar siempre con alguien que te sacaba más de una cabeza, como si estuvieses literalmente bajo su sombra y te tocase menos sol. Menos sol del que me correspondía, pensé en alguna ocasión. Por supuesto, sufría el típico dolor en la nuca por tener que mirar hacia arriba continuamente, pero eso era lo de menos. En verano íbamos juntos de vacaciones. Mi amigo tampoco era gordo, sólo alto, pero yo notaba cualquier movimiento de sus brazos, piernas y pies, que sobresalían del saco de dormir y empujaban la lona de la tienda como un forcejeo por conquistar más espacio, un forcejeo del que me sentía en parte responsable y que me agotaba físicamente. A veces los pies le asomaban por la entrada de la tienda, y en esos momentos me sentía culpable de que no hiciesen tiendas más grandes para personas como mi amigo.

En presencia de Babette, siempre me esforzaba por hacerme más grande y más alto de lo que era. Me enderezaba para que ella pudiese mirarme a los ojos: a la misma altura.

—Tienes buen aspecto —dijo mientras me pellizcaba el brazo.

Para la mayoría de la gente, especialmente las mujeres, decir cumplidos sobre el aspecto de uno no significa nada, pero a lo largo de los años yo había aprendido que, en el caso de Babette, sí. Si alguien que apreciaba tenía mal aspecto, también se lo decía. Así pues, aquel «tienes buen aspecto» podía significar que verdaderamente era así, pero también que me estuviese animando, mediante un rodeo, a hacer algún comentario sobre su aspecto o, al menos, a prestarle más atención de la acostumbrada.

Por eso intenté mirarla bien a los ojos a través de las gafas, que reflejaban todo el restaurante: comensales, manteles blancos, cirios… sí, las decenas de cirios destellaban en aquellas lentes que, entonces me di cuenta, sólo eran realmente oscuras en el borde superior. Por abajo, apenas estaban tintadas, con lo que se distinguían bastante bien los ojos.

Los tenía enrojecidos y más abiertos de lo que podría considerarse normal: sin duda las huellas de un llanto reciente. No de unas horas atrás, no, un llanto de hacía bien poco, en el coche, de camino al restaurante.

Quizá había intentado eliminar los rastros más evidentes en el aparcamiento, pero no lo había conseguido del todo. Con aquellas gafas oscuras podía engañar al personal de los delantales negros, al maître del traje de tres piezas y al desenvuelto propietario del jersey blanco, pero a mí no.

Y en ese instante comprendí que Babette no pretendía engañarme. Se había acercado más de lo acostumbrado y me había besado cerca de la boca, yo no podía por menos que verle los ojos húmedos y sacar mis conclusiones.

Pestañeó y se encogió de hombros, un lenguaje corporal que sólo podía significar «lo siento».

Sin embargo, antes de que yo pudiera decir nada, Serge se adelantó y apartó un poco a su esposa para estrecharme la mano con firmeza. Antes no tenía un apretón de manos tan fuerte, pero en los últimos años había aprendido que debía saludar a «la gente del pueblo» con un firme apretón, ya que esa gente jamás votaría por una mano flácida.

—Paul —dijo.

Seguía sonriente, pero su sonrisa era totalmente huérfana de emoción. Se le notaba que pensaba «No dejes de sonreír». Aquella sonrisa procedía del mismo saco que el apretón de manos. Ambos debían procurarle la victoria electoral al cabo de siete meses. Por mucho que le arrojasen huevos podridos a la cabeza, la sonrisa debía permanecer intacta. Entre los restos de la tarta de nata que algún activista exaltado le estampara en la cara, los electores debían atisbar ante todo la sonrisa.

—Hola, Serge —dije—. ¿Todo bien?

Mientras tanto, por detrás de mi hermano, Claire se había hecho cargo de Babette. Se besaron —al menos mi esposa besó las mejillas de su cuñada—, se abrazaron y después se miraron a los ojos.

¿Veía Claire lo mismo que yo? ¿El mismo desaliento enrojecido detrás de aquellas gafas oscuras? Pero en ese preciso instante Babette se echó a reír efusivamente y acerté a ver cómo besaba el aire junto a las mejillas de Claire.

Nos sentamos. Serge en diagonal a mí, junto a mi esposa, mientras que Babette se dejó caer en la silla a mi lado, asistida por el maître. Una de las chicas de delantal negro ayudó a Serge, que antes de sentarse permaneció un instante más de pie para, con las manos en los bolsillos, echar un vistazo a todo el restaurante.

—Hoy el aperitivo de la casa es champán rosado —anunció el maître.

Aspiré hondo; demasiado al parecer, pues mi esposa me dirigió una mirada significativa. Rara vez ponía los ojos en blanco o empezaba a toser sin más, y menos aún me propinaba una patada en la espinilla por debajo de la mesa, cuando quería advertirme que estaba a punto de hacer el ridículo o ya lo había hecho.

No; era algo sutil en sus ojos, un cambio en la mirada que resultaba imperceptible para un tercero, algo que oscilaba entre la burla y una repentina seriedad.

«No lo hagas», decía su mirada.

—Mmm, champán —dijo Babette.

—Sí, excelente idea —aprobó Serge.

—Un momento —dije yo.