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—Hoy el aperitivo de la casa es champán rosado.

El maître —o el encargado, el director del local, el anfitrión, el jefe de comedor o como se llame al tipo en cuestión en esa clase de restaurantes— no llevaba un delantal negro sino un terno. Un traje verde claro de tres piezas con finas rayas azules; del bolsillo de la americana asomaba un pañuelo asimismo azul.

Tenía una voz suave, demasiado suave, que apenas se elevaba por encima del rumor del comedor. La acústica era mala, nos habíamos dado cuenta al sentarnos a nuestra mesa (¡junto al jardín!, había acertado); teníamos que hablar más alto de lo normal, o de lo contrario las palabras salían volando hacia el techo acristalado, mucho más alto que en otros restaurantes. Absurdamente alto, podría decirse, de no ser porque la altura estaba estrechamente relacionada con la anterior función del edificio: me parecía haber leído en alguna parte que había sido una fábrica de leche, o una estación de bombeo de alcantarillas.

El maître señalaba con el meñique algo que había sobre nuestra mesa. El cirio, pensé al principio —en lugar de una vela, o varias, todas las mesas tenían un cirio—, pero el meñique apuntaba al platito de aceitunas que, al parecer, él mismo acababa de dejar allí. O al menos yo no recordaba haberlo visto cuando retiró las sillas para que nos sentásemos. ¿Cuándo había puesto aquel platito? Me invadió una fugaz pero intensa sensación de pánico. Últimamente me sucedía cada vez más a menudo que, de pronto, desaparecieran jirones, retazos de tiempo, instantes vacíos durante los que, al parecer, mi mente estaba en otra parte.

—Aceitunas griegas, del Peloponeso, ligeramente aliñadas con la primera cosecha de aceite de oliva virgen del norte de Cerdeña y rematadas con romero de…

Mientras pronunciaba esta frase, el maître se había inclinado un poco más hacia nuestra mesa, pero aun así sus palabras apenas eran inteligibles; de hecho, el final de la frase se perdió por completo, de modo que no se nos reveló el origen del romero. Bueno, a mí me traía sin cuidado que se me privara de aquella información, por mí como si el romero procedía de la región del Ruhr o de las Ardenas; pero no hacía falta tanto rollo por un simple platito de olivas, y no me dio la gana de que se saliera con la suya por las buenas.

Y encima lo del meñique. ¿Por qué señalaba con el meñique? ¿Era más elegante? ¿Hacía juego con el traje de rayitas azules? ¿O es que el hombre tenía algo que ocultar? No había forma de verle los otros dedos, los tenía todo el rato doblados hacia la palma y quedaban fuera de la vista. Quizá tuviese algún eccema o síntomas de una enfermedad incurable.

—¿Rematadas?

—Sí, rematadas con romero. Rematadas quiere decir…

—Sé lo que quiere decir —repliqué secamente y quizá también demasiado alto, pues el hombre y la mujer de la mesa de al lado interrumpieron su conversación y nos miraron: un hombre con una barba enorme que casi le cubría toda la cara, y una mujer demasiado joven para él, que debía de rondar los treinta; su segunda esposa, pensé, o un ligue de una noche al que intenta impresionar trayéndola a un restaurante como este—. Ya sé que no significa que las aceitunas hayan sido rematadas en el sentido de «asesinadas» o «abatidas a balazos» —continué, bajando un poco el tono.

Con el rabillo del ojo, vi que Claire había desviado la cabeza y miraba hacia fuera. No era un buen comienzo; la velada ya estaba arruinada de antemano y yo no debía arruinarla todavía más, y aún menos para mi esposa.

Pero entonces, el maître hizo algo con lo que yo no contaba: había esperado que se le abriera la boca de par en par, que empezara a temblarle el labio inferior y quizá que le subiesen los colores, y que, a continuación, balbuceara vagas excusas (algo que le obligasen a decir, un código de conducta para los clientes impertinentes y maleducados), pero se echó a reír. Y con una risa franca, no una risita fingida o de circunstancias.

—Le ruego me disculpe —dijo, llevándose la mano a la boca, con los dedos doblados aún hacia la palma como cuando señalaba las aceitunas, sólo el meñique seguía sobresaliendo—. Nunca se me había ocurrido verlo así.