Por supuesto, todavía no habían llegado.
Sin desvelar demasiado acerca de su ubicación, puedo decir que el restaurante no se ve desde la calle porque lo tapan unos árboles. Ya llegábamos media hora tarde y, mientras nos encaminábamos hacia la entrada por el sendero de guijarros iluminado a ambos lados por antorchas eléctricas, mi esposa y yo nos planteamos la posibilidad de que por una vez fuésemos nosotros los últimos en llegar, y no los Lohman.
—¿Nos apostamos algo? —propuse.
—¿Para qué? Seguro que aún no han llegado.
Una chica con una camiseta negra y un delantal negro que le llegaba hasta los tobillos nos cogió los abrigos. Otra chica con idéntico atuendo estudió el libro de reservas, abierto en un atril.
Vi que fingía no conocer el nombre de Lohman, y encima lo hacía fatal.
—¿El señor Lohman, dice usted? —Arqueó una ceja y no se esforzó por ocultar la decepción que le producía no tener delante a Serge Lohman en persona, sino a un hombre y una mujer cuyas caras no le decían nada.
Podría haberla ayudado añadiendo que Serge Lohman estaba en camino, pero no lo hice.
El atril con el libro de reservas estaba iluminado desde arriba por una fina lamparita de color cobrizo: art déco, o algún otro estilo que volviese a estar de moda o hubiese dejado de estarlo. La chica llevaba el cabello, tan negro como la camiseta y el delantal, recogido en una cola delgada y muy tirante, como si combinara con el diseño del restaurante. También la chica que nos había cogido los abrigos llevaba el cabello ceñido en una cola idéntica. A lo mejor era la norma, pensé, una norma por razones higiénicas, como el uso de mascarillas en un quirófano; al fin y al cabo, ese restaurante se preciaba de que todos sus productos eran «biológicos»: la carne era carne, sí, pero de animales que habían tenido «una buena vida».
Por encima de aquel cabello negro y tirante, eché un rápido vistazo al restaurante, o al menos a las dos o tres primeras mesas del comedor que alcanzaba a ver desde mi posición. A la izquierda, cerca de la entrada y a la vista, se encontraba la cocina, y al parecer en ese mismo instante estaban flambeando algo, lo que iba acompañado de la inevitable exhibición de humo azulado y altas llamaradas.
Otra vez noté lo poco que me apetecía estar allí. A esas alturas, la repugnancia que sentía ante la velada que teníamos por delante era casi física —un ligero mareo, dedos sudorosos y un incipiente dolor de cabeza—, pero no lo suficiente como para sufrir una indisposición allí mismo o perder el conocimiento.
Me imaginé cómo reaccionarían las chicas de los delantales negros si un cliente cayera redondo al suelo al pasar frente al atril de las reservas: si intentarían esconderme deprisa y corriendo en el guardarropa o, cuando menos, ponerme fuera de la vista de los demás comensales. Es probable que me hicieran tomar asiento en un taburete detrás de los abrigos. Muy educadamente, pero con resolución, me preguntarían si llamaban a un taxi. ¡Que se largue! ¡Que se largue de aquí este hombre! Qué maravilloso sería dejar plantado a Serge con sus problemas, qué aliviado me sentiría si pudiese dedicar la noche a otra cosa.
Barajé varias posibilidades. Podríamos regresar al bar y pedir un plato de comida para gente corriente; había visto escrito con tiza en una pizarra que el plato del día era costillas de cerdo con patatas fritas. «Costillas de cerdo con patatas fritas 11,50», seguramente ni una décima parte de la cantidad que tendríamos que aflojar allí por persona.
Otra posibilidad era volvernos directos a casa, desviándonos como mucho hasta el videoclub para alquilar un DVD y mirarlo después en la tele del dormitorio, desde nuestra amplia cama de matrimonio, con una copa de vino, galletitas y quesos (otro pequeño desvío hasta una tienda abierta a esas horas), y podríamos haber disfrutado de una velada ideal.
Me sacrificaría sin reservas, me prometí, dejaría que fuese Claire la que escogiese la película, aunque así tuviera garantizado un drama costumbrista. Orgullo y prejuicio, Una habitación con vistas o algo en la línea de Asesinato en el Orient Express. Sí, eso haría, decidí, me sentiría indispuesto y luego podríamos irnos a casa. Pero en cambio dije:
—Serge Lohman, la mesa junto al jardín.
La chica levantó la cabeza del libro y me miró.
—Pero usted no es el señor Lohman —dijo sin pestañear.
En aquel momento lo maldije todo: el restaurante, las chicas de los delantales negros, la velada arruinada de antemano, pero sobre todo maldije a Serge, que, en definitiva, era quien más había insistido en aquella cena, una cena a la que ni siquiera tenía la decencia de llegar puntual. Como tampoco llegaba puntual a cualquier otra parte; también en los auditorios de provincia la gente siempre tenía que esperarlo. El atareadísimo Serge Lohman debía de haberse retrasado un poco, la reunión se había alargado más de lo previsto y ahora estaba en un atasco; no conducía él mismo, claro, conducir era una pérdida de tiempo para alguien de su talento; conducía un chofer para que, de ese modo, Serge pudiese emplear su valioso tiempo en revisar temas más importantes.
—Desde luego que sí —repuse—. Mi nombre es Lohman.
Miré fijamente a la chica, que esta vez sí pestañeó, y me dispuse a pronunciar la frase siguiente. Había llegado el momento de adjudicarme la victoria, aunque se tratase de una victoria con sabor a derrota.
—Soy su hermano —dije.