—¿Michel?
Me quedé en el umbral de su puerta. Él no estaba. O seamos sinceros: yo sabía que no estaría. Estaba en el jardín, reparando el pinchazo de la rueda trasera de su bicicleta.
Fingí no haberlo visto y actué como si creyera que estaba en su habitación.
—¿Michel? —Llamé a la puerta ligeramente entreabierta.
Claire estaba en nuestro dormitorio, revolviendo el ropero; faltaba menos de una hora para que fuéramos al restaurante y seguía dudando entre la falda negra con las botas negras o el pantalón negro con las zapatillas deportivas DKNY. «¿Qué pendientes me pongo? —me preguntaría al cabo de nada—. ¿Estos o estos otros?» Yo le contestaría que los más pequeños le combinaban mejor, tanto con la falda como con el pantalón.
En esas, ya había entrado en el cuarto de Michel e inmediatamente vi lo que buscaba.
Me gustaría dejar bien claro que nunca había hecho algo así. Nunca. Si Michel estaba chateando con el ordenador, yo me situaba siempre a su lado, medio de espaldas al escritorio para no ver la pantalla. Quería que notara en mi actitud que no tenía intención de espiarlo o leer disimuladamente por encima de su hombro lo que acababa de escribir. A veces sonaba el tono aflautado de su móvil indicando que había recibido un mensaje. Michel se dejaba a menudo el teléfono tirado en cualquier sitio. No negaré que más de una vez estuve tentado de echarle un vistazo, sobre todo cuando él no estaba en casa. «¿Quién le habrá mandando un mensaje? ¿Qué pondrá?» Una sola vez tuve su móvil en la mano, su móvil viejo, un Sony Ericsson sin tapa. Sabía que faltaba una hora para que él volviera a casa del gimnasio y que sencillamente se lo había olvidado. «Tiene un mensaje nuevo», ponía en la pantalla, debajo de la imagen de un sobre. «Vaya, no sé qué me pasó, antes de darme cuenta, tenía tu móvil en las manos y había leído el mensaje.» Quizá no saliera nunca a la luz, pero quizá sí. Él no diría nada, pero seguro que sospecharía de mí o de su madre: una pequeña grieta que con el tiempo iría creciendo hasta convertirse en una gran brecha. Nuestra vida como familia feliz no volvería a ser la misma.
Sólo un par de pasos me separaban de su escritorio, situado frente a la ventana. Si me hubiera asomado un poco, lo habría visto en el jardín, reparando el pinchazo en la terraza embaldosada, delante de la puerta de la cocina, y si él hubiera levantado la vista habría descubierto a su padre tras la ventana de su habitación.
Cogí su móvil, un flamante Samsung negro, de encima del escritorio y levanté la tapa. No sabía su PIN, así que si lo tenía apagado no habría nada que hacer, pero en la pantalla apareció casi de inmediato una imagen algo borrosa del logotipo de Nike, probablemente fotografiado de alguna de sus prendas, los zapatos o la gorra negra que siempre llevaba calada hasta las cejas, incluso con temperaturas estivales y dentro de casa.
Busqué rápidamente el menú, que era más o menos igual que el de mi móvil, también Samsung, pero el modelo de seis meses atrás y, sólo por eso, irremisiblemente anticuado. Seleccioné mis archivos y a continuación vídeos. Antes de lo que pensaba, hallé lo que buscaba.
Miré y noté que la cabeza se me enfriaba despacio. Era la clase de frío que se siente al dar un bocado demasiado grande al helado o tomar con avidez una bebida helada.
Un frío que producía dolor, un dolor interno.
Lo miré de nuevo y seguí adelante: había más, pero así, de entrada, fui incapaz de calcular cuántos.
—¿Papá?
Su voz venía de abajo, pero lo oí subir las escaleras. Cerré deprisa el móvil y volví a dejarlo en el escritorio.
—¿Papá?
Era demasiado tarde para correr a mi dormitorio, coger una camisa o una americana del armario y plantarme delante del espejo; la única opción era salir de su cuarto de la forma más natural y convincente posible, como si hubiese entrado a buscar algo.
Como si hubiese entrado a buscarlo a él.
—Papá.
Estaba en lo alto de la escalera y miró el interior de su cuarto a mi espalda. Luego me miró a mí. Llevaba puesta la gorra Nike y el iPod Nano negro se balanceaba de la correa que le colgaba sobre el pecho; tenía los cascos alrededor del cuello. Eso había que reconocérselo: las modas lo traían sin cuidado; a las pocas semanas, ya había cambiado los auriculares de tapón blanco por unos normales, porque sonaban mejor.
Todas las familias felices se parecen, me vino a la mente por primera vez aquella tarde.
—Buscaba… —empecé—. Me preguntaba dónde te habías metido.
Michel estuvo a punto de morir al nacer. Todavía recordaba a menudo aquel cuerpecillo amoratado y arrugado en la incubadora, poco después de la cesárea. Su mera existencia era de por sí un milagro. La felicidad también era eso.
—Estoy reparando la rueda de la bici —dijo—. Venía a preguntarte si nos quedan válvulas en alguna parte.
—¿Válvulas? —repetí.
Yo soy de los que jamás reparan un pinchazo; no se me ocurriría ni por asomo, vaya. Sin embargo, mi hijo seguía creyendo en una versión distinta de su padre, una versión que sabía dónde estaban las válvulas.
—¿Qué hacías aquí arriba? —preguntó de pronto—. Has dicho que me estabas buscando. ¿Para qué?
Lo miré, miré sus ojos claros debajo de la gorra negra, ojos sinceros que —así me lo había figurado siempre— constituían una parte nada despreciable de nuestra felicidad.
—Para nada en especial —repuse—. Sólo te buscaba.