El restaurante nos queda bastante cerca de casa, de modo que fuimos andando. Pasamos por delante del bar en el que yo no había querido encontrarme con Serge. Llevaba el brazo alrededor de la cintura de mi esposa, y ella, la mano por debajo de mi americana. En la fachada del bar resplandecía el cálido letrero luminoso rojo y blanco de la cerveza que servían en el interior.
—Llegamos demasiado pronto —comenté—. O mejor dicho, si vamos ahora al restaurante, llegaremos puntuales.
Debo dejar de llamarla «mi esposa». Se llama Claire. Sus padres le pusieron Marie Claire, pero de mayor se negó a llamarse igual que una revista. A veces la llamo Marie para incordiarla, pero casi nunca me refiero a ella como «mi esposa», sólo muy de vez en cuando, en ocasiones formales como «En este momento mi esposa no puede ponerse al teléfono» o «Pues mi esposa está segura de haber reservado una habitación con vistas al mar».
En veladas como esa, Claire y yo valoramos mucho los momentos en que aún estamos solos. Es como si todavía todo fuese posible, como si lo de haber quedado para cenar fuese una simple confusión y en realidad sólo hubiésemos salido a dar una vuelta nosotros dos. Si tuviese que dar una definición de la felicidad, diría lo siguiente: la felicidad se basta a sí misma, no necesita testigos. «Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar», reza la primera frase de Ana Karenina, de Tolstói. Sólo me atrevería a añadir que las familias desdichadas, y sobre todo los matrimonios desdichados, nunca pueden estar solos. Cuantos más testigos tengan, mejor. La desdicha busca siempre compañía. La desdicha no soporta el silencio, sobre todo los silencios incómodos que se producen cuando se está a solas.
Así pues, Claire y yo nos sonreímos en el bar cuando nos trajeron las cervezas, a sabiendas de que nos esperaba una larga velada en compañía del matrimonio Lohman, de que ese era el mejor momento de la noche y que, a partir de entonces, las cosas sólo podrían ir a peor.
No me apetecía cenar en un restaurante. Nunca me apetece. Una cita en los próximos días es la antesala del infierno; la noche en cuestión, el infierno mismo. Empieza ya de buena mañana delante del espejo con el «¿qué me pongo?» y el «¿me afeito o no?». A fin de cuentas, todo eso dice mucho de uno, tanto unos vaqueros salpicados de rotos y manchas como una camisa bien planchada. Si vas con barba de un día, es que has sido demasiado perezoso para afeitarte; con barba de dos días te preguntan infaliblemente si la susodicha barba de dos días forma parte de tu nueva imagen, y con barba de tres días estás a un paso de la degradación total. «¿Va todo bien? ¿No estarás enfermo?» Hagas lo que hagas, no eres libre. Afeitarse también es una declaración: salta a la vista que la cena te parece tan importante que te has tomado incluso la molestia de afeitarte, piensan los demás. En realidad, si te afeitas es como si ya te hubiesen metido el primer gol.
Además, en ocasiones como esta siempre tengo a Claire para recordarme que no se trata de una velada cualquiera. Claire es más lista que yo. No lo digo como una reflexión feminista barata ni para caer bien a las mujeres. Jamás me oirán afirmar que las mujeres «en general» son más listas que los hombres, o más sensibles e intuitivas, o que «aprovechan todas las oportunidades que les brinda la vida» ni otras sandeces por el estilo que, dicho sea de paso, se oyen más en boca de hombres presuntamente sensibles que de las propias mujeres.
Claire es, sencillamente, más lista que yo, y para ser sincero, añadiré que me costó algún tiempo admitirlo. Es cierto que ya durante los primeros años de nuestra relación me parecía inteligente, pero le atribuía una inteligencia normal, el grado de inteligencia que cabía esperar en la mujer que saliera conmigo. Al fin y al cabo, yo no habría aguantado ni un mes con una tonta, ¿no? El caso es que Claire resultó tan inteligente que al cabo de un mes seguía con ella. Y ahora, casi veinte años después, también.
Bien, quedamos pues en que Claire es más lista que yo, pero en ocasiones como esta siempre me pide mi opinión sobre lo que debe ponerse, qué pendientes le sientan mejor, si se recoge el pelo o no. Los pendientes son para las mujeres lo que el afeitado para los hombres: cuanto más grandes sean, más importante y festiva es la noche. Claire tiene unos pendientes para cada ocasión. Algunos dirán que tanta inseguridad sobre el atuendo no es signo de inteligencia, pero yo sostengo todo lo contrario. Es justamente la tonta la que cree que puede arreglárselas sola. «¿Qué sabrá un hombre de esas cosas?», pensaría la tonta, y, acto seguido, erraría la elección.
Alguna vez he intentado imaginarme si Babette le pregunta alguna vez a Serge Lohman si le parece bien el vestido que se ha puesto. O si no lleva el pelo demasiado largo, o qué le parecen los zapatos. ¿No son algo bajos? ¿O, al contrario, tienen demasiado tacón?
Pero en esa imagen hay algo que falla, algo que no cuadra. «No; vas bien así», le oigo decir a Serge con aire ausente, sin poner los cinco sentidos. En realidad, le interesa bien poco y, además, aunque su mujer llevara el vestido inadecuado, los hombres se volverían a mirarla igualmente. A ella todo le sienta bien, ¿de qué se queja?
No era un bar de diseño ni se veían tipos a la última; Michel diría que no molaba. La inmensa mayoría eran personas corrientes. Ni muy mayores ni muy jóvenes, había un poco de todo, pero básicamente gente corriente. Como debería ser en todos los bares.
Estaba lleno. Claire y yo estábamos junto a la puerta del servicio de caballeros, pegados el uno al otro. Ella tenía la cerveza en una mano y con los dedos de la otra me pellizcaba suavemente la muñeca.
—No sé —dijo—, pero últimamente me da la impresión de que Michel está algo raro. Bueno, raro no. No está como siempre. Lo veo más reservado. ¿No te parece?
Michel es nuestro hijo. La próxima semana cumple los dieciséis. No, no tenemos más hijos. No fue intencionado traer al mundo sólo uno, pero llegó un punto en que ya era tarde para tener otro.
—Ah, ¿sí? —repuse—. Es posible.
No debía mirar a Claire: nos conocíamos demasiado bien, los ojos me delatarían. Por eso fingí echarle un vistazo al local, como si me fascinase ver a tantas personas corrientes enfrascadas en animadas conversaciones. Me alegraba de haberme mantenido en mis trece y haber quedado con los Lohman directamente en el restaurante; me imaginé a Serge entrando por la puerta batiente, con una sonrisa que animaría a la gente corriente a continuar con lo que estuvieran haciendo y a no prestarle mayor atención.
—¿A ti no te ha comentado nada? —preguntó Claire—. Quiero decir, contigo habla de cosas distintas que conmigo. ¿Tal vez se trate de alguna chica? ¿Algo que prefiera contarte a ti?
Tuvimos que apartarnos un poco porque la puerta del servicio de caballeros se abrió, y nos quedamos más cerca el uno del otro. Noté cómo el vaso de Claire tintineaba contra el mío.
—¿Se trata de alguna chica? —insistió.
Ojalá fuese eso, pensé sin poderlo evitar. Un asunto de faldas. Sería maravilloso, maravillosamente normal, los típicos líos de adolescentes. «¿Puede quedarse Chantal/Merel/Roos a dormir esta noche?» «¿Lo saben en su casa? Si a los padres de Chantal/Merel/Roos les parece bien, por nosotros no hay problema. Siempre y cuando pienses en… tengas cuidado de… bueno, ya me entiendes, supongo que no necesito explicarte nada, ¿eh, Michel?»
En casa no faltaban las chicas, a cuál más guapa. Las encontraba sentadas en el sofá o a la mesa de la cocina, y me saludaban educadamente al verme llegar. «¿Cómo está usted, señor?» «No me llames señor, y tampoco me trates de usted.» Y por una sola vez me tuteaban y me llamaban «Paul», pues a los dos días volvían como si nada al «señor» y al «usted».
En ocasiones alguna llamaba por teléfono y, mientras le preguntaba si quería dejar algún recado para Michel, cerraba los ojos e intentaba poner rostro a aquella voz (rara vez decían su nombre, iban directamente al grano: ¿Está Michel?). «No, no hace falta, señor. Es que tiene el móvil apagado y por eso lo he llamado a casa.»
Una sola vez tuve la impresión, al entrar en casa, de que pillaba a Michel y Chantal/Merel/Roos haciendo algo, de que no estaban viendo The Fabulous Life en la MTV tan inocentemente como parecía, de que momentos antes estaban dándose el lote y al oírme llegar se habían compuesto la ropa y arreglado el pelo rápidamente. Algo en el rubor de las mejillas de Michel, un acaloramiento, pensé.
Pero, para ser franco, no estaba seguro. Quizá no pasaba nada y todas aquellas chicas guapas sólo veían en mi hijo a un buen amigo, un chico simpático y razonablemente guapo, alguien con quien podían ir a cualquier fiesta, un muchacho en quien se podía confiar porque no era de los que sólo piensan en eso.
—No, no creo que se trate de una chica —repuse mirándola a los ojos. Ese es el lado inquietante de la felicidad, que todo es como un libro abierto. Si seguía esquivando su mirada, ella sabría que había algo, ya fuese una chica o algo peor—. Me parece que tiene que ver con los estudios —añadí—. Esta semana ha tenido que entregar un montón de trabajos, yo diría que está cansado, nada más. Creo que había subestimado un poco lo duro que es el cuarto curso.
¿Sonaba creíble? Y sobre todo, ¿resultaba yo creíble? Los ojos de Claire se movieron rápidamente de mi ojo izquierdo al derecho, luego acercó la mano al cuello de mi camisa, como para corregir algún desaliño y así evitarme hacer el ridículo en el restaurante.
Sonrió y me plantó la mano en el pecho con los dedos separados; sentí dos yemas en la piel, justo a la altura del primer botón de la camisa, que llevaba abierto.
—Tal vez sea eso —dijo—. Es sólo que deberíamos tener cuidado de que no llegue un momento en que ya no nos cuente nada. Me refiero a que debemos estar atentos a no acostumbrarnos a eso.
—No, claro que no, pero a esta edad ya tiene derecho a algún secreto. No podemos pretender que nos lo cuente todo, quizá entonces se cierre en banda.
La miré a los ojos. Mi esposa, pensé. ¿Por qué no habría de llamarla así? Mi esposa. Le rodeé el talle con el brazo y la estreché contra mí. Aunque sólo fuera por esa noche. Mi esposa y yo, me dije. Mi esposa y yo desearíamos ver la carta de vinos.
—¿De qué te ríes? —me preguntó Claire. Mi esposa.
Miré nuestros vasos. El mío estaba vacío, ella sólo se había bebido una cuarta parte. Mi esposa bebía más despacio que yo, y esa era otra de las razones por las que la amaba, quizá esa noche más que ninguna otra.
—Nada —dije—. Pensaba… pensaba en nosotros.
Sucedió muy rápido: miré a Claire, mi esposa, probablemente con una mirada de afecto, o al menos algo pícara, y al instante noté un velo húmedo en los ojos.
Claire no debía notar nada bajo ningún concepto, así que oculté el rostro en su cabello. La abracé con más fuerza y aspiré: champú. Champú y algo más, algo cálido: el olor de la felicidad, pensé.
¿Cómo habría sido esa noche si, apenas una hora antes, me hubiese quedado abajo esperando el momento de irnos al restaurante, en vez de subir la escalera y entrar en el cuarto de Michel?
¿Cómo habría sido el resto de nuestras vidas?
El aroma de felicidad que aspiraba en el cabello de mi esposa, ¿habría olido siempre a felicidad y no, como ahora, al recuerdo de un pasado lejano, a algo que sabes que puedes perder en cualquier momento?