18

El viejo bloque de apartamentos en el 2702 de la Séptima Avenida estaba profusamente decorado con adornos de inspiración griega procedentes de los días en que Harlem era un barrio blanco de moda y los suburbios negros se concentraban alrededor de San Juan Hill, en la parte oeste de la calle 42.

Grave Digger empujó la rajada puerta de vidrio y buscó el nombre de Coolie Dunbar en la fila de buzones fijados con clavos a la pared del vestíbulo. Lo encontró en una tarjeta cubierta por diminutos excrementos de mosca, seguido del número del apartamento: 3-B.

El ascensor automático, uno de los primeros que se fabricaron, estaba estropeado.

Remontó la lóbrega y antigua escalera hasta el tercer piso y llamó a la puerta que quedaba a mano izquierda frente a ella.

La abrió una mujer de mediana edad y piel color café con cara de preocupación, que dijo:

—Coolie está en el trabajo, y ya le hemos dicho a su gente que iremos a pagar el alquiler a la oficina cuando…

—No vengo a cobrar el alquiler, soy detective —se presentó Grave Digger, enseñando fugazmente su placa.

—¡Oh! —el gesto de preocupación pasó a ser de temor—. Usted es el compañero del señor Johnson. Pensé que ya habían terminado de interrogarla.

—Casi. ¿Puedo hablar con ella?

—No veo por que tienen que seguir molestándola si no han acusado de nada a la hija del señor Johnson —se quejó desde su puesto de guardia—. Las dos estuvieron juntas en el asunto.

—No voy a arrestarla. Simplemente me gustaría hacerle unas pocas preguntas para aclarar los últimos detalles.

—Ahora está en la cama.

—Me da igual.

—Está bien —accedió ella de mala gana—. Entre. Pero si tiene que arrestarla, quédesela. Esa chica ya nos ha deshonrado bastante a Coolie y a mí. Somos miembros respetables de la parroquia…

—Estoy seguro de ello —la cortó—, pero se trata de su sobrina, ¿no es así?

—Es sobrina de Coolie. En mi familia no hay descarriados.

—Tiene suerte —comentó él.

Ella frunció los labios y abrió una puerta situada junto a la cocina.

—Aquí hay un policía que quiere verte, Sissie —la llamó.

Grave Digger entró en el pequeño dormitorio cerrando la puerta tras de sí.

Sissie estaba tumbada en una cama estrecha con la manta subida hasta la barbilla. Al ver a Grave Digger, sus ojos, hinchados y enrojecidos por el llanto, se abrieron llenos de terror.

Él se acercó la única silla que había y se sentó en ella.

—Eres una niña con mucha suerte —dijo—. Te has librado por los pelos de ser una asesina.

—No sé a qué se refiere —susurró ella aterrada.

—Escucha —continuó él—. No me mientas. Me encuentro hecho polvo y vosotros, niños, ya habéis conseguido deprimirme más de lo que lo he estado en toda mi vida. No sabéis el infierno que supone a veces ser policía.

Ella lo miraba como un gatito medio salvaje listo para huir en cuanto se le presentara ocasión.

—Yo no lo maté. Fue Sheik —susurró.

—Sabemos que fue Sheik —dijo en tono inexpresivo. Parecía totalmente exhausto—. Escucha, no he venido como policía. He venido como amigo. Ed Johnson es mi mejor amigo y su hija es tu mejor amiga. Eso debería convertirnos en amigos a ti y a mí. Como amigo, te digo que tenemos que deshacernos de la pistola.

Ella dudó, discutiendo consigo misma, y luego dijo rápidamente antes de que pudiera cambiar de opinión:

—La tiré a una alcantarilla en la calle 128, cerca de la Quinta Avenida.

Él dejó escapar un suspiro.

—Me vale. ¿Qué tipo de pistola era?

—Era una 32. Tenía dibujada una cabeza de búho en el mango, y tío Coolie la llamaba así, «Cabeza de búho».

—¿La ha echado en falta?

—No la encontró en el cajón esta mañana cuando salía para el trabajo y le preguntó a la tía Cora si la había puesto en otro sitio. Pero todavía no me ha dicho nada. Llegaba tarde a trabajar y pienso que quiso darme todo el día para que la devolviera al cajón.

—¿La necesita en su trabajo?

—Oh, no, trabaja en un garaje del Bronx.

—Muy bien. ¿Tiene un permiso para el arma?

—No señor. Por eso está tan preocupado.

—Vale. Ahora escucha. Cuando te pregunte por ella esta noche, dile que la cogiste para protegerte del señor Galen, y que con el jaleo te la dejaste en el cuarto de Sheik. Dile que yo la encontré allí, pero que no sé a quién pertenece. No volverá a sacar el tema.

—Sí señor. Pero se va a enfadar muchísimo.

—Bueno, Sissie, no puedes salir libre de todo castigo.

—No señor.

—De todas formas, ¿por qué disparaste al señor Galen? Ahora me lo puedes contar, dado que ya da igual.

—No lo hice por mí —respondió ella—. Lo hice por Sugartit: Evelyn Johnson. Andaba detrás de ella todo el rato y tenía miedo de que la encontrara. A ella le gusta hacerse la lanzada y a veces hace locuras, y yo tenía miedo de que él la encontrara y le hiciera lo que me hizo a mí. Eso la habría destrozado. Ella no es huérfana como yo, sin nadie que se preocupe realmente de lo que le ocurra: ella viene de una buena familia, con un padre y una madre y un buen hogar, y no iba a dejar que él la destrozara.

Él estaba allí escuchándola, un duro y fornido policía de rostro curtido, con aspecto de ponerse a llorar en cualquier momento.

—¿Cómo planeabas hacerlo? —preguntó.

—Oh, tan sólo iba a dispararle. Me había citado con él en el Inn en mi nombre y el de Sugartit, pero no iba a llevarla a ella conmigo. Iba a hacer que me llevara en su coche a algún sitio diciéndole que íbamos a recogerla, y después iba a dispararle y a huir. Cogí la pistola de tío Coolie y la escondí en el vestíbulo de abajo en un hueco de la pared, para poder cogerla cuando me fuera. Pero antes de que llegara la hora de irme, Sugartit vino aquí. Yo no la esperaba y no podía decirle que quería irme, así que se me hizo tarde antes de que pudiera librarme de ella. La dejé en el metro de la calle 125, pensando que se iría a casa, y después eché a correr hacia Lenox para encontrarme con el señor Galen; pero cuando llegué vi todo el jaleo. Entonces le vi a él venir corriendo calle abajo con Sonny persiguiéndole y disparándole con un arma. Parecía que la mitad de Harlem estaba corriendo detrás de él. Me metí entre la multitud e hice lo mismo, y cuando le alcancé en la calle 127 vi que Sonny iba a dispararle otra vez, así que yo también disparé. No creo que nadie me viera hacerlo siquiera: todo el mundo estaba mirando a Sonny. Pero cuando le vi caer y todos los Musulmanes con sus disfraces se acercaron corriendo y lo rodearon tuve miedo de que me viera alguno de ellos, así que corrí hasta rodear el bloque y tiré el arma a una alcantarilla; después volví a casa de Caleb por el otro lado y fingí no saber lo que había ocurrido. En ese momento no sabía que habían disparado a Caleb.

—¿Le has contado esto a alguien más?

—No señor. Cuando vi a Sugartit entrar a hurtadillas en casa de Caleb, quise decirle que yo le había disparado, porque sabía que ella había vuelto en su busca. Pero Choo-Choo había dejado escapar que Sheik llevaba su pistola casera y después, cuando Sonny dijo que su pistola sólo disparaba balas de fogueo, supe inmediatamente que había sido Sheik quien le había disparado; y tuve miedo de decir nada.

—Muy bien. Ahora escúchame. No se lo cuentes a nadie más. Yo tampoco lo haré. Será algo entre tú y yo, nuestro propio secreto privado. ¿Vale?

—Sí señor. Puede apostar a que no se lo diré a nadie más. Tan sólo quiero olvidarlo, si es que lo consigo alguna vez.

—Muy bien. No creo que haya necesidad alguna de recordarte que te mantengas alejada de malas compañías; ya deberías haber aprendido la lección.

—Eso haré, lo prometo.

—Muy bien. Bueno, Sissie —terminó Grave Digger, poniéndose lentamente en pie—, tú te lo buscaste; si las cosas no han salido como querías, no te quejes.

Era la hora de visita del día siguiente en la cárcel de Centre Street.

Sissie dijo:

—Te he traído algunos cigarrillos, Sonny. No sabía si tenías una chica que te los trajera.

—Gracias —contestó Sonny—. No tengo chica.

—¿Cuánto tiempo crees que te echarán?

—Sei meses, supongo.

—Tanto. Solamente por lo que hiciste.

—No les gusta que la gente ande disparándole a nadie, incluso si no les das, o incluso si sólo’stás disparando balas de fogueo como yo.

—Ya lo sé —dijo ella de forma comprensiva—. Puede que no hayas salido tan mal parado.

—No me quejo —bromeó Sonny.

—¿Qué vas a hacer cuando salgas?

—Volvé a limpia botas, imagino.

—¿Qué pasará con tu salón de limpieza de calzado?

—Ah, lo perderé, pero abriré otro.

—¿Tienes coche?

—Tuve uno, pero no pude mantenerm’al día con los plazos y me lo quitaron.

—Necesitas una chica que cuide de ti.

—Claro, ¿y quién no? ¿Qué vas a hacé tú, ahora que tu novio’stá muerto?

—No lo sé. Sólo quiero casarme.

—Eso no debería sé difícil pa ti.

—No conozco a nadie que quisiera estar conmigo.

—¿Por qué no?

—He hecho un montón de cosas malas.

—¿Como qué?

—Me daría vergüenza contarte todo lo que he hecho.

—Escucha, pa’nseñarte que no m’asusta na que pudieras habé hecho, quiero que tú seas mi chica.

—Ya no quiero andarme con juegos.

—¿Quién está hablando de juegos? Toy hablando’n serio.

—Por mí vale. Pero hay algo que tengo que contarte primero. Es sobre Sheik y yo.

—¿Qué es?

—Voy a tener un bebé para cuando salgas de la cárcel.

—Bueno, eso cambia las cosas —dijo él—. Mejó nos casamos ya mismo. Hablaré con los jefes a vé si puen arreglarlo.