16

—Tú quédate aquí abajo, Johnson —ordenó et jefe de Policía—. Me llevaré a Anderson y a Jones.

—No a menos que me dispare —replicó Coffin Ed.

El jefe lo miró.

—Deje que venga —intervino Grave Digger.

—Yo también debería ir: conozco el apartamento —recordó el sargento.

—Mi trabajo es estar ahí —añadió el teniente de Homicidios.

—Quién demonios está al frente de este Departamento de Policía —se quejó el jefe.

—No tenemos tiempo —respondió Grave Digger.

Todos ellos fueron lo más rápido y silenciosamente posible. Nadie volvió a hablar hasta que el jefe dijo a través de la puerta de la cocina:

—Muy bien, soy el jefe de Policía. Sal y entrégate y no saldrás herido.

—¿Cómo sé qu’eres el jefe? —preguntó una voz turbia desde el interior.

—Si abres la puerta y sales podrás comprobarlo.

—No t’hagas el hijoputa listillo. Tú eres el jefe, pero yo soy’l Jeque.

—Está bien, de acuerdo, eres el gran jefazo de una banda. ¿Qué es lo que quieres?

—Que siga hablando —susurró Coffin Ed—. Voy a subir a la azotea.

—¿Quién hay contigo? —preguntó Sheik ásperamente.

Grave Digger señaló al sargento y al teniente Anderson.

—El teniente del distrito y un sargento —contestó el jefe.

¿Onde’stá Grave Digger?

—Aún no está aquí. Tuve que enviar a que lo buscaran.

—Diles a’sos hijoputas que se larguen. Arreglemos esto tú y yo, el Jeque y el Jefe.

—¿Cómo sabrás que se han ido si te asusta salir y verlo por ti mismo?

—Que se quen ahí entonces. M’importa un maldito carajo. Y no creas qu’estoy asustao. No tengo por qué corré ningún riesgo. Tengo a la hija de Coffin Ed cogía por el pelo con mi mano izquierda y con la derecha estoy sujetando un cuchillo de carnicero afilao contra su garganta. S’intentas cogerme le cortaré la puta cabeza antes de que puedas cruzá esa puerta.

—Muy bien, Sheik, nos tienes pillados, pero sabes que no puedes escapar. Por qué no sales pacíficamente y te entregas como un hombre. Te doy mi palabra de que no se te maltratará. El agente al que disparaste no está herido de gravedad. No hay más cargos en tu contra. Es probable que te caigan sólo cinco años. Con reducción de la pena por buen comportamiento, estarás de vuelta en la gran ciudad en tres años. ¿Por qué arriesgarse a una muerte precipitada o a la silla eléctrica por jugar a ser un pez gordo durante un rato?

Ahórrame’sa puta basura. Me colgarás un cargo de secuestro por llevarme a tu detenío.

—¡Qué demonios! Puedes quedártelo. Ya no lo queremos. Descubrimos que él no mató al hombre. Todo lo que tenía era una pistola de fogueo.

—¿Así qu’él no mató al tío?

—No.

—¿Quién lo mató?

—Aún no lo sabemos.

—Así que no sabéis quién mató al gran griego, ¿eh?

—Está bien, está bien, ¿qué te importa eso a ti? ¿Por qué quieres verte mezclado en algo que no te concierne?

—Eres uno d’esos hijoputas listillos, ¿verdá? Vas a sé tan listo que vas a hacé que le corte’l puto cuello sólo pa que lo veas.

—Por favor, no discuta con él, señor Jefe, por favor —dijo una pequeña y asustada voz desde el interior—. Me matará. Sé que lo hará.

—¡Cállate! —la advirtió Sheik bruscamente—. No necesito que les cuentes que te voy a matá.

Había perlas de sudor formándose sobre el puente de la roja nariz del jefe y en las bolsas azules bajo sus ojos.

—Por qué no eres un hombre —le instó el jefe, llenando su voz de desprecio—. No seas un perro rabioso como Vincent Coll. Sé un hombre como lo fue Dillinger. Tres años y ya está. No té escondas detrás de una niña inocente.

—A quién demonios crees qu’estás engañando con esa basura rancia. Estás hablando con el Jeque. Ningún poli estúpido como tú pue tomarle’l pelo al Jeque. Ties la silla esperándome y te crees que me vas a engañá pa que salga ahí fuera y me siente n’ella.

—No te lo tengas tan creído, niñato —soltó el jefe, perdiendo los nervios durante un instante—. Disparaste a un agente, pero no lo mataste. Secuestraste a un detenido, pero no lo queremos. Ahora quieres desquitarte con una niña que no es capaz de defenderse. Y te haces llamar el Jeque, el gran líder mafioso. Tan sólo eres un niñato fanfarrón de medio pelo, cobarde hasta la médula.

—Sigue y sigue to lo que quieras. No me la estás colando con ese puto cebo engañabobos. Sabes que fui yo’l que le mató. M’habéis tenío vigilao desde que descubristeis qu’ese negro’staba disparando con balas de fogueo.

—¿¡Qué!? —el jefe se sobresaltó. Olvidándose de dónde estaba, le preguntó a Grave Digger—: ¿De qué demonios está hablando?

—Galen. —Grave Digger articuló la palabra con los labios.

—¡Galen! —exclamó el jefe—. ¿Estás tratando de decirme que tú mataste al hombre blanco, niñato cagón? —rugió.

—Sigue, sigue. Sabes condenámente bien que fui yo’l que se cargó al gran griego —sonaba como si estuviera amargamente molesto de que se les hubiera pasado por alto—. ¿A quién te crees qu’estás engañando? L’estás hablando al Jeque. Te crees que porque sea de coló soy lo bastante tonto como pa caé n’esa basura p’arrullá críos qu’estás largando.

El jefe tuvo que reordenar sus ideas.

—¿Así que fuiste tú el que mató a Galen?

—Pa mí era simplemente’l Griego —señaló Sheik con desdén—. Sólo’tro blanquito idiota buscando diversión aquí arriba. Sí, yo le maté. —Había orgullo en su voz.

—Sí, tiene sentido —dijo el jefe pensativamente—. Le viste corriendo calle abajo y te aprovechaste de eso para dispararle por la espalda. Justo lo que haría un hijo de puta cobarde como tú. Probablemente le estabas esperando, y tuviste miedo de salir y enfrentarte a él como un hombre.

No’staba esperando al hijoputa ni na d’eso —saltó Sheik—. Ni siquiera sabía qu’estaba por aquí.

—Se la tenías guardada por algo.

—No tenía na contra’l hijoputa. Debes d’está fumao. Pa mí sólo era un blanquito idiota más.

—Entonces, ¿por qué diablos le disparaste?

Sólo’staba probando mi nueva pistola casera. Vi al hijoputa corriendo cerca d’onde yo’staba, así que simplemente le pegué un tiro pa vé lo bien que disparaba.

—Maldita rata —le insultó el jefe, pero en su voz había más pena que ira—. Pequeño bastardo enfermo. ¿Qué demonios se puede hacer con alguien como tú?

—Sólo quiero que dejes d’intentá colármela, porque me da igual cortarle’l cuello a’sta chica ahora que no hacerlo.

—Está bien, señor Sheik —claudicó el jefe en tono bajo y frío—. ¿Qué quieres que haga?

—¿Ha llegao ya Grave Digger?

Este último asintió con la cabeza.

—Sí, está aquí, señor Sheik.

—Entonces que diga algo, y mejó corta esa basura de señó.

—Eve, soy yo, Digger Jones —dijo Grave Digger, haciendo caso omiso de Sheik.

—Contéstale —ordenó Sheik.

—Sí, señor Jones —respondió ella con una voz tan liviana que flotó hasta el tenso grupo como una pluma temblorosa.

—¿Está Sissie ahí contigo?

—No señor, sólo la abuela Bowee, y está dormida en su silla.

—¿Dónde está Sissie?

—Inky y ella están en el cuarto que da a la calle.

—¿Te ha hecho daño?

—Deja de perdé el tiempo —advirtió Sheik de forma peligrosa—. Voy a daros hasta que cuente tre.

—Por favor, señor Jones, haga lo que dice. Si no va a matarme.

—No te preocupes, pequeña, vamos a hacer lo que diga —la tranquilizó, y luego dijo—: ¿Qué es lo que quieres, chico?

—Estas son mis condiciones: quiero la calle libre de polis, tos los bloqueos policiales retiraos…

—¡¿Qué demonios?! —explotó el jefe.

—Lo haremos —dijo Grave Digger.

Quiero’scuchárselo al jefe —exigió Sheik.

—Ni hablar —se negó el jefe.

—Por favor —se oyó decir en un tono de voz tan bajo como el de una plegaria.

—Imagine que fuera su hija —trató de persuadirlo Grave Digger.

—Voy daros hasta tre —amenazó Sheik.

—Está bien, lo haré —accedió el jefe, sudando sangre.

—Dame tu palabra de honó de gran hombre blanco —insistió Sheik.

La sudorosa cara enrojecida del jefe se puso pálida.

—Está bien, está bien, te doy mi palabra —dijo.

—Después quier’una ambulancia en la puerta al pie de las escaleras. Quiero que toas las puertas estén abiertas pa podé vé el interió, las puertas d’atrá y las dos de los laos, y quiero el motó en marcha.

—Está bien, está bien, ¿qué más? ¿La Estatua de la Libertad?

Quiero’sta casa vacía de polis…

—Está bien, está bien, ya dije que haría eso.

—No quiero que se dé ni un puto aviso d’alarma. No quiero que nadie intente pararme. Si alguien se mete’nmedio antes de que me largue, vais a tené que enterrá el cadáver de una chica. La soltaré sana y salva n’algún sitio cuando’sté bien lejos, fuera del estao.

—No le lleve la contraria —susurró Grave Digger de forma tensa—. Está puesto hasta las cejas.

—Está bien, está bien —continuó el jefe—. Te dejaremos vía libre. Si no hieres a la chica. Si lo haces no te mataremos, pero nos suplicarás que lo hagamos. Ahora espera cinco minutos y sal fuera, y dejaremos que te vayas en la ambulancia.

—¿A quién te crees qu’estás engañando? —volvió a decir Sheik—. No soy tan idiota. Quiero que Grave Digger entre aquí y ponga su pistola’n la mesa, entonces saldré.

—Estás loco si piensas que vamos a darte una pistola —rugió el jefe.

—Entonces voy a matarla ahora.

—Te la daré —accedió Grave Digger.

—Desde este momento estás suspendido —dijo el jefe.

—Muy bien —aceptó Grave Digger. Después le dijo a Sheik—: ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que te ques al otro lao de la puerta con la pistola cogía por el cañón. Cuando abra la puerta quiero que la sujetes delante de ti y entres en el cuarto de forma que lo primero que vea sea la culata. Después quiero que camines de frente y la pongas sobre la mesa de la cocina. ¿Lo has pillao?

—Sí, entendido.

—El resto de vosotros hijoputas bajá las escaleras —exigió Sheik.

Los dos tenientes y el sargento miraron al jefe de Policía a la espera de órdenes.

—De acuerdo, Jones, es todo tuyo —dijo el jefe, añadiendo después—: Suerte.

Se dio la vuelta y comenzó a bajar por las escaleras.

Los demás dudaron. Grave Digger les indicó con gestos enérgicos que se fueran también. A regañadientes, siguieron al jefe.

El silencio se adueñó de la cocina, hasta que el sonido de los pasos de los agentes se perdió en la pacífica planta baja.

Grave Digger se colocó de pie frente a la puerta, sujetando el revólver como se le había dicho. El sudor resbalaba a chorros por su irregular rostro de tono cordobán y se le acumulaba en el cuello de la camisa.

Finalmente, se oyó movimiento en la cocina. El pestillo de la cerradura dejó escapar un clic al abrirse, un pestillo manual fue descorrido con un chasquido chirriante, se quitó una cadena. La puerta se abrió lentamente hacia dentro.

Desde el umbral sólo podía verse a la abuela. Estaba sentada en la quieta mecedora completamente rígida, sujetando los brazos de la silla con las manos y con sus ojos viejos y lechosos muy abiertos, contemplando a Grave Digger con un fijo y feroz gesto de desaprobación.

Sheik habló desde detrás de la puerta:

—Gira la culata hacia este lao pa que pueda vé sistá cargá.

Sin mirar alrededor, Grave Digger giró el revólver para que Sheik pudiera ver los cartuchos en las recámaras del tambor.

—Adelante, sig’andando —ordenó Sheik.

Sin mirar todavía a su alrededor, Grave Digger cruzó lentamente la habitación. Cuando llegó a la mesa, lanzó un rápido vistazo a la pequeña ventana en el extremo más alejado de la pared del fondo. Estaba detrás de un anticuado armario de fabricación casera que bloqueaba parcialmente la visión de la cocina desde el exterior, de manera que sólo resultaba visible la parte situada entre la mesa y la pared lateral.

Vio lo que buscaba. Se inclinó hacia delante con lentitud y colocó el revólver en el lado más alejado de la mesa.

—Ahí tienes —dijo.

Levantando las manos bien alto por encima de la cabeza, se apartó de la mesa y se puso de cara a la pared del fondo. Se colocó de manera que Sheik tuviera que pasar por delante de él para alcanzar el revólver o bien rodear la mesa por el otro lado.

Sheik cerró la puerta de una patada, quedando Sugartit y él al descubierto, pero Grave Digger no giró la cabeza ni movió siquiera los ojos para mirarlos.

Sheik agarraba firmemente la coleta de Sugartit con su mano izquierda, tirando con fuerza de su cabeza hacia atrás para mantener estirado su delgado cuello moreno bajo la hoja del cuchillo de carnicero. Empezaron a caminar lentamente arrastrando los pies, como si estuvieran representando una extraña danza apache en un club nocturno de Montmartre.

Los abiertos y acuosos ojos de Sugartit parecían los de una cierva moribunda, y su pequeña cara color café tenía el frágil aspecto del merengue tostado. Su labio superior sudaba copiosamente.

Sheik tenía la vista clavada en la espalda de Grave Digger mientras bordeaba la habitación por detrás de él y se aproximaba a la mesa por el lado más alejado. Cuando el revólver se puso a su alcance, soltó la coleta de Sugartit, apretó con más fuerza el filo del cuchillo contra su garganta y extendió la mano izquierda para coger el arma.

Coffin Ed estaba colgado boca abajo de la azotea, siendo visibles únicamente su cabeza y hombros bajo el marco superior de la ventana de la cocina. Llevaba colgado veinte minutos esperando a que Sheik entrara en su campo de visión. Apuntó cuidadosamente justo encima de la oreja izquierda de Sheik.

Algún sexto sentido hizo que Sheik girara bruscamente la cabeza en el instante exacto en que Coffin Ed disparó.

Un tercer ojo, pequeño, negro y carente de vista, apareció de repente justo en mitad de la frente de Sheik, entre sus dos sorprendidos ojos felinos de tono amarillento.

La potente bala había recortado únicamente un pequeño agujero redondo en el vidrio de la ventana, pero el ruido del disparo lo rompió entero en añicos y proyectó una lluvia de cristales al interior de la habitación.

Grave Digger giró sobre sus talones para coger a la chica en pleno desmayo mientras el cuchillo caía ruidosamente encima de la mesa.

Sheik ya estaba muerto cuando empezó a desplomarse. Aterrizó doblado sobre sí mismo al lado de la quieta mecedora de la abuela.

La habitación estaba llena de policías.

—Fue demasiado arriesgado, demasiado arriesgado —señaló el teniente Anderson, sacudiendo la cabeza con una expresión aturdida en su rostro.

—¿Qué no es arriesgado en este trabajo? —dijo el jefe de Policía con autoridad—. Los policías tenemos que correr riesgos.

Nadie se lo discutió.

—Esta es una ciudad violenta —añadió de forma agresiva.

—El riesgo no fue tan grande —aseguró Coffin Ed. Estaba rodeando con el brazo los temblorosos hombros de su hija—. Pierden totalmente los reflejos cuando les disparas en la cabeza.

Sugartit se encogió con un estremecimiento.

—Llévate a Eve a casa —aconsejó Grave Digger con voz áspera.

—Creo que sería lo mejor —afirmó Coffin Ed, cojeando de forma dolorosa mientras guiaba con cuidado a Sugartit a la puerta.

—Cielo santo —estaba diciendo un joven policía novato—. Cielos. Estuvo todo el rato ahí colgado con sólo un cable atado a los tobillos. No sé cómo pudo soportar el dolor.

—Tú también lo habrías hecho si se hubiera tratado de tu hija —respondió Grave Digger.

—Olvida lo que dije sobre tu suspensión, Jones —indicó el jefe de Policía.

—No le oí —dijo Grave Digger.

—Dios santo, ¡mirad eso! —exclamó con asombro el sargento—. Todo este jaleo y la abuela sigue durmiendo.

Todos se giraron y le miraron. Durante un momento se pusieron muy serios.

—Nada va a volver a despertarla jamás —explicó el teniente de Homicidios—. Debe de llevar horas muerta.

—Muy bien, muy bien, muy bien —gritó el jefe de Policía—. Limpiemos aquí y vayámonos. Tenemos este caso más cerrado que una caja fuerte. —Luego añadió con tono satisfecho—: No fue tan difícil, ¿no es cierto?