Los cuerpos habían sido trasladados al depósito. Todo lo que quedaba eran líneas de tiza en la calzada allí donde habían estado.
Habían despejado la calle de coches privados. Las grúas de la Policía se habían llevado aquellos que habían sido abandonados en medio de la calle. La mayor parte de los coches patrulla habían regresado a sus tareas; los que quedaban bloqueaban el acceso a la zona.
El coche del jefe de Policía ocupaba el centro de la escena. Estaba aparcado en mitad de la intersección de la calle 127 y Lenox Avenue.
A uno de sus lados, el jefe, el teniente Anderson, el teniente de Homicidios y el sargento del distrito que había estado al frente de uno de los grupos de búsqueda estaban reunidos alrededor del chico llamado Bones.
El teniente de Homicidios tenía una pistola de fabricación casera en la mano.
—Muy bien, no es tuya —le dijo a Bones con un tono de probada paciencia—. ¿Entonces de quién es? ¿A quién se la escondías?
Bones echó una mirada de soslayo al rostro del teniente, y luego la bajó rápidamente hacia la calle. La paseó muy despacio por los cuatro grandes pares de botas negras de policía. Parecían la Sexta Flota anclada a puerto. No respondió.
Era un chico negro delgado de mediana altura con rasgos afeminados, pelo corto prácticamente lacio en la raíz y peinado con raya a un lado. Llevaba un abrigo elegante encima de la sudadera y unos pantalones negros muy ceñidos sobre unos relucientes zapatos marrones puntiagudos.
Un anciano que le sacaba una cabeza, con una cara que mostraba los estigmas del duro trabajo a la intemperie, estaba a su lado. El pelo crespo le crecía a modo de cardos que invadieran su brillante cúpula negra, y unos ojos marrones llenos de preocupación miraban a Bones desde detrás de unas gafas con montura de acero.
—Vamos, díselo, no seas tonto —le pidió; luego levantó la vista y vio aproximarse a Grave Digger con sus detenidos—. Aquí vie Digger Jones —dijo—. Pues decírselo a él, ¿verdá que sí?
Todos miraron a su alrededor.
Grave Digger llevaba a Good Booty agarrada del brazo, y Big Smiley y Ready Belcher caminaban mutuamente esposados delante de él.
Grave Digger miró a Anderson y le dijo:
—He clausurado el Dew Drop Inn. El encargado y algunos delincuentes juveniles están siendo retenidos por los agentes de servicio. Sería mejor que enviara un furgón para allá.
Anderson dio un silbido para llamar al equipo de un coche patrulla y les comunicó la orden.
—¿Qué averiguaste sobre Galen? —preguntó el jefe de Policía.
—Descubrí que era un pervertido —contestó Grave Digger.
—Tiene sentido —opinó el teniente de Homicidios.
El jefe se puso rojo de irritación.
—Me importa un cuerno lo que fuera —dijo—. ¿Has averiguado quién lo mató?
—No, aún sigo dándole vueltas a la cuestión por el momento —reveló Grave Digger.
—Bien, entonces hazlo rápido. Me estoy empezando a cansar soberanamente de estar aquí plantado viendo esta comedia de enredo.
—Le haré un veloz resumen y así usted también podrá sacar sus conjeturas —ofreció Grave Digger.
—Bueno, si es breve y sencillo estoy condenadamente seguro de que no me va a hacer falta —avisó el jefe.
—Escucha, Digger —interrumpió el civil de color—. Tú y yo trabajamo los dos pa la ciudá. Diles que mi chico no ha hecho daño a nadie.
—Ha quebrantado la Ley Sullivan sobre ocultación de armas al tener esta pistola en su posesión —anunció el teniente de Homicidios.
—Esa ridiculé —dijo con desdén el padre de Bones—. Ni siquiera me creo que puea dispará.
—Llévate a esta gente de aquí y deja que Jones haga su informe —ordenó irritado el jefe de Policía.
—Bien, haga algo con ellos, sargento —pidió el teniente Anderson.
—Vengan los dos —dijo el sargento, agarrando al hombre del brazo.
—Digger… —rogó el hombre.
—Tendrá que esperar —dijo Grave Digger con voz áspera—. Tu chico pertenecía a la banda de los Musulmanes.
—No, no, Digger…
—Acaso voy a tener que sacudirle —le advirtió el sargento.
El hombre dejó que se lo llevaran junto con su hijo al otro lado de la calle.
El sargento se los entregó a un cabo y volvió deprisa. Antes de que se hubiera alejado tres pasos, el cabo estaba llamando a dos agentes para que se hicieran cargo de ellos.
—¿Qué tipo de trabajo hace para la ciudad? —preguntó el jefe de Policía.
—Está en el Departamento de Limpieza Municipal —explicó el sargento—. Es basurero.
—Vale, sigue Jones —ordenó el jefe.
—Galen recogía a chicas de color, adolescentes y las llevaba a una casa de citas de la calle 145 —comenzó Grave Digger en tono monótono e inexpresivo.
—¿La clausuraste? —preguntó el jefe.
—Puede esperar: ahora estoy buscando a un asesino —respondió Grave Digger. Cogiendo el pequeño látigo de su bolsillo, continuó—: Las azotaba con esto.
El jefe de Policía alargó la mano en silencio y lo cogió.
—¿Tienes una lista de las chicas, Jones? —preguntó.
—¿Para qué?
—Podría haber una conexión.
—A eso voy…
—Bien, entonces ve al grano.
—La madama, una mujer llamada Reba… antes solía llamarse Sheba, la que testificó contra el capitán Murphy…
—Ah, esa —dijo en voz baja el jefe—. No se escapará de esta.
—Arrastrará a alguien con ella —advirtió Grave Digger—. Está protegida, y Galen también lo estaba.
El jefe de Policía miró al teniente Anderson con expresión reflexiva.
El silencio se mantuvo hasta que el sargento soltó:
—Eso no está en este distrito.
Anderson miró al sargento.
—Nadie le está acusando.
—Sigue, Jones —pidió el jefe de Policía.
—El negocio hizo que Reba se asustara, y le prohibió que fuera allí. Su versión será que ella le prohibió la entrada cuando descubrió lo que estaba haciendo. Pero eso no viene al caso. Después de eso, Galen empezó a encontrarse con ellas en el Dew Drop Inn. Llegó a un trato con el barman para poder azotarlas en el sótano.
Todos excepto Grave Digger parecían incómodos.
—Conoció a una chica llamada Sissie —continuó Grave Digger—. El cómo no importa en este momento. Es la novia de un chico llamado Sheik, el cual es el líder de los Musulmanes Molones.
Una súbita tensión se apoderó del grupo.
—Sheik le vendió a Sissie. Galen quiso tener después a Sugartit, una amiga de Sissie. Sheik no pudo convencer a Sugartit, pero Galen siguió buscándola por el barrio. Aquí tengo al barman y a un chulo de poca monta que tiene una chica en el piso de Reba. Él le hacía de guía. Todo esto fue lo que saqué de ellos.
Los oficiales dirigieron una mirada apreciativa a los dos detenidos esposados.
—Si saben todo eso, saben quién lo mató —aventuró el jefe de Policía.
—Si es así, pueden ir preparándose —aseguró Grave Digger—. Pero creo que han hablado con sinceridad. Tal como yo lo veo, todo el asunto está relacionado con Sugartit. Creo que lo mataron por ella.
—¿Quién lo hizo?
—Esa es la pregunta del millón.
El jefe de Policía miró a Good Booty.
—¿Es esta chica Sugartit?
Los demás también dirigieron sus miradas hacia ella.
—No, es otra.
—¿Entonces quién es Sugartit?
—Aún no lo he averiguado. Esta chica lo sabe pero no quiere decirlo.
—Haz que hable.
—¿Cómo?
La pregunta pareció avergonzar al jefe.
—Bueno, ¿y qué demonios quieres de ella si no puedes hacer que hable? —refunfuñó.
—Creo que hablará cuando estemos lo bastante cerca. La banda de los Musulmanes se junta en algún lugar cerca de aquí. El barman piensa que podría ser en el apartamento de un muchacho que tiene un palomar.
—¡Yo sé dónde es eso! —exclamó el sargento—. Busqué en ese sitio.
Todos, incluyendo los detenidos, le miraron fijamente. Su cara se puso colorada.
—Ahora me acuerdo —dijo—. Había varios chicos en el apartamento. El chico que tenía las palomas, Caleb Bowee se llama, vive ahí con su abuela; y otros dos tenían una habitación alquilada.
—¿Y por qué demonios no los detuviste? —preguntó el jefe.
—No encontré nada allí que los relacionara con la banda de los Musulmanes o el detenido fugado —explicó el sargento en su defensa—. El chico de las palomas es retrasado: es inofensivo, y estoy seguro de que la abuela no aceptaría tener una banda ahí metida.
—¿Cómo narices sabes que es inofensivo? —bramó el jefe—. La mitad de los asesinos de Sing-Sing tienen el mismo aspecto que tú y que yo.
El teniente de homicidios y Anderson intercambiaron sonrisas.
—Había dos chicas con ellos y… —comenzó a explicar el sargento, pero el jefe no le dejaría.
—¿Por qué demonios no las detuviste también?
—¿Cómo se llamaban las chicas? —preguntó Grave Digger.
—Una se llamaba Sissieratta, y…
—Esa debe de ser Sissie —dijo Grave Digger—. Encaja. Una era Sissie y la otra Sugartit. Y uno de los chicos era Sheik. —Volviéndose hacia Big Smiley, preguntó—: ¿Qué aspecto tiene Sheik?
—Un chaval de cara pecosa con la piel del coló d’un caballo bayo, con grandes ojos amarillos de gato —respondió impasible Big Smiley.
—Tienes razón —admitió avergonzado el sargento—. Era uno de ellos. Debería haber confiado en mi instinto: estuve a punto de llevarme a ese niñato.
—Bueno, por amor de Dios, ahora mueve el culo de una vez —rugió el jefe de Policía—, si es que todavía quieres seguir trabajando para el Departamento de Policía.
—Bueno, es que, Dios santo, la otra chica, la que Jones llama Sugartit, era la hija de Ed Johnson —explotó el sargento—. Tenía uno de esos carnés de identidad policiales que se dan como recuerdo, firmado por usted, y pensé que…
Fue interrumpido por el sonido sordo y contundente del metal al estrellarse contra un cráneo humano.
Nadie había visto moverse a Grave Digger.
Lo que vieron fue a Ready Belcher doblándose hacia delante con los ojos girando dentro de sus cuencas y un corte blanquecino, que aún no había empezado a sangrar, de cinco centímetros de ancho en la piel negra y picada de viruelas de su frente. Big Smiley, en el otro extremo de las esposas, se echó hacia atrás como un caballo de tiro asustado por una serpiente de cascabel.
Grave Digger sujetaba su niquelado 38 por el largo cañón, con la culata convertida en una porra. Los músculos de su cuello hinchado por la cólera parecían cables de acero, y su cara era una grotesca máscara de violencia. Los demás lo observaban inmóviles, como si estuvieran petrificados.
—¡Detenedlo, maldita sea! —bramó el jefe de Policía—. Los va a matar.
Los cuerpos petrificados de los agentes de Policía volvieron a la vida. El sargento agarró a Grave Digger por la espalda en un abrazo de oso. Grave Digger se dobló hacia delante y lanzó al sargento por encima de su cabeza en dirección al jefe, que se agachó a su vez y dejó que el sargento pasara volando sobre él.
El teniente Anderson y el teniente de homicidios fueron a la vez a por Grave Digger desde direcciones opuestas. Cada uno de ellos le agarró de un brazo mientras todavía estaba agachado, y lo levantaron tirando de él hacia atrás.
Ready estaba tendido boca abajo sobre la calzada, con la hendidura de su cráneo goteando sangre y un brazo inerte estirado por las esposas que estaban unidas a la muñeca de Big Smiley. Daba la impresión de que ya estaba muerto.
Big Smiley tenía el aspecto de un mendigo ciego aterrorizado en mitad de un bombardeo; su gigantesco cuerpo temblaba de pies a cabeza.
Grave Digger tuvo tiempo suficiente para darle una patada en la cara a Ready antes de que los agentes lo alejaran de él dando fuertes tirones.
—¡Lleváoslo al hospital, rápido! —gritó el jefe; y añadió en la siguiente exhalación—: ¡Dadle en la cabeza!
Grave Digger había arrastrado a los tenientes al suelo, y ya era más de lo que ninguno podía hacer para seguir la orden del jefe.
El sargento ya se había levantado, y a la orden del jefe partió al galope.
—¡Maldita sea, utiliza el teléfono, no vayas corriendo! —chilló el jefe—. ¿Dónde diablos está mi chófer, de todos modos?
De todas direcciones acudieron policías a la carrera.
—Echadle una mano a los tenientes —ordenó el jefe—, tienen con ellos a un hombre fuera de sí.
Cuatro hombres saltaron a la refriega. Finalmente inmovilizaron a Grave Digger en el suelo.
El sargento se subió al coche del jefe de Policía y comenzó a hablar por el teléfono.
De repente apareció Coffin Ed. Nadie le había visto acercarse desde su coche aparcado calle abajo.
—Dios santo, ¿qué está pasando, Digger? —exclamó.
Todo el mundo estaba callado, en un evidente estado de vergüenza general.
—¿¡Qué demonios!? —dijo, mirando a unos y a otros—. ¿Qué demonios está pasando?
Los músculos de Grave Digger se relajaron como si hubiera perdido la consciencia.
—Sólo soy yo, Ed —dijo mirando a su amigo desde el suelo—. Simplemente perdí la cabeza, eso es todo.
—Soltadlo —ordenó Anderson a sus ayudantes—. Ya se ha recuperado.
Los policías liberaron a Grave Digger y este se puso en pie.
—¿Más tranquilo ahora? —preguntó el teniente de Homicidios.
—Sí, deme mi arma —pidió Grave Digger.
Coffin Ed bajó la mirada a la cabeza sangrante de Ready Belcher.
—Tú también, eh, socio —dijo—. ¿Qué hizo este rebelde?
—Le dije que si lo cazaba ocultándome algo lo mataría.
—No mentías —reconoció Coffin Ed. Luego preguntó—: ¿Tan grave es?
—Se trata de algo sucio, Ed. Galen era un asqueroso hijo de puta.
—No me sorprende. ¿Has descubierto algo hasta ahora?
—Alguna cosa, no mucho.
—¿Qué demonios has venido a hacer? —soltó malhumoradamente el jefe de Policía—. Imagino que quieres ayudar a tu compañero a apalear a algunos más de los vuestros.
Grave Digger sabía que el jefe estaba tratando de alejar la conversación de la hija de Coffin Ed, pero no se le ocurría cómo ayudarle.
—Los dos actuáis como si quisierais cargaros a la mitad de la población de Harlem —continuó el jefe.
—Dijo que me empleara con dureza —le recordó Grave Digger.
—Sí, pero no quería decir delante de mí, donde tuviera que ser testigo de ello.
—Esta es nuestra zona —dijo Coffin Ed en nombre de su amigo—. Si no le gusta cómo la manejamos por qué no nos envía a casa.
—Tú ya estás suspendido —recordó ahora el jefe—. En cualquier caso, ¿para qué diablos has vuelto?
—Por asuntos estrictamente personales.
El jefe de Policía resopló.
—Mi hija pequeña no ha vuelto a casa y estoy preocupado —explicó Coffin Ed—. No es propio de ella estar fuera de casa tan tarde sin decirnos dónde está.
El jefe miró a otro lado para esconder su vergüenza.
Grave Digger tragó saliva de manera audible.
—Demonios, Ed, no tienes por qué preocuparte por Eve —dijo en lo que él esperó fuera un tono de voz tranquilizador—. Pronto estará en casa. Sabes que no puede pasarle nada. Tiene ese carné identificativo de la Policía que le regalaste en su último cumpleaños, ¿no es cierto?
—Ya lo sé, pero siempre llama por teléfono a su madre si va a estar fuera de casa.
—Mientras tú estás aquí buscándola, es probable que ya se haya ido a casa. ¿Por qué no regresas y te vas a la cama? Estará bien.
—Jones tiene razón, Ed —añadió bruscamente el jefe—. Vete a casa y relájate. Estás fuera de servicio y aquí nos estorbas. A tu hija no le va a ocurrir nada. Sólo estás teniendo pesadillas.
Se oyó una sirena a lo lejos.
—Aquí llega la ambulancia —anunció el teniente Anderson.
—Iré a llamar a casa otra vez —accedió Coffin Ed—. Tómatelo con calma, Digger. No hagas que te manden a casa a ti también.
Cuando se dio la vuelta y comenzó a alejarse, una serie de disparos resonó desde la planta superior de algún edificio próximo. Diez tiros del 38 especial reglamentario de la Policía, tan seguidos que cuando sus ecos llegaron a la calle lo hicieron encadenados.
Todos los policías que lo habían oído se quedaron inmóviles y muy atentos. Sus oídos hicieron un esfuerzo casi sobrehumano por situar la dirección de la que habían venido los disparos. Sus ojos escudriñaron las fachadas de los edificios hasta que ni la mancha más mínima hubo escapado a su observación.
Pero no hubo más disparos.
Las únicas señales de vida que hubo fueron las luces al apagarse. Con la rapidez de un arma de fuego al disparar, se apagó una luz tras otra hasta que sólo quedó una única ventana iluminada en todo el bloque de edificios sucios y ensombrecidos. Estaba detrás de un rellano de una escalera de incendios, en la última planta de un edificio a media manzana calle arriba.
Todas las miradas convergieron en ese punto.
La grotesca silueta de algo que salió arrastrándose sobre el alféizar de la ventana apareció bajo la deslumbrante luz. Se irguió lentamente y tomó la forma de un hombre bajo y corpulento. Recorrió tambaleándose con lentitud el metro de longitud del enrejado de hierro de la plataforma y se apoyó sobre la baja barandilla exterior. Durante un instante se balanceó adelante y atrás en una macabra pantomima, y después, lentamente, como una bola que remontara el último resalte antes de ocupar la casilla final de una ruleta, cayó por encima de la baranda, giró en el aire y evitó por un suspiro el segundo rellano. El cuerpo dio otra vuelta, impactó contra el tercer rellano y comenzó a girar más deprisa. Aterrizó con un retumbo sordo sobre el techo de un coche aparcado, y se quedó allí tirado con una mano colgada junto a la ventanilla del conductor como si estuviera haciendo la señal de parada.
—¡Bueno, maldita sea, poneos en marcha! —gritó el jefe de Policía con voz estentórea. Después, pensándolo de nuevo, añadió—: ¡Tú no, Jones! ¡Tú no! —Y corrió hacia su coche para coger su megáfono.
Todos se habían puesto ya en movimiento. Los policías se dirigían hacia el edificio como marines en mitad de un desembarco.
Los dos agentes que vigilaban la entrada salieron corriendo a la calle para localizar el escenario del disturbio.
El jefe de Policía agarró su megáfono y gritó:
—Apuntad las luces a ese edificio.
Volvieron a encender inmediatamente dos focos que habían sido apagados y los dirigieron a la última planta del inmueble.
Un policía salió por la ventana al rellano de la escalera de incendios y levantó las manos bajo la luz.
—¡Esperad todos! —gritó—. ¡Quiero al jefe! ¿Está el jefe ahí?
—Bajad las luces —mandó el jefe a través del megáfono—. Estoy aquí. ¿Qué ocurre?
—Envíe una ambulancia. Han disparado a Petersen…
—Hay una ambulancia en camino.
—Sí señor, pero no deje entrar a nadie todavía…
Grave Digger cogió a Coffin Ed por el brazo.
—Agárrate, Ed —le dijo—: tu hija está ahí arriba.
Notó cómo los músculos de Coffin Ed se tensaban bajo su mano mientras el policía proseguía:
—Encontramos a Pickens, pero uno de los Musulmanes cogió la pistola de Pete y le disparó. Utilizó a uno de sus amigos como escudo y le di al amigo, pero agarró a una de las chicas que estaban aquí y escapó hacia la habitación de atrás. Se ha encerrado ahí y no hay otra forma de salir de esta casa. Dice que la chica es la hija del detective Ed Johnson. Ha amenazado con cortarle el cuello si no consigue hablar con usted y con Grave Digger Jones. ¿Qué quiere que haga?
La ambulancia se acercó y el jefe tuvo que esperar a que apagaran la sirena para hacerse oír.
—¿Sigue teniendo la pistola de Petersen?
—Sí señor, pero se le han acabado las balas.
—Muy bien, agente, no haga nada —dijo el jefe por el megáfono—. Bajaremos a Petersen por la escalera de incendios y yo subiré para ver de qué va esto.
El miedo había contraído la cara desfigurada por el ácido de Coffin Ed en una mueca espantosa.