Dos policías blancos de uniforme que montaban guardia en una oscura azotea estaban hablando.
—¿Crees que lo encontraremos?
—¿Que si creo que lo encontraremos? ¿Sabes a quién estamos buscando? ¿Te has parado a pensar por un momento que estamos buscando a un hombre de color que supuestamente está esposado y a otros siete hombres de color que llevaban turbantes verdes y barbas postizas cuando se les vio por última vez? ¿Lo has meditado bien? A estas alturas ya se habrán deshecho de esos disfraces y puede que Pickens también se haya librado de sus esposas. ¿Y en qué los convierte eso, te pregunto? Eso los hace idénticos a otros dieciocho mil o ciento ochenta mil hombres de color, todos ellos parecidos. ¿Te has parado alguna vez a pensar que hay quinientas mil personas de color en Harlem?: medio millón de personas con la piel negra. Todos parecidos. Y estamos intentando distinguir a ocho de ellos. Es como intentar encontrar un trozo de escoria en una carbonera. Es imposible.
—¿Crees que toda esta gente de color del vecindario sabe quiénes son Pickens y los Musulmanes?
—Claro que sí. Del primero al último. A menos que alguna otra persona de color entregue a Pickens nunca lo encontraremos. Se están riendo de nosotros.
—Con las ganas que tiene el jefe de pillar a ese mono, seguro que ascienden a quien lo encuentre —afirmó el primer policía.
—Sí, ya lo sé, pero es imposible —contestó el segundo—. Si ese mono tiene juicio alguno, hace tiempo que habrá cortado esas esposas en dos.
—¿Qué iba a sacar con ello si no puede quitárselas?
—Demonios, podría ponerse guantes gruesos de puño largo como… ¡Ey! ¿No vimos a un mono con unos guantes largos de conducir puestos?
—Sí, ese mono retrasado de las palomas.
—Con guantes largos y un abrigo viejo y andrajoso. Y era además un mono negro como el carbón. Definitivamente encaja con la descripción.
—Ese mono retrasado… ¿crees que es posible que sea él?
—¡Vamos! ¿A qué estamos esperando?
Sheik dijo:
—Ahora to lo que tenemos qu’hacé es pasá a’ste hijoputa a travé del cerco policiá y tirarlo al río.
—No m’hagas eso, por favó, Sheik —suplicó la voz amortiguada de Sonny desde dentro del saco.
—Chsss —avisó Choo-Choo—. Atiende a los blanquitos.
Los dos policías se agacharon y observaron el interior a través de la ventana abierta.
—¿Dónde está ese chico que llevaba guantes? —preguntó el primer policía.
—¡Guantes! —repitió Choo-Choo, volviendo a su pose de payaso como un camaleón cambiaría de color—. ¿Se refié a guantes de boxeo?
El segundo policía olisqueó el aire.
—¡Un fumadero! —exclamó.
Se arrastraron dentro. Sus miradas barrieron rápidamente la habitación.
El techo apestaba al humo de la marihuana. Todos estaban colocados. Los que no habían fumado se habían colocado de respirar el humo y observar los excéntricos movimientos de los que sí lo habían hecho.
—¿Quién tiene los canutos? —exigió el primer policía.
—Venga, venga, ¿quién tiene los canutos? —repitió el segundo policía como un eco, paseando su mirada de uno a otro: primero sobre Sheik, que estaba de pie en el centro de la habitación, donde el aviso de Choo-Choo había hecho que se quedara quieto, y que los miraba como si estuviera tratando de entender qué eran; después sobre Inky, al que habían pillado metiéndose tras las cortinas de la esquina y que estaba ahí con medio cuerpo dentro y medio fuera, como si fuera un anuncio de una película de chicas malas; y finalmente la posó sobre Choo-Choo, que parecía el más vulnerable al estar sonriendo como un idiota.
—¿Tienes tú los canutos, chico?
—¡Canutos! ¿Se refié asa caña pa las palomas d’ahí? —respondió Choo-Choo señalando la vara de bambú tirada en el suelo junto a la cama.
—¡No te hagas el gracioso conmigo, chico!
—Es que no sé a qué se refié, jefe.
—Olvida los canutos —intervino el primer policía—. Busquemos al chico de los guantes.
Echó una ojeada a su alrededor. Su mirada tropezó con Sugartit, que estaba sentada en la silla con respaldo y observaba con gesto fijo lo que parecía ser un saco de arpillera lleno de enormes trozos de carbón que descansaba en medio de la cama.
—¿Qué hay en ese saco? —preguntó con recelo.
Durante un momento, nadie respondió.
Entonces Choo-Choo dijo:
—Sól’algo de carbón.
—¿Encima de la cama?
—Es carbón limpio.
El policía clavó en él una mirada amenazante.
—Es mi cama —añadió Sheik—. Puedo poné lo que quiera n’ella.
Ambos policías se giraron para mirarlo.
—Eres un cabrón algo deslenguado —soltó el primer policía—. ¿Cómo te llamas?
—Samson.
—¿Vives aquí?
—Aquí mismo.
—Entonces tú eres el chico que buscamos. El palomar de la azotea es tuyo.
—No, no es él —corrigió el segundo policía—. El chico que buscamos es más negro que él y tiene otro nombre.
—¿Qué más da un nombre u otro para estos monos? —saltó el primer policía—. Siempre se lo están cambiando.
—No, el que buscamos se llama Inky. Era el que llevaba los guantes.
—Ahora me acuerdo. Se llamaba Caleb. Él era el que llevaba los guantes. El otro era Inky, el que no podía hablar.
El segundo policía se giró hacia Sheik.
—¿Dónde está Caleb?
—No conozco a nadie llamao Caleb.
—¡Y un cuerno! Vive aquí contigo.
—No señó, usté se refié ase chico que vive abajo n’el primé piso —intervino Choo-Choo.
—No me digas a qué me estoy refiriendo. Me refiero al chico que vive aquí en esta planta. Es el chico que tiene la caseta para las palomas.
—No señó, jefe, si se refié al Caleb que tie el palomá, vive n’el primé piso.
—No me mientas, chico. Vi al sargento bajarlo por la escalera de incendios hasta este piso.
—No señó, jefe, el sargento pasó de largo’ste piso y lo bajó por la’scalera d’incendios hasta’l primero. Nosotro les vimos cuando pasaron por delante la ventana. ¿Verdá, Amos? —dijo en voz alta hacia Inky.
—É cierto, señó —le siguió el juego Inky—. Pasaron justo por delante d’esa ventana d’ahí.
—¿Por delante de qué otra ventana podrían haber pasado?
—Ningun’otra, señó.
—Tenían con ellos a’tro chico llamao Inky —siguió Choo-Choo—. Parecía que llevaban a los dos arrestaos.
El segundo policía estaba mirando fijamente a Inky.
—A mí me parece que Inky es este chico de aquí —dijo—. ¿No eres tú Inky, chico?
—No señó… —comenzó a decir Inky, pero Choo-Choo le cortó enseguida.
—Le llaman Smokey. Inky s’el otro.
—Deja que hable él —reconvino el primero.
El segundo policía clavó otra mirada amenazante en Choo-Choo.
—¿Estás intentando burlarte de mí, chico?
—No señó, jefe, sólo intento ayudá.
—No seas muy duro con él —indicó el primer policía—. Estos monos están colocados de hierba: no son estrictamente responsables de sus actos.
—Responsables o no, mejor que se anden con ojo si no quieren acabar con algunos chichones en la sesera.
El primer policía vio a Sissie de pie en la esquina, en silencio, con una mano puesta sobre su mejilla magullada.
—Tú los conoces, a Caleb y a Inky, ¿no es cierto, muchacha? —le preguntó.
—No señor, sólo conozco a Smokey —contestó ella.
De repente, Sonny estornudó.
Sugartit soltó una risita.
El policía se giró hacia la cama, miró el saco y luego a ella.
—¿Quién ha estornudado?
Ella se tapó la boca con la mano e intentó dejar de reír.
El rostro del policía se encendió ligeramente al tiempo que desenfundaba su pistola.
—Hay alguien debajo de la cama —dijo—. Cubre el otro lado mientras echo un vistazo.
El segundo policía sacó su pistola.
—Tranquilo y nadie saldrá herido —advirtió este último con tono calmado.
El primer policía se puso a gatas, con la pistola amartillada y preparada para disparar en una mano, y miró debajo de la cama.
Sugartit se tapó la boca con ambas manos y se mordió la palma de la que estaba debajo. Tenía la cara hinchada de aguantarse la risa, y las lágrimas fluían por sus mejillas.
El policía se puso de rodillas apoyándose sobre el borde de la cama. Había una expresión de perplejidad en su cara enrojecida.
—Aquí está pasando algo raro —dijo—. Hay alguien más en esta habitación.
—Aquí n’hay nadie salvo nuestros fantasmas, jefe —aseguró Choo-Choo.
El policía le lanzó una furiosa mirada de frustración y empezó a ponerse en pie.
—Por Dios, juraría que… —se calló de repente al oír los jadeos de asfixia que provenían del interior del saco.
Dio un salto hacia atrás como si en efecto uno de los fantasmas hubiera gemido. Levantando su pistola, preguntó con voz temblorosa:
—¿Que hay en ese saco?
Sugartit estalló en carcajadas histéricas.
Durante un instante, nadie dijo nada.
Entonces Choo-Choo se apresuró a decir:
—Sólo’s Joe.
—¡¿Qué?!
—El del saco sólo’s Joe.
—¡Joe!
Cautelosamente, el policía se inclinó hacia delante, sujetando la pistola amartillada en su mano derecha, y desató con la izquierda el cordel que cerraba el saco. Tiró de la boca del saco hasta abrirlo.
Unos ojos a punto de salirse de sus órbitas le contemplaron desde un rostro de tez negra que tiraba al gris.
El policía retrocedió horrorizado. Su cara palideció y un escalofrío recorrió su grande y fornido cuerpo.
—Es un cuerpo —dijo con voz ahogada—. Atado de pies a cabeza.
—Nos un cuerpo, sólo’s Joe —insistió Choo-Choo, que ya no trataba de hacerse el gracioso.
El segundo policía se acercó rápidamente para mirar.
—Aún vive —comprobó.
—¡Se está ahogando! —gritó Sissie, que se acercó corriendo y empezó a aflojar el lazo en torno al cuello de Sonny.
Sonny tomó aire boqueando.
—Dios mío, ¿qué hace ahí metido? —preguntó con asombro el primer policía.
—Sólo’stá estudiando magia —aseguró Choo-Choo. Estaba empezado a sudar de la tensión.
—¡Magia!
El segundo policía se percató de que Sheik se estaba moviendo lentamente hacia la ventana y le apuntó con la pistola.
—Oh, no, eso sí que no —dijo—. Ven para acá.
Sheik se giró y se acercó un poco.
—¡Estudiando magia! —exclamó el primer policía—. ¿En un saco?
—Sí señó, está intentando aprende cómo salí, como Houdini.
El color regresó de golpe al rostro del policía.
—Debería detenerlo por exhibicionismo —se quejó.
—Diablos, lleva puesto un saco, ¿no es cierto? —soltó el segundo policía, divirtiéndose de su propio ingenio.
Ambos sonrieron a Sonny como si fuera un tonto inofensivo.
Entonces el segundo policía dijo de repente:
—¡No es posible! No puede haber dos retrasados así en todo el mundo.
El primer policía examinó de cerca a Sonny y dijo despacio:
—Creo que tienes razón. —Luego les dijo a los demás en general—: Sacad a ese chico del saco.
Sheik no se movió, pero Choo-Choo e Inky se acercaron deprisa y sacaron a Sonny tirando de él mientras Sissie sujetaba la parte inferior del saco.
Los policías contemplaron a Sonny con asombro.
—Parece un mono a la parrilla, ¿no crees? —bromeó el primer policía.
Sugartit estalló de nuevo en carcajadas.
La negra piel de Sonny tenía una palidez grisácea como si estuviera cubierto por una fina capa de ceniza. Estaba temblando como una hoja.
El segundo policía extendió el brazo y le hizo darse la vuelta.
Todos fijaron la mirada en las argollas de las esposas sujetas en torno a cada muñeca.
—Es nuestro chico —certificó el primer policía.
—Cielos, señó, desearía haberme ío a casa y haberme metío’n la cama —se lamentó Sonny con voz quejumbrosa.
—Apuesto a que sí —dijo el policía.
Sugartit no podía parar de reír.