La recepción del Hospital de Harlem, situado en Lenox Avenue a unas diez manzanas al sur del escenario del asesinato, estaba envuelta en un silencio de medianoche.
Lo llamaban un hospital interracial: más de la mitad de su plantilla de médicos y enfermeras estaba formada por gente de color.
Una enfermera titulada estaba sentada tras el mostrador de recepción. Una lámpara con pantalla de bronce derramaba luz sobre el registro de pacientes del hospital que estaba frente a ella, mientras su rostro de color café se mantenía en penumbra. Levantó la vista inquisitivamente cuando Grave Digger y Ready Belcher se acercaron, caminando uno al lado de otro.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó en un tono cortés ejercitado por la rutina.
—Soy el detective Jones —se presentó Grave Digger, exhibiendo su placa.
Ella la miró pero no la tocó.
—Recibieron aquí a un paciente de urgencias hará unas dos horas: un hombre con el brazo derecho amputado.
—¿Sí?
—Me gustaría interrogarlo.
—Llamaré al doctor Banks. Puede hablar con él. Por favor, siéntense.
Grave Digger empujó a Ready en la dirección de unas sillas que rodeaban una mesa con revistas. Se sentaron en silencio, como familiares de un enfermo en estado crítico.
El doctor Banks entró sin hacer ruido, cruzando el suelo de baldosas de linóleo sobre unos zapatos con suelas de goma. Era un hombre joven de color vestido de blanco, alto y de aspecto atlético.
—Siento haberle hecho esperar, señor Jones —le dijo a Grave Digger, a quien conocía de vista—. Quiere información acerca del caso que presentaba el brazo seccionado. —Tenía la sonrisa ágil y una voz agradable.
—Quiero hablar con él —puntualizó Grave Digger.
El doctor Banks acercó una silla y se sentó.
—Está muerto. Acabo de estar con él. Tenía un tipo sanguíneo poco común, tipo 0, el cual no tenemos en nuestro banco de sangre. Se da cuenta de que era vital que le hiciéramos transfusiones. Tuvimos que ponernos en contacto con el banco de sangre de la Cruz Roja. Localizaron el tipo en Brooklyn, pero llegó demasiado tarde. ¿Hay alguna cosa sobre la que pueda informarle?
—Quiero saber quién era.
—Nosotros también. Murió sin revelar su identidad.
—¿No prestó ningún tipo de declaración antes de morir?
—Hubo otro detective aquí antes, pero el paciente estaba inconsciente en ese momento. Recuperó la consciencia más tarde, pero el detective se había marchado. No obstante, antes de irse, examinó los efectos del paciente, pero no encontró nada que lo identificara.
—¿No habló, no dijo nada?
—Oh, sí. Gritó un montón. Un momento estaba maldiciendo y al siguiente estaba rezando. La mayor parte de lo que dijo eran incoherencias. Me enteré de que lamentaba no haber matado al hombre al que había atacado: el hombre blanco al que mataron después.
—¿No mencionó ningún nombre?
—No. Una vez dijo «la pequeña», pero utilizaba sobre todo la palabra hijoputa, que los harlemitas aplican a todo el mundo: enemigos, amigos y extraños.
—Bien, eso es todo —dijo Grave Digger—. Lo que fuera que supiera se lo llevó consigo. De todos modos, también me gustaría examinar sus efectos, sean los que sean.
—Por supuesto; sólo es la ropa que llevaba y lo que contenían sus bolsillos cuando llegó. —Se levantó de la silla—. Venga por aquí.
Grave Digger se puso de pie y le hizo un gesto con la cabeza a Ready para que caminara delante de él.
—¿Es usted también un agente? —le preguntó el doctor Banks a Ready.
—No, es mi detenido —respondió Grave Digger—. Aún no estamos tan necesitados de policías.
El doctor Banks sonrió. Los condujo por un pasillo que olía fuerte a éter hasta una sala en el otro extremo donde se guardaba la ropa y los efectos personales de los pacientes de urgencias y de planta, envueltos cuidadosamente en paquetes y depositados en estantes en las paredes. Bajó un paquete que presentaba una chapa identificativa y lo colocó sobre la mesa de madera vacía.
—Aquí tiene.
De la habitación contigua se oyó una angustiada voz masculina que recitaba el Padrenuestro.
Ready miró fijamente, como fascinado, el número 219 de la chapa identificativa que estaba sujeta al paquete de ropa, y susurró:
—El corredó de la muerte.
El doctor Banks le lanzó una mirada y le dijo a Grave Digger:
—La mayoría de los celadores juegan a la lotería. Cuando llega un paciente de urgencias ponen esta chapa con el número de la muerte en su paquete, y si muere lo juegan.
Grave Digger soltó un gruñido y empezó a deshacer el paquete.
—Si descubre algo que lleve a su identificación, háganoslo saber —pidió el doctor Banks—. Nos gustaría notificárselo a sus familiares. —El doctor los dejó solos.
Grave Digger extendió el chaquetón y el peto cubiertos de sangre sobre la mesa. Contenían dos billetes de un dólar increíblemente sucios, algunas monedas sueltas, una pequeña bolsa de papel marrón con raíces secas, dos llaves corrientes y una de ojo en un llavero oxidado, una pata de conejo disecada, un pedazo sucio de resina, un trapo de estopilla que había servido como pañuelo, una espátula, un cacho pequeño de piedra pómez y un trocito de papel de escribir doblado en un cuadradito. La espátula y la piedra pómez indicaban que el hombre había trabajado en algún sitio como portero, usando la espátula para rascar chicles del suelo y la piedra pómez para limpiarse las manos. No resultaba de mucha ayuda.
Desdobló el cuadradito de papel y descubrió una nota escrita con letra de niño en papel escolar barato.
G. B., ¿quieres saber una cosa? El Grandote suele pasarse por el Inn. Qué te parece. Igualito que esos viejos romanos.
Bee.
Grave Digger la volvió a doblar y la deslizó en su bolsillo.
—¿Tu chica se llama Bee? —le preguntó a Ready.
—No, señó, se llama Doe.
—¿Conoces a alguna chica que se llame Bee? ¿Una adolescente?
—No señó.
—¿G. B.?
—No señó.
Grave Digger vació los bolsillos de las prendas pero no encontró nada más. Rehizo el paquete y le ató la chapa. Se dio cuenta de que Ready estaba mirando otra vez fijamente el número que llevaba.
—No dejes que ese número se reencuentre contigo —dijo—. No acabes con esa chapa sobre tu elegante ropa.
Ready se pasó la lengua por sus resecos labios.
No vieron al doctor Banks en su camino hacia la salida. Grave Digger se detuvo en el mostrador de recepción para decirle a la enfermera que no había encontrado nada con lo que identificar el cadáver.
—Ahora vamos a buscar el coche del griego —le indicó a Ready.
Hallaron el gran Cadillac verde bajo una farola, en mitad del bloque de la calle 130 entre Lenox y la Séptima Avenida. Tenía matrícula de Nueva York, UG-16, y estaba aparcado junto a una boca de incendios. Llamaba la atención tanto como un camión de bomberos.
Grave Digger paró detrás del coche y aparcó.
—¿Quién lo encubría en Harlem? —le preguntó a Ready.
—No lo sé, señó Jones.
—¿Era el capitán del distrito?
—Señó Jones, yo…
—¿Uno de nuestros concejales?
—Se lo juro, señó Jones…
Grave Digger salió del coche y caminó hacia el voluminoso coche.
Las puertas estaban cerradas. Rompió el cristal del parabrisas izquierdo con la culata de su revólver, alargó la mano por encima del volante y quitó el seguro de la puerta. Las luces interiores se encendieron.
Una búsqueda rápida sacó a la luz la parafernalia habitual de un motorista: guantes, pañuelos de tela, clínex, paquetes a medias de diferentes marcas de cigarrillos, papeles del seguro, unos chanclos de plástico para calzado de mujer y una polvera. Un mono de fieltro colgaba del espejo retrovisor, y había dos muñecas de tamaño mediano, una Topsy negrita y una Pequeña Eva rubia, sentadas en extremos opuestos del asiento de atrás.
En la guantera del lado derecho, encontró el pequeño látigo y un sobre de papel manila que contenía unas fotos de tamaño postal. Las examinó bajo la luz. Eran fotografías de chicas de color desnudas en diversas posturas, y cada una de las imágenes revelaba una técnica distinta depurada por el sádico. Las caras de las chicas se distinguían con claridad en la mayoría de las fotos, aunque estaban desfiguradas por el dolor y la vergüenza.
Metió el látigo en el bolsillo forrado en cuero de su abrigo, sujetando las fotos aún en la mano; cerró la puerta con gran estruendo, desandó el camino hasta su propio coche y se sentó tras el volante agarrándose a él.
—¿Era fotógrafo? —le preguntó a Ready.
—Sí señó, a veces llevab’una cámara.
—¿Te enseñaba las fotos que hacía?
—No señó, nunca dijo na de ninguna fotografía. Sólo le vi con la cámara.
Grave Digger encendió la luz interior del coche y le enseñó las fotos a Ready.
—¿Reconoces a alguna de ellas?
Ready dejó escapar un suave silbido y sus ojos se abrieron como platos mientras pasaba las fotos una a una.
—No señó, no conozco a ninguna —aseguró, devolviéndoselas a Grave Digger.
—¿No es tu chica una de ellas?
—No señó.
Grave Digger se metió el sobre en el bolsillo y pisó con fuerza el pedal de arranque.
—Ready, que no te cace mintiéndome —advirtió de nuevo mientras metía el embrague.