11

Grave Digger se detuvo en la acera delante de la casa de madera amarilla contigua a los Knickerbocker. Había sido compartimentada en oficinas y todas las ventanas de la fachada delantera tenían rótulos con anuncios comerciales.

—¿Puedes leer lo que está escrito en esas ventanas? —le preguntó Grave Digger a Ready Belcher.

Ready le echó una mirada recelosa.

—Claro que pueo leerlo.

—Entonces lee —le mandó Grave Digger.

Ready le lanzó otra mirada de soslayo.

—¿Cuál de tos?

—Elige.

Ready entrecerró su ojo bueno tratando de penetrar la oscuridad y leyó en voz alta:

—«Joseph C. Clapp, notario y agente inmobiliario.» —Miró a Grave Digger como un perro que hubiera traído de vuelta un palo—. ¿Ese?

—Prueba con otro.

Ready dudó. Los faros de los coches que pasaban bailaban en su cara negra picada de viruelas, resaltaban el blanco de su ojo estrábico e iluminaban su llamativo traje color canela.

—No tengo mucho tiempo —advirtió Grave Digger.

Ready leyó:

—«Asombroso aceite para pescar Gypsy, fórmula con cíen años de antigüedad. A los siluros los vuelve locos.» —Miró de nuevo a Grave Digger como si fuera el mismo perro con otro palo.

—Ese no —le reprendió Grave Digger.

—¿Qué demonios é esto, una broma? —masculló.

—¡Sólo lee!

—«JOSEPH, el único y original blanqueador de piel. Garantía de blanqueo de doce tonos de la piel más oscura en seis meses.»

—¿No quieres blanquearte la piel?

—Mi pié me sienta bié —dijo con hosquedad.

—Entonces sigue leyendo.

—«Fórmula Mágica para que tus oraciones sean escuchadas»… ¿esa?

—Sí, esa es. Lee lo que pone debajo.

—«Estas son algunas de las cosas asombrosas que te muestra: cuándo rezar, dónde rezar, cómo rezar, las Fórmulas Mágicas para la salud y el éxito, para vencer el miedo por medio de la oración, para conseguir trabajo por medio de la oración, para conseguir dinero por medio de la oración; para influir en otros por medio de la oración, y…»

—Ya es suficiente. —Grave Digger respiró hondo y dijo con una voz nuevamente sucia y apagada—: Ready, si no me dices lo que quiero saber, te convendría hacerte con una de esas oraciones. Porque voy a llevarte a la calle 129, cerca del río Harlem. ¿Sabes dónde está? Es un desolado laberinto de almacenes y depósitos de chatarra bajo las vías del New York Central.

—Sí, sé ond’está.

—Y voy a golpearte con el revólver hasta que tu propia puta no sea capaz de reconocerte. Y si intentas correr, te voy a dar quince metros de ventaja antes de pegarte un tiro en la cabeza por tratar de escapar. ¿Me estás entendiendo?

—Sí, t’entiendo.

—¿Me crees?

Ready echó una rápida ojeada al rostro inflamado por la cólera de Grave Digger y se apresuró a decir:

—Sí, te creo.

—Han suspendido a mi compañero esta noche por matar a una rata criminal como tú, y preferiría que me suspendieran a mí también.

—Aún no m’has preguntao qué quies sabé.

—Sube al coche.

El coche estaba aparcado junto al bordillo. Ready se sentó en el sitio de Coffin Ed. Grave Digger rodeó el coche y se sentó agarrándose al volante.

—Este es un sitio tan bueno como cualquier otro —dijo—. Empieza a hablar.

—¿De qué?

—Del gran griego. Quiero saber quién lo mató.

Ready saltó como si le hubiera picado un insecto.

—Digger, te juro por Dió…

—No me llames Digger, chuloputas piojoso.

—Señó Jones, escuche…

—Estoy escuchando.

—Mucha gente podría haberle matao si hubieran sabio…

Se calló bruscamente. Las marcas de viruela de su piel comenzaron a llenarse de sudor.

—¿Sabes qué? No tengo toda la noche.

Ready tragó saliva y dijo:

—Era un sádico.

—¿Qué?

—Le gustaba azotarlas con un látigo.

—¿A las putas?

No’specialmente. Si eran putas normales quería que fueran zorras negras y grandes con pinta de tío capaces de cortarle’l cuello a un hijoputa. Pero sus preferías eran las jovencitas de coló.

—¿Es eso? ¿Reba le prohibió venir por eso?

—Sí señó. Él se lo propuso una vé. Ella se cabreó tanto que sacó su pistola.

—¿Le disparó?

—No señó, sólo l’asustó.

—Me refiero a esta noche. ¿Fue ella?

Los ojos de Ready empezaron a ponerse blancos, y su negra cara mezquina comenzó a verse surcada por gotas de sudor.

—¿Quie decí el que lo mató? No señó, estuvo’n casa toa la tarde.

—¿Dónde estabas tú?

—También estuve allí.

—¿Vives ahí?

—No señó, sólo me dejo caé de visita de vé en cuando.

—¿Dónde encontraba a las chicas?

—¿Se refié a las jovencitas?

—¿A qué otras chicas voy a estar refiriéndome?

—Las recogía con su coche. Guardaba n’él un pequeño látigo mexicano de nueve colas. Las azotaba con él.

—¿Adónde las llevaba?

—Las traía aquí al piso de Reba hasta qu’ella empezó a sospechá de tanto grito y tanto’scándalo. Al principio no pensó na raro: a’stas zorritas les gusta hacé mucho ruido pa un blanco. Pero’staban haciendo má ruido de lo que parecía normá y ella entró y lo pilló n’el ajo. Fue’ntonces cuando él se lo propuso.

—¿Cómo conseguía que aceptaran?

—¿Aceptá qué?

—Que las azotara.

—Oh, las pagaba cien pavos. Taban encantás de que las azotara a cambio d’eso.

—¿Estás seguro de eso, de que les pagaba cien dólares?

—Sí señó. No sólo le conocía yo, sino también muchas zorritas de to Harlem. Cien pavos no eran na pa él. Tambié lo sabían sus novio. Muchas veces sus novio las obligaban. Había zorritas de to Harlem detrá d’él. Claro que pa la mayoría, con una vé era suficiente.

—¿Les hacía daño?

—Le sacaba partió a su dinero. A veces las zurraba de lo lindo. Sospecho que dejó muy má a má d’una. ¿Recuerda asa cría que recogieron en Broadhurst Parle? Salió to n’el periódico. Estuvo n’el hospital tre o cuatro días. Ella dijo que la habían agredió, pero la Policía pensaba qu’una banda l’había dao una paliza. Creo qu’ella fue una de las chicas.

—¿Cómo se llamaba?

—No m’acuerdo.

—¿Adónde las llevaba después de que Reba le prohibiera venir?

—No lo sé.

—¿Sabes el nombre de alguna de ellas?

—No señó, las traía y las llevaba él solo. Ni siquiera vi nunca a ninguna d’ellas.

—Estás mintiendo.

—No señó, lo juro por Dió.

—¿Cómo sabías que eran jovencitas si nunca viste a ninguna de ellas?

—Él me lo contó.

—¿Qué más te contó?

—Na má. Simplemente m’hablaba de chicas.

—¿Qué edad tiene tu chica?

—¿Mi chica?

—¿La que tienes en el piso de Reba?

—Oh, tie veinticinco o má.

—Una mentira más y nos ponemos en marcha.

—Tie dieciséi, jefe.

—¿Estuvo también con él?

—Sí señó. Una vé.

La cara de Ready estaba chorreante de sudor.

—Una vez. ¿Por qué solamente una vez?

—Ella s’asustó.

—¿Trataste de arreglar otro encuentro?

—No señó, jefe, ella no tenía necesidá. No le valía la pena.

—¿Qué estabas haciendo con él en el Dew Drop Inn?

—Taba buscando a una chiquita que conocía y me pidió que l’acompañara, esos to, jefe.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un mé, má o meno.

—Has dicho que no sabías adónde las llevaba después de que Reba le prohibiera venir.

—No lo sé, jefe, se lo juro por…

—Deja esa mierda lameculos. Reba dijo que le prohibió venir a su piso hace tres o cuatro meses.

—Sí señó, pero no dije que yo no l’hubiera visto desde entonces.

—¿Sabía Reba que le estabas viendo?

—Sólo le vi esa vé, jefe. Taba en el bar Alabama-Georgia y simplemente entró allí por casualidá.

Grave Digger señaló con la cabeza los tres coches extraños que estaban aparcados algo más adelante, frente a los Knickerbocker.

—¿Es su coche alguno de esos?

—¡Eso son carros averiaos! —el miedo dio paso al desdén en la voz de Ready—. No señó, tenía un coche de lujo, un gran Cadillac Coupe de Ville verde.

—¿Quién era la chica que él y tú estabais buscando?

—Yo no la’staba buscando: sólo l’acompañé a buscarla.

—Quién era, te he preguntado.

—No la conocía. Alguna zorrita que se movía por ese barrio.

—¿Cómo llegó a conocerla?

—Dijo qu’había azotao a una amiga suya una vé. Así fue cómo la conoció. Dijo qu’el novio de Sissie la había llevao con é.

—¡Sissie! Habías dicho que no sabías el nombre de ninguna de ellas.

—Lo había olvidao, jefe. No la trajo al piso de Reba. No sabía má d’ella que lo qu’él m’había contao.

—¿Qué te contó exactamente?

—Me contó qu’el novio de Sissie, un chico al que llaman Sheik, lo arregló con él a cambio de dinero. Después quiso que lo arreglara con la otra, pero Sheik no púo hacerlo.

—¿Cómo se llamaba la otra? ¿La que él y tú estabais buscando?

—Él la llamaba Sugartit. Era la amiga de Sissie. Las había visto juntas una vé bajando la Séptima Avenida, después d’habé azotao a Sissie.

—¿Dónde la encontrasteis?

—No la’ncontramos, se lo juro por…

—¿Tu chica las conoce?

—No l’he oío.

—Tu chica, ¿las conoce ella?

—¿A quién, jefe?

—A Sissie o a Sugartit.

—No señó. Mi chica’s una profesioná y ellas sól’unas zorritas. Recuerdo qu’él dijo una vé que tos estaban metíos en una banda de críos del barrio. Hablo de Sheik y las dos zorritas. Dijo que Sheik era’l jefe.

—¿Cómo se llama la banda?

—Dijo que s’hacían llamá los Musulmanes Molones. A él le parecía gracioso.

—¿Has escuchado las noticias esta noche en la radio?

—¿Quie decí lo de que se lo habían cargao? No señó, yo’staba escuchando el Twelve-Eighty Club. Reba me lo contó. Ella las estaba’scuchando. Eso fue justo antes de qu’usté llegara. Me lo’staba diciendo cuando sonó’l timbre. Dijo que s’habían cargao al gran griego en Lenox Avenue, y yo dije que qué importaba.

—Antes dijiste que mucha gente podría haberlo matado si hubieran sabido lo que hacía. ¿Quiénes?

—Me refería tan sólo a los papis d’esas chicas. Como’l de Sissie o algún otro. Él podría habé estao rondando por allí buscando a Sugartit otra vé y su papi podría habers’enterao de to d’alguna forma y habé estao allí’sperándolo, y haberle cascao cuando le vio bajá por la calle.

—¿Te refieres a acercársele por la espalda?

Estaba’n su coche, ¿no?

—¿Y qué tal los Musulmanes, la banda juvenil?

—¡¿Ellos?! ¿Por qué querrían hacerlo? Pa ellos él era dinero con patas.

—¿Quién es el padre de Sugartit?

—¿Quie decí su viejo?

—Quiero decir su padre.

—¿Cómo voy a sabé eso, jefe? Nunca había oío hablá d’ella antes de qu’él lo hiciera.

—¿Qué decía de ella?

—Simplemente quera su chica ideá.

—¿Dijo dónde vivía?

—No señó, sólo decía lo que digo que decía, jefe, lo juro por Dios.

—Apestas. ¿Por qué sudas tanto?

Solamente’stoy nervioso, eso’s to.

—Apestas a miedo. ¿De qué tienes miedo?

—Es naturá qu’esté asustao, jefe. Usté tie’se pistolón y se pone furioso con to’l mundo y no hace má que decí que me va a matá y to eso. Suficiente pa que cualquiera’sté asustao.

—Tienes miedo de algo más, de algo en concreto. ¿Qué te estás callando?

—No m’estoy callando na. L’he contao to lo que sé, se lo juro, jefe, se lo juro por to lo qu’es sagrao n’este verde mundo.

—Sé que estás mintiendo. Lo noto en tu voz. ¿Sobre qué me estás mintiendo?

No’stoy mintiendo, jefe. Que me parta un rayo si miento.

—Sabes quién es su padre, ¿no es así?

—No señó, jefe. Lo juro. L’he contao to lo que sé. Podría golpearme hasta hacerme pulpa la cabeza pero no podría decirle na má de lo que ya l’he dicho.

—Sabes quién es su padre y te da miedo decírmelo.

—No señó, lo juro…

—¿Es un político?

—Jefe, yo…

—¿Un jefazo de la lotería?

—Le juro, jefe…

—Cállate antes de que te rompa los malditos dientes.

Grave Digger apretó el pedal de arranque como si estuviera pisoteando la cabeza de Ready. El motor se encendió con un ronroneo. Pero no metió el embrague. Se quedó allí sentado, escuchando el suave ronroneo del motor en aquel pequeño coche negro indistinguible de cualquier otro y tratando de no perder los estribos.

Finalmente, dijo:

—Si descubro que me estás mintiendo voy a matarte como a un perro. No voy a dispararte, voy a romperte todos los huesos del cuerpo. Voy a tratar de averiguar quién mató a Galen porque es por lo que me pagan y lo que juré cuando acepté este trabajo. Pero si por mí fuera le daría una medalla y lincharía a todos y cada uno de los malnacidos como tú que andaba por ahí con Galen. Me has revuelto las tripas y eso es todo lo que puedo hacer en este momento para aguantarme las ganas de abrirte la cabeza.