10

La luz procedente de la calle rebasaba el borde de la azotea y creaba un muro lechoso en la oscuridad.

Más allá de la pared de luz, la azotea alquitranada estaba sumida en la penumbra.

El sargento surgió de la luminosa frontera como una tortuga cabeza de martillo que ascendiera desde las profundidades. Echó una ojeada y vio a Sonny dando golpes frenéticamente con una larga vara de bambú a una bandada de palomas dominadas por el pánico, y a Inky de pie totalmente quieto como si hubiera brotado del suelo alquitranado.

—Dios mío, ¡ahora sé por qué se dice que son negros como el alquitrán! —exclamó.

Agarrando la vara con ambas manos enguantadas como si le fuera la vida en ello, Sonny arponeaba impetuosamente a las palomas. Sus ojos estaban blancos cuando se giraron hacia el sargento de cara enrojecida. Su abrigo gastado se agitaba en el viento. Las palomas se lanzaban en picado, hacían quiebros en el aire y volaban en círculos oblicuos. Ladeaban sus cabezas mientras observaban los ejercicios gimnásticos de Sonny con ojos brillantes y llenos de temor.

Inky permanecía de pie como una silueta recortada en papel negro, mirando al infinito. El blanco de sus ojos relucía en la oscuridad.

El palomar era un cobertizo desvencijado de metro ochenta de alto aproximadamente, hecho con trozos de malla de alambre, mosquiteras de ventana desechadas y trapos viejos diversos clavados a un armazón de tablones carcomidos que se apoyaban sobre el muro bajo de ladrillos que separaba las azoteas. Tenía una lona alquitranada como techo y estaba equipado con perchas precarias para las aves, latas llenas de agua herrumbrosa y una cacerola oxidada a modo de comedero.

Policías blancos con uniformes azules formaban un semicírculo irregular delante de él, mirando atentamente a Sonny con un silencioso y desconcertado asombro.

El sargento trepó a la azotea, resoplando, y se detuvo durante un instante para secarse la frente.

—¿Qué está haciendo, vudú? —preguntó.

—Sólo es don Quijote pintado de negro y luchando contra un molino —bromeó el profesor.

—No tiene gracia —contestó el sargento—: me gusta don Quijote.

El profesor lo dejó estar.

—¿Es retrasado? —quiso saber el sargento.

—Eso si llega —dijo el profesor.

El sargento se abrió camino hasta el centro de la escena, pero una vez allí titubeó como si no supiera cómo empezar.

Sonny le miró por el rabillo del ojo y siguió agitando la vara. Inky miraba fijamente al infinito con silenciosa intensidad.

—Muy bien, muy bien, no sois tan guapos —comenzó el sargento—. ¿Cuál de vosotros es Caleb?

—Soy yo —contestó Sonny sin perder de vista a las palomas ni un momento.

—¿Qué demonios te crees que estás haciendo?

—Toy enseñando a volá a mis palomas.

Al sargento se le comenzaron a hinchar las mandíbulas.

—¿Intentas hacerte el gracioso?

—No señó, no quería decí que no supieran volá. Puen volá bien de día pero no saben hacerlo de noche.

El sargento miró al profesor.

—¿Las palomas no vuelan de noche?

—A mí que me registren —dijo el profesor.

—No señó, no a meno que las obligues —señaló Inky. Todos le miraron.

—Demonios, puede hablar —se asombró el profesor.

—De noche duermen —añadió Sonny.

—En sus perchas —matizó Inky.

—Nosotros también vamos a hacer que algunas palomas levanten el vuelo —dijo el sargento—: palomos con el pico largo.

—Si no lo hacen, acabarán en la sartén —añadió el profesor. El sargento se giró hacia Inky.

—¿Cómo te llaman, chico?

—Inky —respondió él—, pero mi nombre é Rufus Tree.

—Así que eres Inky —dijo el sargento.

—Los dos son negros como la tinta —comentó el profesor.

Los policías se echaron a reír[7].

El sargento sonrió tapándose la boca con la mano. Después se giró bruscamente hacia Sonny y gritó:

—¡Sonny! ¡Suelta esa vara!

Sonny se sobresaltó de forma violenta y golpeó a una paloma en el buche con el extremo de la vara, pero no la soltó. La paloma voló como loca hacia la luz y se alejó. Sonny la observó hasta que recuperó el control de sí mismo, luego se giró con lentitud hacia el sargento y le miró inocentemente con ojos blancos y muy abiertos.

¿M’habla a mí, jefe? —su negra cara estaba brillante de sudor.

—Sí, te estoy hablando a ti, Sonny.

—No me llaman Sonny, jefe; me llaman Cal.

—Te pareces a un chico llamado Sonny.

—Hay mucha gente que se llama Sonny, jefe.

—¿Por qué diste un bote si tu nombre no es Sonny? Te has llevado un susto tremendo.

—Casi to’l mundo saltaría si les gritara d’ese modo, jefe.

El sargento borró otra sonrisa con la mano.

—Le dijiste a tu abuela que ibas al centro a trabajar.

—Ella no quie qu’esté con las palomas de noche. Piensa que podría caerme de la azotea.

—¿Dónde has estado desde la cena?

—Justo aquí arriba, jefe.

—Sólo lleva aquí arriba desde hace una media hora —informó uno de los policías.

—No señó, llevo aquí to’l rato —le contradijo Sonny—. H’estao dentro’l palomá.

—Aquí no hay má palomos que nosotro, señó —soltó el profesor con socarronería.

—¿Miraste dentro del palomar? —le preguntó el sargento al policía.

El policía se ruborizó abochornado.

—No, no lo hice: no estaba buscando a un chiflado.

El sargento le echó un vistazo al palomar.

—Dios mío, chico, tus palomas llevan una vida dura —dijo. Después se volvió súbitamente hacia los demás policías y preguntó—: ¿Han registrado a estos niñatos?

—Le estábamos esperando a usted —contestó otro agente.

El sargento suspiró de manera teatral.

—Bien, ¿a quién esperan ahora?

Dos agentes se dirigieron hacia Inky con presteza; el profesor y un tercer policía se encargaron de Sonny.

—¡Suelta esa maldita vara! —le gritó el sargento a Sonny.

—No, deje que la sostenga —dijo el profesor—: así mantendrá las manos levantadas.

—¿Para qué demonios llevas ese abrigo tan grueso? —pinchó de nuevo el sargento a Sonny. Se sentía frustrado.

—Tengo frío —respondió Sonny. El sudor le resbalaba a chorros por la cara.

—Eso parece —dijo el sargento.

—Dios santo, este abrigo apesta —se quejó el profesor, registrando a Sonny con rapidez para alejarse cuanto antes.

—¿Nada? —preguntó el sargento cuando hubo acabado.

—Nada —confirmó el profesor. Con la prisa, no había reparado en hacer que Sonny soltara la vara y se quitara los guantes.

El sargento miró a los agentes que estaban registrando a Inky. Ellos menearon la cabeza en señal de negación.

—¿A qué está llegando Harlem? —se quejó el sargento—. Muy bien, niñatos, bajad las escaleras —ordenó.

—Tengo que meté a mis palomas dentro —indicó Sonny.

El sargento le miró.

Sonny apoyó la vara contra el palomar y comenzó a hacer movimientos. Inky abrió la puerta del palomar y también comenzó a hacer movimientos. Las palomas le lanzaron una mirada a la puerta abierta y empezaron a entrar a toda prisa.

—El metro de la IRT en Times Square —comentó el profesor.

Los policías se echaron a reír y pasaron a la siguiente azotea.

El sargento y el profesor siguieron a Inky y a Sonny a través de la ventana para entrar en la habitación de abajo.

Sissie y Sugartit habían vuelto a sentarse en la cama una al lado de la otra. Choo-Choo estaba sentado en la silla con respaldo. Sheik estaba de pie en el centro de la habitación, con aire desafiante. Los dos policías tenían apoyados sus traseros en el borde de la mesa, con aire aburrido.

Con la llegada de los otros cuatro, en la habitación no cabía un alma.

Todos miraron al sargento, a la espera de su siguiente movimiento.

—Traed aquí a la abuela —dijo.

El profesor fue por ella.

Le oyeron decir: «Abuela, te necesitan».

No hubo respuesta.

«¡Abuela!», le oyeron gritar.

—Está dormida —le dijo Sissie a voces— Cuando se duerme es difícil despertarla.

—No está dormida —contestó en voz alta el profesor con tono enfadado.

—Está bien, dejadla en paz —ordenó el sargento.

El profesor regresó, con la cara roja de la irritación.

—Estaba allí sentada mirándome sin decir una palabra —dijo.

—Se pone así —reveló Sissie—, simplemente se aísla del mundo o algo y deja de ver y oír nada.

—No me extraña que su nieto sea retrasado —soltó el profesor, lanzándole a Sonny una mirada maliciosa.

—Bien, ¿qué demonios vamos a hacer con ellos? —exclamó el sargento con tono de frustración.

Los policías no tenían ninguna sugerencia.

—Detengámoslos a todos —propuso el profesor.

El sargento le miró de forma reflexiva.

—Si nos llevamos a todos los niñatos de este bloque que se les parezcan, tendremos un millar de detenidos.

—Y qué —contestó el profesor—, no podemos permitirnos el riesgo de perder a Pickens por un centenar de morenitos.

—Bien, tal vez deberíamos —dijo el sargento.

—¿También vas a llevártela a ella? —interrumpió Sheik, señalando con la cabeza a Sugartit, en la cama—. Es la hija de Coffin Ed.

—¿Qué? ¿Qué hablas de Coffin Ed?

—Ella, Evelyn Johnson, es su hija —dijo Sheik sin alterarse.

Los policías giraron sus cabezas como si estuvieran sincronizadas y se la quedaron mirando. Nadie dijo nada.

—Pregúntela —le invitó Sheik.

La cara del sargento se puso de un rojo intenso.

Fue el profesor quien habló:

—¿Y bien, chica? ¿Eres la hija del detective Johnson?

Sugartit vaciló.

—Adelante, díselo —la instó Sheik.

El color rojo comenzó a subir por la parte posterior del cuello del sargento hasta cubrir sus orejas.

—No me gustas —le dijo a Sheik con voz constreñida.

Sheik le lanzó una mirada de indiferencia, empezó a decir algo y luego se mordió la lengua con fuerza.

—Sí, lo soy —reconoció finalmente Sugartit.

—Pronto podremos comprobarlo —afirmó el profesor, moviéndose hacia la ventana—. Su compañero y él deben de estar en los alrededores.

—No; Jones quizá sí, pero enviaron a Johnson a casa —informó el sargento.

—¿¡Qué!? ¿Suspendido? —preguntó sorprendido el profesor.

Sugartit les miraba asustada; Sheik sonreía de manera engreída; los demás permanecían impasibles.

—Sí, por matar al niñato de los Musulmanes.

—¿Por eso? —exclamó con indignación el profesor—. ¿Cuándo empezaron a sancionar a los policías por disparar en defensa propia?

—No culpo al jefe —dijo el sargento—. Se cubre las espaldas. El niñato era menor de edad y estoy seguro de que los periódicos se le echarán encima.

—De todos modos, Jones debería saber si es ella —señaló el profesor, tras lo cual salió a la escalera de incendios y les gritó a los policías de abajo.

No pudo conseguir que le entendieran, así que empezó a bajar.

El sargento le preguntó a Sugartit:

—¿Tienes algún documento identificativo?

Ella sacó un tarjetero rojo de cuero del bolsillo de su falda y se lo dio sin decir nada.

El tarjetero guardaba un carné identificativo de color negro con letras blancas que contenía su fotografía y una huella dactilar, similar al que llevan los policías. Se lo habían dado como recuerdo de su decimosexto cumpleaños, y estaba firmado por el jefe de Policía.

El sargento lo estudió durante un momento y se lo devolvió. Había visto otros similares, y su propia hija tenía uno.

—¿Sabe tu padre que estás aquí visitando a estos matones? —preguntó.

—Claro que sí —respondió Sugartit—, son amigos míos.

—Estás mintiendo —dijo cansado el sargento.

—Él no sabe que ella está aquí —terció Sissie.

—Sé perfectamente que no —añadió el sargento.

—Se supone que está visitándome a mí.

—Bueno, ¿sabe tu familia que estáis aquí?

Ella bajó la mirada.

—No.

—Eve y yo somos novios —dijo Sheik con una sonrisa de satisfacción.

El sargento se giró hacia él con el puño derecho levantado. Sheik se agachó automáticamente, cubriéndose con los brazos. El sargento le dio con un gancho de izquierda en el estómago, por debajo de su guardia, y, cuando Sheik la bajó, le lanzó un golpe cruzado con la derecha a un lado de la cara, impulsándolo en un giro tambaleante. Después, en mitad del giro, le dio una patada en un costado de la barriga y, al doblarse sobre sí mismo, el sargento le golpeó en la parte posterior del cuello con el grueso canto de su mano derecha. Sheik se estremeció como si lo hubieran decapitado, y se estrelló contra el suelo. El sargento apuntó con cuidado y le dio una patada entre las nalgas con todas sus fuerzas.

El profesor volvió justo a tiempo para ver cómo el sargento escupía sobre él.

—Eh, ¿qué le ha pasado? —preguntó mientras entraba a toda prisa por la ventana.

El sargento se quitó el sombrero y se pasó un manchado pañuelo blanco por la frente sudorosa.

—Le perdió la boca —dijo.

Sheik gemía débilmente aun estando inconsciente.

El profesor soltó una risita.

—Todavía intenta hablar. —Después añadió—: No han podido encontrar a Jones. El teniente Anderson dice que está trabajando en el caso desde otro ángulo.

—No importa, la chica tiene un carné identificativo —explicó el sargento. Luego preguntó—: ¿Está el jefe todavía ahí?

—Sí, todavía anda por ahí.

—Bueno, es su trabajo.

El profesor paseó su mirada por el silencioso grupo.

—¿Cuál es el veredicto?

—Pasemos a la siguiente casa —determinó el sargento—. Si sigo aquí para cuando este niñato recobre el reconocimiento, es probable que yo sea el próximo al que suspendan.

—¿Podemos salir ya del edificio? —preguntó Sissie.

—Vosotras dos podéis venir con nosotros —ofreció el sargento.

Sheik dio un gemido y rodó boca arriba.

—No podemos dejarle así —dijo ella.

El sargento se encogió de hombros. Los policías pasaron al cuarto contiguo. El sargento comenzó a seguirlos, después vaciló.

—Está bien, lo solucionaré —dijo.

Llevó a las chicas fuera, a la escalera de incendios, y llamó la atención de los agentes que vigilaban la entrada de abajo.

—¡Dejad pasar a estas dos chicas! —gritó.

Los policías miraron a las chicas, de pie bajo el brillo de los focos.

—Vale.

El sargento las siguió de regreso a la habitación.

—Si yo fuera vosotras me alejaría todo lo posible de este niñato, y rápido —aconsejó, empujando levemente a Sheik con la punta del pie—. Va derecho a tener problemas, problemas gordos.

Ninguna de las dos contestó.

El sargento siguió al profesor fuera del piso.

La abuela estaba sentada sin moverse en la mecedora donde la habían dejado, agarrada con fuerza a los brazos de la silla. Les miró fijamente con una feroz expresión de desaprobación en su viejo rostro arrugado y en sus ojos lechosos y turbios.

—Es nuestro trabajo, abuela —dijo el sargento en tono de disculpa.

Ella no contestó.

Los policías salieron avergonzados.

Atrás, en la habitación exterior, Sheik gimió y se incorporó.

Todos se movieron al unísono. Las chicas se alejaron de él. Sonny empezó a quitarse el pesado abrigo. Inky y Choo-Choo se inclinaron sobre Sheik y, cogiéndolo cada uno de un brazo, comenzaron a ayudarle a levantarse.

¿Cómo’stás, Sheik? —preguntó Choo-Choo.

Sheik parecía aturdido.

—Un polizonte no pue hacerme daño —dijo entre dientes con voz turbia, tambaleándose sobre las piernas.

—¿Te duele?

—No, no me duele —aseguró con una mueca de dolor. Luego miró a su alrededor con cara de tonto—. ¿S’han ío?

—Sí —dijo jubiloso Choo-Choo brincando con un paso de baile—. Les hemos ganao, Sheik. Se la hemos metió doblá.

Sheik recuperó de golpe su confianza.

—Te dije que lo íbamos a conseguí.

Sonny sonrió y juntó las manos en el aire en el saludo de los campeones.

M’hicieron sudá la gota gorda —confesó.

Una expresión triunfal cargada de locura deformó el rostro chato y pecoso de Sheik.

Soy’l Jeque[8], colega —dijo. Sus ojos amarillos estaban recuperando su ferocidad.

Sissie le miró y dijo con aprensión:

—Sugartit y yo tenemos que irnos. Sólo estábamos esperando a ver si estabais todos bien.

N’os podéis ir ahora, tenemos que celebrarlo —declaró Sheik.

—No tenemos na con qué celebrá —se lamentó Choo-Choo.

—Vaya que no —le contradijo Sheik—. Los polis no son tan listos. Sube a l’azotea y coge la vara.

—¿Quién, yo, Sheik?

—Entonces Sonny.

—¡Yo! —exclamó Sonny—. Ya tenío bastante d’esa azotea.

—Ve —mandó Sheik—, ahora eres un Musulmán y te l’ordeno n’el nombre d’Alá.

—Alabemos a Alá —añadió Choo-Choo.

—No quiero ser un Musulmán —se quejó Sonny.

—Vale, entonces sigues siendo nuestro prisionero —decretó Sheik—. Inky, ve tú a por la vara. Tie cinco canutos escondíos en la punta.

—Demonios, iré yo —se ofreció Choo-Choo.

—No, deja que vaya Inky, ha’stao antes arriba y no les parecerá raro.

Cuando Inky se fue a por la vara, Sheik le dijo a Choo-Choo:

—Nuestro prisionero se’stá poniendo chulo ahora que l’hemos salvao de la pasma.

—No m’estoy poniendo chulo —declaró Sonny—. Sólo quiero salí d’aquí cuanto antes y quitarme’stas esposas sin tené qu’hacerme un Musulmán.

—Sabes demasiao pa que te dejemos ir ahora —dijo Sheik, intercambiando una mirada con Choo-Choo.

Inky regresó con la vara y, tras quitar el tapón de su extremo, la sacudió hasta que cayeron cinco cigarrillos sobre la mesa.

—¡Menúo banquete! —exlamó Choo-Choo. Agarró uno, rompió la punta con el pulgar y lo encendió.

Sheik encendió otro.

—Coge uno, Inky —dijo.

Inky cogió uno.

Todos se pusieron sus gafas ahumadas.

—Si fumáis aquí, la abuela lo va a oler —advirtió Sissie.

—Se piensa que son cigarrillos de cubeba. —Choo-Choo se puso a imitar a la abuela—: «A vé niño si dejái de fumá la cubeba esa porqu’hace qu’a una le dé vueltas la cabeza».

Sheik y él se doblaron de la risa.

El cuarto hedía con aquel humo acre.

Sugartit cogió un canuto, se sentó en la cama y lo encendió.

—Vamos, nena, desnúdate —la animó Sheik—. Celebra la cagá de tu viejo quitándote algo.

Sugartit se puso de pie, se bajó la cremallera de la falda y empezó a ejecutar lentamente un número de striptease.

Sissie la agarró de los brazos.

—Deja de hacer eso —dijo—. Deberías volver a casa antes de que tu viejo llegue primero y se ponga a buscarte.

En un repentino ataque de furia, Sheik apartó las manos de Sissie de Sugartit y la tiró sobre la cama.

Déjala’n paz —vociferó Sheik—, va a divertí al Jeque.

—Si Coffin Ed es realmente su viejo, deberías dejá que se fuera a casa —aconsejó Sonny con seriedad—. Te’stás buscando problemas por andá con su familia.

Choo-Choo, ve a la cocina y coge la cuerda de tendé de l’abuela —ordenó Sheik.

Choo-Choo salió de la habitación con una sonrisa.

Cuando vio que la abuela lo estaba mirando fijamente con un feroz gesto de desaprobación, Choo-Choo dijo en tono culpable:

—Tú no m’hagas caso, abuela. —Empezó a hacer payasadas.

Ella no respondió.

Fue de puntillas hasta el armario en una exagerada pantomima y sacó su rollo de cordel para tender.

—Sólo quiero tendé la colá —aseguró.

Ella siguió sin responder.

Él se acercó de puntillas a la mecedora y pasó lentamente la mano por delante de su cara. Ella no movió una pestaña. La sonrisa de Choo-Choo se agrandó. De vuelta en la habitación exterior, dijo:

—L’abuela s’ha quedao frita con los ojos abiertos como platos.

—Déjala con los angelitos —dijo Sheik, mientras cogía el rollo de cordel y empezaba a desenrollarlo.

—¿Qué vas a hacé con eso? —preguntó Sonny lleno de temor.

Sheik hizo un lazo con un nudo corredizo en un extremo.

—Vamos a jugá a los vaqueros —contestó—. Mira.

De repente, arrojó el lazo sobre la cabeza de Sonny y tiró del cordel con todas sus fuerzas. El lazo se tensó en torno a su cuello y lo hizo caer al suelo con una sacudida.

Sissie corrió hacia Sheik e intentó quitarle el cordel de las manos a tirones.

—Lo estás ahogando —le acusó.

Sheik le propinó un manotazo de revés, mandándola al suelo.

—Ya pues aflojá un poco —indicó Choo-Choo—: lo tenemos.

—Ahora te voy a’nseñá cómo hay qu’atá a un hijoputa pa meterlo n’un saco —dijo Sheik.