—Sube —dijo Grave Digger.
Ella se remangó la falda de su vestido de noche, sujetó con firmeza su abrigo negro y posó con cuidado sus enormes posaderas en el asiento normalmente ocupado por Coffin Ed.
Grave Digger rodeó el coche hasta el otro lado, se sentó agarrándose al volante y esperó.
—¿Realmente tengo qu’acompañarte, encanto? —dijo la mujer en tono persuasivo—. También puedo simplemente decirte onde’stá.
—Estoy esperando a que lo hagas.
—Bien, ¿por qué no lo dijiste antes? Está en los apartamentos Knickerbocker de la calle 45: en los viejos Knickerbocker, quiero decí. Está en la sexta planta, 669.
—¿Quién es? —preguntó Grave Digger, sondeando un poco.
—¿Que quién é? Una madama, esos’to.
—No me refiero a eso.
—Oh, sé a qué te refiés. Te refiés a quién é. ¿Quies decí que no sabes quién é Reba, Digger? —trató de sonar jocosa pero no lo consiguió—. Es la madama que solía pasarle chicas al viejo capitán Murphy antes de que l’enchironaran por aceptá tos esos sobornos. Salió’n tos los periódicos.
—Eso fue hace diez años y entonces la llamaban Sheba —dijo él.
—Sí, es verdá, pero se cambió’l nombre después de meterse n’aqué último lío del tiroteo. Ties qu’acordarte d’eso. Pilló al negro con alguna zorrita y l’hizo saltá en cueros por la ventana del tercer piso. Eso no habría sío mu malo, pero l’atravesó la cabeza d’un tiro mientras caía. Eso fue cuando vivía n’el valle. Desde’ntonces s’ha venío aquí arriba a la colina. Claro que nadie s’enteró salvo su marío, y no puso’l pie’n la carce. Pero Reba siempre ha tenío suerte n’ese sentío.
Grave Digger probó suerte.
—¿Por qué dispararía nadie a Galen?
Ella se puso rígida de cautela.
—¿Quién?
—Sabes puñeteramente bien quién era. Es el hombre al que dispararon esta noche.
—No señó, no sé na sobre’se caballero. No sé por qué querría nadie pegarl’un tiro.
—Resultáis un verdadero incordio cada vez que se os hace una pregunta, con todas esas evasivas y excusas. Es como si lo llevarais en la sangre.
—M’estás preguntando algo de lo que no sé na.
—Muy bien, sal del coche.
Salió más rápido de lo que entró.
Condujo colina abajo por Saint Nicholas Avenue y volvió a subirla al girar en la calle 145 en dirección a Convent Avenue.
En la esquina a mano izquierda, junto a un nuevo edificio de apartamentos de catorce plantas construido por una compañía blanca de seguros, estaba el bar Brown Bomber; enfrente de él estaba el Big Crip’s; en la esquina a mano derecha, la droguería Cohen’s con su enrejado escaparate atestado de planchas eléctricas para alisar el cabello, crema para el pelo Hi-Life, crema blanqueadora Black and White, tónicos para la sangre SSS y 666, almohadillas para callos Dr. Scholl, gorros de nailon de señora y caballero con cintas de sujeción a la barbilla para aplastar el pelo durante el sueño, un cuenco de piedra azul beneficioso contra los piojos del cuerpo, latas de alcohol Sterno útiles para calentar o beber, postales de Halloween y todos los utensilios esmaltados más novedosos para la higiene; enfrente de ella estaba la charcutería Zazully’s con un anuncio en letras blancas sobre el escaparate de vidrio: Tenemos menudos de cerdo congelados y otras exquisiteces difíciles de encontrar.
Grave Digger aparcó delante de una gran casa de madera amarilla con la pintura desconchada que había sido convertida en oficinas, salió del coche y caminó hasta la puerta de un edificio contiguo de seis plantas de ladrillos deteriorados que tenía que haber sido demolido hacía tiempo.
Delante de él había tres coches aparcados junto al bordillo: dos con matrícula del norte del estado de Nueva York y el otro con una de Manhattan central.
Empujó una puerta agrietada bajo el arco de un bloque de hormigón en el que estaba grabada en relieve la palabra KNICKER-BOCKER.
Un viejo canoso con una cara oscura salpicada de manchas estaba sentado en una silla justo al otro lado de la puerta, que daba a un pasillo apenas iluminado. Retiró cautelosamente unos pies nudosos embutidos en zapatillas de fieltro y examinó a Grave Digger con ojos apagados y hastiados.
—Buenas —dijo.
Grave Digger le lanzó una mirada.
—Buenas noches.
—Cuarto piso a la derecha. Número 421 —le informó el viejo.
Grave Digger se detuvo.
—¿Es el de Reba?
—No quies el de Reba. Quies el de Topsy. Ese’s el 421.
—¿Qué ocurre en el de Topsy?
—Lo de siempre. Ahí’s onde hay problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Sólo problemas en generá. Peleas y cuchillás.
—No estoy buscando problemas. Estoy buscando a Reba.
—Eres el jefe, ¿verdá?
—Sí, soy el jefe.
—‘Tonces quies el 421. Soy’l portero.
—Si eres el portero entonces conocerás al señor Galen.
Un velo de secretismo cubrió el rostro del viejo.
—¿Quién é?
—Es el griego grande que visita a Reba.
—No conozco a ningún griego, jefe. Aquí no vien blancos. Sólo gente de coló. Los encontrarás a tos en el piso de Topsy.
—Lo han matado esta noche en Lenox.
—¿Ah, sí?
Grave Digger empezó a caminar.
El viejo le dijo en voz alta:
—M’imagino que te preguntarás por qué ponemo números grandes en las puertas.
Grave Digger se detuvo.
—Muy bien, ¿por qué?
—Porque s’oyen bien —se carcajeó el viejo.
Grave Digger ascendió cinco inestables tramos de escaleras de madera y llamó con los nudillos a una puerta pintada de rojo que tenía una mirilla redonda de vidrio en el entrepaño superior.
Tras unos momentos, una voz profunda de mujer preguntó:
—¿Quién es?
—Soy Digger.
Se oyeron chasquidos de pestillos y el crujir de la puerta cuando esta se abrió unos pocos centímetros con la cadena puesta. Una silueta grande y oscura apareció en el hueco de la puerta, perfilada por una luz azul que venía de detrás.
—No te había reconocido, Digger —dijo una voz grave y agradable—. El sombrero te tapa la cara. Hacía tiempo que no nos veíamos.
—Quita la cadena, Reba, antes de que arranque la puerta a tiros.
Una risa profunda hizo de acompañamiento al repiqueteo de la cadena, y la puerta se abrió hacia dentro.
—El mismo Digger de siempre, dispara primero y pregunta después. Pasa: aquí todos somos amigos de color.
Entró en un vestíbulo alfombrado e iluminado con luz azul que apestaba a incienso.
—¿Estás segura?
Ella se rio de nuevo mientras cerraba la puerta y echaba los pestillos.
—Esos no son amigos, son clientes. —Después se giró hacia él con aire tranquilo—. ¿Qué te preocupa, cariño?
Ella igualaba su metro ochenta y ocho, y tenía el cabello blanco como la nieve y corto como el de un hombre, peinado hacia atrás desde la frente. Tenía los labios pintados de un rojo clavel y las pestañas en plata, pero su suave y tersa piel azabache estaba intacta. Llevaba un vestido de noche de lentejuelas negras con una rosa roja en la uve que formaban sus descomunales pechos, de un tono café más claro que su cara. Parecía la última de las amazonas, con la piel oscurecida por el tiempo.
—¿Dónde podemos hablar? —preguntó Grave Digger—. No quiero molestar.
—No molestas, cariño —dijo ella, abriendo la primera puerta a la derecha—. Pasa a la cocina.
Puso encima de la mesa una botella de burbon y un sifón al lado de dos vasos largos, y se sentó en una silla de cocina.
—Di cuándo —dijo mientras comenzaba a servirle.
—Así está bien —indicó Grave Digger, empujando su sombrero hacia atrás y plantando un pie en la silla más cercana.
Ella paró de servir y puso la botella en la mesa.
—Sírvete tú —pidió él.
—Ya no bebo —contestó ella—. Lo dejé después de matar a Sam.
Él cruzó los brazos sobre su rodilla levantada y se inclinó hacia delante, apoyándose en ellos mientras la miraba.
—Solías llevar un rosario —dijo él.
Ella sonrió, revelando coronas de oro en sus incisivos exteriores.
—Cuando encontré la verdadera religión también dejé eso —explicó ella.
—¿Qué religión encontraste?
—Tan sólo la fe, Digger, sólo el espíritu.
—¿Te permite llevar este antro?
—Por qué no. Es natural, como comer. No hay nada en mi fe contra comer. Tan sólo hago que se sientan cómodos y les cobro por ello.
—Mejor búscate un nuevo relaciones públicas: el que hay escaleras abajo es un zoquete.
La risa grave y potente de Reba sonó de nuevo.
—No trabaja para nosotros: lo hace por su cuenta.
—No te pongas las cosas difíciles —dijo él—. Esto puede ser fácil para los dos.
Ella le miró con tranquilidad.
—No le tengo miedo a nada.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Galen?
—¿El gran griego? Hace ya un tiempo, Digger. Tres o cuatro meses. Ya no viene por aquí.
—¿Por qué?
—No le dejo.
—¿Cómo es eso?
—Madura, Digger. Esto es un burdel. Si no dejo entrar aquí a un putero blanco con dinero debo tener buenas razones. Y si quiero conservar a mis otros clientes blancos sería mejor que no dijera cuáles son. No puedes cerrar mi negocio y no puedes hacerme hablar, así que ¿por qué no lo dejas estar?
—Mataron al griego de un tiro esta noche en Lenox.
—Lo acabo de escuchar en la radio —admitió ella.
—Estoy tratando de averiguar quién lo hizo.
Ella le lanzó una mirada de sorpresa.
—En la radio dijeron que se sabía quién era el asesino. Un tal Sonny Pickens. Dijeron que una banda juvenil llamada los Musulmanes no sé qué lo había secuestrado.
—Él no lo hizo. Por eso estoy aquí.
—Bueno, si él no lo hizo, lo tienes crudo —dijo ella—. Desearía poder ayudarte pero no puedo.
—Tal vez no —respondió él—. Tal vez sí.
Ella enarcó ligeramente las cejas.
—Por cierto, ¿dónde está tu compañero, Coffin Ed? La radio dijo que disparó a un miembro de la banda.
—Sí, lo han suspendido.
Ella se quedó inmóvil, como un animal alerta ante el peligro.
—No lo pagues conmigo, Digger.
—Sólo quiero saber por qué le dijiste al griego que no viniera más.
Ella le miró fijamente a los ojos. Reba tenía los ojos marrones oscuros, con largas pestañas negras y un fondo blanco inmaculado.
—Te dejaré hablar con Ready. Él lo sabe.
—¿Está ahora aquí?
—Tiene una pequeña zorrita aquí de la que no puede separarse ni cinco minutos. Voy a echarlos pronto a los dos. Lo habría hecho antes, pero ella les gusta a mis clientes.
—¿Era el griego cliente suyo?
Ella se puso en pie despacio, dando un ligero suspiro a causa del esfuerzo.
—Haré que salga.
—Tráelo para acá.
—Está bien. Pero llévatelo, Digger. No quiero que hable aquí. No quiero más problemas. He tenido problemas durante toda mi vida.
—Me lo llevaré —prometió él.
Ella salió afuera y Grave Digger oyó un discreto abrir y cerrar de puertas, y luego la voz profunda y contenida de Reba que decía: «¿Cómo lo voy a saber? Dijo que era un amigo».
Un hombre alto con la piel de un tono negro sucio y picada por la viruela entró en la cocina. Una vieja cicatriz de navaja trazaba un surco púrpura desde el lóbulo de su oreja hasta la punta de su barbilla. Tenía un ojo estrábico, y el otro era marrón rojizo. Llevaba el ralo cabello alisado y pegado a una cabeza con forma de cacahuete. Vestía un llamativo traje color canela claro. El cristal relucía en dos anillos chapados en oro. Sus puntiagudos zapatos color canela estaban lustrosos como espejos.
Al ver a Grave Digger se paró en seco y se giró hacia Reba con una mirada asesina.
—Me dijiste qu’era un amigo —acusó con voz ronca.
Ella no dejó que eso la preocupara. Le empujó al interior de la cocina y cerró la puerta.
—Bueno, ¿y no lo es?
—¿Qué’s esto, alguna clase de trampa? —gritó él.
Grave Digger soltó una risita al ver la expresión ultrajada de su cara.
—¿Cómo puede un figurín tan feo como tú ser un chulo? —preguntó.
—Vas a conseguí que mente a tu madre —dijo Ready, metiendo su mano derecha en el bolsillo del pantalón.
Moviendo únicamente el brazo, Grave Digger le dio un golpe de revés en el plexo solar, dejándole sin aliento, y después pivotó sobre su pie izquierdo para continuar con un derechazo cruzado al mismo punto, levantando la rodilla en el mismo movimiento y hundiéndola en el vientre de Ready justo cuando el delgado cuerpo del chulo iba a lanzar un navajazo hacia delante. La boca de pez de Ready espurreó saliva, y sus ojos ya habían perdido el sentido cuando Grave Digger lo agarró de la parte posterior del cuello de su abrigo, tiró de él para ponerlo derecho y comenzó a abofetearle en la cara con la mano abierta.
Reba le cogió del brazo, diciendo:
—Aquí no, Digger, te lo ruego: no le hagas sangrar. Dijiste que te lo llevarías fuera.
—Ahora me lo llevo afuera —respondió él con voz apagada, sacudiéndose su mano de encima.
—Entonces acaba con él sin hacerle sangrar: no quiero que nadie entre aquí y se encuentre sangre en el suelo.
Grave Digger soltó un gruñido y se calmó un poco. Sostuvo a Ready contra la pared, manteniéndole erguido sobre sus piernas de goma con una mano mientras con la otra cogía la navaja y lo registraba con rapidez.
El ojo bueno de Ready recuperó la consciencia y Grave Digger dio un paso atrás y dijo:
—Está bien, chico, vayámonos sin armar jaleo.
Ready empezó a hacer movimientos nerviosos sin mirarle, arreglándose el abrigo y la corbata, y después pescó un peine grasiento de su bolsillo y se lo pasó por su desgreñada cabeza. Estaba encorvado por el dolor y respiraba dando jadeos. Una espumilla blanca se había acumulado en las comisuras de su boca.
Finalmente masculló:
—No pues sacarme d’aquí sin una orden.
—Vete con el hombre y calla —intervino Reba rápidamente.
Él le lanzó una mirada suplicante.
—¿Vas a dejá que me saque d’aquí?
—Si no lo hace, voy a echarte fuera yo misma —aseguró ella—. Aquí no quiero gritos y chillidos que asusten a mis clientes.
—Esta me la vas a pagá —amenazó Ready.
—No me amenaces, negro —contestó ella de forma peligrosa—, y no vuelvas a poner un pie en mi puerta.
—Vale, Reba, esa’s la gota que colma’l vaso —dijo lentamente Ready—. Sois má que yo —le lanzó una última mirada cargada de resentimiento y se giró para irse.
Reba fue hasta la puerta y la abrió para que salieran.
—Espero obtener lo que quiero —dijo Grave Digger—. Si no, volveré.
—Si no lo consigues es culpa tuya —se despidió ella.
Grave Digger hizo marchar a Ready delante de él al bajar por las inestables escaleras.
El viejo alzó la vista con sorpresa desde su maltrecha silla roja.
—Has cogío al negro equivocao —dijo—. No s’él quien causa los problemas.
—¿Quién es? —preguntó Grave Digger.
—Es Cocky. S’él quien siempre saca’l pincho.
Grave Digger se guardó la información para un futuro.
—Me quedaré con este, ya que es el que tengo —dijo.
—Chorrás —soltó el hombre con disgusto—. Nos más qu’un chuloputas de tres al cuarto.