El sargento llamó a la puerta. Estaba flanqueado por dos agentes de uniforme y un cabo.
Otro grupo de búsqueda dirigido por otro sargento se encontraba en la puerta del lado contrario del vestíbulo.
Otros policías estaban batiendo todos los pasillos empezando desde la planta baja y acordonando el área que habían cubierto.
—Adelante —dijo la abuela en voz alta y quejumbrosa—, la puerta no’stá cerrá. —Mordió la boquilla de su pipa de mazorca con sus encías sin dientes.
El sargento y su grupo entraron en la pequeña cocina. En la habitación no cabía un alfiler.
Al ver a la ancianísima mujer zurciendo atareada de forma inocente, el sargento hizo un amago de quitarse la gorra, luego recordó que estaba de servicio y se la dejó puesta.
—¿No cierra usted la puerta, abuela? —observó.
La abuela miró a los policías por encima de la montura de sus viejas gafas y sus dedos ancianos se relajaron sobre el huevo de zurcir.
—No señó, no tengo na que puea robá nadie ni nadie quie ningun’otra cosa d’una anciana como yo.
Los pequeños y brillantes ojos azules del sargento recorrieron la cocina.
—Mantiene este lugar tremendamente limpio, abuela —señaló sorprendido.
—Sí señó, limpiá no mata a nadie, y mi antigua señorita siempre solía decí que la limpieza’s lo primal.
Sus ancianos ojos lechosos guardaban aterrados una pregunta que no podía formular, y su cuerpo viejo y flaco empezó a temblar.
—Querrá decir lo primero —dijo el sargento.
—No señó, quiero decí primal: sé lo qu’ella decía.
—Quiere decir que la limpieza es lo primordial —interrumpió el cabo.
—Ya salió el profesor —dijo uno de los agentes.
La abuela arrugó los labios.
—Yo sé lo que decía mi señorita: primal, decía.
—¿Vivió usted la esclavitud? —preguntó el sargento como si la idea le hubiera asaltado súbitamente.
Los otros la observaron con repentino interés.
—No sé mu bié, señó. Pero imagino que sí.
—¿Qué edad tiene?
Sus labios se movieron sin emitir sonido alguno: parecía estar intentando recordar.
—Debe tener por lo menos cien —dijo el profesor.
Ella no podía parar de temblar y poco a poco la cosa fue a peor.
—¿Qué’s lo qu’ustés policías blancos quien de mí, señó? —preguntó finalmente.
El sargento se percató de que estaba temblando y dijo de modo tranquilizador:
—No vamos detrás de usted, abuela: estamos buscando a un detenido huido y a unos pandilleros adolescentes.
—¡Pandilleros!
Las gafas le resbalaron por la nariz y las manos le temblaban como si tuviera parálisis cerebral.
—Pertenecen a una banda del barrio que se hace llamar los Musulmanes Molones.
Pasó de estar aterrorizada a escandalizada.
—Aquí no somo infiele, señó —dijo indignada—. Somo cristianos temerosos de Dió.
Los policías se rieron.
—No son auténticos musulmanes —aclaró el sargento—. Sólo se hacen llamar así. Uno de ellos, de nombre Sonny Pickens, es mayor que el resto. Mató a un hombre blanco afuera en la calle.
El huevo de zurcir cayó de los dedos flácidos de la abuela sin que ella lo advirtiera. La pipa de mazorca se bamboleaba en su boca apretada; el profesor la miraba con una fascinación morbosa.
—¡Un hombre blanco! ¡Dió bendito! —exclamó con voz trémula—. ¿A qué’stá llegando’ste terrible mundo?
—Nadie lo sabe —respondió el sargento, cambiando después bruscamente de talante—: Bien, vayamos al grano, abuela. ¿Cómo se llama?
—Bowee, señó, pero to’l mundo me llama abuela.
—Bowee. ¿Cómo escribe eso, abuela?
—No sé mu bié, señó. Vie del picúo del algodonero[4]. Mi antigua señorita me lo puso. Decían que’l picúo hizo mucho daño’l año que nací.
—Y qué hay de su marido, ¿no tenía apellido?
—Nunca tenío marío, señó. Sólo a quien estuviera a mi lao.
—¿Tiene algún hijo?
—Por Dios, Sargento —intervino el profesor—. El más joven de sus hijos tendría sesenta años.
Los dos agentes se rieron; el sargento se puso colorado de vergüenza.
—¿Quién vive aquí con usted, abuela? —continuó el sargento.
Su figura huesuda se puso rígida bajo su largo vestido descolorido. La pipa de mazorca se le cayó en el regazo y rodó inadvertida hasta el suelo.
—Sólo mi nieto Caleb y yo, señó —dijo con voz forzada—. Y l’alquilo un cuarto a dos chicos trabajadore, pero son buenos chicos y nunca molestan a nadie.
Los policías sintieron una repentina curiosidad.
—Bueno, abuela, este nieto suyo, Caleb… —comenzó sutilmente el sargento.
—Podría ser mi bisnieto, señó —interrumpió ella.
Él frunció el entrecejo.
—Estupendo, su bisnieto, entonces. ¿Dónde está ahora?
—¿Quie decí justo ahora?
—Sí, abuela, justo en este momento.
—Ta trabajando en una bolera n’el centro, señó.
—¿Cuánto lleva en el trabajo?
—Se fue justo después de la cena, señó. Normalmente cenamos a las sei en punto.
—¿Y es un trabajo fijo este de la bolera?
—No señó, es sólo por esta noche, señó. Va a la’scuela… no recuerdo mu bié el número de su nuevo colegio público.
—¿Dónde está esa bolera en la que está trabajando esta noche?
—No sé, señó. Supongo que tendrá que preguntárselo a Samson. S’uno de mis inquilinos.
—Samson, vale —el sargento lo guardó en su memoria—. Y no ha visto a Caleb desde la cena… ¿pongamos, sobre las siete?
—No sé qu’hora era pero fue justo despué de cená.
—Y cuando salió de aquí, ¿se fue directamente al trabajo?
—Sí señó, le encontrará justo allí’n su trabajo. S’un buen chico y siempre hace caso de lo que le digo.
—Y sus inquilinos, ¿dónde están?
—Están en su habitación, señó. Está’n la parte d’alante. Tien visita.
—¿Visita?
—Muchachas.
—¡Oh! —Después les dijo a sus ayudantes—: Vamos.
Atravesaron la habitación central como sabuesos que siguieran un rastro reciente. El sargento tanteó el pomo de la puerta de la habitación exterior sin llamar, la encontró cerrada y la aporreó con irritación.
—¿Quién es? —preguntó Sheik.
—La Policía.
Sheik abrió la puerta. Los policías entraron apresuradamente. Los ojos de Sheik relucían.
—¿Para qué demonios tienes cerrada la puerta? —preguntó el sargento.
—No queríamos que nos molestaran.
Cuatro pares de ojos inspeccionaron rápidamente la habitación.
Dos adolescentes de color estaban sentadas en la cama una al lado de otra, hojeando una revista para gente de color. Otro joven estaba de pie observando el alboroto de la calle a través de la ventana abierta.
—¿A quién demonios te crees que estás engañando con esta farsa? —rugió el sargento.
—A ti no, genio —contestó Sheik con displicencia.
La mano del sargento salió disparada como un látigo, pasando a escasos centímetros de los ojos de Sheik.
Sheik dio un brinco hacia atrás como si se hubiera escaldado.
—Colocado hasta las cejas —dijo el sargento, recorriendo la habitación minuciosamente con la mirada. Sus ojos tropezaron con el paquete de Camels a medio fumar de Choo-Choo que estaba encima de la mesa—. Tira esos cigarrillos —ordenó a un policía, observando la reacción de Sheik—. Déjalo —añadió—, el cabrón se ha deshecho de ellos.
Acorraló a Sheik como un boxeador y puso su cara roja y sudorosa a pocos centímetros de la de él. Sus venosos ojos azules taladraron los ojos pálidos y amarillentos del chico.
—¿Dónde está ese disfraz de á-rabe? —preguntó con tono amenazador.
—¿Qué disfrá d’árabe? ¿Le parezco un á-rabe?
—A mí me pareces un niñato de pacotilla. Tienes los ojos de un chucho amarillento.
—Usté tampoco tie unos ojos pa un concurso de belleza.
—No me contestes así, niñato, o te romperé los dientes.
—Yo también podría romperle los dientes si tuviera un uniforme de sargento y a tres polizontes enormes conmigo.
Los policías le miraron fijamente con rostros indescifrables.
—¿Cómo te llaman: Mohammed o Nasser?
—Me llaman por mi nombre: Samson.
—¿Samson qué?
—Samson Hyers.
—No me cuentes gilipolleces: sabemos que eres uno de esos Musulmanes.
—No soy musulmán: soy un caníbal.
—Oh, así que te crees un gracioso.
—Es usté’l qu’hace preguntas graciosas.
—¿Cómo se llama ese otro niñato?
—Pregúnteselo a él.
El sargento lo abofeteó con tanta fuerza que sonó como un disparo del calibre 22.
Sheik se tambaleó hacia atrás por el impacto de la bofetada, pero se mantuvo en pie. La sangre oscureció su cara hasta que se puso del color del hígado de la ternera; la marca de la mano del sargento resplandecía con un rojo purpúreo. Sus pálidos ojos amarillentos parecían los de un puma rabioso. Pero sus labios no se abrieron.
—Cuando te haga una pregunta quiero que la respondas —le dijo el sargento.
No respondió.
—¿Me has oído?
Siguió sin responder.
El sargento se cernió amenazadoramente sobre él con ambos puños levantados como hachas de carnicero.
—Quiero una respuesta.
—Sí, ya l’oí —masculló Sheik con hosquedad.
—Cachéalo —ordenó el sargento al profesor, dirigiéndose después hacia los otros dos policías—: Price y tú empezad a registrar esta habitación.
El profesor se puso a trabajar con Sheik de manera metódica, como si estuviera buscando piojos, mientras los otros dos policías comenzaban a tirar cajones de la cómoda encima de la mesa.
El sargento se alejó de ellos y volvió su atención hacia Choo-Choo.
—¿Qué clase de Musulmán eres tú?
Choo-Choo empezó a sonreír y a encogerse como el esclavo más servil del mundo.
—No soy musulmá, jefe, soy un pecadó vulgá.
—Supongo que tu nombre es Dalila[5].
—Je, je, no señó, jefe, pero’s usté mu amable. Es Justice Broome.
Los tres policías levantaron la mirada y esbozaron sonrisas sarcásticas[6], y el sargento tuvo que apretar los dientes para evitar que se le escapara una a él también.
—¿Conoces a esos Musulmanes?
—¿Qué musulmane, jefe?
—Los Musulmanes de Harlem que se mueven por este barrio.
—No señó, jefe, no conozco a ningún musulmá en Harlem.
—¿Te crees que he nacido ayer? Son una banda del barrio. Todo hijo de puta negro en este barrio sabe quiénes son.
—To’l mundo excepto yo, jefe.
La palma de la mano del sargento voló y alcanzó de forma imprevista a Choo-Choo en toda la boca mientras aún la tenía abierta en una sonrisa. Su cuerpo bajo y rechoncho no se movió del sitio, pero sus ojos se pusieron blancos. Escupió sangre al suelo.
—Jefe, por favo, tenga cuidao con mi jeta: la tengo sensible.
—Empiezo a estar puñeteramente cansado de vuestras mentiras.
—Jefe, lo juro por Dió, si supiera cualquié cosa d’esos Musulmane usté sería’l primero al que se lo contaría.
—¿A qué te dedicas?
—Trabajo, jefe, sí señó.
—¿Haciendo qué?
—Ayúo.
—¿Ayudas en qué? ¿Quieres perder algunos de tus blancos dientes?
—Ayúo a un hombre que recoge apuestas de lotería.
—¿Cuál es su nombre?
—¿Su nombre?
El sargento levantó los puños.
—Oh, se refié a su nombre, jefe. Es Four-Four Row.
—¿Llamas a eso un nombre?
—Sí señó, así’s como le llaman.
—¿A qué se dedica tu amigo?
—A lo mismo —dijo Sheik.
El sargento se volvió hacia Sheik.
—Tú cállate; cuando te quiera te llamaré. —Luego le dijo al profesor—: ¿No puedes mantener callado a ese niñato?
El profesor desenganchó su porra.
—Haré que enmudezca.
—No quiero que lo dejes mudo, sólo que lo mantengas callado. Tengo algunas preguntas más para él. —Después se giró hacia Choo-Choo—: ¿Cuándo trabajáis, niñatos?
—Por la mañana, jefe. Tenemo qu’entregá los boletos a mediodía.
—¿Qué hacéis el resto del día?
—Andá por ahí y pagá a los ganadores.
—¿Y si no hay ganadores?
—Sólo andá por ahí.
—¿Por dónde hacéis la ronda?
—Por esta zona.
—Maldita sea, ¿me estás diciendo que recogéis apuestas en este barrio y no sabéis nada acerca de los Musulmanes?
—Se lo juro sobre la tumba de mi madre, jefe; nunca he oío habla de musulmane por aquí. No deben está n’este barrio, jefe.
—¿A qué hora salisteis de casa esta noche?
—Yo no salió pa na, jefe. Nos metimos aquí na má terminá de cená y no hemos salío desde entonces.
—Deja de mentir: os vi a los dos cuando os colasteis de vuelta aquí hace media hora.
—No señó, jefe, debe habé visto a alguien que se parecía a nosotro porque hemos estao aquí to’l rato.
El sargento cruzó la habitación y abrió de golpe la puerta.
—¡Eh, abuela! —llamó.
—¿Einnn? —respondió ella en tono quejumbroso desde la cocina.
—¿Cuánto tiempo llevan estos chicos en su habitación?
—¿Einnn?
—Tiene que hablar más alto: no puede oírle —se ofreció a informar Sissie.
Sheik y Choo-Choo le lanzaron miradas amenazadoras.
El sargento cruzó la habitación central hasta la puerta de la cocina.
—¿Cuánto tiempo llevan sus inquilinos ahí desde la cena? —rugió.
Ella le miró sin parecer comprender nada.
—¿Einnn?
—Ya no oye nada —dijo Sissie en voz alta—. A veces se pone así.
—Demonios —profirió disgustado el sargento, volviendo airadamente junto a Choo-Choo—. ¿De dónde habéis sacado a estas chicas?
—No las hemos sacao de ningún sitio, jefe: vinieron ellas solas.
—Sois demasiado puñeteramente inocentes para estar vivos. —El sargento estaba frustrado. Se giró hacia el profesor—: ¿Qué le encontraste a ese niñato?
—Esta navaja.
—Demonios —soltó el sargento. Lo cogió y lo dejó caer en su bolsillo sin mirar—. Muy bien, registra a este otro niñato: Justice.
—Haré Justicia —bromeó el profesor.
Los dos agentes intercambiaron una mirada de complicidad.
Habían volcado todos los cajones y vaciado todas las cajas y maletas de cartón, y ahora estaban listos para pasar a la cama.
—Chicas, espabilad y levantaos —dijo uno.
Las chicas se pusieron de pie y se quedaron en el centro de la habitación, sintiéndose incómodas.
—¿Encontráis algo? —preguntó el sargento.
—Nada que quisiera tener ni siquiera en la caseta de mi perro —contestó el agente.
El sargento empezó con las chicas.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a Sissie.
—Sissieratta Hamilton.
—¿Sissie qué?
—Sissieratta.
—¿Dónde vives, Sissie?
—En el 2702 de la Séptima Avenida con mi tío, el señor Coolie Dunbar, y mi tía.
—Ummm —murmuró él—. ¿Y cuál es tu nombre? —le preguntó a Sugartit.
—Evelyn Johnson.
—¿Dónde vives, Eve?
—En Jamaica con mis padres: el señor Edward Johnson y mi madre.
—Es muy tarde para que estés tan lejos de casa.
—Voy a pasar la noche con Sissieratta.
—¿Cuánto rato lleváis aquí, chicas? —preguntó a las dos.
—Una media hora, más o menos —contestó Sissie.
—¿Entonces visteis el tiroteo en la calle?
—Había terminado cuando llegamos.
—¿De dónde veníais?
—De mi casa.
—No sabéis si estos niñatos han estado aquí toda la tarde o no.
—Estaban aquí cuando llegamos y dijeron que habían estado esperando aquí desde la cena. Prometimos venir a las ocho, pero tuvimos que quedarnos a ayudar a mi tía y llegamos tarde.
—Suena demasiado bien para ser verdad —comentó el sargento.
Las chicas no contestaron.
Los agentes terminaron con la cama, y el charlatán dijo:
—Nada salvo mal olor.
—Corta el rollo —reprendió el sargento—, la abuela es limpia.
—Estos niñatos no.
El sargento se giró hacia el profesor:
—¿Qué tiene Justice aparte de la venda?
Su chiste no cuajó.
—Nada excepto la piel negra —dijo el profesor.
Su chiste les hizo reír.
—Tú que dices, ¿deberíamos arrestarlos? —preguntó el sargento.
—Por qué no —contestó el profesor—, si no tenemos espacio suficiente para todo el mundo en el calabozo, podemos levantar tiendas de campaña.
El sargento se volvió de repente hacia Sheik como si hubiera olvidado algo.
—¿Dónde está Caleb?
—Arriba’n l’azotea cuidando a sus palomas.
Los cuatro policías se quedaron inmóviles. Miraron fijamente a Sheik con las expresiones indescifrables de antes.
Finalmente, el sargento dijo con cautela:
—Su abuela contó que le dijiste que estaba trabajando en una bolera del centro.
—Sólo le dijimos eso pa’vitá que se preocupara. No le gusta que suba a l’azotea de noche.
—Como descubra que me estáis ocultando algo, niñatos, que Dios os ayude —advirtió sinceramente el sargento en tono pausado.
—Suba y lo verá —dijo Sheik.
El sargento le hizo un gesto con la cabeza al profesor. Este salió encaramándose a la ventana, topándose con la luz deslumbrante de los focos. Comenzó a subir por la escalera de incendios.
—¿Qué está haciendo con ellas de noche? —le preguntó el sargento a Sheik.
—No sé. Supongo qu’intentá que pongan huevos negros.
—Voy a llevarte a la comisaría para tener una charla cara a cara contigo, niñato —decidió el sargento—. Hay que hablar en privado con los niñatos como tú.
El profesor descendió de la azotea y voceó a través de la ventana:
—Están reteniendo a dos monos ahí arriba junto a un palomar. Le están esperando.
—De acuerdo, ya voy. Price y tú mantened a estos niñatos bien quietos —mandó a los otros agentes, encaramándose después a la ventana para seguir al profesor.