7

Grave Digger mostró fugazmente su placa a los dos agentes de uniforme que vigilaban la puerta y entró en el Dew Drop Inn empujando esta con las manos.

El garito estaba atestado de gente de color que había visto morir al hombretón blanco, pero a nadie parecía preocuparle el asunto.

La máquina de discos estaba tocando una versión cargada de ritmo de Mujer de piernas grandes. Los saxofones suplicaban; las trompas provocaban; el contrabajo repiqueteaba; los tambores charlaban; el piano seducía, le hacía el amor e interpretaba la melodía, y una voz ronca de mujer cantaba a pleno pulmón:

… mi pierna puedes tocar

pero no subas más allá.

Mujeres de trasero inquieto se meneaban encima de los altos taburetes de la barra como queriendo salir de sus vestidos.

Grave Digger avanzó pisando el serrín esparcido sobre las manchas de sangre que no se irían y se sentó en el taburete situado al final de la barra.

Big Smiley estaba sirviendo copas con el brazo izquierdo en cabestrillo.

El encargado blanco, con las mangas de su camisa de seda color canela enrolladas, estaba ayudando.

Big Smiley fue hacia Grave Digger arrastrando los pies sobre el suelo húmedo y le mostró la mayoría de sus grandes dientes amarillos.

—¿Va a tomá algo, jefe, o sólo va a sentarse a pensá?

—¿Cómo va el ala? —preguntó Grave Digger.

—Bié. El corte no fue lo bastante profundo como p’hacé un daño serio.

El encargado se acercó y dijo:

—Si hubiera pensado que iba a haber algún problema habría llamado a la Policía inmediatamente.

—¿Y a qué llamáis problemas en este garito? —preguntó Grave Digger.

El encargado se puso rojo.

—Me refería a que fueran a matar al hombre blanco.

—¿Qué fue en concreto lo que desencadenó los problemas aquí?

—No fue exactamente lo qu’uno llamaría problemas, jefe —dijo Big Smiley—. Sólo qu’un borracho atacó a uno de mis clientes blancos con un pincho y naturalmente tuve que protegé a mi cliente.

—¿Qué tenía contra el hombre blanco?

—Na, jefe. Na en asoluto. Estaba allí sentao tomando una copa de whisky tras otra y mirando al blanco que estaba’quí de pie a lo suyo. Entonces s’emborracha hasta las trancas y el diablo le dice que se levante y raje al hombre. Eso’s to. Y naturalmente no podía dejá que l’hiciera.

—Debe haber tenido algún motivo. No estarás intentando decirme que se levantó y atacó al hombre sin razón alguna.

—No señó, jefe, apuesto mi vía a que no tenía ningún motivo pa queré rajá al hombre. Ya sabe usté cómo son los nuestros, jefe; era sólo uno d’esos negros malvaos que cuando s’emborrachan empiezan a odiá a los blancos y a recordá to lo malo que les han hecho siempre. Eso’s to. Lo más seguro’s qu’stuviera furioso con algún blanco que l’hizo algo terrible hace veinte año, abajo en el sur, y sólo quiso desquitarse aquí con este otro. Es como le dije a’se detective blanco qu’estuvo aquí, este hombre blanco estaba aquí solo de píe’n la barra y ese negro se pensó que con toas esas personas de coló aquí podía rajarle e irse de rositas.

—Es posible. ¿Cómo se llama?

—Nunca había visto ase negro antes d’esta noche, jefe: no sé cómo se llama.

Un cliente llamó desde el principio de la barra:

—Ey, jefe, ¿qué tal si me atiende un poco por aquí?

—Si me necesitas, Jones, sólo pega un grito —dijo el encargado, que se alejó para atender al cliente.

—Vale —contestó Grave Digger, preguntándole luego a Big Smiley—: ¿Quién era la mujer?

—Está ahí —indicó Big Smiley señalando con la cabeza hacia una mesa.

Grave Digger giró la cabeza y la escrutó con la mirada.

La mujer negra del vestido de punto rosa y las medias rojas de seda había regresado a su asiento en una de las mesas junto a tres obreros que la rodeaban.

—No fue por ella —añadió Big Smiley.

Grave Digger se deslizó fuera del taburete, se acercó a su mesa y enseñó rápidamente la placa.

—Quiero hablar con usted.

Ella miró la placa dorada y se quejó:

—¿Por qué no me dejan ya en paz? Ya le dije a un poli blanco todo lo que sé sobre el tiroteo, lo cual es nada.

—Venga, la invitaré a una copa —dijo Grave Digger.

—Bueno, en ese caso… —accedió ella, acompañándolo hasta la barra.

A una orden de Grave Digger, Big Smiley le sirvió de mala gana una copa de ginebra mientras el primero le decía: «Llénala».

Big Smiley llenó la copa y se quedó allí para escuchar.

—¿Cómo de bien conocía al hombre blanco? —le preguntó Grave Digger a la mujer.

—No le conocía de na. Sólo le había visto por aquí una o dos veces.

—Haciendo qué.

—Únicamente andar detrás de las chicas.

—¿Solo?

—Sí.

—¿Le vio ligar con alguna?

—No, era uno d’esos especialitos. Nunca veía a ninguna que le gustara.

—¿Quién era el hombre de color que intentó darle un navajazo?

—¿Cómo demonios voy a saberlo?

—¿No era pariente suyo?

—Pariente mío. Espero que no.

—¿Qué le dijo exactamente al blanco cuando empezó a atacarle?

—No recuerdo muy bien: sólo dijo algo sobre que había estao tonteando con su nena.

—Es lo mismo de lo que le acusó el otro hombre, Sonny Pickens.

—No sé na sobre eso.

Él le dio las gracias y apuntó su nombre y dirección.

Ella volvió a su asiento.

Se dirigió de nuevo a Big Smiley:

—¿Sobre qué discutieron Pickens y el hombre?

—No tuvieron ninguna discusión, jefe. Aquí no. No le dispararon por na que pasara aquí.

—Le dispararon por algo —aseguró Grave Digger—. El robo no encaja, y la gente en Harlem no mata por venganza.

—No señó, al meno no con pistolas.

—Lo más probable es que tiren ácido o lejía caliente —apuntó Grave Digger.

—No señó, no a un blanco.

—Así que qué otra cosa queda salvo una mujer —concluyó Grave Digger.

—No señó —le contradijo Big Smiley de forma inexpresiva—, sabe que no, jefe. Una mujé de coló no piensa qu’acostarse con un hombre blanco sea ser infié. Piensan qu’es como serví en una casa, pero sólo que mejó pagao y con menos estrés. Y aparte d’eso, el horario’s más reducío. Y sus maríos tampoco lo ven así. Tanto ella como su marío piensan qu’es como encontré dinero’n la calle. Y no hablo tampoco de gente lujuriosa: hablo de cristianos y de gente que va a la iglesia y demás.

—¿Qué edad tienes, Smiley? —preguntó Grave Digger.

—Cumpliré cuarenta y nueve el próximo siete d’iciembre.

—Estás hablando de los viejos tiempos, hijo. Estos jóvenes de color de ahora ya no participan en ese trato de los tiempos de la esclavitud.

—Caray, jefe, estará de broma. Est’hablando con el viejo Smiley. Conozco los trapos sucios d’estas mujeres de Harlem que nunca s’han acostao con nadie. Caray, usté y yo podemos señalá damas de coló de la alta sociedá que consiguieron toa su reputación sólo por andá con algún blanco importante. Y sus maríos también s’aprovechan d’ello: que sus mujeres anden con algún pez gordo blanco les hace importantes también a ellos. Caray, un negro trabajado ni siquiera le pegaría un tiro a un blanco si llegara a casa y se lo’ncontrara metío’n la cama con su señora y con los pantalones bajaos. Pue que zurrara a su mujé sólo pa’nseñarla quién manda, después d’haberle quitao’l dinero, pero seguro que no l’haría tanto daño como si la pillara echand’un polvo con otro negro.

—No apostaría por ello —contestó Grave Digger.

—Como quiera, jefe, pero aún creo qu’anda usté mu desencaminao. Escuche, l’única manera que se m’ocurre de qu’un hombre de coló de Harlem mate a un blanco es en una pelea. Sacaría su pincho si l’estuvieran sacudiendo de lo lindo y quizá lo mataría d’una puñalá. Pero apostaría mi vía a que ningún negro d’aquí dispararía a un blanco a sangre fría: no a un blanco importante como él.

—¿Sabría el asesino que era un hombre importante?

—Lo sabría —afirmó Big Smiley con seguridad.

—¿Tú lo conocías? —preguntó Grave Digger.

—No señó, no puedo decí que lo conociera. Había venío aquí dos o tre veces antes, pero no sabía su nombre.

—¿Esperas que me crea que vino dos o tres veces y no averiguaste quién era?

—No quería decí exactamente que no conociera su nombre —carraspeó Big Smiley—. Pero ya le digo, jefe, no va’ncontrá pistas por aquí, eso seguro.

—Vas a tener que decirme algo más que eso, hijo —dijo Grave Digger con voz monótona e inexpresiva.

Big Smiley le miró; luego se inclinó de repente sobre la barra y dijo en voz baja:

—Pruebe en Bucky’s, jefe.

—¿Por qué en Bucky’s?

—Le vi vení aquí una vé con un chulo que suele ir a Bucky’s.

—¿Cómo se llama?

—No m’acuerdo de su nombre, jefe. Vinieron en su coche y pararon sól’un minuto como si’stuvieran buscando a alguien, luego salieron y se fueron con el coche.

—No juegues conmigo —le advirtió Grave Digger en un súbito arranque de furia—. Esto no es una película: es real. Un hombre blanco ha sido asesinado en Harlem y Harlem es mi zona. Te llevaré a la comisaría y te echaré encima una docena de polis blancos que te sacudirán hasta borrarte el negro de la piel.

—Su nombre’s Ready Belcher, jefe, pero no quiero que nadie sepa que se lo dicho —dijo Big Smiley en un susurro—. No quiero problemas con ese starker[3].

—Ready —dijo Grave Digger, bajándose de su taburete.

No sabía gran cosa de Ready: sólo que operaba en la parte alta y elegante de Harlem, en Washington Heights, más allá de la calle 145.

Condujo hasta la comisaría de distrito de la calle 154 en la esquina con Amsterdam Avenue y preguntó por su amigo Bill Cresus. Bill era un detective de color de la Brigada Antivicio. Nadie sabía dónde estaba Bill en ese momento. Dejó recado de que Bill se encontrara con él en Bucky’s si llamaba durante la próxima hora. Después se metió en su coche y bajó en punto muerto por la pronunciada pendiente hasta Saint Nicholas Avenue, donde giró en dirección sur y tomó una bajada más suave hasta pasar la calle 149.

En apariencia, se trataba de un barrio tranquilo de casas particulares y edificios de apartamentos de cinco y seis plantas a ambos lados de la ancha calle de pavimento negro. Pero las casas habían sido divididas en pequeñas habitaciones con cocina en las que apenas cabía una cama, en alquiler por veinticinco dólares semanales, a disposición de parejas desesperadas que deseaban arrejuntarse durante una temporada. Y detrás de las fachadas de apariencia respetable de los edificios de apartamentos estaban las cunas de felpa color carne, los cuartos llenos de yonquis y los circos sexuales de Harlem.

El alboroto de la batida policial no había llegado hasta aquí y la calle estaba relativamente vacía.

Dejó que el coche se deslizara hasta detenerse delante de una sobria entrada a un sótano. Cuatro peldaños por debajo del nivel de la calle había una puerta negra con una aldaba brillante de latón en forma de tres notas musicales. Encima de ella, unas luces rojas de neón deletreaban la palabra BUCKY’S.

Era una sensación extraña estar solo. La última vez había sido cuando Coffin Ed estuvo en el hospital después de que le arrojaran el ácido. El recuerdo de aquello provocó que los músculos de su cabeza se tensaran de la rabia, y le hizo falta un esfuerzo especial para disimular su humor.

Empujó la puerta y esta se abrió.

La gente se sentaba en mesas con manteles blancos en una sala alargada y estrecha, bajo lámparas de pared de tonos rosas, mientras comían pollo frito delicadamente con los dedos. Había un grupo de seis blancos, varias parejas de color y dos hombres de color con mujeres blancas. Todos iban bien vestidos y tenían un aspecto razonablemente limpio.

Las paredes a su espalda estaban cubiertas de innumerables retratos pequeños a lápiz manchados de rosa de todos los grandes y cercanos a la grandeza que habían vivido alguna vez en Harlem. Los músicos ganaban por nueve a uno.

La chica encargada del guardarropa, apostada en un cubículo junto a la entrada, alargó la mano con una mirada de desdén.

Grave Digger conservó el sombrero y recorrió a grandes zancadas el estrecho pasillo que separaba las mesas.

Un pianista entrado en carnes de brillante piel negra y sonrisa de oro, que iba vestido con una chaqueta sport de tweed color canela y una camisa informal de seda blanca con el cuello abierto, estaba sentado delante de un piano de media cola que ocupaba el escaso espacio entre la última mesa y la barra circular. Una suave luz blanca se derramaba sobre su cabeza parcialmente calva mientras tocaba nocturnos de forma intimista.

Le echó a Grave Digger una mirada inquieta, se levantó y le siguió a la barra sumida en la penumbra.

—Espero que no estés aquí por trabajo, Digger. Pago para mantener a la Policía lejos de este lugar —dijo con voz nerviosa.

La mirada de Grave Digger recorrió la barra. Sus altos taburetes estaban ocupados por un grupo variopinto de gente: un hombre blanco corpulento de pelo moreno, dos delgados jóvenes de color, un blanco bajo y fornido con cabello rubio cortado a lo militar, dos mujeres morenas con vestidos de noche de seda blanca y un dandi de piel chocolate con un esmoquin cruzado de espalda cuadrada y que lucía al cuello un lazo rojo purpúreo. Una camarera mulata de piel clara esperaba cerca con una bandeja. Otro hombre joven, alto y delgado con piel de ébano atendía la barra.

—Sólo estoy echando un vistazo, Bucky —explicó Grave Digger—. Sólo busco un descanso.

—Mucha gente ha encontrado descanso aquí —dijo Bucky de manera insinuante.

—No lo dudo.

—Pero ese no es el tipo de descanso que estás buscando.

—Estoy buscando un descanso de un caso. Un blanco importante ha muerto asesinado a tiros en Lenox Avenue hace poco.

Bucky gesticuló con manos cubiertas de loción. Sus cuidadas uñas relucieron bajo la tenue luz.

—¿Qué tiene eso que ver con nosotros? Aquí nunca se hace daño a nadie. Todo está tranquilo y sin problemas. Puedes verlo por ti mismo. Gente elegante cenando tranquilamente. Buena comida. Música suave. Luz tenue y risas. No parece que haya trabajo para la Policía en este ambiente respetable.

En la pausa que hubo a continuación se oyó a uno de los hombres con piel de ébano y cabello ondulado decir con voz cantarina:

—Definitivamente ni siquiera miré a su hombre, y ella se levantó y me golpeó en la cabeza con una botella de whisky.

—Estas arpías negras son tan violentas —dijo su acompañante.

—Y fuertes, cariño.

Grave Digger esbozó una amarga sonrisa.

—El hombre al que asesinaron era cliente tuyo —señaló—. Su nombre era Ulysses Galen.

—Dios mío, Digger. No conozco los nombres de todos los blanquitos que vienen a mi local —contestó Bucky—. Sólo toco para ellos e intento que se sientan felices.

—Te creo —contestó a su vez Grave Digger—. Galen había sido visto en la ciudad con Ready. ¿Despierta eso tu memoria?

—¿Ready? —exclamó Bucky con aire de inocencia—. Casi nunca viene por aquí. ¿Quién te dio esa idea?

—Y un cuerno que no —soltó Grave Digger—. Ofrece los servicios de sus chicas por aquí.

—¡Oyes eso! —apeló Bucky con voz chillona y escandalizada al barman, conteniéndose acto seguido cuando el silencio de los comensales alcanzó sus sensibles oídos. En un susurro cargado de indignación, añadió—: Este polizonte viene aquí y me acusa de amparar a proxenetas.

—Con uno es más que suficiente, hijo —advirtió Grave Digger con su voz inexpresiva.

—Oh, ese tío es un ogro, Bucky —intervino el barman—. Sigue entreteniendo a los clientes y yo veré qué quiere. —Pasó al interior de la barra, puso los brazos en jarras y bajó la mirada hacia Grave Digger con aire altivo—. ¿Y qué podemos hacer exactamente por usted, malvado gruñón maleducado?

Los hombres blancos de la barra rieron.

Bucky se dio media vuelta y empezó a irse.

Grave Digger le enganchó del brazo y tiró de él.

—No me obligues a ponerme rudo, hijo —masculló.

—No te atrevas a tratarme con malos modos —dijo Bucky en un susurro tenso y apagado, con todo su cuerpo rechoncho temblando de la indignación—. No tengo por qué aguantar esto de ti. Estoy cubierto.

El barman se echó hacia atrás, temblando igualmente.

—No dejéis que le haga daño a Bucky —rogó a los clientes blancos con voz asustada.

—Tal vez yo pueda ayudarle —le dijo a Grave Digger el hombre blanco del pelo rubio cortado al estilo militar—. Es usted un detective, ¿no es cierto?

—Así es —contestó Grave Digger, mientras mantenía agarrado a Bucky—. Un hombre blanco fue asesinado en Harlem esta noche y estoy buscando al asesino.

Las cejas del hombre blanco se elevaron un par de centímetros.

—¿Espera encontrarlo aquí?

—Estoy siguiendo una pista, eso es todo. El hombre ha sido visto con un chulo llamado Ready Belcher que viene por aquí.

Las cejas del hombre blanco descendieron.

—Oh, Ready: le conozco. Pero no es más que…

Bucky le cortó:

—No tienes por qué decirle nada: aquí estás bajo protección.

—Seguro —concedió el hombre blanco—. Eso es lo que el agente está intentando hacer: protegernos a todos.

—Tie razón —añadió una de las mujeres de color con vestido de noche—. Si Ready ha matao a algún tipo al que llevaba a casa de Reba, la silla’s demasiao buena pa él.

—Cierra el pico, mujer —susurró el barman con dureza.

Los músculos de la cara de Grave Digger comenzaron a agitarse violentamente al tiempo que soltaba a Bucky. Se levantó apoyando los talones en el aro reposapiés del taburete y se inclinó sobre la barra. Agarró al barman por la pechera de su camisa de seda roja cuando este intentaba alejarse de un brinco. La camisa se rasgó por la costura con un ruido entrecortado, pero tenía cogida tela suficiente para acercar al barman a la barra de un tirón.

—Ya has hablado más de la maldita cuenta, Tarbelle —susurró con voz turbia y apagada, y golpeó al barman con la palma de su mano abierta haciéndole atravesar el espacio circular del interior de la barra dando vueltas sobre sí mismo.

—No tenía por qué hacé eso —comentó la primera mujer.

Grave Digger se volvió hacia ella y soltó en tono ronco:

—Y tú, hermanita, tú y yo vamos a ir a ver a Reba.

—¡Reba! —contestó su acompañante—. ¿Conozco a alguien que se llame Reba? ¡Cielos, no!

Grave Digger bajó de su alto taburete.

—Corta ese numerito de Mami y levanta el culo —mandó con voz sucia—, o cogeré mi revólver y te romperé los dientes.

Los dos hombres blancos le miraron fijamente como si fuera un animal peligroso que se hubiera escapado del zoo.

—¿Lo dices en serio? —preguntó la mujer.

—Lo digo en serio —aseguró él.

Ella se bajó del taburete, que soltó un crujido, y dijo:

—Dame mi abrigo, Jule.

El dandi de piel chocolate cogió un abrigo de lo alto de la máquina de discos que había detrás de ellos.

—Está pasándose un poco —protestó el hombre blanco de pelo rubio en tono razonable.

—Sólo soy un poli —dijo Grave Digger con voz sucia—. Si los blancos insistís en venir a Harlem, donde obligáis a la gente de color a vivir en suburbios infestados por el crimen y el vicio, mi trabajo es velar por vuestra seguridad.

El hombre blanco se puso rojo como un pimiento.