—Suéltala ya —dijo Sheik.
Sissie la dejó libre.
—¡Lo mataré! —soltó furiosa Sugartit con voz entrecortada—. ¡Lo mataré por ello!
—¿Matá a quién? —preguntó Sheik, mirándola con el ceño fruncido.
—A mi padre. Le odio. El feo bastardo. Le robaré la pistola y le pegaré un tiro.
—No hables así —la recriminó Sissie—, esa no es manera de hablar de tu padre.
—¡Le odio! ¡Sucio poli!
Inky levantó la mirada de las esposas que estaba cortando con la lima. Sonny se quedó mirando a Sugartit.
—Cállate —dijo Sissie.
—Deja que lo haga y se lo cargue —animó Sheik.
—Para de pincharla —reprobó Sissie.
—A ella no l’harán na si lo hace —intervino Choo-Choo—. To lo que tie que decí es que su viejo la pegaba to’l rato y comenzarán a llorá y a decí qu’es una pobre chica maltratá. L’echarán un ojo a Coffin Ed y la creerán.
—Le darán una medalla —añadió Sheik.
—Esas gallinas d’asistencia sociá l’encontrarán una buena familia con la que viví. Tendrá to lo que quiera. No tendrá qu’hacé na salvo comé, dormí, ir al cine y paseá en un cochazo —explicó Choo-Choo de forma detallada.
Sugartit se tiró a los pies de la cama y estalló en fuertes sollozos.
—Nos ahorraría’l trabajo —soltó Sheik.
Los ojos de Sissie se abrieron como platos.
—¡No seríais capaces! —exclamó.
—¿Qué t’apuestas?
—Si sigues hablando así voy a dejarlo.
Sheik le lanzó una mirada amenazadora.
—¿Dejá qué?
—Dejar los Musulmanes.
—L’única manera que ties de dejá los Musulmanes es como lo hizo Caleb —la advirtió Sheik.
—Si hubiera imaginado alguna vez que el pobre Caleb…
Sheik la cortó.
—Te mataré yo mismo.
—Ah, Sheik, no lo decía’n serio —dijo Choo-Choo con nerviosismo—. Qué tal si t’enciendes un par de canutos y dejas que los islamitas volemos a la Meca.
—¿Y dejá que los polis lo huelan cuando registren esto y nos detengan a tos? ¿Onde ties el cerebro?
—Podemos subí a l’azotea.
—También hay polis en l’azotea.
—En la’scalera d’incendios entonces. Podemos cerrá la ventana.
Sheik lo meditó seriamente.
—Vale, en la’scalera. Sólo me quedan dos, y de toas formas tenemos que deshacernos d’ellos.
—Voy a echá un vistazo a vé onde’stán los polis ahora —dijo Choo-Choo mientras se ponía sus gafas ahumadas.
—Quítate’sas gafas —le mandó Sheik—. ¿Quies que los polis t’identifiquen?
—Ah, demonios, Sheik, no sabrían distinguirme de ningún otro. La mitá de los tíos de Harlem llevan sus gafas ahumás de noche.
—Venga, ve a echarl’un vistazo a l’avenida. No tenemos toa la noche —dijo Sheik.
Choo-Choo empezó a salir por la ventana.
En ese momento los eslabones que mantenían unidas las esposas se separaron con un pequeño tintineo bajo la lima de Inky.
—Sheik, las he cortao’n dos —exclamó Inky triunfante.
—Déjame vé.
Sonny se puso de pie y extendió los brazos.
—¿Quién es? —preguntó Sissie como si se acabara de dar cuenta de que estaba ahí.
—Es nuestro prisionero —contestó Sheik.
—No soy ningún prisionero —se quejó Sonny—. Sólo he venío contigo porque dijiste qu’ibas a’sconderme.
Sissie miró con los ojos muy abiertos las esposas cortadas que colgaban de sus muñecas.
—¿Qué hizo? —preguntó.
—S’el gánster que se cargó al jefe del sindicato —dijo Sheik.
Sugartit paró bruscamente de llorar, rodó sobre la cama y levantó la vista hacia Sonny con ojos muy abiertos y húmedos.
—¿Fue ese? —preguntó Sissie en tono atemorizado—. El hombre que mataron, quiero decir.
—Pos claro. ¿No lo sabías? —le dijo Sheik.
—Ya t’he dicho que yo no lo maté —insistió Sonny.
—Dice que su pipa era de fogueo —explicó Sheik—. Sólo’stá intentando crearse una defensa. Pero la poli sabe la verdá.
—Era un arma de fogueo —volvió a incidir Sonny.
—¿Por qué lo mató? —preguntó Sissie.
—Tien una guerra de bandas y la mafia de Brooklyn l’encargó el trabajo.
—Oh, vete al cuerno —dijo Sissie.
—Yo no he matao a nadie —repitió Sonny.
—Cállate —mandó Sheik—. Los prisioneros no tien permitió hablá.
—M’estoy cansando d’eso —dijo Sonny.
Sheik le miró de modo amenazador.
—¿Quies que t’entreguemos a la poli?
Sonny dio marcha atrás rápidamente.
—No, Sheik, pero demonios, no tenéi por qué aprovecharos de mí…
Choo-Choo metió la cabeza por la ventana y le interrumpió:
—La poli’stá por toas partes aquí fuera. No hay más que polis.
—¿Onde’stán ahora?
—En tos laos, pero justo ahora’stán tomando’l edificio dos puertas más abajo. Tien focos de toas clases apuntando a la fachá y hay polis con metralleta paseándose por la calle. Mejó que nos demos prisa si vamos a mové al prisionero.
—Tranqui, atontao —dijo Sheik—. Echa un vistazo’n l’azotea.
—Alabemos a Alá —contestó Choo-Choo alejándose a gatas de la ventana.
—Quítate’sa chaqueta y la camisa —ordenó Sheik a Sonny.
Una vez Sonny se hubo desnudado hasta quedarse en camiseta interior, Sheik le miró y dijo:
—Colega, mira qu’eres negro. Cuando eras un bebé tu mamá debía pintarte la boca con tiza pa sabé onde poné la teta.
—No soy más negro que Inky —se defendió Sonny.
—A mí no me metas —intervino Inky.
Sheik le sonrió de manera burlona.
—Tú no tuviste ningún problema, ¿verdá, Inky? Tu mami usaba pintura luminosa contigo.
—Vamos, tío, empiezo a tené frío —se quejó Sonny.
—Déjate puestos los pantalones —le dijo Sheik—. Hay damas delante.
Colgó la chaqueta de Sonny con su propia ropa en la cuerda de tender que había tras la cortina y tiró la camisa a la esquina. Después le lanzó a Sonny un viejo jersey rojo descolorido de cuello vuelto.
—Bájate las mangas por encima de los hierros y ponte’se abrigo —mandó, señalando el viejo abrigo militar que le había quitado al portero.
—Hace demasiao caló —protestó Sonny.
—Vas a hacé lo que yo diga, ¿o tengo que sacudirte?
Sonny se puso el abrigo.
Sheik cogió después un par de guantes largos de cuero de conducir del interior de una maleta de cartón que guardaba bajo la cama y se los pasó también a Sonny.
—¿Qué voy a hacé con ellos? —preguntó Sonny.
—Sólo póntelos y calla, atontao —espetó Sheik.
Luego cogió una larga vara de bambú de detrás de la cama y empezó a pasarla a través de la ventana. En un extremo había sujeto un raído banderín de fieltro de los Giants de Nueva York.
Choo-Choo bajó por la escalera de incendios a tiempo de coger la vara y apoyarla contra la escalera.
—Todavía no hay polis en est’azotea pero la de más abajo onde’stán haciendo el registro’stá plagá d’ellos —informó.
Su cara estaba brillante de sudor y el blanco de sus ojos había empezado a resplandecer.
—No te me vayas a rajá ahora —dijo Sheik.
—Sólo necesito algo de maría pa calmá los nervios.
—Vale, vamos a fumarnos dos ahora. —Sheik se giró hacia Sonny y dijo—: P’afuera, chaval.
Sonny le lanzó una mirada, dudó, y luego salió trepando al rellano de la escalera de incendios.
—Déjame ir también —pidió Sissie.
Sugartit se incorporó con repentino interés.
—Quiero que vosotras pequeñas os quedéis aquí n’este cuarto y n’os mováis —ordenó Sheik con voz severa. Luego se volvió hacia Inky—: Vamos, Inky, voy a necesitarte.
Inky se unió a los otros en la escalera de incendios. Sheik salió el último y cerró la ventana. Todos se sentaron en cuclillas. Ocupaban todo el rellano.
Sheik sacó dos cigarrillos doblados de una de las mangas enrolladas de su sudadera y se los metió en la boca.
—¡Vaya trompetones! —exclamó Choo-Choo—. Qué callao te lo tenías.
—Dame algo de fuego y menos cháchara —contestó Sheik.
Choo-Choo sacó rápidamente un mechero de dólar y encendió los dos cigarrillos. Sheik aspiró el humo hasta lo más profundo de sus pulmones y luego le pasó uno de los canutos a Inky.
—Choo-Choo y tú fumaos este a medias, y el prisionero y yo nos repartiremos este otro.
Sonny levantó ambas manos enguantadas como si quisiera empujar algo.
—Yo paso. Ese porro m’ha metió’n más problemas de los que puedo salí.
—Eres un gallina —dijo Sheik con desprecio, dando otra calada. Tragaba de nuevo el humo cada vez que este ascendía desde sus pulmones. Su cara se hinchó y la sangre acumulada hizo que empezara a ponérsele más oscura a medida que la droga hacía efecto. Sus ojos se dilataron y las ventanas de su nariz se ensancharon.
—Tío, apuesto que si tuviera mi chicharra podría pegarl’un tiro entre los ojos ase sargento d’ahí abajo y dejarlo tieso —aseguró. El cigarrillo estaba pegado a su labio inferior y se meneaba arriba y abajo cuando hablaba.
—Lo qu’a mí me gustaría tené es uno d’esos potentes treinta y ocho de cañón largo como los que tien Grave Digger y Coffin Ed —fantaseó Choo-Choo—. Esas chicharras puen matá una roca. Le pondría un silenciadó y podría sentarme aquí y cargarme a cualquié hijoputa que quisiera. Pero no dispararía a menos que fuera un pez gordo o’l jefe de Policía o alguien pareció.
—Tas hablando de lo que querrías, de lo que te gustaría tené, yo’stoy hablando d’hechos —afirmó Sheik, con el cigarrillo agitándose arriba y abajo en su boca.
—Lo que dices hará que te frían en Sing-Sing si no ties cuidao —señaló Choo-Choo.
—¡Qué quies decí! —gritó Sheik, poniéndose en pie de un salto de forma amenazadora—. Vas a conseguí que tire tu culo fuera la’scalera.
Choo-Choo también se levantó de un salto, poniendo la espalda contra la barandilla.
—¿Tirá onde el culo de quién? No’stás hablando con Inky. Mi culo no tie plumas de gallina.
Inky se puso de pie apresuradamente y se interpuso entre ellos.
—¿Qué pasa con el prisionero, Sheik? —preguntó alarmado.
—¡Al diablo con el prisionero! —despotricó Sheik, sacando una navaja con mango de hueso y desplegando la hoja de quince centímetros con el mismo movimiento.
—¡No les rajes! —gritó Inky.
Tiró a Inky contra los peldaños de hierro de una bofetada con el dorso de la mano y cerró el puño en torno al cuello de la sudadera de Choo-Choo.
—Si cantas te cortaré la puta garganta —amenazó.
La violencia brotaba de él como sangre por una herida abierta.
Los ojos de Choo-Choo se pusieron blancos en tres cuartas partes y un sudor febril empezó a manar de su piel café oscuro.
—¡No quise decí na, Sheik! —lloriqueó con desesperación en voz baja—. Sabes que no quise decí na. Un hombre pue hablá de lo que le gustaría hacé, ¿no’s verdá?
La oleada de violencia se alejó, pero Sheik estaba todavía dominado por una compulsión asesina.
—Si pensara que t’has chivao, te mataría.
—Sabes que no voy a chivarme, Sheik. Sabes que no l’haría.
Sheik soltó el cuello de su sudadera. Choo-Choo tomó aire en un profundo suspiro.
Inky se levantó y se frotó la espinilla magullada.
—M’has hecho perdé’l canuto —se quejó.
—Al diablo con el canuto —contestó Sheik.
—A eso me refiero —intervino Sonny—. Esta maría que venden ahora t’hará cortarle el cuello a tu madre. La deben está mezclando con estramonio o algo.
—¡Cállate! —gritó Sheik, sosteniendo aún la navaja desplegada en su mano—. No te lo voy a decí más veces.
Sonny le echó una mirada a la navaja y dijo:
—No’staba diciendo na.
—Mejó que no —advirtió Sheik. Después se volvió hacia Inky—: Inky, lleva’l prisionero arriba a l’azotea y empezá los dos a volá las palomas de Caleb. Tú, Sonny, cuando la pasma venga les dices que tu nombre’s Caleb Bowee y que sólo’stás intentando enseñá a tus palomas a volá de noche. ¿Lo has pillao?
—Sí —afirmó Sonny con escepticismo.
—¿Sabes cómo hacé que las palomas vuelen?
Sonny dudó.
—¿Tirándolas piedras?
—Diablos, negro, ties el cerebro más pequeño qu’una semilla de mostaza. No pues tirá piedras ahí arriba con tos esos polis por ahí. Lo que ties qu’hacé es cogé esta vara y agitá el extremo con el banderín ca vez que traten de posarse.
Sonny miró la vara de bambú con escepticismo.
—Supongamos que salen volando y no vuelven.
—No van a ir a ningún lao. Sólo vuelan en círculos intentando to’l rato meterse de nuevo en el palomá. —Sheik se dobló de repente hacia delante y empezó a reír—. Las palomas no piensan, tío.
Los demás simplemente le miraron.
Finalmente, Inky preguntó:
—¿Qué quies qu’haga yo?
Sheik se puso derecho rápidamente y dejó de reírse.
—Tú vigila’l prisionero y procura que no s’escape.
—¡Ah! —soltó Inky. Un momento después, preguntó—: ¿Qué voy a decirles a los polis cuando me pregunten qu’estoy haciendo?
—Diablos, les dices que Caleb t’está enseñando a’ntrená a las palomas.
Inky se dobló hacia delante y empezó a frotarse de nuevo las espinillas. Sin levantar la vista, dijo:
—¿Crees que los polis se van a tragá eso, Sheik? ¿Crees que van a está tan mal de la cabeza como pa creé qu’alguien va a está volando palomas con to lo qu’está pasando por aquí?
—Diablos, son polis blancos —respondió Sheik desdeñosamente—. Creen de tos modos que los negros’tán locos. Sonny y tú comportaos simplemente como si fuerais algo cortos. Se lo van a tragá como si fuera helao de chocolate. L’único que van a hacé va a sé daros una patá’n el culo y troncharse de lo locos qu’están los negros. Se van a ir a casa y les van a hablá a sus señoras y a to’l que vean de dos negros atontaos en l’azotea enseñando a volá a las palomas en mitá de la batía más grande qu’han hecho nunca’n Harlem. Ya verás cómo se lo tragan.
Inky siguió frotándose la espinilla.
—Nos que dude de ti, Sheik, pero supongamos que no se lo creen.
—Maldita sea, sube, haz lo que t’he dicho y no te ques ahí llevándome la contraria —espetó Sheik en un nuevo arranque de furia—. Si os echara un vistazo a ti y a’ste negro me lo creería yo mismo, y ni siquiera soy un poli blanco.
Inky se volvió de mala gana y comenzó a subir las escaleras hacia la azotea. Sonny le echó otra mirada de reojo a la navaja desplegada de Sheik y se puso a seguirlo.
—Espera un minuto, retrasao, no t’olvides la vara —recordó Sheik—. Y t’he dicho que no intentes tirarles piedras a’sas palomas. Podrías matá a una y entonces tendrías que comértela. —Se dobló de la risa que le produjo su chiste.
Sonny recogió la vara con rostro serio y subió las escaleras lentamente tras Inky.
—Vamos —le dijo Sheik a Choo-Choo—, abre la ventana y volvamos dentro.
Antes de girarse y agacharse para abrir la ventana, Choo-Choo dijo:
—Escucha, Sheik, no quise decí na con aquello.
—Olvídalo —contestó Sheik.
Sissie y Sugartit estaban sentadas en silencio en la cama una al lado de la otra, con aspecto de estar asustadas y abatidas. Sugartit había dejado de llorar, pero sus ojos estaban enrojecidos y sus mejillas manchadas.
—Santo Dios, uno pensaría qu’esto s’un funeral —soltó Sheik.
Nadie contestó. Choo-Choo se movía inquieto apoyando el peso en uno y otro pie.
—Chicas, quiero que borréis ‘sas caras tristes —dijo Sheik—. Cuando lleguen los polis tie que parecé qu’estamos pasándolo’n grande y que no nos preocupa na.
—Pásatelo en grande tú solo —replicó Sissie.
Sheik fue hacia ella y le dio un manotazo en el costado.
Ella se levantó sin decir una palabra y caminó hacia la ventana.
—Si sales por esa ventana te tiraré abajo a la calle —amenazó Sheik.
Ella se quedó allí parada mirando por la ventana y dando la espalda, sin responder.
Sugartit se sentó silenciosamente en el borde de la cama y se estremeció.
—Diablos —dijo Sheik con indignación y dejándose caer a lo largo de la cama detrás de Sugartit.
Ella se levantó y fue a colocarse al lado de Sissie en la ventana.
—Vamos, Choo-Choo, al diablo con esas zorras —dijo Sheik—. Hablemos qué hacé con el prisionero.
—Ahora’stás yendo al grano —dijo Choo-Choo de manera entusiasta, sentándose a horcajadas en una silla—. ¿Ties algún plan?
—Claro. Dame un pito.
Choo-Choo pescó un par de Camels de un paquete arrugado que viajaba en la manga enrollada de su sudadera y los encendió, pasándole uno a Sheik.
—Este tabaco normal después del porro te deja loco —apuntó.
—Tío, ya siento la cabeza como si me fuera a estallá, la tengo llena d’ideas —dijo Sheik—. Si tuviera una banda de verdá como la de Dutch Schultz[1] podría hacerme con el control de Harlem con las ideas que tengo. To lo que necesito son hombres.
—Diablos, tú y yo podríamos hacerlo solos —afirmó Choo-Choo.
—Necesitaríamos algunas armas y tal, algunas chicharras auténticas de fábrica, un par de metralletas y pue qu’algunas piñas.
—Si nos cargáramos a Grave Digger y al Monstruo tendríamos dos chicharras realmente molonas pa’mpezá —sugirió Choo-Choo.
—No vamos a meternos con esos gorilas hasta qu’estemos organizaos —señaló Sheik—. Es posible qu’entonces podamos trae gente de talento pa’hacé’l trabajo. Pero nos haría falta algo de pasta.
—Demonios, podemos pedí un rescate por el prisionero —propuso Choo-Choo.
—Y quién rescataría a’se negro —contestó Sheik—. Apuesto que ni siquiera su propia mamá pagaría pa que se lo devolviéramos.
—Pue pagá él mismo por su rescate —propuso Choo-Choo—. Tie un salón de limpieza de calzao, ¿verdá? Los salones de limpieza dan bastante pasta. Tal vez tenga también un carro.
—Diablos, supe to’l rato quera valioso —comentó Sheik—. Por eso hice que nos lo lleváramos.
—Podemos hacernos con su salón de limpieza —señaló Choo-Choo.
—También se m’ocurren otros planes —añadió Sheik—. Quizá podamos venderlo a los Estrellas de David a cambio de unas cuantas pipas caseras. Tien montones d’ellas y les da miedo usarlas.
—Podríamos hacé eso o cambiárselo a los Bandíos de Puerto Rico por Burrhead. Le prometimos a Burrhead que pagaríamos su rescate y han estao diciendo que si no nos damos prisa en pagá le van a cortá’l cuello.
—Deja que le corten el cuello a’se negro hijoputa —soltó Sheik—. Ese gallina bastardo no nos conviene.
—Se m’ocurre una idea, Sheik —dijo Choo-Choo eufórico—. Podríamos meterlo’n un saco como hacían los tíos d’antes, comol Alemán[2] y otros solían hacé y tirarlo al río Harlem. Siempre he querío meté a algún cabrón dentro d’un saco.
—¿Sabes cómo meté a un hijoputa n’un saco? —preguntó Sheik.
—Claro, coges y… —
—Calla, te voy a decí cómo. Primero dejas al hijoputa inconsciente d’un golpe; así evitas qu’ande brincando. Luego le pones un lazo con un núo corredizo al cuello. Luego haces que se doble y atas sus rodillas con el otro extremo del cable. Luego, cuando lo metes en el saco, ties qu’asegurarte de qu’es lo bastante grande pa que tenga sitio pa moverse. Cuando’l hijoputa se despierta y trata de ponerse recto s’ahoga él solo hasta morí. Así que nadie l’ha matao. El hijoputa sólo s’ha suicidao —Sheik rodó sobre la cama muerto de risa.
—Primero ties qu’atarle las manos a la’spalda —señaló Choo-Choo.
Sheik dejó de reír y su cara se puso lívida de ira.
—¡Quién no sabe eso, atontao! —gritó—. ¡Pos claro que ties qu’atarle las manos a la’spalda! Intentas decirme que no sé cómo meté a un hijoputa’n un saco. A ti te voy a meté’n un saco.
—Sé que sabes cómo, Sheik —se apresuró a decir Choo-Choo—. Sólo quería que no t’olvidaras de na cuando metamos al prisionero n’un saco.
—No voy a olvidarme de na —aseguró Sheik.
—¿Cuándo vamos a hacerlo? —preguntó Choo-Choo—. Sé onde’ncontrá un saco.
—Vale, lo haremos en cuanto la poli termine por aquí; luego lo llevamos abajo y lo dejamos en el sótano —dijo Sheik.