—¿Cuándo podrá saber con qué lo mataron? —preguntó el jefe de Policía.
—Lo mataron con una bala, por supuesto —respondió el ayudante del forense.
—No me resulta gracioso —soltó el jefe—. Quiero decir con una bala de qué calibre.
Su acento había comenzado a hacerse más marcado, y los policías que mejor lo conocían empezaron a ponerse nerviosos.
El juez de instrucción suplente cerró de golpe su maletín con ademán evasivo y miró al jefe de Policía con ojos aumentados a través de la gutapercha negra que los rodeaba.
—Eso no se puede saber hasta después de la autopsia. Habrá que extraer la bala del cerebro del cadáver y someterla a pruebas y…
El jefe de Policía escuchaba en silencio con el rostro encendido.
—Yo no realizo la autopsia. Soy del turno de noche. Yo sólo dejo constancia de si están muertos. He señalado que este lo estaba al llegar. Al llegar yo, quiero decir, no él. Usted sabe más que yo sobre si estaba muerto cuando llegó aquí, y más también sobre cómo lo mataron.
—Le he hecho una pregunta educada.
—Y yo le he dado una respuesta educada. O tal vez debería decir una educada respuesta de funcionario. Los hombres que hacen la autopsia entran a trabajar a las nueve en punto. Debería tener su informe a eso de las diez.
—Eso es todo lo que le preguntaba. Gracias. Y maldita sea, de poco me va a servir eso esta noche. Es probable que mañana sobre las diez el asesino se haya ido a la otra punta de los Estados Unidos, si sabe lo que le conviene.
—Eso es asunto suyo, no mío. Puede mandar los fiambres al depósito cuando haya terminado con ellos. Yo acabo de hacerlo. Buenas noches a todos.
Nadie respondió. Él se marchó.
—Nunca he sabido por qué necesitamos un maldito doctor para decirnos si un fiambre está muerto o no —se quejó el jefe de Policía.
Era un hombre grande y curtido ataviado con muchos galones dorados. Había ido ascendiendo desde la base del escalafón. Todo en él desde la brazada de franjas doradas del uniforme hasta los zapatos de punta cuadrada a medida decía «polizonte». Los agentes de Centre Street le llamaban a sus espaldas Spark Plug, por el jamelgo de pezuñas sensibles de la tira cómica Barney Google.
El grupo junto al cadáver del hombre blanco, del cual él era el eje central, había crecido para entonces, incluyendo, además de los protagonistas principales, dos subcomisarios de Policía, un inspector de Homicidios y tenientes de uniforme anónimos procedentes de distritos colindantes.
Los subcomisarios se mantenían en silencio. Unicamente el comisario en persona tenía alguna autoridad sobre el jefe de Policía, y estaba en casa metido en la cama.
—Este asunto es un follón del carajo —dijo el jefe hablando de manera general—. ¿Hemos puesto de acuerdo nuestras versiones?
Todos asintieron.
—Entonces, vamos, Anderson, hablemos con la prensa —le dijo al teniente al cargo de la comisaría de distrito de la calle 126.
Cruzaron la calle para reunirse con un grupo de periodistas que estaban siendo mantenidos a raya.
—Muy bien, señores, pueden tomar sus fotos —permitió.
Las bombillas de los flashes hicieron explosión en su cara. Después, los fotógrafos se amontonaron alrededor de los cadáveres y les dejaron frente a los reporteros.
—Aquí está, señores. Se ha identificado al fallecido por su documentación como Ulysses Galen, residente en Nueva York. Vive solo en una suite de dos habitaciones en el Hotel Lexington. Lo hemos comprobado. El hotel cree que su esposa murió. Es un director de ventas de la King Cola Company. Nos hemos puesto en contacto con su oficina central en Jersey y hemos averiguado que Harlem está dentro de su zona.
Su fuerte acento era música para los oídos de los reporteros en mitad de la ruidosa noche. Las estilográficas arañaban los cuadernos. Las bombillas de los flashes descargaban sobre los cadáveres como una andanada de fuego antiaéreo.
—Una carta en su bolsillo de una tal señora Helen Kruger, de Wading River, Long Island, comienza con un «Querido papá». Hay una carta sin enviar dirigida a Homer Galen, en el 1600 de Michigan Avenue en Chicago. Es un distrito de negocios. No sabemos si Homer Galen es su hijo u otro familiar…
—¿Qué hay sobre las causas de su muerte? —interrumpió un reportero.
—Sabemos que recibió un disparo en la parte posterior de la cabeza a manos de un hombre negro llamado Sonny Pickens, que lleva un salón de limpieza de calzado en la confluencia de la calle 134 con Lenox Avenue. Varios negros se sintieron molestos al ver a la víctima bebiendo en un bar situado en la esquina entre la calle 129 y Lenox…
—¿Qué estaba haciendo en un bar mugriento aquí en Harlem?
—Aún no lo hemos averiguado. Probablemente dar un garbeo. Sabemos que el barman resultó herido con una navaja al intentar protegerle de otro agresor de color…
—¿Cómo le atacó el limpiabotas moreno?
—No tiene gracia, señores. El primer negro le atacó con una navaja…, intentó atacarle: el barman le salvó. Cuando salió del bar, Pickens lo persiguió calle abajo y lo disparó por la espalda.
—Acaso espera que le pegue un tiro a un blanco de frente.
—Dos detectives de color de la comisaría de distrito de la calle 126 llegaron al escenario a tiempo de arrestar a Pickens prácticamente en mitad del homicidio. Todavía tenía el arma en la mano —continuó el jefe de Policía—. Esposaron al detenido y se encontraban a punto de llevarlo a comisaría cuando lo secuestró una banda juvenil de Harlem que se hace llamar los Musulmanes Molones.
Los reporteros estallaron en carcajadas.
—Qué, ¿no son los Mau-Maus?
—No tiene gracia, señores —volvió a decir el jefe de Policía—. Uno de ellos intentó arrojar ácido a los ojos de uno de los detectives.
Los reporteros se callaron.
—Otro gánster le tiró ácido a la cara a un agente en esta zona hace algo así como un año, ¿no es verdad? —recordó un reportero—. También era un policía de color. Johnson, Coffin Ed Johnson, le llamaban.
—Es el mismo agente —declaró Anderson, interviniendo por primera vez.
—Debe de ser un imán —dijeron los reporteros.
—Simplemente es un hombre duro y le tienen miedo —explicó Anderson—. Tienes que ser duro para ser un policía de color en Harlem. Lamentablemente, la gente de color no respeta a los policías de color a menos que sean duros.
—Disparó y mató al que le tiró el ácido —añadió el jefe de Policía.
—¿Se refiere al primero o a este? —preguntó el reportero.
—A este, al Musulmán —contestó Anderson.
—Durante el alboroto, Pickens y los otros escaparon internándose en la multitud —dijo el jefe de Policía.
Se giró y señaló un edificio de viviendas al otro lado de la calle. Parecía indescriptiblemente feo bajo la deslumbrante luz de una docena de potentes focos. Había policías de uniforme en la azotea, otros entraban y salían a través del recibidor; y otros más sacaban las cabezas por las ventanas de la fachada para gritarles a otros policías a pie de calle. Las demás ventanas que daban a la calle estaban atestadas de caras negras, que parecían racimos de extraños frutos púrpuras bajo la descarnada luz blanca.
—Pueden ver por ustedes mismos que estamos buscando al asesino —continuó el jefe de Policía—. Vamos a registrar esos edificios con todos los medios a nuestro alcance, uno por uno, apartamento por apartamento, habitación por habitación. Tenemos la descripción del asesino. Lleva puestas unas esposas que no se pueden forzar. Deberíamos de tenerle detenido antes de que amanezca. Es imposible que escape de esta batida.
—Si es que no lo ha hecho ya —dijo un reportero.
—No lo ha hecho. Llegamos demasiado rápido.
Los reporteros empezaron después a hacerle preguntas.
—¿Es Pickens uno de los Musulmanes Molones?
—Sabemos que fue rescatado por siete de ellos. El octavo murió.
—¿Había algún indicio de robo?
—No, a menos que la victima portara objetos de valor que desconociéramos. Su cartera, reloj y anillos están intactos.
—¿Entonces cuál fue el móvil? ¿Una mujer?
—Bueno, no es probable. Era un hombre importante, de un nivel económico acomodado. No tenía por qué buscar mujeres por aquí.
—Ha ocurrido antes.
El jefe de Policía abrió los brazos en señal de asentimiento.
—Es verdad. Pero en este caso, los dos negros que le atacaron lo hicieron porque les molestaba su presencia en un bar de gente de color. Expresaron su enfado con numerosas palabras. Tenemos testigos de color que los oyeron. Los dos negros habían perdido el control de sus facultades. El primero había estado bebiendo toda la tarde. Y Pickens había estado también fumando marihuana.
—De acuerdo, jefe, es su historia —dijo el decano de los reporteros de sucesos, poniendo fin a la rueda de prensa.
El jefe de Policía y Anderson cruzaron de nuevo la calle hacia el grupo que estaba en silencio.
—¿Sé salió con la suya? —preguntó uno de los subcomisarios.
—Maldita sea, tuve que contarles algo —se defendió el jefe de Policía—. ¿Quiere que les cuente que un ejecutivo blanco que gana quince mil dólares anuales fue tiroteado en una calle de Harlem por un negro fumeta con una pistola de fogueo que fue inmediatamente rescatado por una pandilla de delincuentes juveniles de Harlem, mientras todo lo que tenemos para mostrar los esfuerzos del maldito cuerpo de Policía al completo es un adolescente muerto al que llaman Musulmán Molón?
—Seguro qu’ahora ya no’s tan molón —comentó Haggerty en sotto voce.
—¿Quiere que nos convirtamos en el hazmerreír de todo el puñetero mundo? —siguió el jefe de Policía, calentándose con el tema—, ¿quiere que se diga que la Policía de Nueva York se vio incapaz de actuar mientras un blanco se hacía matar en mitad de una calle abarrotada de negros?
—Bueno, ¿y no lo logró? —ironizó el teniente de Homicidios.
—No estaba acusándole —se disculpó el subcomisario.
—Pickens es el que lo tiene más crudo —intervino Anderson—. Lo hemos señalado como asesino cuando sabemos que él no lo hizo.
—No sabemos ni una maldita cosa —replicó el jefe de Policía, poniéndose rojo de la rabia—. Podría haber manipulado los cartuchos con balas auténticas. Se ha hecho antes, maldita sea. E incluso en el supuesto de que él no lo matara, no debería haber estado persiguiéndolo con una maldita pistola que sonaba como una de verdad. No tenemos a ningún otro sospechoso aparte de él, y se trata sólo de su negro culo.
—Alguien le disparó, y no fue con ninguna pistola de fogueo —dijo el teniente de Homicidios.
—¡Bien, maldita sea, póngase a ello y averigüe quién lo hizo! —rugió el jefe de Policía—. Usted está en Homicidios; ese es su trabajo.
—Por qué no uno de los Musulmanes —sugirió amablemente el subcomisario—. Estaban en la escena del crimen, y estos pandilleros juveniles siempre llevan armas.
Hubo un momento de silencio mientras consideraban la posibilidad.
—¿Qué piensas, Jones? —le preguntó el jefe de Policía a Grave Digger—. ¿Crees que había alguna relación entre Pickens y los Musulmanes?
—Es como dije antes —señaló Grave Digger—, a mí no me lo pareció. Tal como yo lo veo, esos adolescentes se reunieron alrededor del cadáver justo después del tiroteo, como hizo toda la gente. Y cuando Ed se puso a disparar, todos corrieron juntos, como el resto. No veo razón para creer que Pickens los conociera siquiera.
—Eso es lo que yo también tenía entendido —dijo decepcionado el jefe de Policía.
—Pero esto es Harlem —corrigió Grave Digger—. Nadie está al tanto de todas las conexiones aquí.
—Además, no tenemos más que a uno de ellos, y este no lleva arma —recordó Anderson—. Y ya han oído el informe de Haggerty de la declaración que tomó del barman y del encargado del Dew Drop Inn. Tanto Pickens como el otro hombre estaban molestos por que Galen trataba de ligar con mujeres de color. Y nadie de la banda de los Musulmanes estaba allí siquiera en ese momento.
—Pudo haber sido algún otro hombre que se sintiera de la misma forma —añadió Grave Digger—. Podría haber visto a Pickens disparar contra Galen y pensó en pegar también un tiro.
—¡Qué gente! —soltó el jefe de Policía—. Muy bien. Jones, empieza a trabajar desde ese ángulo y mira a ver qué puedes descubrir. Pero que no se meta la prensa.
Cuando Grave Digger comenzó a irse, Coffin Ed se puso a su lado.
—Tú no, Johnson —señaló el jefe de Policía—. Tú vete a casa.
Tanto Grave Digger como Coffin Ed se dieron la vuelta y se enfrentaron al silencio.
—¿Estoy bajo suspensión? —preguntó Coffin Ed en tono áspero.
—Por el resto de la noche —contestó el jefe de Policía—. Quiero que ambos os presentéis en la oficina del comisario mañana a las nueve en punto. Jones, sigue adelante con tu investigación. Conoces Harlem, sabes adónde tienes que ir y con quién hablar. —Se volvió hacia Anderson—. ¿Tienes a algún hombre para trabajar con él?
—Haggerty —ofreció Anderson.
—Trabajaré solo —dijo Grave Digger.
—No corras riesgos —añadió el jefe de Policía—. Si necesitas ayuda, sólo pega un grito. Empléate a fondo. Me importa un carajo cuántas cabezas rompas; te cubriré las espaldas. Simplemente no mates a más adolescentes.
Grave Digger se dio la vuelta y caminó con Coffin Ed hacia su coche.
—Déjame en la estación del Independent —dijo Coffin Ed.
Los dos vivían en Jamaica y cogían la línea E cuando no utilizaban el coche.
—Lo estaba viendo venir —admitió Grave Digger.
—Si hubiera sido antes podría haber llevado a mi hija al cine —se lamentó Coffin Ed—. La veo tan poco que apenas sé nada de ella.