4

Había una cancela de hierro oxidada en el muro de hormigón que separaba los pequeños patios traseros. El líder de la pandilla la abrió con su propia llave. La cancela giró en silencio sobre las engrasadas bisagras.

El pasó primero.

—¡Camina! —ordenó el secuaz con la navaja, aguijoneando a Sonny.

Sonny caminó.

El otro secuaz mantenía el lazo alrededor de su cuello como si fuera una cadena para perros.

Cuando todos hubieron pasado, el líder cerró la cancela y echó la llave.

Uno de los secuaces dijo:

—¿Crees que Caleb está malherío?

—Deja d’hablá delante’l prisionero —le reprendió el líder—. Es que no ties cerebro o qué.

El agrietado pavimento de hormigón estaba sembrado de botellas de vidrio rotas, trapos y objetos diversos arrojados desde las ventanas de la parte de atrás: un muelle de cama oxidado, un colchón de algodón con un gran agujero chamuscado en el centro, varios neumáticos gastados de automóvil y los restos medio resecos de un gato negro con la pata izquierda arrancada y los ojos devorados por las ratas.

Avanzaron con cuidado sorteando la porquería.

Sonny se tropezó con un montón de cubos de basura que estaban algo separados. Uno de ellos cayó al suelo con gran estrépito. De él surgió un repentino y pútrido olor.

—¡Maldición, ten cuidao! —le increpó el líder—. Mira por onde vas.

—Oh, tío, ¿es que nadie s’acuerda qu’estamos aquí atrá? —se quejó Choo-Choo.

—No me llames tío —dijo el líder.

—Sheik, quiero decí.

—¿Qué vais a’cé conmigo, colegas? —preguntó Sonny.

El colocón de hierba se le había pasado: las rodillas le flaqueaban y se sentía hambriento; tenía un regusto salobre en la boca y el miedo le había hecho un nudo en el estómago.

—Vamos a venderte a los judíos —bromeó Choo-Choo.

—No m’engañáis, sé que no sois árabes —dijo Sonny.

—Vamos a’sconderte de la poli —aseguró Sheik.

—Yo no he’cho na —afirmó Sonny.

Sheik se paró, y todos se giraron para mirar a Sonny. Sus ojos eran medias lunas blancas en la oscuridad.

—Muy bien, si no has hecho na t’enviaremos de vuelta con la poli —dijo Sheik.

—No, ‘spera un momento, sólo quiero sabé onde me lleváis.

—Te llevamos a casa con nosotros.

—Bien, entonces vale.

No había puerta trasera al vestíbulo como en el otro bloque. Unas deterioradas escaleras de hormigón bajaban a la puerta de un sótano. Sheik sacó otra llave también para abrirla. Entraron en un pasillo a oscuras. Había agua estancada en el suelo agrietado. El aire olía como a tela mohosa y a sumidero viejo. Tuvieron que quitarse las gafas ahumadas para poder ver.

A mitad de camino, una débil luz amarilla surcó en diagonal el pasillo desde una puerta abierta. Entraron en una habitación pequeña y mugrienta.

Un hombre enfermo vestido con unos calzoncillos largos de algodón estaba tumbado en un sucísimo catre de sacos de arpillera y tapado con una andrajosa mantilla para caballos.

—¿Traéi algo pa’l viejo Bad-eye? —dijo con voz quejumbrosa.

T’hemos traío una negrita guapa —dijo Choo-Choo.

El viejo se incorporó apoyándose en los codos:

¿Onde’stá?

—No le tomes el pelo —le recriminó Inky.

—Túmbate y calla —dijo Sheik—. Ya te dije antes que no te traeríamos na ‘sta noche. —Se volvió hacia sus secuaces—. Vamos, bromistas, daos prisa.

Empezaron a quitarse los disfraces. Bajo las túnicas blancas llevaban pantalones negros y sudaderas. Las barbas estaban fijadas con pegamento.

Sin los disfraces, tenían el aspecto de tres estudiantes de instituto.

Sheik era un chico mulato alto, con extraños ojos amarillos y pelo crespo rojizo. Tenía la figura de hombros anchos y cintura estilizada de un atleta. Su rostro era amplio, su nariz chata con aletas anchas y gruesas, y su piel pecosa. Tenía pinta de antipático.

Choo-Choo era más bajo, rechoncho y oscuro, con la cabeza ovoide y la cara chata y expresiva del bromista nato. Tenía piernas estevadas y los pies torcidos hacia dentro, aunque eran ligeros a la hora de correr.

Inky era un chico de altura media que no llamaba la atención, de condición mansa y sumisa, y negro como el alquitrán.

¿Onde’stá la pistola? —preguntó Choo-Choo cuando no la vio metida en el cinturón de Sheik.

—Se la pasé a Bones.

—¿Y qué va’cé con ella?

—Cállate y deja de discutí lo qu’hago.

—¿Onde crees que fueron tos, Sheik? —preguntó Inky, intentando poner paz.

—Si son avispaos, a casa —respondió Sheik.

El viejo del catre les observó doblar sus disfraces hasta convertirlos en pequeños paquetes.

—Ni siquiera un poco de King Kong —lloriqueó.

—¡No, na de na! —gritó Sheik.

El viejo se incorporó sobre los codos.

—¿Qué quies decí con na de na? T’echaré d’aquí. Soy’l portero. No veráh mis llaves. Me…

Cierra’l pico antes de que te lo cierre yo, y si algún poli baja’quí a fisgonea mejó que también lo tengas cerrao. Te traeré algo mañana.

—¿Mañana? ¿Una botella?

El viejo se echó, más calmado.

—Vamos —les dijo Sheik a los otros.

Antes de irse, cogió un abrigo militar harapiento de un gancho en la puerta sin que el portero se diera cuenta. Paró a Sonny en el pasillo y le quitó el lazo del cuello, echando luego el abrigo sobre sus esposas. Parecía como si Sonny estuviera simplemente llevando un abrigo con ambas manos.

—Ahora nadie verá’sas esposas —aseguró Sheik. Volviéndose hacia Inky, le dijo—: Sube tú primero y mira cómo’stá el panorama. Si crees que podemos pasá por delante los polis sin que nos paren, haz una señá.

Inky subió las carcomidas escaleras de madera y cruzó la puerta que daba al vestíbulo del primer piso. Después de un minuto, abrió la puerta y les llamó con señas.

Subieron en fila.

Los extraños que se habían metido de cabeza en el edificio para escapar del tiroteo estaban siendo retenidos dentro por dos policías de uniforme que bloqueaban la puerta de salida. Nadie prestó atención a Sonny y los tres pandilleros. Siguieron subiendo hasta el último piso.

Sheik abrió una puerta con otra llave y entró el primero en una cocina.

Una anciana mujer de color con un vestido largo y suelto de un azul descolorido, con remiendos de un azul más oscuro, estaba sentada en una mecedora junto a una cocina de carbón, zurciendo un raído calcetín masculino de lana sobre un huevo de madera mientras fumaba en una pipa hecha con una mazorca de maíz seca.

—¿Eres tú, Caleb? —preguntó, mirando por encima de unas antiquísimas gafas con montura de acero.

—Somos sólo Choo-Choo, Inky y yo —contestó Sheik.

—Oh, eres tú, Samson —el tono de expectación de su voz se transformó en desilusión—. ¿Onde’stá Caleb?

—Fue a trabajá’l centro a una bolera, abuela. Colocando bolos —mintió Sheik.

—Señó, ‘se crío siempre’stá fuera trabajando de noche —dijo con un suspiro—. De verdá’spero por Dió que no s’esté metiendo’n líos con tanto trabajá de noche, porque su vieja abuela’stá demasiao mayó pa velá por él como haría una madre.

Era tan mayor que el color de su piel café oscuro se había desteñido formando manchas, lo que hacía que pareciera la de un guisante moteado seco, y los ojos antaño marrones se habían vuelto de un azul lechoso. Su cráneo huesudo carecía de pelo en la frente, y la piel moteada se aplastaba tirante sobre él. Lo que quedaba de su corto cabello gris estaba recogido en una pequeña bola compacta en la parte posterior de la cabeza. El contorno del hueso de cada dedo afanado en el manejo de la aguja de zurcir resultaba claramente visible a través de la transparente piel apergaminada.

—No s’está metiendo’n problemas —aseguró Sheik.

Inky y Choo-Choo empujaron a Sonny a la cocina y cerraron la puerta.

La abuela miró con ojos escrutadores a Sonny por encima de sus gafas.

—No conozco a‘ste chico. ¿También é amigo de Caleb?

S’el compañero al que sustituye Caleb —dijo Sheik—. Se hizo daño’n las manos.

La abuela frunció los labios.

—Hay tantos de vosotro entrando y saliendo d’aquí to’l tiempo que de verdá ‘spero que no andéi haciendo diabluras. Y este chico nuevo paece mayó que vosotro.

—Te preocupas demasiao —contestó Sheik con rudeza.

—¿Einnn?

—Vamos a nuestro cuarto —dijo Sheik—. No’speres a Caleb. Volverá tarde.

—¿Einnn?

—Vamos —terminó Sheik—. Ya n’oye na.

Era un apartamento alargado como un tren, con una habitación detrás de otra. La siguiente habitación tenía dos camas pequeñas de hierro esmaltadas en blanco donde dormían Caleb y su abuela, y una pequeña estufa rechoncha en una esquina, sobre una estera metálica. Encima de una mesa reposaban un jarro y una jofaina, y había una cómoda con un pequeño espejo barato en lo alto. Al igual que en la cocina, todo estaba limpio como una patena.

—Dadme vuestras cosas y vigilá a la abuela —dijo Sheik, cogiendo sus disfraces doblados en bultos.

Choo-Choo agachó la cabeza hasta el ojo de la cerradura.

Sheik abrió un gran baúl de cedro viejo con otra llave de su llavero y guardó los bultos bajo capas de mantas viejas y enseres domésticos. Era el baúl del ajuar de la abuela: allí guardaba las cosas que le dieron los blancos para los que trabajó, con intención de dárselo a Caleb cuando se casara. Sheik le echó la llave al baúl y la usó después para abrir la puerta de la siguiente habitación. Los demás le siguieron y él cerró la puerta una vez pasaron.

Era la habitación que Choo-Choo y él tenían alquilada. Había una cama de matrimonio donde dormían los dos, una cómoda con un espejo y un jarro y una jofaina sobre la mesa, como en la otra habitación. En torno a la esquina había una cortina de percal que creaba un espacio a modo de ropero. Pero había un montón de trastos tirados y no estaba tan limpio.

Una ventana estrecha daba al rellano de la escalera de incendios de hierro pintada de rojo que bajaba por la fachada del edificio. Estaba protegida por una reja de hierro cerrada con un candado.

Sheik abrió el candado con una llave y salió a la escalera de incendios.

—Mirá esto —dijo.

Choo-Choo salió también; Inky y Sonny se apiñaron en la ventana.

Vigila’l prisionero, Inky —recordó Sheik.

—No soy ningún prisionero —protestó Sonny.

—Sólo mira —le ignoró Sheik, señalando hacia la calle.

Abajo, en la amplia avenida, los coches patrulla de ojos rojos se extendían en una masa compacta, como hormigas monstruosas en torno a un hormiguero. Tres ambulancias serpenteaban a través del laberinto, junto con dos coches fúnebres policiales, los coches de la oficina del comisario de la Policía y los de la oficina del forense. Policías de uniforme y hombres en ropa de paisano iban y venían en todas direcciones.

—Los hombres de Marte —dijo Sheik—. La gran batía. ¿Qué te parece, Choo-Choo?

Choo-Choo estaba ocupado contando.

Los rellanos y los tramos inferiores de la escalera de incendios estaban atestados de otras personas que observaban el espectáculo. Tan lejos como alcanzaba la vista, todas y cada una de las ventanas de fachada a ambos lados de la calle se encontraban llenas de cabezas negras.

—He contao treinta y un coches patrulla —indicó Choo-Choo—. Son más de los qu’había’n la Octava Avenida cuando le tiraron a Coffin Ed el ácido’n los ojos.

—Están registrando los edificios uno a uno —dijo Sheik.

—¿Qué vamos a hacé con nuestro prisionero? —preguntó Choo-Choo.

—Primero tenemos que quitarle las esposas. Quizá podamos esconderlo arriba n’el palomá.

—Déjale las esposas.

—No podemos. Tenemos que prepararnos pa’l registro.

Choo-Choo y él regresaron a la habitación. Cogió a Sonny del brazo y señaló hacia la calle.

Te’stán buscando, tío.

La negra cara de Sonny empezó a ponerse gris otra vez.

—Yo no he’cho na. Mi pistola no era de verdá. Era de fogueo.

Los tres le miraron fijamente con cara de no creerse nada.

—Sí, pos eso no es lo qu’ellos piensan —recordó Choo-Choo.

Sheik estaba mirando a Sonny con una expresión extraña.

—¿Estás seguro, tío? —preguntó lleno de tensión.

—Seguro, ‘stoy seguro. Sólo dispara balas de fogueo del calibre 37.

—¿Entonces no fuiste tú’l que disparó al semental blanco?

—Esos lo que os he’stao diciendo. No pude sé yo.

Algo cambió dentro de Sheik. Su cara chata, amarillenta y pecosa adoptó una expresión fiera. Subió los hombros, tratando de adoptar un aspecto peligroso e importante.

—La poli’stá intentando enchironarte, tío —soltó—. Tenemos qu’esconderte pero ya.

¿Qu’hacías con una pistola que no dispara balas? —preguntó Choo-Choo.

—La tenía’n mi salón de limpieza como broma, na más —dijo Sonny.

Choo-Choo chasqueó los dedos.

—Te conozco. Eres el tipo que trabaja n’ese salón de limpieza de calzao al lao del Savoy.

—Es mi salón de limpieza de calzao.

—¿Cuánta maría‘scondes ahí?

—No la paso.

—Sheik, este tío s’un pureta.

—Cortá la cháchara —interrumpió Sheik—. Quitémosle’stas esposas al prisionero —lo intentó con llaves y ganzúas, pero no consiguió que se abrieran, así que le dio a Inky una lima triangular y le dijo—: Intenta cortá la cadena’n dos. Poneos en la cama. —Luego se volvió hacia Sonny—: ¿Cómo te llamas, tío?

—Aesop Pickens, pero la gente suele llamarme Sonny.

—Muy bien, Sonny.

Oyeron la voz de una chica que hablaba con la abuela, y escucharon en silencio unas pisadas con suela de goma que cruzaban la otra habitación.

Un golpe seco, luego tres rápidos y después otro más sonaron en la puerta.

—Gaza —dijo Sheik con su boca junto al entrepaño.

—Suez —respondió la voz de una chica.

Sheik abrió la puerta con la llave.

Entró una chica y cerró la puerta tras ella, de nuevo con llave.

Era una chica alta de piel sepia y cortos rizos negros que llevaba un suéter de cuello alto, una falda escocesa, calcetines cortos y zapatos blancos de ante. Tenía la nariz respingona, boca grande, labios gruesos, dientes blancos bien colocados y unos ojos marrones bien separados y ribeteados de largas pestañas negras.

Aparentaba unos dieciséis años, y llegó sin aliento por la emoción.

Sonny la miró detenidamente y murmuró para sí: «Si no’s un ángel, que baje Dios y la vea».

—Demonios, sólo’s Sissie. Pensé qu’era Bones con la pistola —dijo Choo-Choo.

—Deja de lloriqueá por la pistola. Está a salvo con Bones. Los polis no van a registrá la casa d’un basurero. Su viejo trabaja pa la ciudá igual qu’ellos.

—¿Qué es eso de Bones y la pistola? —preguntó Sissie.

—Sheik tiene…

No’s asunto de Sissie —le cortó Sheik.

—Alguien dijo que habían disparado a un árabe y al principio pensé que eras tú —dijo Sissie.

—Esperabas que fuera yo —le reprochó Sheik.

Se giró, ruborizándose de vergüenza.

—No me mires a mí —le dijo Choo-Choo a Sheik—. Díselo tú. Es tu chica.

—Fue Caleb —confesó Sheik.

—¡Caleb! ¡Santo Dios! —Sissie se dejó caer en la cama al lado de Sonny. Parecía anonadada—. ¡Santo Dios! Pobre Caleb. ¿Qué hará la abuela?

—¿Qué demonios pue hacé? —espetó Sheik con crudeza—. ¿Levantarlo de los muertos?

—¿Lo sabe ella?

—¿Te parece a ti que lo sepa?

—¡Santo Dios! Pobre Caleb. ¿Qué hizo?

—Yo l’hice al viejo Coffin Ed el salúo apestoso y… —empezó Choo-Choo.

—¡No te atreverías! —exclamó ella.

—Vaya que no.

—¿Qué hizo Caleb?

—Le tiró perfúme‘ncima al monstruo. S’el salúo Musulmán pa los polis. Ya t’hablé d’él. Pero’l monstruo debió pensá que Cal l’estaba tirando más ácido a los ojos. Pegó’l tiro tan rápido que no pudimos decirle na.

—¡Santo Dios!

—¿OndeÆstá Sugartit? —preguntó Sheik.

—En casa. No ha bajado a la ciudad esta noche. La llamé por teléfono y me dijo que estaba enferma.

—Vale. ¿Has tenío algún problema pa entrá?

—No. Le dije a los polis de la puerta que vivía aquí.

Oyeron la señal telegrafiada en la puerta.

Sissie dio un grito ahogado.

Sheik le lanzó una mirada de sospecha.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó.

—Nada.

Dudó antes de abrir la puerta.

—¿Esperas a alguien?

—¿Yo? No. ¿A quién podría estar esperando?

—Tas comportándote de forma muy rara.

—Sólo estoy nerviosa.

La señal fue telegrafiada de nuevo.

Sheik se acercó a la puerta y dijo: «Gaza».

—Suez —respondió una cantarina voz de chica.

Sheik le lanzó una mirada amenazadora a Sissie mientras abría la puerta.

Una chica de piel chocolate y huesos finos vestida como Sissie se deslizó apresuradamente al interior de la habitación.

Al ver a Sissie, se quedó quieta y soltó un «¡oh!» con tono de culpabilidad.

La mirada de Sheik viajó de la una a la otra.

—Creía qu’habías dicho qu’estaba’n casa —acusó a Sissie.

—Eso creía —dijo Sissie.

Volvió a mirar a Sugartit.

—¿Qué demonios pasa contigo? ¿Qué narices’ta pasando aquí?

—Han matado a un Musulmán y pensé que eras tú —respondió.

—Toas vosotras, pequeñas zorras, ’tabais esperando que fuera yo —dijo él.

Ella tenía unos ojos oscuros color ciruela con largas pestañas negras que parecían guardar algún secreto. Le lanzó una corta mirada desafiante a Sissie y dijo:

—A mí no me incluyas.

—¿Se lo has dicho a l’abuela? —preguntó Sheik.

—Claro que no.

—Fue tu novio, Caleb —soltó de manera cruel Sheik.

Ella dio un grito agudo y cargó contra Sheik, arañando y dando patadas.

—¡Sucio bastardo! —gritó—. Siempre me estás tomando el pelo.

Sissie la apartó de un tirón.

—Cállate y mantén la boca cerrada —dijo de forma tensa.

—Díselo tú —le pidió Sheik.

—Fue Caleb, es cierto —corroboró Sissie.

—¡Caleb! —chilló Sugartit tirándose boca abajo sobre la cama. Se levantó en un instante, soltando acusaciones contra Sheik—: Tú lo hiciste. Tú hiciste que lo mataran. Por mí. Porque él tuvo más suerte y no pudiste conseguir que yo hiciera lo que obligaste a hacer a Sissie.

—Eso es mentira —se defendió Sissie.

—¡Caleb! —gritó Sugartit con todas sus fuerzas.

—Calla, l’abuela te va a oí —advirtió Choo-Choo.

—¡Abuela! ¡Caleb está muerto! ¡Sheik lo ha matado! —volvió a gritar.

—Haz que pare —le ordenó Sheik a Sissie—. S’está poniendo histérica y no quiero tené qu’hacerla daño.

Sissie la agarró por detrás, le tapó la boca con una mano y le retorció el brazo por detrás de la espalda con la otra.

Sugartit le echó una mirada furiosa a Sheik por encima de la mano de Sissie.

L’abuela no pue oí na —dijo Inky.

—Una leche que no —replicó Choo-Choo—. Pue oí cuando l’interesa.

—¡Suéltame! —masculló Sugartit, y mordió la mano de Sissie.

—¡Deja de hacer eso! —gritó Sissie.

—Voy a ir a verle —masculló de nuevo Sugartit—. Le quiero. No puedes detenerme. Voy a averiguar quién le disparó.

—Lo hizo tu viejo —soltó con crudeza Sheik—. El monstruo, Coffin Ed.

—¿He oío a alguien llamá a Caleb? —preguntó la abuela desde el otro lado de la puerta.

Sheik cerró rápidamente sus manos en torno a la garganta de Sugartit y la ahogó para que se callara.

—No, abuela —dijo en voz alta—. Son sólo’stas tontas discutiendo sobre sus cigarrillos de cubeba.

—¿Einnn?

—¡Cubeba! —gritó Sheik.

—Armái tanta bulla qu’una no pue oírse pensá —se quejó ella. La oyeron arrastrar los pies de vuelta a la cocina.

—Dios mío, va a estar levantada esperándole —dijo Sissie.

Sheik y Choo-Choo intercambiaron miradas.

—Ni siquiera sabe qu’está pasando’n la calle —añadió Choo-Choo.

Sheik retiró las manos de la garganta de Sugartit.