3

Una sirena de policía sonó en la distancia. Venía del este; empezó como el lamento de un alma en pena y ganó intensidad hasta convertirse en un alarido. Se oyó otra desde el oeste; se le unieron más desde el norte y el sur, sonando una tras otra como cazas despegando de un portaaviones.

—Veamos qué llevan encima estos Musulmanes molones —dijo Grave Digger.

—Recuento, sultanes —añadió Coffin Ed.

Tenían el caso cerrado antes de que llegaran los coches patrulla. La presión había desaparecido. Se sentían los reyes del mambo.

—Alabemos a Alá —dijo el más alto de los árabes.

Como si estuvieran celebrando un ritual, los otros dijeron: «Meca», y todos se inclinaron con los brazos extendidos.

—Cortad el numerito y poneos derechos —reprendió Grave Digger—. Os vamos a retener como testigos.

—¿Quién tie l’oración? —preguntó el líder con la cabeza inclinada.

—Yo la tengo —respondió otro.

—Rézale al gran monstruo —ordenó el líder.

El que guardaba la oración se dio la vuelta lentamente y presentó su trasero cubierto por la blanca túnica a Coffin Ed. Un sonido similar al aullido quejumbroso de un perro salió de él.

—Alá sea loao —dijo el líder y, en respuesta, las blancas y amplias mangas de sus túnicas batieron el aire frente a ellos.

Coffin Ed no entendió lo que estaba ocurriendo hasta que Sonny y sus amigos se rieron sorprendidos. Entonces su cara se contrajo negra de rabia.

—¡Niñatos! —gruñó con voz áspera, le soltó una patada al árabe encorvado que le hizo dar una voltereta y se colocó encima de él con el revólver como si fuera a dispararle.

—Calma, tío, tranquilízate —dijo Grave Digger, intentando poner cara seria—. No puedes matar a un hombre por tirarse un pedo en tu cara.

—Espera, monstruo —vociferó un tercer árabe, arrojando un líquido al rostro de Coffin Ed con un frasco de vidrio—, Refréscat’un poco.

Coffin Ed vio el destello del frasco y el líquido volando hacia su cara, y se agachó trazando un amplio arco hacia el árabe con el cañón de su revólver.

¡Sólo’s perfume! —gritó este último alarmado.

Pero Coffin Ed no le oyó a través del estruendo del torrente de sangre que le estaba subiendo a la cabeza. Lo único en lo que podía pensar era en un estafador llamado Hank tirándole un vaso de ácido a la cara. Y esto tenía pinta de ser ácido también. La súbita e hirviente cólera convirtió su cara quemada en una máscara espantosa, y sus labios llenos de cicatrices dejaron al descubierto sus dientes apretados.

Disparó dos veces consecutivas y el árabe que sujetaba el frasco medio lleno de perfume dijo «oh» en voz baja y cayó lentamente doblado sobre el pavimento. Detrás de él, entre el gentío, una mujer gritó al ceder su pierna bajo su peso.

Los demás árabes salieron a todo correr. Sonny huyó con ellos. Medio segundo después sus amigos le siguieron.

—¡Maldita sea, Ed! —gritó Grave Digger lanzándose a por el arma.

Trató de agarrar el cañón, desviándolo al tiempo que se producía otro tiro. La bala partió por la mitad un cable telefónico en las alturas. Cayó entre la multitud desencadenando una cacofonía de gritos.

Todo el mundo salió corriendo.

La muchedumbre presa del pánico se dirigió en estampida hacia los portales más cercanos, arrollando a la mujer que había recibido el disparo y a otros dos que cayeron al suelo.

Grave Digger empezó a forcejear con Coffin Ed y cayeron encima del cadáver del hombre blanco. Grave Digger tenía el revólver de Coffin Ed cogido por el cañón y estaba intentando quitárselo de la mano.

—Ed, soy yo, Digger —siguió diciendo—. Suelta el arma.

—Suéltame, Digger, suéltame. Déjame matarlo —profería como un loco, con lágrimas resbalándole por su espantosa cara—. Lo han vuelto a hacer, Digger.

Rodaron adelante y atrás sobre el cadáver.

—Eso no era ácido, era perfume —dijo Grave Digger entre jadeos.

—Suéltame, Digger, te lo advierto —masculló Coffin Ed.

Mientras ellos se revolcaban violentamente sobre el cadáver a un lado y a otro, dos de los árabes siguieron a Sonny al interior del vestíbulo de un bloque de pisos. Las demás personas que se apiñaban dentro se hicieron a un lado y les dejaron pasar. Sonny vio que las escaleras estaban llenas de gente y siguió penetrando en el edificio en busca de una salida trasera. Salió a un pequeño patio trasero rodeado de muros de piedra. Los árabes le siguieron. Uno le puso un lazo al cuello, tirándole el sombrero, y lo apretó con fuerza. El otro sacó una navaja automática y le pinchó ligeramente el costado con la punta.

—Si gritas ‘tas muerto —dijo el primero de ellos.

El líder de los árabes se les unió.

—Saquémosle d’aquí —dijo.

En ese momento, los coches patrulla empezaron a descargar policías. Dos agentes y el detective Haggerty salieron de uno de ellos de manera enérgica, siendo los primeros en la escena del crimen.

—¡Madre de Dios! —exclamó Haggerty.

Los policías se quedaron pasmados.

A primera vista parecía que los dos detectives de color estaban forcejeando con el hombretón blanco en una lucha a muerte.

—No os quedéis ahí —jadeó Grave Digger—. Echadme una mano.

—Lo van a matar —dijo Haggerty mientras rodeaba a Grave Digger con sus brazos e intentaba tirar de él—. Vosotros agarrad al otro.

—Al diablo con eso —replicó el policía, golpeando la cabeza de Coffin Ed con su porra y dejándolo inconsciente.

El otro policía sacó su pistola y apuntó al cadáver.

—Un movimiento y disparo —amenazó.

—No se moverá: está muerto —le dijo Grave Digger a Haggerty.

—Está bien, maldición —dijo Haggerty indignado mientras lo soltaba—. Tú me pediste ayuda. ¿Cómo demonios voy a saber lo que está pasando?

Grave Digger se sacudió el abrigo y miró al tercer policía.

—No tenías por qué arrearle —dijo.

—No quería correr riesgos —contestó el policía.

—Callaos y vigilad al árabe —ordenó Haggerty.

El poli se acercó al árabe y le echó un vistazo.

—También está muerto.

—Santa María, ha llegado la peste —se quejó Haggerty—. Encárgate entonces de esa mujer.

Cuatro policías más llegaron corriendo. Por orden de Haggerty, dos se dirigieron hacia la mujer que había sido alcanzada por el disparo. Estaba tirada en medio de la calle desierta.

—Está viva, sólo inconsciente —indicó el policía.

—Dejadla para la ambulancia —dijo Haggerty.

—¿A quién se cree que está dando órdenes? —replicó el policía—. Conocemos nuestro trabajo.

—Vete a hacer puñetas —gruñó Haggerty.

Grave Digger se inclinó sobre Coffin Ed, le levantó la cabeza y le puso un frasco de amoniaco abierto bajo la nariz. Coffin Ed soltó un gemido.

Un sargento uniformado con la cara roja y corpulento como un tanque Sherman apareció encima de él.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.

Grave Digger miró hacia arriba.

—Se armó un jaleo y perdimos a nuestro detenido.

—¿Quién disparó a tu compañero?

—No le han disparado, sólo está noqueado.

—Muy bien. ¿Qué aspecto tiene vuestro detenido?

—Hombre de raza negra, alrededor de metro ochenta, entre veinticinco y treinta años, setenta y cinco a ochenta kilos, cara alargada de mentón protuberante, vestido con un sombrero gris claro, traje gris oscuro con rayas marrones, cuello americano blanco, corbata roja a rayas y botines beis. Va esposado.

Los pequeños ojos azul china del sargento fueron del cadáver del hombretón blanco al del árabe barbudo.

—¿A cuál de los dos se cargó? —preguntó.

—Al blanco —respondió Grave Digger.

—Muy bien, lo cogeremos —aseguró—. ¡Profesor! —llamó, elevando la voz.

El cabo, que se había parado para encender un cigarrillo, dijo:

—Mande.

—Acordona toda la maldita zona —dijo el sargento—. No dejes salir a nadie. Buscamos a un zulú de Harlem con traje. Ha asesinado a un hombre blanco. Está esposado, así que no puede haber ido muy lejos.

—Lo cogeremos —afirmó el cabo.

—Detén a todos los sospechosos —ordenó el sargento.

—De acuerdo —dijo el cabo, trotando apresuradamente hacia los policías que acababan de llegar.

—¿Quién le pegó el tiro al árabe? —quiso saber el sargento.

—Fue Ed —reconoció Grave Digger.

—Muy bien —dijo el sargento—. Cogeremos a vuestro detenido. Voy a llamar al teniente y al forense. Cuéntales a ellos el resto.

Se dio la vuelta y se fue detrás del cabo.

Coffin Ed se puso en pie de manera tambaleante.

—Tendrías que haberme dejado matar a ese hijo de puta, Digger —dijo.

—Míralo —respondió Grave Digger, señalando con la cabeza el cadáver del árabe.

Coffin Ed miró a este último fijamente.

—No sabía siquiera que le había dado —dijo como si estuviera saliendo de un trance. Tras un momento, añadió—: No puedo sentir pena por él. Así te lo digo, Digger, mataré a cualquier hijo de puta que intente otra vez tirarme ácido a los ojos.

—Huélete, tío —le pidió Grave Digger.

Coffin Ed inclinó la cabeza. La parte frontal de su traje oscuro y arrugado apestaba a perfume barato.

—Eso fue lo que te tiró. Solamente perfume —señaló Grave Digger—. Traté de avisarte.

—No debí de oírte.

Grave Digger respiró hondo.

—Tío, maldita sea, tienes que controlarte.

—Mira, Digger, un niño que se ha quemado le tiene miedo al fuego. Cualquiera que intente tirarme algo mientras está bajo arresto tiene muchas posibilidades de que le pegue un tiro.

Grave Digger no dijo nada.

—¿Qué le pasó a nuestro detenido? —preguntó Coffin Ed.

—Escapó —respondió Grave Digger.

Se giraron a la vez y contemplaron la escena.

A cada minuto llegaban nuevos coches patrulla, vomitando policías como si se estuviera preparando una invasión. Otros habían bloqueado Lenox Avenue a la altura de las calles 128 y 126, y habían cortado la 127 a ambos lados.

La mayor parte de la gente se había esfumado de la calle. Aquellos que se habían quedado estaban siendo arrestados como sospechosos. Varios conductores que estaban tratando de mover sus coches protestaban a voces asegurando que eran inocentes.

La Policía estaba precintando con rapidez los atestados bares de la zona. Las ventanas de los bloques de pisos estaban llenas de caras negras, y las salidas habían sido bloqueadas por la Policía.

—Tendrán que peinar esta jungla con un peine muy fino —dijo Grave Digger—. Con todos estos polis blancos por aquí, cualquier familia de color podría esconderlos.

—Yo también quiero echarles el guante a esa panda de niñatos —aseguró Coffin Ed.

—Bueno, por el momento tendremos que esperar a que lleguen los de Homicidios.

Pero el teniente Anderson llegó primero, con el sargento y el detective Haggerty pegados a él. Los cinco formaron un círculo bajo los faros del coche y entre los dos cadáveres.

—Muy bien, dadme primero los detalles esenciales —dijo Anderson—. Yo di el aviso, así que me sé el principio. No habían matado al tipo cuando recibí las primeras noticias.

—Estaba muerto cuando llegamos —empezó Grave Digger en un tono apagado e inexpresivo—. Fuimos los primeros en hacerlo. El sospechoso estaba de pie junto a la víctima con la pistola en la mano…

—Espere —dijo una nueva voz.

Un teniente vestido de paisano y un sargento del departamento de homicidios de la zona centro entraron en el círculo.

—Estos son los agentes que practicaron el arresto —expuso Anderson.

—¿Dónde está el detenido? —preguntó el teniente de homicidios.

—Escapó —contestó Grave Digger.

—Muy bien, vuelva a empezar —pidió el teniente de homicidios.

Grave Digger le contó la primera parte, y después continuó:

—Había dos amigos con él y un grupo de pandilleros juveniles alrededor del cadáver. Desarmamos al sospechoso y lo esposamos. Cuando empezamos a cachear a los niñatos de la pandilla tuvimos una pelea. Coffin Ed disparó a uno. El sospechoso escapó durante la pelea.

—Vamos a ver si me aclaro —dijo el teniente de Homicidios—, ¿los adolescentes estaban también implicados?

—No, sólo los queríamos como testigos —aclaró Grave Digger—, no hay dudas acerca del sospechoso.

—Bien.

—Cuando llegué, Jones y Johnson estaban peleándose y revolcándose encima del cadáver —añadió Haggerty—. Jones estaba intentando desarmar a Johnson.

El teniente Anderson y los hombres de homicidios le miraron, y luego se volvieron para observar a Grave Digger y después a Coffin Ed.

—Pasó lo siguiente —dijo Coffin Ed—: uno de los niñatos se dio la vuelta y se tiró un pedo en mi cara, y…

Anderson soltó un «¿qué?» y el teniente de homicidios dijo con incredulidad:

—¿Mataste a un hombre por tirarse un pedo?

—No, disparó a otro de los niñatos —aclaró Grave Digger con su tono monótono—. Uno que le tiró encima perfume de un frasco. Creyó que el niñato le estaba tirando ácido.

Miraron el rostro quemado por el ácido de Coffin Ed y desviaron la mirada avergonzados.

—El tipo que murió es un árabe —añadió el sargento.

—Es sólo un disfraz —reveló Grave Digger—. Pertenecen a una banda juvenil que se hace llamar los Musulmanes Molones.

—¡Ja! —soltó el teniente de Homicidios.

—Se dedican principalmente a pelearse con una banda juvenil de judíos del Bronx —explicó Grave Digger—. Dejamos eso a los asistentes sociales.

El sargento de Homicidios caminó hasta el cadáver del árabe, le quitó el turbante y despegó la barba falsa. La cara de un chaval de color con el pelo alisado y brillante y las mejillas lampiñas le devolvió la mirada. Dejó caer los complementos de su disfraz al lado del cuerpo y soltó un suspiro.

—Es sólo un crío —se lamentó.

Durante un momento, nadie dijo nada.

Entonces el teniente de Homicidios preguntó:

—¿Tenéis el arma homicida?

Grave Digger la sacó de su bolsillo, sujetando el cañón con el pulgar y el índice, y se la dio.

El teniente la examinó con curiosidad durante unos momentos. Después la envolvió con su pañuelo y la deslizó en el bolsillo de su abrigo.

—¿Interrogasteis al sospechoso? —preguntó.

—No habíamos llegado a eso —dijo Grave Digger—, todo lo que sabemos es que el homicidio se produjo a raíz de un tumulto en el Dew Drop Inn.

—Es un café un par de manzanas calle arriba —explicó Anderson—. Hubo una reyerta con arma blanca allí un poco antes.

—Ha sido una noche agitada en la ciudad —dijo Haggerty.

El teniente de Homicidios arqueó inquisitivamente las cejas hacia el teniente Anderson.

—¿Qué tal si trabaja desde ese ángulo, Haggerty? —pidió Anderson—. Indague en torno a la reyerta. Averigüe si existe alguna relación.

—Contábamos con hacerlo nosotros —protestó Grave Digger.

—Dejad que se ocupe él y poneos a trabajar —zanjó el tema Anderson.

—Genial —dijo Haggerty—, los navajazos son lo mío.

Todos le miraron. Se marchó.

El teniente de homicidios dijo:

—Bien, echemos un vistazo a los fiambres.

Hizo un examen superficial de cada uno de los cuerpos. El adolescente había recibido un disparo en el corazón.

—No podemos hacer nada más, habrá que esperar al juez —dijo.

Examinaron a la mujer inconsciente.

—Un tiro en el muslo, cerca de la cadera —determinó el sargento—. Ha habido pérdida de sangre, pero no mortal…; eso creo.

—La ambulancia llegará en cualquier momento —dijo Anderson.

—Ed disparó dos veces al pandillero —explicó Grave Digger—. Debió de ser entonces.

—Ya veo.

Nadie miró a Coffin Ed. En vez de eso, fingieron estar examinando la zona. Anderson meneó la cabeza.

—Va a ser un infierno encontrar a vuestro detenido en esta colmena —dijo.

—No va a ser necesario —atajó el teniente de Homicidios—. Si esta es la pistola que tenía, es tan inocente como usted y yo. Esta pistola no mataría a nadie —extrajo la pistola de su bolsillo y la desenvolvió—. Es una pistola de fogueo del calibre 37. Sólo puede usar balas de fogueo y no pueden llevar carga suficiente como para matar a un hombre. Y no ha sido manipulada para que dispare balas de verdad.

—Perfecto —dijo finalmente el teniente Anderson—, lo que faltaba.