El teléfono sonó en el despacho del capitán en la comisaría de distrito de la calle 126. El agente de uniforme sentado tras el escritorio alargó la mano hacia el teléfono externo sin levantar la vista de la hoja de registro que estaba rellenando.
—Distrito de Harlem, teniente Anderson —dijo.
Una voz correcta y aguda dijo:
—¿Es usted la persona al cargo?
—Sí, señorita —respondió pacientemente el teniente Anderson mientras seguía escribiendo con su mano libre.
—Quiero informar de que un hombre de color con una pistola está persiguiendo calle abajo a un hombre blanco por Lenox Avenue —dijo la voz con la santurronería engreída de una monja que tiene el cielo asegurado.
El teniente Anderson apartó la hoja de registro y acercó una libreta de incidencias hacia él.
Cuando terminó de apuntar los detalles esenciales de su incoherente relato, dijo: «Gracias, señora Collins», colgó y alargó la mano hacia el teléfono interno para ponerse en contacto con la central de Policía de Center Street.
—Ponme con el operador de radio —dijo.
Dos hombres de color estaban conduciendo en dirección este por la calle 135 detrás de uno de los autobuses que atravesaban la ciudad. Unos sombreros oscuros de forma indefinida descansaban directamente sobre su pelo corto y crespo, y sus grandes cuerpos llenaban el asiento delantero de un pequeño y abollado sedán negro.
La estática crujió desde la radio de onda corta y una voz metálica dijo: «A todas las unidades. Peligro de disturbios en Harlem. Hombre blanco a la carrera por Lenox Avenue en dirección sur a la altura de la calle 128. Perseguido por un negro con un arma de fuego. Peligro de asesinato».
—Mejor písale —dijo el de la derecha en tono áspero.
—Creo que sí —contestó lacónicamente el conductor.
Dio un toque corto y penetrante con la sirena y aceleró el coche en un chirriante giro de 180° en mitad de la manzana, cerrándole el paso a un taxi que venía a gran velocidad desde la dirección del Bronx.
El taxi se cargó los frenos para evitar estamparse contra el sedán. Al ver las matrículas personalizadas, el conductor del taxi pensó que eran dos timadores de poca monta que trataban de dárselas de peces gordos con la sirena de su coche. Era un italiano del Bronx que había crecido al lado de gánsteres con mayúsculas, y los matones de Harlem no lo asustaban.
Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:
—¡No estás arando campos de algodón en Misisipi, negro hijo de puta! ¡Esto es Nueva York, la Gran Manzana, donde la gente conduce…!
El hombre de color que montaba junto a su novia en el asiento de atrás se inclinó rápidamente hacia delante y tiró de su manga.
—Tío, mete la cabeza y cierra’l pico —le advirtió con inquietud—, Les estás hablando a Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson. Es que no ves l’antena de policía sobre’l maletero.
—Oh, son ellos —dijo el taxista mientras se le bajaba el calentón como a una fulana que tanteara a un guaperas sin blanca—. No los había reconocido.
Grave Digger le había oído, pero apretó el acelerador sin desviar la mirada.
Coffin Ed sacó su revólver de la sobaquera e hizo girar el tambor. El largo cañón niquelado del revólver calibre 38 especial relucía mientras el coche avanzaba entre las farolas, y las cinco balas revestidas de latón tenían un aspecto mortífero en sus seis recámaras. La de debajo del gatillo estaba vacía. Pero guardaba una caja más de cartuchos junto a su libreta policial y sus esposas en el bolsillo derecho con forro de cuero engrasado de su abrigo.
—El teniente Anderson me preguntó anoche por qué seguimos con estas pipas anticuadas cuando las nuevas son mucho mejores. Estuvo intentando venderme la idea de una de esas nuevas automáticas hidráulicas que disparan quince veces; dijo que eran más rápidas, más ligeras e igual de precisas. Pero le dije que seguiríamos con estas.
—¿Le dijiste lo rápido que podías recargar? —Grave Digger llevaba a su compañera bajo el brazo izquierdo.
—No, le dije que no tenía ni idea de lo duras que son las cabezas de estos negros de Harlem -contestó Coffin Ed.
Su cara marcada por el ácido tenía una apariencia siniestra bajo la tenue luz del salpicadero.
Grave Digger soltó una risita.
—Deberías haberle dicho que esta gente no le tiene ningún respeto a un arma si no tiene un cañón reluciente de media milla de largo. Quieren ver con qué se les está disparando.
—O si no, oírlo; de lo contrario se creen que no puede hacer más daño que sus navajas.
Cuando llegaron a Lenox Avenue, Grave Digger torció hacia el sur con la sirena puesta y el semáforo en rojo, pasando por delante de un camión articulado que se dirigía al este, y redujo hasta colocarse detrás de un Cadillac Coupe de Ville con una cuidada carrocería amarilla que ocupaba todo el carril en dirección sur entre un autobús y una flota de camiones frigoríficos que iba hacia el norte. Tenía una matrícula del estado de Nueva York con el número B-H-21. Pertenecía a Big Henry, dueño de la casa de lotería clandestina 21. Big Henry estaba al volante. Su guardaespaldas, Cousin Cuts, estaba sentado a su lado en el asiento delantero. El de atrás lo ocupaban otros dos hombres con pinta de duros.
Big Henry cogió el puro de entre los gruesos labios de su boca con la mano derecha, le dio unos suaves toques en el cenicero que sobresalía del salpicadero y siguió hablando con Cuts como si no hubiera oído la sirena. El destello de un diamante en la mano que sostenía el puro iluminó el cristal de atrás.
—Haz que se quite de en medio —dijo Grave Digger con voz inexpresiva.
Coffin Ed se asomó por la ventanilla derecha y le pegó un tiro al espejo retrovisor del gran Cadillac, arrancándolo de la puerta.
La mano de Big Henry que sostenía el puro se puso rígida y la nuca de su gordo cuello empezó a hincharse al ver su espejo hecho añicos. Cuts se irguió en su asiento, girándose de modo amenazador, y fue a coger su pistola. Pero cuando vio la siniestra cara de Coffin Ed mirándolo fijamente desde detrás del largo cañón niquelado del 38 agachó la cabeza como un hábil jugador de béisbol que intentara esquivar una bola rápida.
Coffin Ed plantó un agujero en el guardabarros delantero del Cadillac.
Grave Digger rio con sorna.
—Eso le dolerá a Big Henry más que un agujero en la cabeza de Cousin Cuts.
Big Henry se volvió con los ojos de su cara negra e hinchada desorbitados por la indignación, pero se desinfló como un globo en cuanto reconoció a los detectives. Dirigió el coche frenéticamente en dirección al bordillo y chafó el guardabarros delantero derecho contra el lateral del autobús.
Grave Digger logró espacio suficiente para pasar. Mientras lo adelantaban, Coffin Ed apuntó hacia abajo y disparó a las iniciales de Big Henry estampadas en letras doradas sobre la puerta del Cadillac.
—¡Y quédate ahí! —soltó con voz áspera.
Dejaron a Big Henry echándoles una mirada de «cómo podéis hacerme esto a mí» con los ojos bañados en lágrimas.
Cuando llegaron a la altura del Dew Drop Inn vieron la ambulancia vacía y la multitud que se extendía calle abajo. Sin reducir la velocidad, se deslizaron entre los coches aparcados de cualquier modo en la calle y se abrieron camino en la densa aglomeración de gente, con las sirenas a todo volumen. Frenaron pesadamente hasta detenerse cuando sus faros convergieron en la macabra escena.
—¡Larguémonos! —siseó uno de los árabes—. Los engen-dros’tán aquí.
—Los monstruos —concordó otro.
—Tranqui, atontao —reprendió el tercero—. No tien na contra nosotros.
Los dos larguiruchos, desgarbados y ágiles detectives pusieron el pie sobre el pavimento al unísono, con sus niquelados revólveres del 38 especial en la mano. Parecían granjeros anchos de espaldas vestidos con el traje de los domingos en una juerga de sábado noche.
—¡En fila! —dijo Grave Digger a voz en grito.
—¡Recuento! —contestó Coffin Ed.
La multitud comenzó a moverse. Los morbosos y los inocentes se acercaron. Los personajes sospechosos comenzaron a largarse.
Sonny y sus dos amigos se dieron la vuelta sorprendidos, con los ojos muy abiertos.
—¿D’onde han salió? —masculló Sonny aturdido.
—Yo le cogeré —dijo Grave Digger.
—Yo te cubro —contestó Coffin Ed.
Sus grandes pies planos resonaron sobre el asfalto al aproximarse a Sonny y los árabes. Coffin Ed se quedó de pie en un ángulo que dejaba a todos a tiro.
Sin detenerse, Grave Digger se acercó a Sonny y le golpeó en el codo con el cañón de su revólver. Cazó la pistola de Sonny con la mano libre cuando voló de sus dedos flácidos.
—La tengo —dijo mientras Sonny daba un chillido de dolor y se agarraba el brazo entumecido.
—Yo no…
Sonny intentó terminar la frase pero Grave Digger le gritó:
—¡Cállate!
—¡En fila y las manos arriba! —ordenó Coffin Ed en tono intimidatorio, amenazándolos con su revólver. Sonó como si estuviera realmente cabreado.
—Díselo, Sonny —le rogó Lowtop con voz temblorosa, pero esta se vio ahogada por el bramido de Grave Digger hacia la multitud:
—¡Atrás! —dio un tiro al aire.
Todos retrocedieron.
El brazo ileso de Sonny se elevó rápidamente y sus dos amigos le imitaron. Aún estaba tratando de decir algo. Su nuez se agitaba inútilmente en su garganta seca y silenciosa.
Pero los árabes se mostraban desafiantes. Sus brazos colgaban para abajo y movían los pies de un lado y a otro.
—¿Ondes arriba, tío? —dijo uno de ellos con voz ronca.
Coffin Ed lo agarró por el cuello y lo levantó en el aire.
—Tranquilo, Ed —le previno Grave Digger con un extraño tono de preocupación—. Tómatelo con calma.
Coffin Ed se quedó quieto, con el revólver preparado para romperle los dientes al árabe, y meneó la cabeza como un perro saliendo del agua. Tras soltar el cuello del árabe, dio un paso atrás y dijo con voz áspera:
—Uno por la paga… y dos por la función…
Era la primera línea de una canción infantil que se cantaba en el juego del escondite para que el que buscaba avisara a los que se escondían de que iba a por ellos.
Grave Digger continuó con la siguiente línea:
—Tres y todos listos…
Pero antes de que pudiera terminar con «la cuenta se acabó», los árabes se habían puesto en fila junto a Sonny y habían levantado sus brazos bien alto.
—Ahora mantenedlos ahí arriba —dijo Coffin Ed.
—O seréis los siguientes en estar tirados en el suelo —añadió Grave Digger.
Sonny pudo finalmente soltar las palabras:
—No‘stá muerto. Sólo desmayao.
—Es verdá —confirmó Rubberlips—. No l’ha dao Sólo l’asustó tanto que cayó sin sentío.
—Muévalo y se levantará —añadió Sonny.
Los árabes empezaron a reír de nuevo, pero la siniestra cara de Coffin Ed hizo que se callaran.
Grave Digger metió el revólver de Sonny en su propio cinturón, enfundó el suyo, se agachó y levantó la cara del hombre blanco. Unos ojos azules miraban fijamente al infinito. Bajó la cabeza con cuidado y cogió una mano caliente y carente de fuerza, buscando el pulso.
—No‘stá muerto —repitió Sonny. Pero su voz sonaba ahora más débil—. Sólo desmayao, ya‘stá.
Sus dos amigos y él miraban a Grave Digger como si fuera Jesucristo inclinándose sobre el cuerpo de Lázaro.
Los ojos de Grave Digger examinaron la espalda del hombre blanco. Coffin Ed permaneció inmóvil, asemejándose su cara surcada de cicatrices a una máscara de bronce moldeada con manos temblorosas. Grave Digger vio una mancha negra y húmeda en la espesa cabellera negra salpicada de canas del hombre blanco, bajo la base del cráneo. La tocó con la punta de los dedos y al quitarlos estaban manchados. Se puso en pie lentamente y colocó los dedos húmedos bajo la luz blanca de los faros: estaban rojos. No dijo nada.
Los espectadores se apiñaron más cerca. Coffin Ed no se dio cuenta. Estaba mirando las yemas ensangrentadas de los dedos de Grave Digger.
—¿Eso’s sangre? —preguntó Sonny en un quebrado susurro. Un temblor comenzó a subir lentamente por su cuerpo desde sus piernas de saltamontes.
Grave Digger y Coffin Ed le miraron sin decir nada.
—¿Está muerto? —preguntó Sonny con un susurro lleno de terror. Tenía los labios temblorosos secos como el polvo y los ojos se le estaban volviendo blancos sobre un rostro negro que se había vuelto gris.
—Del todo —dijo Grave Digger en un tono apagado e inexpresivo.
—Yo no fui —susurró Sonny—. Lo juro por Dios.
—No fue él —insistieron Rubberlips y Lowtop al unísono.
—¿Y cómo se explica? —preguntó Coffin Ed.
—El cadáver habla por sí mismo —dijo Grave Digger.
—Que Dios m’ayude, jefe. No pude sé yo —dijo Sonny en un susurro aterrado.
Grave Digger le miró fijamente desde unos ojos duros como ágatas y no dijo nada.
—Tie que creerle, jefe, no pudo sé él —aseguró Rubberlips.
—No señó —reiteró Lowtop.
—Nos’taba intentando hacerle daño, sólo quería‘sustarlo —dijo Sonny. Las lágrimas resbalaban una a una de sus ojos.
—Fue’se borracho loco con la navaja’l que lo empezó to —dijo Rubberlips—. Ahí atrá en el Dew Drop Inn.
—Luego’l bigardo blanco se quedó mirando por la ventana —siguió Lowtop—. Eso hizo que a Sonny se le fuera la cabeza.
Los detectives lo miraron con ojos carentes de expresión. Los árabes no se movieron.
—Es un cachondo —dijo finalmente Coffin Ed.
—Cómo’s posible que perdiera la cabeza por mi mujé —sostuvo Sonny—, si ni siquiera tengo.
—No me lo cuentes a mí —dijo Grave Digger en tono severo, esposando a Sonny—. Guárdatelo para el juez.
—Jefe, escuche, se lo suplico, le juro por Dios…
—Cállate, estás arrestado —sentenció Coffin Ed.