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Estoy bajando pa’l río,

y allí me sentaré n’el suelo.

Si la tristeza de mí s’apodera,

al agua’rrojaré mis huesos…

Big Joe Turner estaba cantando una adaptación rock-and-roll de Dink’s Blues. El ritmo fuerte y melódico surgía de la máquina de discos con suficiente energía como para derretir el hueso.

Una mujer saltó de su asiento frente a una mesa como si la música la hubiera pinchado con chinchetas. Era una mujer negra y delgada con un vestido de punto rosa y medias rojas de seda. Se subió la falda y empezó a bailar con ímpetu como si estuviera intentando sacudirse las chinchetas una a una.

Su ánimo resultaba contagioso. Otras mujeres se bajaron de un salto de sus altos taburetes y se unieron al baile. Los clientes se rieron y dieron voces, y comenzaron también a moverse. El pasillo entre la barra y las mesas se convirtió en una tormenta de cuerpos en movimiento.

Big Smiley, el gigantesco barman, empezó a recorrerse la barra de un lado a otro arrastrando los pies como si fuera una locomotora.

Los clientes de color del Dew Drop Inn de Harlem, entre la calle 129 y Lenox Avenue, se estaban divirtiendo como nunca esa fría y despejada noche de octubre.

Un hombre blanco que estaba de pie cerca de la mitad de la barra los miraba con una diversión cargada de cinismo. Era la única persona blanca presente.

Era un hombre corpulento, de más de metro ochenta de altura, vestido con un traje de franela gris oscuro, camisa blanca y corbata de color rojo sangre. Tenía el rostro amarillento, de facciones amplias y con la piel manchada de la disipación. Tenía el abundante cabello negro salpicado de canas. Sostenía la colilla de un puro consumido entre los dos primeros dedos de la mano izquierda. En el tercero había un sello. Aparentaba unos cuarenta años.

Las mujeres de color parecían estar bailando exclusivamente para su diversión. Un ligero rubor se extendía por su rostro amarillento.

La música paró.

Una voz fuerte y áspera dijo amenazadora por encima de las jadeantes risas:

—M’apetece rajarle’l cuello a algún blanco hijoputa.

Las risas pararon. La sala se quedó súbitamente en silencio.

El hombre que había hablado era un peso galio bajito y escuálido de cuello cuarteado cuyos días de boxeador habían quedado veinte años atrás y que lucía una barba gris de varios días tiñendo su áspera y negra piel. Llevaba un estropeado bombín negro que se había vuelto verduzco con los años, un chaquetón a cuadros andrajoso y un peto vaquero azul.

Sus ojos pequeños y llenos de furia estaban rojos como carbones ardientes. Avanzó airado y con pasos rígidos hacia el hombretón blanco, empuñando una navaja semiautomática en su mano derecha con la hoja extendida y pegada a la tela de la pernera.

El hombretón blanco se giró hacia él, con aspecto de no saber si reír o enfadarse. Su mano se movió con aire despreocupado hacia el pesado cenicero de vidrio que había sobre la barra.

—Cálmate, hombrecillo, y nadie saldrá herido —dijo.

El hombrecillo de la navaja se detuvo a dos pasos de él y dijo:

—Si pillo algún blanco hijoputa aquí’n mi lao de la ciudá intentando jugá con mis nenitas voy a rajarle’l cuello.

—Menuda idea —contestó el hombre blanco—. Soy representante comercial. Vendo esa King Cola tan buena que tanto os gusta por aquí. Sólo me he dejado caer para apoyar a mis clientes.

Big Smiley se acercó y apoyó sus masivos puños sobre la barra.

—Mira’quí, tío duro —le soltó al hombrecillo—. No trates d’asustá a mis clientes sólo porque seas má grande que’llos.

—No quiere hacerle daño a nadie —dijo el hombretón blanco—. Sólo quiere un poco de King Cola para relajarse. Dale una botella de King Cola.

El hombrecillo de la navaja le soltó un tajo al cuello que le cortó limpiamente la corbata roja justo por debajo del nudo.

El hombretón dio un brinco hacia atrás. Se golpeó el codo con el borde de la barra y el cenicero que había estado sujetando salió volando de su mano hasta estrellarse contra la repisa de vasos de vino que decoraba el fondo de la barra.

El estrépito le hizo dar otro brinco hacia atrás. Su segundo acto reflejo siguió tan rápidamente al primero que esquivó el segundo navajazo sin verlo siquiera. Lo que le quedaba del nudo de la corbata se partió por el medio y se abrió como una herida sangrante sobre el blanco cuello de la camisa.

—¡… cortao’l cuello! —gritó una voz con la misma excitación que si hubiera cantado un home run.

Big Smiley se inclinó sobre la barra y agarró al hombrecillo de ojos enrojecidos por las solapas del chaquetón, levantándolo del suelo.

—Dame’l pincho, enano, antes de que te lo haga comé —dijo lentamente, sonriendo como si estuviera de broma.

El hombre de la navaja se revolvió y le sajó el brazo. La tela blanca de la manga de su chaqueta reventó como un globo y los músculos de su negra piel se abrieron como el mar Rojo.

La sangre salió a chorros.

Big Smiley se miró el brazo cortado. Todavía sujetaba al hombre de la navaja en el aire por el cuello de su chaquetón. Podía verse la sorpresa en sus ojos. Las aletas de su nariz se hincharon.

—M’has rajao, ¿eh? —dijo. Su voz reflejaba incredulidad.

—Te voy a rajá otra vé —respondió el hombrecillo, revolviéndose en su presa.

Big Smiley le soltó como si de pronto quemara.

El hombrecillo dio un bote en el suelo y le soltó un navajazo en la cara a Big Smiley.

Big Smiley se echó hacia atrás y metió la mano derecha bajo la barra. Encontró un hacha corta de bombero. Tenía el mango rojo y una hoja muy afilada.

El hombrecillo dio un salto y lanzó un nuevo tajo hacia Big Smiley, enfrentando su navaja al hacha de él.

Big Smiley respondió con un golpe cruzado hacia la derecha con el hacha de mango rojo. La hoja encontró el brazo del hombre de la navaja a la mitad de su trayectoria y lo seccionó justo por debajo del codo como si hubiera sido guillotinado.

El brazo cortado, con la navaja aún agarrada, voló por los aires dentro de la manga del chaquetón, salpicando de gotas de sangre a los espectadores cercanos, aterrizó sobre el suelo de baldosas de linóleo y se deslizó bajo una mesa.

El hombrecillo cayó de pie, soltando todavía navajazos al aire con su medio brazo. Estaba demasiado borracho para darse cuenta de que le habían alcanzado de lleno. Vio que le habían tajado la parte inferior del brazo; vio a Big Smiley echando hacia atrás el hacha de mango rojo. Pensó que iba a darle otro hachazo.

—¡’Spera, bigardo hijoputa, qu’encuentre mi brazo! —chilló—. Tie mi navaja’n la mano.

Se dejó caer de rodillas y empezó a gatear con su única mano por el suelo, en busca de su brazo amputado. La sangre manaba a chorros del muñón, que se sacudía como la boca de una manguera.

Entonces perdió la consciencia y cayó de bruces.

Dos clientes le dieron la vuelta; uno ató una corbata alrededor del brazo sangrante a modo de torniquete, el otro introdujo en él la pata de una silla para apretarlo.

Una camarera y otro cliente estaban apretando una toalla anudada alrededor del brazo de Big Smiley. Todavía sujetaba el hacha de bombero en su mano derecha, con cara de sorpresa.

El encargado blanco se puso de pie en la barra y gritó:

—Por favor, permanezcan sentados. Que todo el mundo vuelva a su asiento y pague la cuenta. Se ha llamado a la Policía y todo se arreglará.

Como si hubiera dado un pistoletazo de salida, la gente empezó a correr en dirección a la puerta.

Cuando Sonny Pickens salió a la acera vio al hombretón blanco mirando hacia dentro a través de una de las pequeñas ventanas que daban al exterior.

Sonny había estado fumando cigarrillos de marihuana y estaba totalmente colocado. Vistos desde sus ojos drogados, el oscuro cielo nocturno parecía púrpura brillante y los lúgubres bloques de apartamentos ennegrecidos por el humo tenían el aspecto de flamantes rascacielos hechos de ladrillos color fresa. Los letreros de neón de los bares, de los salones de billar y de los cafetuchos ardían como fuegos fosforescentes.

Extrajo un revólver empavonado azul del bolsillo interior de su chaqueta, hizo girar el tambor y apuntó con él al hombretón blanco.

Sus dos amigos, Rubberlips Wilson y Lowtop Brown, le miraron con los ojos desorbitados por el asombro. Pero antes de que ninguno de ellos pudiera frenarlo, Sonny avanzó hacia el hombre blanco, caminando sobre las puntas de los pies.

—¡Eh, tú! —gritó—. Tú eres el tío que ha’stao tirándose a mi mujé.

El hombretón blanco giró bruscamente la cabeza y vio una pistola. Sus ojos se abrieron de par en par y la sangre huyó de su faz amarillenta.

—Dios mío, ¡espera un momento! —aulló—. Estás cometiendo un error. Me estáis confundiendo todos con algún otro.

—No voy a’sperá un carajo —dijo Sonny, y apretó el gatillo.

Una llamarada naranja salió disparada hacia el pecho del hombretón blanco. El sonido hendió la noche con estrépito.

Sonny y el hombre blanco saltaron al mismo tiempo. Ambos empezaron a correr antes de que sus pies tocaran el suelo. Los dos corrieron hacia delante. Corrieron hasta que chocaron uno con otro a toda velocidad. El mayor peso del hombre blanco arrolló a Sonny, tirándolo al suelo.

Se abrió camino a través del público de color reunido, derribando a la gente como bolos, y atravesó la calle en medio del tráfico, corriendo delante de los coches como si no los viera.

Sonny se puso en pie de un brinco y lo persiguió. Pasó por encima de la gente que el hombretón blanco había tirado al suelo. Bajo sus pies, los músculos se deslizaban sobre el hueso. Avanzó tambaleándose. Los gritos a su espalda comenzaron a perseguirle y las luces de los coches cayeron sobre él como estrellas fugaces.

El hombretón blanco estaba pasando entre los coches aparcados del otro lado de la calle cuando Sonny volvió a dispararle. Consiguió llegar sano y salvo a la acera y empezó a correr en dirección sur por el lado interior.

Sonny pasó también entre los coches y siguió tras él.

La gente en la línea de fuego hacía zambullidas acrobáticas para ponerse a salvo. Los que estaban más adelante se apiñaron dentro de los portales para ver qué estaba pasando. Vieron a un hombretón blanco con ojos azules enloquecidos y los restos de una corbata roja que daban la impresión de que le habían cortado el cuello, siendo perseguido por un negro enjuto con un gran revólver azulado. Se apartaron fuera de la línea de tiro.

Pero la gente que iba detrás, que estaba segura fuera de ella, se unió a la persecución.

El hombre blanco iba delante. Sonny le seguía. Rubberlips y Lowtop corrían tras los talones de Sonny. Tras ellos, los espectadores se extendían a lo largo de una línea irregular.

El hombre blanco pasó a la carrera junto a un grupo de ocho árabes en la esquina de la calle 127. Todos ellos tenían barbas negras y pobladas cubiertas de canas. Todos llevaban turbantes de un verde intenso, gafas ahumadas y túnicas blancas que les llegaban hasta el tobillo. El color de sus teces iba del negro carbón al mostaza. Estaban parloteando y gesticulando como un grupo de monos enjaulados en frenesí. El aire estaba impregnado de la fragancia acre de la marihuana.

—¡Un infiel! —exclamó uno.

El parloteo se interrumpió bruscamente. El grupo se giró en persecución del hombre blanco.

Este oyó el grito. Vio el súbito movimiento por el rabillo del ojo. Saltó hacia delante desde el bordillo.

Un coche que bajaba a toda velocidad por la calle 127 quemó goma en un chillido ensordecedor para evitar atropellarlo.

Frente a los faros del coche, su rostro sudoroso estaba contraído y fuertemente enrojecido; sus ojos azules, negros por el pánico; su pelo salpicado de canas, salvajemente revuelto.

Instintivamente, dio un fuerte salto lateral para apartarse del coche que se aproximaba. Sus brazos y piernas volaron extendidos en una silueta grotesca.

En ese instante Sonny llegó a la altura de los árabes y disparó al hombre blanco mientras aún estaba en el aire.

El fogonazo naranja iluminó el distorsionado rostro de Sonny y el rugido del tiro sonó como una descarga de fusilería.

El hombretón blanco se estremeció y cayó de manera inerte. Aterrizó boca abajo y con los brazos extendidos como un águila. No se levantó.

Sonny llegó corriendo hasta él con el revólver humeante colgando de su mano. Los faros del coche lo iluminaron con fuerza. Miró al hombre blanco que yacía boca abajo en mitad de la calle y comenzó a reír. Se dobló de la risa, sacudiendo los brazos y balanceando el cuerpo.

Lowtop y Rubberlips le alcanzaron. Los ocho árabes se les unieron bajo los haces de luz.

—Tío, ¿qu’ha pasao? —preguntó Lowtop.

Los árabes le miraron y se echaron a reír.

Rubberlips también empezó a reír, seguido de Lowtop.

Todos ellos permanecieron bajo la intensa luz blanca, bamboleándose, balanceándose y doblándose de la risa.

Sonny estaba tratando de decir algo, pero estaba riéndose tan fuerte que no podía soltarlo.

Una sirena de policía sonó cerca de allí.