21

Encontraron a Mamie planchando la ropa que Baby Sis había lavado esa mañana. La cocina estaba llena de humo procedente del par de planchas que Mamie calentaba en su cocina eléctrica.

Le dijeron que Dulcy se había ido de casa y que Johnny había matado a Chink y se encontraba en la cárcel.

Ella se sentó y empezó a lamentarse.

—Señor, sabía que iba a haber otra muerte —gimió.

—¿A dónde iría, ahora que Chink y Val están muertos y Johnny encerrado? —preguntó Grave Digger.

—Sólo el Señor lo sabe —dijo con voz plañidera—. Quizás haya ido a ver al reverendo.

—¡Al reverendo Short! —exclamó Grave Digger con voz alterada—. ¿Por qué acudiría a él?

Mamie lo miró sorprendida.

—Bueno, tiene graves problemas y él es un hombre de Dios. Dulcy es religiosa en el fondo. Podría haber ido a buscar a Dios en su desgracia.

Baby Sis soltó una risita. Mamie le lanzó una mirada amenazadora.

—Es un hombre de Dios —dijo Mamie—. Tan sólo bebe demasiado de ese veneno y en ocasiones le trastorna un poco.

—Si ella está allí, esperemos de verdad que no esté demasiado trastornado —dijo Coffin Ed.

Cinco minutos después se encontraban atravesando de puntillas la penumbra del local comercial transformado en iglesia. El agujero creado por el tiro de escopeta en la puerta del cuarto trasero del reverendo Short había sido tapado con un trozo de cartón, lo que impedía la salida de la luz de dentro, pero podía oírse con claridad el graznante sonido de la voz del reverendo. Avanzaron sigilosamente y acercaron el oído a la puerta para escuchar.

—Pero, por Dios, ¿por qué tuvo que matarlo? —oyeron exclamar a una confusa voz femenina.

—Eres una ramera —oyeron graznar como respuesta al reverendo Short—. Debo salvar tu alma del infierno. Eres mía. Yo he matado a tu esposo. Ahora debo entregarte a Dios.

—Como una regadera —dijo Grave Digger en voz alta.

De repente les llegó el sonido de unos pasos apresurados en el interior del cuarto.

—¿Quién está ahí? —graznó el reverendo Short con una voz tan frágil y seca como el aviso de una serpiente de cascabel.

—La ley —contestó Grave Digger, apoyando la espalda contra la pared cercana a la puerta—. Detectives Jones y Johnson. Salga con las manos en alto.

Antes de que hubiera terminado de hablar, Coffin Ed corría a toda velocidad por el pasillo que separaba los bancos para salir y rodear el local en dirección a las ventanas de atrás.

—No puedes tenerla —graznó el reverendo Short—. Ahora pertenece a Dios.

—No la queremos a ella. Le queremos a usted —dijo Grave Digger.

—Soy el instrumento de Dios —afirmó el reverendo.

—No tengo ninguna duda de eso —concedió Grave Digger, tratando de mantener su atención hasta que Coffin Ed hubiera tenido tiempo de acercarse a las ventanas traseras—. Tan sólo queremos ver cómo vuelve sano y salvo a la caja de herramientas de Dios.

La escopeta soltó un tiro desde el interior, sin el sonido de advertencia del amartillado, e hizo un agujero en el centro de la puerta.

—No me ha dado —voceó Grave Digger—. Pruebe con el otro cañón.

Se oyó movimiento en el interior del cuarto, y Dulcy pegó un grito. Vino inmediatamente seguido por el sonido de dos disparos de un revólver del 38 que provenían del patio trasero. Grave Digger giró sobre las puntas de sus grandes pies planos, golpeó la puerta con el hombro izquierdo y entró en el cuarto como un cohete, con su niquelado 38 de cañón largo amartillado y preparado en la mano derecha. El reverendo Short estaba echado boa abajo sobre el asiento de una silla de madera pegada a la cama, intentando alcanzar la escopeta, que se encontraba tirada en el suelo medio debajo de la mesa. Estaba tratando de cogerla con su mano izquierda. La derecha le colgaba inútil al costado.

Grave Digger se agachó y le golpeó en la parte posterior de la cabeza con el cañón de su revólver, con suficiente dureza como para dejarle inconsciente sin abrirle el cráneo, y luego se giró para centrar su atención en Dulcy antes de que el reverendo Short hubiera rodado y caído al suelo boca arriba.

Dulcy se encontraba abierta de brazos y piernas sobre la cama, con las manos y los pies atados a los postes con cuerda de tender. Su torso y sus pies estaban desnudos, pero aún llevaba los pantalones de un holgado traje de chaqueta rojo fuerte. El mango de hueso de un cuchillo sobresalía recto del valle entre sus senos. Miró a Grave Digger con unos enormes ojos negros dominados por el terror.

—¿Estoy malherida? —preguntó con un susurro.

—Lo dudo —dijo Grave Digger. Después la miró más de cerca y añadió—: Eres demasiado guapa para estarlo. Sólo las mujeres feas acaban malheridas alguna vez.

Coffin Ed estaba arrancando la malla de alambre que cubría la ventana trasera. Grave Digger cruzó el cuarto, levantó la ventana y terminó de echar abajo la malla de una patada. Coffin Ed entró por el hueco de la ventana.

Grave Digger dijo:

—Llevemos a estas bellezas al hospital.

El reverendo Short fue llevado al pabellón psiquiátrico del Bellevue Hospital, en la Primera Avenida con la calle 29. Le pusieron una inyección de paraldehído y se encontraba dócil y racional cuando los detectives fueron a su habitación para cerrar el caso. Estaba recostado en la cama con el brazo derecho en cabestrillo.

El detective sargento Brody de Homicidios había bajado al centro en coche con Grave Digger y Coffin Ed, y estaba llevando a cabo el interrogatorio desde una silla próxima a la cama. El taquígrafo de la policía estaba sentado junto a él.

Coffin Ed estaba sentado al otro lado de la cama y tenía la mirada fija en la ficha clínica que había al pie. Grave Digger se encontraba sentado en el alféizar de la ventana, observando el susurrante ir y venir de los remolcadores por el río Este.

—Sólo unas pocas preguntas de nada, reverendo —dijo Brody con jovialidad—. En primer lugar, ¿por qué lo mató?

—Dios me lo ordenó —respondió el reverendo Short en voz baja y tranquila.

Brody miró a Coffin Ed, pero este no se dio cuenta. Grave Digger siguió con la mirada fija en el río.

—Háblenos de ello —pidió Brody.

—Big Joe Pullen descubrió que él era su marido y que, siendo supuestamente la esposa de Johnny Perry, aún vivían en pecado —comenzó el reverendo Short.

—¿Cuándo descubrió eso? —preguntó Brody.

—En su último viaje —dijo en voz baja el reverendo—. Iba a hablar con Val para decirle que se marchara, que se fuera a Chicago, que consiguiera su divorcio discretamente y que simplemente desapareciera. Pero Joe Pullen murió antes de tener oportunidad de hablar con él. Cuando fui a ayudar a Mamie con los preparativos del funeral, me contó lo que Big Joe había descubierto, y me pidió consejo espiritual. Le dije que lo dejara en mis manos y que yo me ocuparía de ello, siendo como era el consejero espiritual de Big Joe y ella, y Johnny y Dulcy Perry también eran miembros de mi iglesia, aunque nunca asistieran a los servicios. Llamé por teléfono a Val y le dije que quería hablar con él, y dijo que no tenía tiempo para hablar con pastores. Así que tuve que decirle de qué quería hablar. Dijo que iría a verme a mi iglesia la noche del velatorio, y quedamos para las dos en punto. Creo que estaba planeando hacerme daño, pero yo estaba preparado, y se lo dejé claro. Le dije que le iba a dar veinticuatro horas para irse de la ciudad y dejarla en paz, o que si no se lo contaría a Johnny. Me dijo que se iría. Me sentí satisfecho de que me dijera la verdad, así que volví al velatorio para confortar a Mamie en sus últimas horas con los restos mortales de Big Joe. Dios me ordenó que acabara con su vida mientras me encontraba allí.

—¿Cómo ocurrió, reverendo? —preguntó Brody delicadamente.

El reverendo Short se quitó las gafas, las dejó a un lado y se pasó la mano por su flaca y huesuda cara. Después volvió a ponerse las gafas.

—Soy dado a recibir instrucciones de Dios, y no las cuestiono —dijo—. Mientras me encontraba en la habitación en la que yacía el ataúd con los restos mortales de Big Joe, sentí un impulso incontrolable de ir al dormitorio exterior. De inmediato supe que Dios me estaba enviando a alguna misión. Obedecí sin reservas. Entré en el dormitorio y cerré la puerta. Entonces sentí el impulso de mirar entre las cosas de Big Joe…

Coffin Ed giró lentamente la cabeza hacia él. Grave Digger apartó los ojos del río Este y también se le quedó mirando. El taquígrafo levantó fugazmente la vista y luego la volvió a bajar.

—Mientras estaba mirando entre sus cosas, hallé la navaja, que se encontraba en el cajón del tocador junto con sus cepillos para el pelo, sus maquinillas de afeitar y demás. Dios me dijo que la cogiera. La cogí. Me la metí en el bolsillo. Dios me dijo que me acercara a la ventana y mirara fuera. Fui a la ventana y miré fuera. Entonces Dios me hizo caer…

—Tal como yo lo recuerdo, usted había dicho que le empujó Chink Charlie —lo interrumpió Brody.

—Eso pensaba entonces —dijo el reverendo Short en voz baja—. Pero finalmente me he dado cuenta de que fue Dios quien me empujó. Sentí el impulso de tirarme, pero me estaba conteniendo, y Dios tuvo que darme un pequeño empujón. Entonces Dios colocó esa cesta de pan en la acera para frenar mi caída.

—Antes había dicho que era el cuerpo de Cristo —le recordó Brody.

—Sí —admitió el reverendo Short—. Pero desde entonces he estado en comunión con Dios y ahora sé que era pan. Cuando salí de la cesta de pan y me vi ileso, supe de inmediato que Dios me había situado allí para cumplir alguna tarea, pero no sabía cuál. Así que me quedé en el vestíbulo al pie de las escaleras, sin que nadie me viera, esperando que Dios me ordenara qué hacer…

—¿Seguro que no fue simplemente para echar una meada? —lo interrumpió Coffin Ed.

—Bueno, eso también lo hice —reconoció el reverendo—. Tengo débil la vejiga.

—No me extraña —comentó Grave Digger.

—Dejad que siga —dijo Brody.

—Mientras aguardaba instrucciones de Dios, vi a Valentine Haines cruzando la calle —dijo el reverendo Short—. Supe inmediatamente que Dios quería que hiciera algo relacionado con él. Permanecí escondido y le observé desde las sombras. Entonces le vi acercarse a la cesta de pan y tumbarse en ella como si fuera a dormir. Se tumbó exactamente igual que si estuviera tendido en un ataúd a la espera de su funeral. Entonces supe lo que Dios quería que hiciera. Abrí la navaja, la sujeté bajo la manga y salí afuera. Val me vio de inmediato, y dijo: «Pensaba que había subido de vuelta al velatorio, reverendo». Yo dije: «No, he estado esperándote». Él dijo: «Esperándome para qué». Yo dije: «Esperando para matarte en nombre del Señor», y me incliné y le clavé la navaja en el corazón.

El sargento Brody cruzó miradas con los dos detectives de color.

—Bien, eso da todo por concluido —dijo, y después, girándose de nuevo hacia el reverendo Short, comentó cínicamente—: Imagino que presentará un alegato de enajenación mental.

—No estoy loco —respondió con serenidad el reverendo—. Soy un santo.

—Ya —dijo Brody. Luego se volvió hacia el taquígrafo—: Consigue una copia mecanografiada de esa declaración para que la firme lo antes posible.

—Muy bien —dijo el taquígrafo, cerrando su cuaderno de notas y saliendo apresuradamente de la habitación.

Brody llamó por teléfono al celador y lo dejó con Grave Digger y Coffin Ed. Fuera, se volvió hacia Grave Digger y dijo:

—Tenías razón después de todo cuando dijiste que la gente de Harlem hace cosas por razones que no se le ocurrirían a ninguna otra persona del mundo.

Grave Digger soltó un gruñido.

—¿Creéis que está loco de verdad? —insistió Brody.

—¿Quién sabe? —dijo Grave Digger.

—Depende de a qué te refieras con loco —intervino Coffin Ed.

—Tan sólo estaba frustrado sexualmente y sentía deseos hacia una mujer casada —señaló Grave Digger—. Cuando acabas mezclando el sexo con la religión, eso volvería loco a cualquiera.

—Si mantiene su historia, saldrá libre —dijo Brody.

—Sí —dijo con amargura Coffin Ed—. Y si las cartas hubieran caído tan sólo de forma un poco distinta, Johnny Perry habría sido electrocutado.

Habían llevado a Dulcy al Harlem Hospital. Su herida era superficial. El esternón había detenido la cuchillada.

Pero la mantenían en el hospital porque podía pagarse una habitación.

Dulcy llamó a Mamie por teléfono y esta fue a verla inmediatamente. Lloró desconsoladamente sobre el hombro de Mamie mientras le contaba la historia.

—Pero ¿por qué no te libraste sencillamente de Val, niña? —le preguntó Mamie—. ¿Por qué no le dijiste que se fuera?

—No estaba acostándome con él —se defendió Dulcy.

—Eso no importa: seguía siendo tu marido, y le mantuviste allí en la casa.

—Me daba pena, eso es todo —explicó Dulcy—. No valía para hacer absolutamente nada, pero de todos modos me daba pena.

—Oh, por amor de Dios, niña —se lamentó Mamie—. De todas formas, ¿por qué no le contaste a la policía que Chink tenía otra navaja, en vez de hacer que Johnny le matara?

—Sé que debería haberlo hecho —confesó Dulcy—. Pero no sabía qué hacer.

—Entonces, ¿por qué no acudiste a Johnny, niña, y le contaste toda la verdad para preguntarle qué hacer? —dijo Mamie—. Era tu hombre, niña. Era el único al que podías acudir.

—¡Acudir a Johnny! —dijo Dulcy, riendo en tono histérico—. Imagina que le voy a Johnny con esa historia. Creía que había sido él quien lo había hecho.

—Te habría escuchado —siguió Mamie—. A estas alturas deberías conocer mejor a Johnny, niña.

—No se trataba de eso, tía Mamie —sollozó Dulcy—. Sé que me habría escuchado. Pero me habría odiado.

—Ya, ya, no llores —la consoló Mamie, acariciándole el pelo—. Ya ha acabado todo.

—A eso me refiero —dijo Dulcy—. Todo ha acabado. —Enterró la cara entre las manos y lloró desconsoladamente—. Amo a ese feo cabrón —dijo entre sollozos—. Pero no tengo manera de demostrarlo.

Era una mañana calurosa. Los niños del barrio estaban jugando en la calle.

El abogado de Johnny, Ben Williams, le había sacado bajo fianza. El garaje había enviado un hombre a la cárcel con su Cadillac. Johnny salió y se sentó al volante, con el hombre del garaje en la parte de atrás. El abogado se encontraba sentado al lado de Johnny.

—Haremos que retiren el cargo de homicidio —dijo el abogado—. No tienes por qué preocuparte de nada.

Johnny pisó el pedal de arranque, metió la marcha y el amplio descapotable se puso lentamente en movimiento.

—Eso no es lo que me preocupa —dijo.

—¿Y qué es? —preguntó el abogado.

—No tendrías ni idea del tema —indicó Johnny.

Niños negros y flacos vestidos con ropa holgada de verano corrían detrás del grande y llamativo Cadillac, tocándolo con cariño y temor reverencial,

—Johnny Perry Alerones —decían a voces mientras le seguían—. Johnny Perry Cuatro Ases.

Johnny levantó la mano izquierda a modo de saludo.

—Ponme a prueba —dijo el abogado—. Se supone que soy tu cerebro.

—¿Cómo puede ganar un hombre celoso? —preguntó Johnny.

—Confiando en su suerte —respondió el abogado—. Tú eres el jugador, deberías saber eso.

—Bueno, amigo —dijo Johnny—. Más vale que tengas razón.