Cuando Chink entró en el apartamento donde tenía alquilada la habitación, el teléfono estaba sonando. Estaba cubierto de mugre, sin afeitar, y su traje de verano beige mostraba señales de que había dormido con él puesto. Su piel mulata tenía el aspecto de una pasta aceitosa surcada por arrugas allí donde las brujas se le habían subido durante el sueño[10]. Había grandes medias lunas negras debajo de sus derrotados y vidriosos ojos.
Su abogado había empleado todo el dinero que había conseguido de Dulcy para sacarle otra vez bajo fianza. Se sentía como un chucho apaleado: disgustado, desanimado y humillado. Ahora que se encontraba fuera, no estaba seguro de si no habría sido mejor para él haberse quedado en la cárcel. Si la policía no había detenido a Johnny, tendría que seguir huyendo, pero no importaba lo mucho que corriera: no había sitio alguno en Harlem donde pudiera esconderse. Todos se pondrían en su contra cuando descubrieran que se había ido de la lengua.
—Es para ti, Chink —le llamó la casera.
Fue al dormitorio donde ella tenía el teléfono, con un candado puesto en el disco.
—Hola —dijo con voz de pocos amigos, y echó a su casera una mirada similar por seguir en la habitación.
La casera salió y cerró la puerta.
—Soy Dulcy —dijo la voz al otro lado del teléfono.
—¡Ah! —respondió Chink, y empezaron a temblarle las manos.
—Tengo el dinero —afirmó ella.
—¿¡Qué!? —La cara que puso era la de alguien al le hubieran puesto una pistola en la barriga y le hubieran preguntado si quería apostar a que no estaba cargada—. ¿No le han detenido? —preguntó sin querer antes de poder contenerse.
—¿Detenido? —La voz de Dulcy adoptó un repentino tono suspicaz—. ¿Por qué demonios iba a estar detenido? A menos que hayas cantado acerca de la navaja.
—Sabes condenadamente bien que no lo he hecho —declaró—. ¿Crees que voy a dejar escapar diez de los grandes? —Pensando a toda velocidad, añadió—: Es sólo que no le he visto en todo el día.
—Se ha ido a Chicago para indagar sobre Val y yo —dijo ella.
—¿Entonces cómo has conseguido los diez de los grandes? —quiso saber él.
—Eso no es asunto tuyo —contestó ella.
Chink sospechaba una trampa, pero la idea de hacerse con diez mil dólares hizo que le invadiera una irreflexiva avaricia. Tuvo que controlarse. Se sentía como si fuera a estallar de exultación. Había querido ser un pez gordo durante toda su vida, y ahora le había llegado la oportunidad si jugaba bien sus cartas.
—Vale —dijo—. Me importa un carajo cómo los hayas conseguido, si los robaste o le cortaste el cuello para hacerte con ellos, siempre y cuando los tengas.
—Los tengo —aseguró ella—. Pero tendrás que traerme tu navaja antes de que te los dé.
—¿Por quién demonios me tomas? —saltó él—. Tráeme aquí el dinero y ya hablaremos de la navaja.
—No: tienes que venir a casa, coger el dinero y traerme la navaja —insistió ella.
—No estoy tan loco, nena —dijo él—. No es que le tenga miedo a Johnny, pero no tengo por qué correr un riesgo tan puto como ese. Es tu colita la que está en el cepo, y vas a tener que pagar para soltarte.
—Escucha, cielo, no hay ningún riesgo en que vengas —aseguró ella—. No puede regresar antes de mañana por la noche porque va a llevarle todo el día de mañana averiguar lo que quiere, y cuando vuelva tendré que haberme largado yo.
—No te sigo —dijo Chink.
—Entonces no eres tan listo, encanto —respondió ella—. Lo que va a averiguar es la causa de que Val acabara muerto.
De repente, Chink empezó a verlo todo claro.
—¿Entonces fuiste tú…?
Ella lo interrumpió.
—¿Qué importa ya? Tengo que haberme largado para cuando regrese, eso está claro. Simplemente quiero dejarle un recuerdo.
Una expresión de triunfo iluminó el rostro de Chink.
—¿Estás diciendo que me quieres allí, en su propia casa?
—En su propia cama —dijo ella—. El hijoputa siempre estaba pensando que le engañaba cuando no era cierto. Ahora voy a ajustar cuentas con él.
Chink soltó una risita maliciosa.
—Tú y yo, nena, vamos a ajustarle las cuentas juntos.
—Bien, entonces date prisa —urgió ella.
—Dame media hora —dijo él.
Dulcy había desconectado el teléfono del dormitorio y estaba hablando desde el de la cocina. Tras colgar, dijo para si misma:
—Tú lo has querido.
Dulcy estaba observando por la mirilla y abrió la puerta antes de que Chink tocara el timbre. Ella llevaba puesta su bata, sin nada debajo.
—Entra, cielo —dijo—. Tenemos la casa para nosotros.
—Sabía que te tendría —respondió él intentando cogerla, pero ella se escurrió hábilmente de entre sus brazos y dijo:
—Sí, vale, no me hagas esperar.
Chink miró hacia la cocina.
—Si tienes miedo, registra la casa —le invitó ella.
—¿Quién tiene miedo? —dijo en tono agresivo.
El dormitorio que había ocupado Val estaba justo enfrente de la cocina, y el dormitorio principal al otro lado del baño, pegado al salón.
Dulcy comenzó a guiar a Chink hacia la habitación de Val, pero él se acercó a la parte frontal de la casa y echó una ojeada al interior del salón, vacilando después frente a la puerta del dormitorio principal. Dulcy la había cerrado con el grueso candado que Johnny había utilizado para encerrarla dentro.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Chink.
—Esa era la habitación de Val —dijo Dulcy.
—¿Qué hace cerrada con candado? —quiso saber él.
—La cerró la policía —contestó ella—. Si quieres abrirla, adelante, tira la puerta abajo.
Él se rio, y después miró dentro del baño. El agua corría en la bañera.
—Antes voy a darme un baño —dijo ella—. ¿Te importa?
Chink siguió riendo para sí mismo con una exultación con tintes de locura.
—Eres una auténtica zorra —dijo agarrándola por los brazos y empujándola de espaldas al dormitorio de Val y sobre la cama—. Sabía que eras una zorra, pero no que eras realmente tan zorra.
Empezó a besarla.
—Déjame darme un baño antes —pidió ella—. Apesto.
Chink soltó una carcajada exultante, como si se estuviera riendo de un chiste privado.
—Una auténtica zorra, preciosa como el oro —dijo como si estuviera hablando solo. Entonces, de repente, se sentó derecho—: ¿Dónde está el dinero?
—¿Dónde está la navaja? —contestó ella.
Chink la sacó de su bolsillo y la sostuvo en su mano.
Ella señaló un sobre que estaba encima del tocador.
Él lo cogió, lo abrió con una mano mientras seguía sujetando la navaja con la otra y lo agitó sobre la colcha, esparciendo billetes de cien dólares. Ella le quitó con cuidado la navaja de la mano y la deslizó dentro del bolsillo de su bata, pero él no se dio cuenta. Tenía la cara aplastada contra el dinero como un cerdo en el comedero.
—Apártalo de ahí y desvístete —dijo Dulcy.
Él se levantó, riendo para sí mismo como un loco, y empezó a quitarse la ropa.
—Creo que lo dejaré ahí y lo miraré —dijo.
Ella se sentó frente al tocador y se masajeó la cara con crema hasta que Chink terminó de quitarse la ropa.
Pero en vez de meterse bajo las sábanas, se quedó tumbado sobre la colcha, y siguió cogiendo los billetes nuevos y lanzándolos al aire para dejar que cayeran como una lluvia de hojas sobre su cuerpo desnudo.
—Diviértete —dijo ella, entrando en el cuarto de baño. Le oyó reír para sí mismo como un loco mientras cerraba la puerta contigua.
Dulcy cruzó rápidamente el baño, abrió la puerta de enfrente y entró en el otro dormitorio.
Johnny estaba durmiendo boca arriba con un brazo echado sobre la colcha y el otro ligeramente doblado sobre su barriga. Roncaba suavemente.
Dulcy cerró la puerta del baño al entrar, cruzó la habitación sin hacer ruido y puso la alarma del radio despertador para que se activara en cinco minutos. Después se vistió a toda prisa con un cómodo traje de chaqueta y pantalón sin detenerse a ponerse ropa interior, se colocó otra vez la bata y regresó al cuarto de baño.
El agua llevaba corriendo todo el rato y había alcanzado el rebosadero. Dulcy cerró el grifo, puso en marcha la ducha y tiró del tapón del desagüe.
Después salió rápidamente al vestíbulo, fue hasta la cocina, cogió su bolso de piel al hombro de un estante del armario y se marchó por la puerta de servicio.
Estaba llorando tan fuerte mientras bajaba las escaleras que se chocó con dos policías blancos de uniforme que subían. Los agentes se hicieron a un lado para dejarla pasar.