18

Mamie Pullen se encontraba desayunando cuando sonó el teléfono. Tenía un plato lleno de pescado frito y arroz hervido, y estaba mojando bollos calientes en una mezcla de mantequilla fundida y melaza de sorgo.

Baby Sis había terminado de desayunar una hora antes, y estaba llenando la taza de Mamie con una cafetera que había estado hirviendo al fuego con el café que había sobrado.

—Ve a cogerlo —dijo Mamie con brusquedad—. No te quedes ahí embobada.

—No parece qu’esta mañana vaya a ser capá de espabilarme —dijo Baby Sis mientras salía de la cocina arrastrando los pies y atravesaba la sala de estar hasta el dormitorio exterior.

Cuando volvió, Mamie estaba tomándose a sorbos un café negro azabache lo bastante caliente como para escaldar un ave en él.

—Es Johnny —dijo Baby Sis.

Al levantarse de la mesa, Mamie estaba aguantando la respiración.

Llevaba puesto un descolorido kimono rojo de franela y un par de antiguos zapatos de trabajo de Big Joe. En la cabeza llevaba una media negra de algodón anudada por el medio y que colgaba por su espalda.

—¿Qué haces levantado tan pronto? —preguntó a través del auricular—. ¿O aún no te has ido a la cama?

—Estoy en Chicago —dijo Johnny—. He volado hasta aquí esta mañana.

El flaco y viejo cuerpo de Mamie comenzó a temblar violentamente bajo los sueltos pliegues del viejo kimono de color orín, y el teléfono se agitó en sus manos como si tuviera parálisis cerebral.

—Fíate de ella, hijo —rogó con voz quejumbrosa—. Fíate. Ella te quiere.

—Me fío de ella —dijo Johnny en su apagado y monótono tono de voz—. ¿Cuánta confianza se supone que he de tener?

—Entonces déjalo estar, hijo —suplicó—. Es toda tuya. ¿Acaso no basta?

—No sé si es toda mía o no —contestó él—. Eso es lo que quiero averiguar.

—Desenterrar el pasado nunca trae nada bueno —advirtió ella.

—Dime de qué se trata y dejaré de cavar —dijo él.

—¿Decirte qué, hijo?

—Sea lo que demonios sea de lo que va esto —apuntó él—. Si lo supiera no estaría aquí.

—¿Qué es lo que quieres saber?

—Sólo quiero saber qué es aquello por lo que ella piensa que yo estaría dispuesto a pagar diez de los grandes, a cambio de que me lo contara.

—Lo has entendido todo mal, Johnny —mantuvo ella con voz lastimera—. Es todo una mentira de Doll Baby tratando de hacerse la importante. Si Val estuviera vivo, te diría que estaba mintiendo.

—Sí. Pero no está vivo —dijo Johnny—. Y tengo que averiguar por mí mismo si ella está mintiendo o no.

—Pero Val debió de contarte algo —afirmó ella, con su viejo y flaco pecho sacudiéndose entre profundos sollozos—. Debió de contarte algo o si no… —Se detuvo en mitad de la frase y comenzó a tragar saliva como si quisiera tragarse las palabras que ya había dicho.

—¿O si no qué? —preguntó él en su inexpresivo tono de voz.

Mamie siguió tragando saliva hasta que finalmente pudo decir:

—Bueno, tiene que tratarse de algo que valga todo el viaje que has hecho hasta Chicago, porque no puede ser simplemente lo que dice una zorrita mentirosa como Doll Baby.

—Está bien, ¿y qué hay de ti? —insistió él—. Tú no has estado mintiendo. ¿Entonces por qué sigues defendiendo a Dulcy, si no hay nada que defender?

—Sencillamente no quiero ver más problemas, hijo —dijo gimiendo—. No quiero ver más sangre derramada. Fuese lo que fuese, lo pasado, pasado está, y ahora es toda tuya, puedes creerme.

—No estás haciendo más que ahondar el misterio —dijo él.

—Nunca ha habido ningún misterio —sostuvo ella—. No por su parte. No a menos que tú lo crearas.

—Vale, yo lo creé —respondió él—. Vamos a dejarlo. Esta llamada era para decirte que la he encerrado en el dormitorio…

—¡Santo Dios del Cielo! —exclamó ella—. ¿Y qué crees que vas a conseguir con eso?

—Sólo escúchame —pidió él—. La puerta está cerrada por fuera con un candado. La llave está sobre el estante de la cocina. Quiero que vayas y la dejes salir el tiempo suficiente para que coma algo, y luego la vuelvas a encerrar.

—Que el Señor se apiade, hijo —dijo ella—. ¿Cuánto tiempo crees que puedes tenerla así encerrada?

—Hasta que resuelva algunos de estos misterios —explicó él—. Debería haber acabado antes de esta noche.

—No olvides una cosa, hijo —suplicó Mamie—. Ella te quiere.

—Vale —contestó él, y colgó.

Mamie se puso a toda prisa su largo y suelto vestido de satén negro y sus propios zapatos de caballero, colocó medio dedo de rapé bajo el hueco de su mejilla con el bastoncillo, y se llevó este y la cajita de rapé consigo.

El cielo estaba negro como si hubiera un eclipse de sol, y las farolas estaban aún encendidas. En el sofocante aire inerte no se movía una mota de polvo ni un trozo de papel. La gente caminaba de acá para allá en silencio, a cámara lenta, como una ciudad llena de fantasmas, y perros y gatos iban de puntillas de un cubo de basura a otro como si tuvieran miedo de que alguien pudiera oír sus pasos. Antes de que lograra encontrar un taxi libre, Mamie se sintió asfixiada por el humo de los coches, que no se separaba del asfalto más de tres metros.

—Van a caer chuzos de punta —comentó el taxista de color.

—Será una bendición del cielo —dijo ella.

Mamie tenía su propio juego de llaves del apartamento, pero entrar le llevó un buen rato porque Grave Digger y Coffin Ed habían dejado las llaves de las cerraduras sin echar, y ella las echó pensando que estaba abriendo.

Cuando por fin entró, tuvo que sentarse por un momento en la cocina para calmar sus temblores. Después cogió la llave del estante y abrió el candado de la puerta del dormitorio que daba al vestíbulo. Se percató de que la puerta del cuarto de baño estaba abierta, pero sus pensamientos estaban tan revueltos que eso no guardaba ningún significado para ella.

Dulcy seguía dormida.

Mamie la tapó con una sábana y se llevó la botella de brandy vacía y el vaso de vuelta a la cocina. Se puso a limpiar la casa para ocupar su mente con algo.

Eran las doce menos diez, y se encontraba fregando a mano el suelo de la cocina cuando se desató la tormenta. Echó las cortinas, apartó el cepillo y el cubo, se sentó a la mesa con la cabeza gacha y empezó a rezar.

—Señor, muéstrales el camino, muéstrales la luz, no dejes que mate a nadie más.

El ruido de los truenos había despertado a Dulcy, quien se levantó dando traspiés en dirección a la cocina mientras llamaba con voz asustada:

—Spookie. Ven aquí, Spookie.

Mamie levantó la mirada de la mesa.

—Spookie no está aquí —dijo.

Dulcy se sobresaltó al verla.

—¡Ah, eres tú! —exclamó—. ¿Dónde está Johnny?

—¿No te lo dijo? —preguntó Mamie.

—¿Decirme qué?

—Ha volado a Chicago.

Los ojos de Dulcy se abrieron aterrorizados y su cara palideció hasta ponerse de un amarillo terroso. Se dejó caer en una silla, pero se levantó al instante, cogió una botella de brandy y un vaso del armario y se tomó de golpe un buen trago para calmar sus temblores. Pero siguió temblando. Se llevó la botella y el vaso a la mesa, se sentó otra vez, se sirvió medio vaso y empezó a bebérselo. Entonces captó la mirada de Mamie y lo dejó en la mesa. Su mano temblaba con tanta violencia que el vaso repiqueteaba contra la esmaltada superficie.

—Ponte algo de ropa, niña —dijo Mamie de manera compasiva—. Estás temblando de frío.

—No tengo frío —negó Dulcy—. Sólo estoy muerta de miedo, tía Mamie.

—Yo también, niña —dijo Mamie—. Pero ponte algo de ropa de todos modos, no estás presentable.

Dulcy se levantó sin responder, fue hasta el dormitorio y se puso una bata amarilla de franela y unas pantuflas a juego. Cuando volvió, cogió el vaso de brandy y se lo bebió de un trago. Se atragantó y se sentó, jadeando en busca de aliento.

Mamie tomó otro medio dedo de rapé con el bastoncillo.

Se quedaron sentadas en silencio, sin mirarse.

Entonces Dulcy se sirvió otro vaso.

—No lo hagas, niña —le rogó Mamie—. Beber no va a ayudar a nadie.

—Bueno, tú tienes la encía llena de rapé —la acusó Dulcy.

—No es lo mismo —se defendió Mamie—. El rapé purifica la sangre.

—Alamena debe de habérselo llevado —dijo Dulcy—. Hablo de Spookie.

—¿Johnny no te dijo nada de nada? —preguntó Mamie. Se estremeció con el súbito sonido de un trueno, y gimió—: Dios del Cielo, el fin del mundo se acerca.

—No sé qué dijo —confesó Dulcy—. Todo lo que sé es que entró a hurtadillas por la puerta de atrás y eso es lo último que recuerdo.

—¿Estabas sola? —preguntó Mamie con temor.

—Alamena estaba aquí —contestó Dulcy—. Debe de haberse llevado a Spookie a casa. —Entonces entendió de pronto a qué se estaba refiriendo Mamie—. Dios mío, Mamie, ¡debes de pensar que soy una puta! —exclamó.

—Sólo trato de averiguar por qué voló de repente a Chicago —dijo Mamie.

—Para controlarme —dijo Dulcy, bebiéndose el vaso de un trago con aire desafiante—. ¿Para qué otra cosa? Siempre está intentando controlarme. Es lo único que hace siempre, controlarme. —Un trueno retumbó en los cristales de las ventanas—. Dios mío, ¡no soporto todos esos truenos! —gritó, poniéndose en pie—. Tengo que meterme en la cama.

Agarró la botella de brandy y el vaso y huyó al dormitorio. Levantó la tapa del mueble radio y tocadiscos, puso un disco, se metió en la cama y se subió la colcha hasta los ojos.

Mamie la siguió momentos después y se sentó en una silla al lado de la cama.

La voz quejumbrosa de Bessie Smith comenzó a llenar la habitación, tapando el sonido de la lluvia que azotaba los cristales de las ventanas.

Cuando llovió cinco días y los cielos ‘taban negros como la noche

Cuando llovió cinco días y los cielos ‘taban negros como la noche

‘Tonces hubo problemas en las tierras bajas esa noche[9]

—¿Ni siquiera sabes por qué te encerró? —preguntó Mamie.

Dulcy alargó la mano y bajó el volumen del tocadiscos.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Johnny te tenía encerrada en la habitación —dijo Mamie—. Me llamó desde Chicago para que viniera y te dejara salir. Así es como me he enterado de que estaba en Chicago.

—No es nada raro tratándose de él —admitió Dulcy—. Ha llegado a encadenarme a la cama.

Mamie empezó a sollozar para sí misma, sin hacer ruido,

—Niña, ¿qué está pasando? —preguntó—. ¿Qué ocurrió aquí anoche para que se fuera así?

—No ha pasado nada fuera de lo normal —dijo Dulcy de forma arisca. Pasado un momento, añadió—: ¿Recuerdas esa navaja?

—¿Navaja? ¿Qué navaja? —Mamie la miró con una expresión vacía.

—La navaja que mató a Val —susurró Dulcy.

Se oyó el retumbar de un trueno y Mamie pegó un brinco. La lluvia golpeaba las ventanas.

—Chink Charlie me dio una igual —dijo Dulcy.

Mamie aguantó la respiración mientras Dulcy le hablaba de las dos navajas, de las cuales Chink le había dado una y la otra se la había quedado él. Después dio un suspiro de alivio tan profundo que sonó como si estuviera soltando otro gemido.

—Gracias a Dios que entonces sabemos que fue Chink el que lo hizo —dijo.

—Eso es lo que he estado diciendo desde el principio —recordó Dulcy—. Pero nadie quiso escucharme.

—Pero puedes probarlo, niña —señaló Mamie—. Todo lo que tienes que hacer es enseñarle tu navaja a la policía y entonces sabrán que la que lo mató fue la suya.

—Pero es que ya no tengo la mía —confesó Dulcy—. Por eso tengo tanto miedo. Siempre la mantuve escondida en mi cajón de la lencería y entonces, hace unas dos semanas, vi que la había perdido. Y me daba miedo preguntarle a nadie sobre ella.

La tez de Mamie se volvió de un extraño gris ceniciento, y su rostro se encogió hasta que la piel quedó tirante sobre los huesos. Sus ojos adoptaron un aspecto enfermizo y demacrado.

—No tiene por qué haberla cogido Johnny, ¿verdad? —preguntó lastimeramente.

—No, no es seguro que haya sido él —dijo Dulcy—. Pero aparte de él, sólo la pudo coger Alamena. No sé por qué se la habría llevado, salvo para evitar que Johnny la encontrara. O bien para tener algo con lo que chantajearme.

—Tienes una mujer que viene a limpiar —recordó Mamie.

—Sí, ella también pudo haberla cogido —admitió Dulcy.

—No parece algo propio de Meeny —dijo Mamie—, así que debe de haber sido ella. Dime quién es, niña, y si la cogió, yo se la quitaré.

Se miraron mutuamente con ojos muy abiertos y asustados.

—Sólo nos estamos engañando a nosotras mismas, tía Mamie —señaló Dulcy—. Nadie cogió esa navaja excepto Johnny.

Mamie la miró, y por sus viejas mejillas cenicientas comenzaron a resbalar lágrimas.

—Niña, ¿conocía Johnny alguna razón para matar a Val? —preguntó.

—¿Qué razón podría haber tenido? —contestó ella.

—No te he preguntado qué razón podría haber tenido —dijo Mamie—. Te he preguntado qué razón podría haber conocido.

Dulcy se deslizó dentro de la cama hasta que sólo sus ojos resultaron visibles por encima de la colcha, pero ni así pudo mirar directamente a los de Mamie. Apartó la mirada.

—No conocía ninguna —dijo—. Val le caía bien.

—Dime la verdad, niña —insistió Mamie.

—Si conocía alguna —susurró Dulcy—, no fui yo la que se la dijo.

El disco terminó y Dulcy lo volvió a poner desde el principio.

—¿Le pediste a Johnny que te diera diez mil dólares para librarse de Val? —preguntó Mamie.

—¡Dios santo, no! —exclamó Dulcy con furia—. ¡Lo que esa puta dice sobre eso es todo mentira!

—No me estarás ocultando nada, ¿verdad, niña? —preguntó Mamie.

—Yo podría hacerte la misma pregunta —dijo Dulcy.

—¿Respecto a qué, niña?

—¿Cómo pudo descubrirlo, Johnny, si es que lo descubrió, si tú no se lo dijiste?

—Yo no se lo dije —negó Mamie—. Y sé que Big Joe no se lo dijo porque acababa de descubrirlo él mismo y murió antes de que tuviera oportunidad de contárselo a nadie.

—Alguien debe de habérselo dicho —señaló Dulcy.

—Tal vez fue Chink —dijo Mamie.

—No fue Chink porque él no lo sabe —dijo Dulcy—. Chink sólo sabe lo de la navaja y está intentando chantajearme por diez de los grandes. Dice que si no se los doy se lo contará a Johnny. —Dulcy empezó a reírse histéricamente—. Como si eso fuera a importar si Johnny se entera de lo de la otra.

—Deja de reírte —la recriminó Mamie con dureza, acercándose a ella y dándole una bofetada—. Johnny le matará —añadió.

—Ojalá lo hiciera —dijo Dulcy con malicia—. Si realmente no sabe nada de la otra, entonces eso lo resolvería todo.

—Tiene que haber algún otro modo —rogó Mamie—. Si tan sólo el Señor nos mostrara la luz. No puedes resolver todo matando a la gente.

—Sólo si no lo sabe ya —dijo Dulcy.

La canción terminó y Dulcy volvió a ponerla.

—Por amor de Dios, niña, ¿es que no puedes poner otra cosa? —se quejó Mamie—. Esa canción me pone los pelos de punta.

—Me gusta —respondió Dulcy—. Es tan triste como me siento.

Las dos se quedaron escuchando la voz quejumbrosa y el sonido intermitente de los truenos de fuera.

La tarde fue transcurriendo, Dulcy siguió bebiendo, y el nivel de la botella fue bajando y bajando. Mamie tomaba rapé. De cuando en cuando, una de ellas decía algo y la otra respondía de manera lánguida.

Nadie telefoneó. Nadie llamó.

Dulcy puso la canción una y otra y otra vez.

Bessie Smith cantaba:

El blues de la crecía m’ha hecho cogé la maleta y marchá

El blues de la crecía m’ha hecho cogé la maleta y marchá

Porque s’ha hundió mi casa y allí no puedo viví má

—¡Dios santo, ojalá volviera a casa y me matara y acabara de una vez si eso es lo que quiere hacer! —gritó Dulcy.

La puerta de la casa no tenía la llave echada, y Johnny entró en el piso. Pasó al dormitorio con el mismo traje de seda verde y camisa de crepé rosa que había llevado al club la noche anterior, pero ahora estaba arrugado y sucio. Su revólver de doble acción del calibre 38 formaba un bulto en el bolsillo derecho de su chaqueta. No llevaba nada en las manos. Sus ojos ardían como carbones ardientes pero parecía cansado, y las venas sobresalían como raíces de sus sienes encanecidas. La cicatriz de su frente estaba hinchada pero quieta. Necesitaba un afeitado, y el pelo cano de su barba relucía en su blancura sobre su piel oscura. Su rostro no mostraba expresión alguna.

Soltó un gruñido cuando sus ojos captaron la escena, pero no dijo nada. Las dos mujeres lo observaron con ojos aterrados, sin moverse, mientras atravesaba la habitación para apagar el tocadiscos; después abrió las cortinas y subió la ventana. La tormenta había cesado, y el sol de la tarde se reflejaba en las ventanas sobre el patio interior.

Por último rodeó la cama, besó a Mamie en la frente y le dijo:

—Gracias, tía Mamie, ya puedes irte a casa. —Su voz era inexpresiva.

Mamie no se movió. Sus viejos ojos de matices azulados conservaron su expresión aterrada mientras escrutaban el rostro de Johnny, pero no encontraron nada.

—No —dijo ella—. Hablémoslo ahora, mientras estoy aquí.

—¿Hablar de qué? —respondió él.

Ella lo miró fijamente.

Dulcy dijo en tono desafiante:

—¿Es que no vas a darme un beso?

Johnny la miró como si estuviera estudiándola al microscopio.

—Esperemos a que se te pase la borrachera —dijo con su voz monótona.

—No hagas nada, Johnny, te lo pido de rodillas —suplicó Mamie.

—¿Hacer qué? —preguntó Johnny, sin apartar la mirada de Dulcy.

—Por amor de Dios, no me mires como si hubiera crucificado a Cristo —gimoteó Dulcy—. Adelante, hazme lo que quieras, pero deja de mirarme.

—No quiero que digas que me aproveché de que estabas borracha —dijo él—. Esperemos a que estés sobria.

—Hijo, escúchame… —empezó Mamie, pero Johnny la cortó.

—Lo único que quiero es dormir —dijo—. ¿Cuánto tiempo crees que puedo pasarme sin dormir?

Sacó el revólver de su bolsillo, lo puso bajo su almohada y empezó a desnudarse antes de que Mamie se hubiera levantado de la silla.

—Deja esto en la cocina al salir —pidió, dándole el vaso y la botella de brandy prácticamente vacía.

Ella los cogió sin hacer ningún otro comentario. Johnny amontonó su ropa sobre la silla que ella había dejado libre. Sus fuertes músculos morenos estaban tatuados con cicatrices. Una vez desnudo del todo, puso la alarma del radio despertador para las diez en punto, apartó a Dulcy y se metió en la cama junto a ella. Dulcy trató de acariciarlo pero él le quitó la mano.

—Hay diez de los grandes en billetes de cien en el bolsillo interior de mi chaqueta —dijo—. Si eso es lo que quieres, que no te encuentre aquí cuando me despierte.

Se durmió antes de que Mamie saliera de la casa.