16

Alamena contestó al timbre de la puerta.

Chink dijo:

—Quiero hablar con ella.

Alamena dijo:

—Estás loco de remate.

La cocker spaniel negra montó guardia tras las piernas de Alamena y se puso a ladrar furiosamente.

—¿A qué le ladras, Spookie? —dijo Dulcy en tono turbio, hablando a voces desde la cocina.

Spookie siguió ladrando.

—No intentes detenerme, Alamena, te lo advierto —dijo Chink, tratando de pasar a empujones—. Tengo que hablar con ella.

Alamena se plantó de manera firme en la entrada y no le dejó pasar.

—¡Johnny está aquí, imbécil! —mintió ella.

—No, no lo está —contestó Chink—. Acabo de estar con él en el club.

Los ojos de Alamena se abrieron de par en par.

—¿Fuiste al club de Johnny? —preguntó con incredulidad.

—Por qué no —dijo él sin mostrar preocupación—: no le tengo miedo.

—¿Con quién demonios estás hablando, Meeny? —llamó Dulcy con voz turbia.

—Con nadie —respondió Alamena.

—Soy yo, Chink —contestó él en voz alta.

—Ah, eres tú —dijo Dulcy a voces—. Bueno, pues entonces pasa, cielo, o si no vete. Estás poniendo nerviosa a Spookie.

—Al infierno con Spookie —dijo Chink, empujando a Alamena y pasando a la cocina.

Alamena cerró la puerta de entrada y lo siguió.

—Si Johnny vuelve y te encuentra aquí, te matará de todas todas —advirtió ella.

—Al infierno con Johnny —bufó Chink—. Sé lo bastante de él como para mandarlo a la silla eléctrica.

—Eso si vives lo suficiente —dijo Alamena.

Dulcy se rio de manera tonta.

—Meeny le tiene miedo a Johnny —dijo con voz turbia.

Alamena y Chink se la quedaron mirando.

Estaba sentada en una de las sillas con relleno de gomaespuma de la cocina, con sus pies descalzos apoyados en lo alto de la mesa. Tan sólo llevaba puesta su combinación, sin nada debajo.

—Oops —dijo ella de manera coqueta, percatándose de la mirada de Chink—. Me estáis espiando.

—Ya te daría yo algo de lo que reírte, si no estuvieras borracha —señaló muy seria Alamena.

Dulcy bajó los pies y trató de sentarse derecha.

—Tan sólo estás rabiosa porque yo me llevé a Johnny —respondió con malicia.

Alamena puso cara de palo y miró hacia otro lado.

—Por qué no te vas y me dejas hablar con ella —pidió Chink—. Es importante.

Alamena suspiró.

—Me iré a la ventana a vigilar si aparece el coche de Johnny.

Chink se acercó una silla y se quedó de pie frente a Dulcy, con un zapato apoyado en el asiento. Esperó hasta que oyó a Alamena entrar en el cuarto que daba a la calle, después se acercó repentinamente a la puerta de la cocina, la cerró, volvió a su sitio y adoptó su pose.

—Escúchame, nena, y escúchame bien —dijo, inclinándose hacia delante y tratando de retener la mirada de Dulcy—. O me consigues esos diez de los grandes que le prometiste a Val o voy a soltar una bomba.

—¡Boom! —dijo Dulcy con voz de borracha. Chink dio un fuerte respingo. Ella se echó a reír tontamente—. Pensaba que no estabas asustado —dijo.

La sangre moteó el rostro de Chink.

—Escucha, no estoy jugando, chica —dijo en tono amenazador.

Ella se llevó una mano a la cabeza como si hubiera olvidado la presencia de Chink, y comenzó a rascársela. De repente levantó la vista y captó su mirada feroz.

—Es sólo una de las pulgas de Spookie —dijo ella. A él se le empezaron a hinchar los carrillos, pero Dulcy no se percató—. Spookie —la llamó ella—. Ven aquí, cariño, y siéntate en el regazo de mamá. —La perra se acercó y empezó a lamer sus piernas desnudas; ella la levantó del suelo y la puso en su regazo—. Tan sólo es una de tus pequeñas pulgas negras, ¿verdad que sí, cariño? —dijo ella, inclinándose para dejar que la perra le lamiera la cara.

Chink apartó a la perra de su regazo con un manotazo tan salvajemente violento que el animal se estrelló contra la pata de la mesa y empezó a correr por el cuarto soltando gañidos y tratando de salir de allí.

—Quiero que me escuches —dijo Chink jadeando por la ira.

La furia oscureció el rostro de Dulcy a la velocidad del relámpago. Ella trató de levantarse, pero Chink apoyó sus manos sobre los hombros de ella y la sujetó contra la silla.

—¡No pegues a mi perra, hijoputa! —gritó Dulcy—. No permito que nadie le pegue excepto yo. Te mataré más rápido por pegar a mi perra…

—Maldita sea, quiero que me escuches —la cortó Chink.

Alamena entró apresuradamente en la cocina, y cuando vio a Chink sujetando a Dulcy contra la silla, dijo:

—Déjala en paz, negro. ¿Es que no ves que está borracha? Chink le quitó las manos de encima pero dijo con furia:

—Quiero que me escuche.

—Bueno, ese es tu problema —respondió Alamena—. Eres camarero. Haz que se le pase la borrachera.

—¿Quieres ver cómo te cortan el cuello otra vez? —dijo él de forma agresiva.

Ella no se dejó afectar por la amenaza.

—Ningún maldito negro como tú lo hará jamás. Y no voy a vigilar más de quince minutos, así que mejor que os deis prisa en acabar vuestra conversación.

—Por mí no hace ninguna falta que vigiles —dijo Chink.

—No lo hago por ti, negro, no tienes que preocuparte por eso —contestó Alamena mientras salía de la cocina y volvía a su puesto—. Vamos, Spookie. —La perra fue detrás de ella.

Chink se sentó y se secó el sudor de la frente.

—Escucha, nena, no estás tan borracha —dijo.

Dulcy soltó otra risa tonta, pero esta vez sonó forzada.

—El que está borracho eres tú si piensas que Johnny va a darte diez de los grandes —dijo ella.

—No es él quien va a dármelos —respondió él—. Eres tú quien va a hacerlo. Tú se los vas a sacar. ¿Quieres que te diga por qué lo harás, nena?

—No, sólo quiero que me des tiempo para quitarme de encima algunos de estos billetes de cien dólares que ves creciendo sobre mí —dijo ella, con aspecto de estar cada vez más sobria.

—Hay dos razones por las que vas a hacerlo —siguió él—: primero, fue tu navaja la que lo mató. La misma que te di por Navidad. Y no me digas que la has perdido, porque no me lo trago. No lo llevarías por ahí contigo a menos que tuvieras intención de usarla, porque te asustaría demasiado que Johnny la viera.

—Oh, no, cielo —dijo ella—. No vas a conseguir que se crean eso. Era tu navaja. Estás olvidando que me enseñaste las dos cuando me dijiste que ese hombre de tu club, el Sr. Burns, las había traído de Londres y que te había dicho que una era para ti y la otra para tu novia en caso de que aprendieras a usarla demasiado bien. Aún tengo la que me diste.

—Veámosla.

—Déjame ver la tuya.

—Sabes condenadamente bien que no voy paseando esa navaja enorme por ahí.

—¿Desde cuándo?

—Nunca la he llevado encima. Está en el club.

—Me parece perfecto. La mía está a la orilla del mar.

—No estoy bromeando contigo, chica.

—Si crees que estoy bromeando, entonces ponme a prueba. Puedo coger mi navaja ahora mismo. Y si sigues presionándome con eso es muy probable que lo haga y te la clave. —Ya no parecía estar borracha en lo más mínimo.

Chink frunció el ceño.

—No me amenaces —dijo.

—Entonces no me amenaces tú.

—Si todavía tienes la tuya, ¿por qué no le hablaste a la poli de la mía? —preguntó él.

—¿Y hacer que Johnny cogiera la que yo tengo y te cortara el cuello, y quizá de paso el mío? —respondió ella.

—Si tienes tanto miedo, ¿por qué no te deshiciste de ella? —dijo Chink—, si piensas que Johnny va a encontrarla y va a empezar a pincharte con ella.

—¿Y arriesgarme a que fueras a la poli y les dijeras que fue mi navaja la que lo mató? —declaró ella—. Oh, no, cielo, no voy a exponerme a eso.

A Chink comenzó a hinchársele la cara, pero logró controlar su temperamento.

—Muy bien, pongamos que no fue tu navaja —dijo él—. Sé que lo fue, pero pongamos por un momento que no…

—Venga, todos juntos —lo interrumpió ella—. Vamos a decir chorradas.

—Lo que tú digas, pero no son chorradas, te lo juro. Val y tú ibais a sacarle a Johnny diez de los grandes. De eso estoy seguro[6].

—Y yo estoy segura de que tú y yo no hemos estado bebiendo de la misma botella —dijo ella—. Tú debes de haber estado bebiendo extracto de oro o julepes de menta americanos, por cómo sigues hablando de diez de los grandes.

—Será mejor que me escuches, chica —insistió él.

—No pienses que no te escucho —replicó ella—. Es que sencillamente no paro de oír cosas que no tienen ningún sentido.

—No estoy diciendo que fuera idea tuya —dijo él—. Pero ibais a hacerlo. Eso está claro. Y eso sólo quiere decir una cosa. Val y tú sabíais algo de Johnny que valía todo ese dinero o jamás habríais reunido valor suficiente para intentarlo.

Dulcy se rio de forma teatral, pero no sonó convincente.

—Me recuerdas a ese viejo chiste en el que el hombre le dice a su chica: «Ahora pongámonos los dos arriba». Eso me gustaría ver: qué sabíamos Val y yo de Johnny que valía diez de los grandes.

—Bueno, nena, tengo que decir —explicó Chink— que no es que necesite saber qué sabíais de él. Sé que os guardabais algo, y eso basta. Cuando eso se relacione con la navaja, la cual afirmas tener todavía pero sin que nadie la haya visto, supondrá una acusación de asesinato para uno de los dos. No sé para cuál ni me importa: «Si no te duele, no te quejes». Te estoy dando una oportunidad. Si la dejas pasar, iré a ver a Johnny. Si se hace el duro, voy a tener una pequeña charla con esos dos sheriffs de Harlem, Grave Digger y Coffin Ed. Y sabes lo que eso va a significar. Johnny puede ser duro, pero no es tan duro.

Dulcy se levantó de la silla, fue tambaleándose hasta el aparador y se tomó dos dedos de brandy. Intentó permanecer de pie, pero notó cómo perdía el equilibrio y se dejó caer en otra silla.

—Escucha, Chink, Johnny ya tiene bastantes problemas —dijo—. Si le presionas lo más mínimo, se le irá la cabeza y te matará, incluso si lo queman en el infierno por ello.

Chink trató de mostrar indiferencia.

—Johnny no es idiota, nena. Puede que tenga una placa de plata en la cabeza, pero no es que tenga más ganas de arder que cualquier otro.

—De todas maneras, Johnny no tiene ese dinero —aseguró ella—. Los negros de Harlem como tú pensáis que Johnny tiene un jardín lleno de árboles con billetes en vez de hojas. No es un pez gordo de la lotería. Lo único que tiene es esa pequeña partida de Skin.

—No es tan pequeña —respondió Chink—. Y si no tiene esa cantidad de dinero, que la pida prestada. Tiene suficiente crédito entre sus colegas. Y tenga lo que tenga, no os va a servir a ninguno de los dos si me pongo a jugar rudo.

Dulcy dejó caer los hombros.

—Está bien. Dame dos días.

—Si puedes conseguirlo en dos días, puedes conseguirlo para mañana —dijo él.

—Vale, mañana —cedió ella.

—Dame la mitad ahora —exigió Chink.

—Sabes condenadamente bien que Johnny no tiene cinco de los grandes en esta casa —replicó ella.

Él la siguió presionando.

—¿Y tú qué? ¿Aún no le has robado tanto?

Ella le miró con firme desprecio.

—Si no fueras un negro tan asqueroso, te apuñalaría el corazón por eso —dijo ella—. Pero no vale la pena.

—No trates de engañarme, nena —continuó él—. Tienes algo de pasta escondida. No eres el tipo de chica que se expone a que la echen a la calle a patadas sin tener un pavo.

Ella empezó a discutir, pero cambió de parecer.

—Tengo unos setecientos dólares —reconoció.

—De acuerdo, me llevaré eso —dijo él.

Dulcy se levantó y fue tambaleándose hacia la puerta. Él también se puso de pie, pero ella dijo:

—No me sigas, negro.

Al principio optó por ignorarla, pero cambió de idea y se sentó otra vez.

Alamena la oyó salir de la cocina y comenzó a volver desde la habitación de la ventana, pero Dulcy le dijo:

—No te preocupes, Meeny.

Tras unos instantes, Dulcy regresó a la cocina con un puñado de billetes. Los extendió sobre la mesa y dijo:

—Ahí tienes, negro, eso es todo lo que tengo.

Chink empezó a levantarse con intención de guardarse el dinero en los bolsillos, pero la visión de la mancha verde sobre el mantel a cuadros rojos y blancos le produjo náuseas a Dulcy, que se dobló hacia delante y vomitó sobre el dinero antes de que Chink pudiera llegar hasta él.

Este la agarró de los brazos y la tiró violentamente sobre una silla mientras soltaba una retahíla de maldiciones. Después llevó el dinero sucio al fregadero y empezó a lavarlo.

De pronto, la perra entró a toda velocidad en la cocina y empezó a ladrarle furiosamente a la puerta que llevaba a la entrada de servicio y que se encontraba en la esquina de la cocina. La puerta daba a un pequeño cubículo que conducía a la escalera de servicio. La perra había oído el sonido de una llave al ser insertada silenciosamente en la cerradura.

Alamena entró corriendo en la cocina justo detrás de ella. Su tez café se había vuelto gris pálida.

—Johnny —susurró, apretando un dedo contra sus labios.

Chink se puso de un extraño tono amarillo, como el de una persona que hubiera estado enferma de ictericia durante mucho tiempo. Intentó meter a la fuerza el goteante dinero a medio lavar en el bolsillo lateral de su chaqueta, pero sus manos temblaban tan violentamente que apenas podía atinar con él. Después miró con cara de espanto a su alrededor como si fuera a saltar por la ventana de no estar conteniéndose.

Dulcy comenzó a reírse como una histérica.

—¿Quién no tiene miedo de quién? —dijo con voz entrecortada.

Alamena le echó una mirada a la vez furiosa y asustada, cogió a Chink de la mano y le llevó hacia la puerta principal.

—Por amor de Dios, cállate —le susurró a Dulcy.

La perra continuó ladrando frenéticamente.

Entonces se oyó de repente el sonido de unas voces que provenían de la escalera trasera.

Grave Digger y Coffin Ed habían surgido de las sombras en el instante en que Johnny había metido la llave en la cerradura.

Desde la cocina, oyeron a Grave Digger decir:

—Sólo un minuto, Johnny. Nos gustaría haceros algunas preguntas a ti y a tu esposa.

—No tenéis por qué gritarme —dijo Johnny—. No estoy sordo.

—Costumbres del oficio —respondió Grave Digger—. Los polis hablamos más alto que los jugadores.

—Sí. ¿Tenéis una orden? —preguntó Johnny.

—¿Para qué? Sólo queremos haceros algunas preguntas amistosas —dijo Grave Digger.

—Mi mujer está borracha y no puede responder a ninguna pregunta, amistosa o no —indicó Johnny—. Y yo no voy a hacerlo.

—Estás empezando a ponerte muy chulito, ¿no crees, Johnny? —dijo Coffin Ed.

—Escuchad —empezó Johnny—, no estoy intentando hacerme el pez gordo ni el duro. Sencillamente estoy cansado. Hay mucha gente presionándome. Pago a un abogado para que hable por mí en los tribunales. Si tenéis una orden para Dulcy o para mí, entonces llevadnos. Si no, dejadnos en paz.

—Está bien, Johnny —accedió Coffin Ed—. Ha sido un día largo para todos.

—¿Llevas encima tu pipa? —preguntó Grave Digger.

—Sí. ¿Queréis ver mi licencia? —dijo Johnny.

—No, sé que tienes una licencia para el arma. Sólo quiero decirte que te lo tomes con calma, hijo —le aconsejó Grave Digger.

—Sí —contestó Johnny.

Mientras estaban hablando, Alamena había dejado salir a Chink por la puerta principal.

Chink había llamado al ascensor y se encontraba esperando a que llegara cuando Johnny entró a la cocina de su apartamento.

Alamena estaba limpiando el mantel de la mesa. El perro estaba ladrando. Dulcy seguía riéndose de manera histérica.

—Vaya, imagínate verte, papá —farfulló Dulcy con voz de borracha—. Pensé que eras el basurero, entrando por ahí.

—Está borracha —dijo rápidamente Alamena.

—¿Por qué no la metiste en la cama? —quiso saber Johnny.

—No quería irse a la cama.

—Nadie mete a Dulcy en la cama cuando ella no quiere irse a la cama —dijo Dulcy de forma ebria.

La perra seguía ladrando.

—Vomitó sobre el mantel —dijo Alamena.

—Vete a casa —pidió Johnny—. Y llévate a esta perrita ruidosa contigo.

—Vamos, Spookie —dijo Alamena.

Johnny cogió en brazos a Dulcy y la llevó al dormitorio.

Fuera, en el pasillo, Grave Digger y Coffin Ed se encontraron con Chink en la puerta del ascensor.

—Estás temblando —observó Grave Digger.

—Y sudando —añadió Coffin Ed.

—He cogido frío, eso es todo —dijo Chink.

—Vaya que sí —respondió Grave Digger—: así acaba uno frío permanentemente, tonteando con la mujer de otro hombre, y además en su propia casa.

—Tan sólo he estado ocupándome de mis asuntos —dijo Chink con aparentes ganas de discutir—. ¿Por qué no probáis a hacerlo alguna vez, polis?

—Así nos agradeces que te consiguiéramos un respiro —dijo Grave Digger—. Le entretuvimos hasta que tuviste tiempo de salir.

—No hables con este hijo de puta —soltó Coffin Ed con desabrimiento—. Si dice otra palabra le romperé los dientes.

—No antes de que hable —advirtió Grave Digger—. Va a necesitarlos para hacerse entender.

El ascensor automático se detuvo al llegar a su planta. Los tres se subieron a él.

—¿Qué es esto, un arresto? —preguntó Chink.

Coffin Ed le golpeó en el plexo solar. Grave Digger tuvo que sujetarle. Chink salió del edificio entre los dos detectives, sujetándose el estómago como si se le fuera a caer.