Eran las 11:32 cuando Johnny aparcó su Cadillac en Madison Avenue, junto a la esquina con la calle 124, y bajó esta andando hasta la escalera privada que llevaba a su club en la segunda planta.
El nombre Tía Juana estaba estampado en el entrepaño superior de la negra puerta de acero.
Tocó con suavidad el timbre a la derecha del pomo de la puerta una sola vez, y un ojo apareció inmediatamente en la mirilla que había dentro de la letra u en la palabra Juana. La puerta se abrió, dando paso a la cocina de un apartamento de tres habitaciones.
Un hombre de piel café, calvo, flaco y con modales suaves que vestía unos pantalones caquis almidonados y un polo morado descolorido dijo:
—Qué mala suerte, Johnny, dos muertes seguidas.
—Sí —respondió Johnny—. ¿Cómo va la partida, Nubby?
Nubby encajó el muñón acolchado de su brazo izquierdo, seccionado a la altura de la muñeca, en la palma de su mano derecha y dijo:
—Sin problemas. La está llevando Kid Nickels.
—¿Quién va ganando?
—No lo he visto. He estado en Yonkers recogiendo apuestas para las carreras de trotones de esta noche.
Johnny se había bañado, afeitado y cambiado a un traje de seda verde claro y una camisa de crepé rosa.
Sonó el teléfono, y Nubby alargó la mano para coger el auricular del aparato de uso público que había en la pared, pero Johnny dijo:
—Yo lo cojo.
Mamie Pullen llamaba para preguntar cómo se encontraba Dulcy.
—Está hecha polvo —respondió Johnny—. La he dejado con Alamena.
—¿Tú cómo estás, hijo? —preguntó Mamie.
—Vivo y coleando —dijo Johnny—. Vete a dormir y no te preocupes por nosotros.
Cuando colgó, Nubby le dijo:
—Se te ve rendido, jefe. Por qué no echas un vistazo por aquí y luego regresas al nido. Nosotros tres deberíamos ser rapaces de llevar esto por una noche.
Johnny se encaminó a su oficina sin responder. Estaba instalada en el dormitorio más cercano a la calle de los dos situados a la izquierda de la cocina. En ella había un buró anticuado, una pequeña mesa redonda, seis sillas y una caja fuerte. La habitación del otro lado, equipada con una gran mesa de pino, se utilizaba como una sala de juego auxiliar.
Johnny colgó con cuidado su chaqueta verde en un perchero de pared junto al buró, abrió la caja fuerte y sacó un fajo de billetes sujeto con cinta de papel marrón sobre la que aparecía escrito: «$1.000».
Pasada la cocina había un cuarto de baño, y después el pasillo se extendía hasta una gran habitación exterior del ancho del apartamento con una triple ventana salediza con vistas a Madison Avenue. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas echadas.
Había nueve jugadores sentados alrededor de una gran mesa redonda, tapizada con fieltro y cubierta por una manchada lona color canela, en el centro de la habitación. Estaban jugando a un juego de cartas llamado Georgia Skin.
Kid Nickels se encontraba barajando una baraja de cartas recién estrenada. Era un hombre negro bajo con el pelo corto y tieso, ojos rojos y una piel áspera marcada por la viruela que vestía una camisa de seda roja de un tono mucho más fuerte que la de Johnny.
Este último entró en la habitación, puso el fajo de billetes encima de la mesa y dijo:
—Ya sigo yo, Kid.
Kid Nickels se levantó y le cedió su silla.
Johnny tocó con la mano el fajo de billetes de banco.
—Aquí hay dinero fresco que no tiene el nombre de nadie.
—Esperemos poder echarle el guante a parte de él —dijo Bad Eye Lewis.
Johnny barajó las cartas. Crying Shine, el primer jugador a su derecha, hizo el corte.
—¿Quién quiere robar? —preguntó Johnny.
Tres jugadores robaron carta de la baraja, se las enseñaron unos a otros para evitar repeticiones y las colocaron boca abajo sobre la mesa.
Johnny les hizo apostar diez dólares por haber robado. Tenían que ver la apuesta o devolver sus cartas. La vieron.
En el Georgia Skin, las cartas de cada palo —picas, corazones, tréboles y diamantes— no están ordenadas por valores. Se juegan por categorías. Hay trece categorías en la baraja, del as al rey. Por lo tanto, pueden jugarse trece cartas.
Un jugador elige una carta. Cuando se extrae de la baraja la siguiente carta de esa categoría, la primera pierde. Entre los jugadores de Skin se dice que la carta ha «caído». Esta se va con las cartas muertas y no puede jugarse de nuevo durante esa ronda.
Lo que apuesta un jugador es que su carta no caerá antes que las de sus oponentes. Si un jugador elige un siete y se sacan dos veces de la baraja las cartas de todas las demás categorías antes de que aparezca el segundo siete, ese jugador gana todas las apuestas que haya hecho.
Johnny le dio la vuelta ala carta superior de la baraja y la soltó delante de Doc, el jugador que estaba sentado en el lado opuesto de la mesa. Era un ocho.
—No puedo verlo ni en pintura —comentó Bad Eye Lewis.
—La muerte es lo único que no quiero ver ni en pintura —dijo Doc—. Poned pasta, gallinas.
Los jugadores apostaron en su contra.
Johnny igualó los bordes de la baraja y la colocó en el dispensador, el cual estaba abierto por uno de sus lados y tenía un agujero para extraer las cartas con el pulgar. Sacó para sí mismo de la baraja el tres de picas.
Sumidos en la neblinosa luz, los jugadores lanzaban vivas maldiciones en voz bajá a medida que las cartas iban saliendo del dispensador y quedaban boca arriba en la mesa. Cada vez que caía una carta, los ganadores recogían sus ganancias y el perdedor jugaba la siguiente carta viva que se extraía de la baraja.
Johnny jugó el tres durante toda la mano sin que cayera. Apostó doce veces y ganó ciento treinta dólares en la ronda.
Chink Charlie entró en la habitación con paso tambaleante, agitando un puñado de billetes.
—Abrid paso a un jugador veterano —dijo en un tono áspero causado por el whisky.
Johnny estaba sentado de espaldas a la puerta y no se giró para mirar. Barajó las cartas, igualó los bordes de la baraja y puso esta en la mesa.
—Corta, K. C. —dijo.
Los demás jugadores le habían lanzado una mirada a Chink. Ahora lanzaron otra a Johnny. Después dejaron de mirar.
—Imagino que no tengo prohibido participar en esta puta partida —dijo Chink.
—Nunca he prohibido jugar a un hombre con dinero —contestó Johnny con su voz inexpresiva, sin girar la cabeza—. Pony, levántate y déjale tu asiento a este jugador.
Pony Boy se puso en pie y Chink se dejó caer en su silla.
—Esta noche me siento con suerte —dijo Chink, tirando el dinero en la mesa—. Todo lo que quiero ganar son diez de los grandes. ¿Qué te parece, Johnny? ¿Tienes diez de los grandes que perder?
Los jugadores miraron de nuevo a Chink, después otra vez a Johnny, luego a la nada.
El rostro de Johnny no varió su expresión, su voz no se alteró.
—No juego para perder, amigo, más vale que te enteres. Pero puedes jugar en mi club mientras tengas dinero, y salir de aquí con todo lo que hayas ganado. Bien, ¿quién quiere robar? —preguntó.
Nadie se movió para robar carta de la baraja.
—No me das miedo —dijo Chink, y robó una de la parte de abajo.
Johnny le hizo poner cien dólares. Cuando Chink cubrió la apuesta, se quedó con sólo diecinueve dólares.
Johnny sacó la reina.
Doc la jugó.
Chink apostó diez dólares en su contra.
La reina de corazones fue la siguiente en salir.
—Alguna serpiente negra está besando a mi chica[5] —comentó alguien.
Chink cogió los veinte dólares.
Johnny puso la baraja en el dispensador y sacó otra vez para sí el tres de picas.
—Un rayo nunca cae dos veces en el mismo lugar —dijo Bad Eye Lewis.
—Tío, no empieces a hablar sobre rayos —advirtió Crying Shine—. Estás sentado justo en medio de una tormenta.
Johnny sacó el dos de tréboles para Doc, quien tenía prioridad para elegir otra carta viva.
Doc la miró con asco.
—Preferiría que me mordiera el culo una boa constrictor a jugar un puto dos negro —dijo.
—¿Quieres pasarlo? —preguntó Johnny.
—Qué demonios —dijo Doc—, yo no elijo las cartas que me tocan. Tú pones, moreno —le dijo a Chink.
—Eso te costará veinte pavos —respondió Chink.
—Tengo más que suficiente, hijo —dijo Doc, cubriendo la apuesta.
Johnny puso quince dólares contra Doc, y empezó a sacar cartas. Los jugadores las cogieron e hicieron apuestas. Nadie habló. El silencio se hizo más penetrante.
Johnny siguió sacando cartas en el blanco y tenso silencio.
Una carta cayó. Unas manos recogieron ganancias.
Doc cayó de nuevo y miró entre las cartas muertas en busca de alguna que estuviera aún viva, pero no había ninguna.
Johnny siguió sacando y las cartas cayeron. La carta de Chink aguantó. Johnny y Chink recogieron ganancias.
—Voy a subir un poco la apuesta, jugador —le dijo Johnny a Chink.
—Pon —respondió Chink.
Johnny subió otros cien dólares. Chink cubrió la apuesta y aún le quedó dinero.
Johnny sacó otra carta, y luego otra. Las venas de su frente se hincharon y los tentáculos de su cicatriz comenzaron a moverse. La sangre huyó del rostro de Chink hasta que pareció estar hecho de cera amarilla.
—Un poco más —dijo Johnny.
—Pon —contestó Chink. Estaba empezando a perder la voz.
Subieron su apuesta otros veinte dólares.
Johnny echó una ojeada al dinero que le quedaba a Chink. Sacó una carta a medias del dispensador y luego la devolvió a su sitio de un toque.
—Un poco más, jugador —repitió.
—Pon —dijo Chink en un susurro.
Johnny subió cincuenta dolares contra Chink.
Chink cubrió veintinueve y le devolvió el resto.
Johnny sacó la carta y la soltó girando en el aire. El siete de diamantes quedó momentáneamente al descubierto bajo la luz que se derramaba sobre la mesa, cayendo finalmente boca abajo.
—Los muertos siempre caen de bruces —señaló Bad Eye Lewis.
La sangre acudió de golpe al rostro de Chink, y se le comenzaron a hinchar los carrillos.
—Ese eres tú, ¿verdad? —dijo Johnny.
—Cómo demonios sabes que soy yo, a menos que estés leyendo estas cartas —protestó Chink con voz áspera.
—Tienes que ser tú —insistió Johnny—. Es la única carta que queda viva.
La sangre volvió a huir del rostro de Chink, que adoptó un tono ceniciento. Johnny alargó la mano y le dio la vuelta a la carta situada delante de Chink. El siete de picas quedó al descubierto.
Johnny llevó hacia sí el montón de dinero.
—Me la has jugado, ¿no es cierto? —le acusó Chink—. Me la has jugado. Viste el siete cuando sacaste la carta a medias del dispensador.
—Sólo te voy a dejar decir eso una vez más, jugador —dijo Johnny—, después vas a tener que probarlo.
Chink se quedó callado.
—Si apuestas a lo loco durarás muy poco —dijo Doc.
Chink se levantó sin decir una palabra y se fue del club.
Johnny empezó a perder. Perdió todo lo que había ganado y setecientos dólares de la banca. Finalmente se levantó y le dijo a Kid Nickels:
—Sigue tú, Kid.
Volvió a su oficina, cogió un revólver Colt militar calibre 38 de la caja fuerte y se lo metió por dentro del pantalón a la izquierda de la hebilla del cinturón, poniéndose después la chaqueta verde de su traje sobre su camisa crepé rosa. Antes de marcharse del club, le dijo a Nubby:
—Si no vuelvo, dile a Kid que se lleve el dinero a casa.
Pony Boy regresó a la cocina para ver si Johnny le necesitaba, pero ya se había ido.
—Ese Chink Charlie —dijo—: la muerte anda pisándole los talones.