12

—No me gustan estos putos misterios —dijo Johnny.

Sus densos y morenos músculos se tensaron bajo su camisa de crepé amarilla, húmeda de sudor, al dejar el vaso de limonada con un golpe sobre el cristal de la mesa de cocktail.

—Y eso tenlo claro —añadió. Estaba sentado con el cuerpo echado hacia delante en el centro de un largo sofá con tapicería de felpa verde, con los sudados calcetines de seda de sus pies plantados sobre la alfombra, de un vivo color rojo. Las venas que le surgían de las sienes estaban hinchadas como raíces de árbol al descubierto, y la cicatriz sobre su frente se agitaba como una masa de serpientes vivas. La irregular piel café oscura de su rostro estaba tirante y cubierta de sudor. Sus ojos surcados de venas ardían de manera latente.

—Ya te he dicho más de una docena de veces que no sé por qué ese pastor negro de tres al cuarto ha estado contando todas esas mentiras sobre mí —se defendió Dulcy con voz quejumbrosa.

Johnny la miró de forma amenazadora y dijo:

—Sí, y yo estoy condenadamente cansado de oírte decírmelo.

La mirada de Dulcy se posó fugazmente sobre los tensos rasgos de su cara y huyó en busca de algo que le transmitiera mayor serenidad.

Pero no había nada sereno en aquella habitación de colores estridentes. El mobiliario verde guisante, abultado por el excesivo relleno y adornado con piezas de madera clara, competía con la alfombra roja fuerte por atraer la vista, pero era esta la que salía perdiendo.

Era una habitación amplía en la esquina del edificio, con dos ventanas que daban a Edgecombe Drive y una a la calle 159.

—Estoy tan cansada de oírte hacerme todas esas malditas preguntas como tú de oírme decirte que no sé las respuestas —dijo ella entre dientes.

El vaso de limonada se hizo añicos en la mano de Johnny. Tiró los fragmentos al suelo y se llenó otro.

Ella estaba sentada en una otomana de cuero amarillo sobre la alfombra roja, de cara al mueble radio-televisión-tocadiscos de tono pálido colocado frente a la cegada chimenea bajo la repisa.

—¿Por qué diablos estás tiritando? —preguntó él.

—Hace un frío del demonio aquí —se quejó ella.

Dulcy se había quedado en combinación, y sus piernas y pies estaban al descubierto. Las uñas de sus pies estaban pintadas en el mismo tono carmesí que las de sus manos. Tenía la suave piel café de gallina, pero su labio superior estaba húmedo de sudor, lo que resaltaba el casi imperceptible vello moreno que lo cubría.

El voluminoso aparato de aire acondicionado situado en la ventana lateral que había a su espalda estaba funcionando a pleno rendimiento, y un ventilador de treinta centímetros de diámetro que giraba a su lado encima del cubrerradiador la bañaba con aire frío.

Johnny se bebió su vaso de limonada y lo bajó con mucho cuidado, como un hombre que se enorgulleciera de mantener el control bajo cualquier circunstancia.

—No me extraña —dijo—. ¿Por qué no te levantas y te pones algo de ropa?

—Por amor de Dios, hace demasiado calor para llevar ropa —contestó ella.

Johnny se sirvió y se bebió de un trago otro vaso de limonada para evitar que su cerebro se recalentara.

—Escucha, nena, estoy siendo bastante razonable —dijo él—. Todo lo que te estoy preguntando son tres simples cosas…

—Lo que es simple para ti no lo es para nadie más —se quejó ella.

Su mirada candente la alcanzó como una bofetada.

Ella dijo como rápida disculpa:

—No sé por qué me la tiene jurada ese pastor.

—Escúchame, nena —continuó Johnny en tono razonable—. Sólo quiero saber por qué de pronto Mamie empieza a defenderte cuando yo ni siquiera sospechaba que hubieras hecho algo. ¿Es mucho pedir?

—¿Cómo demonios voy a saber lo que se le pasa a Mamie por la cabeza? —saltó ella.

Luego, al ver pasar la cólera por su rostro como un rayo en una tormenta de verano, tomó de golpe un buen trago del whisky con soda que estaba bebiendo y se atragantó.

Spookie, su perra cocker spaniel negra, que había estado descansando a sus pies, se levantó de un salto e intentó subir a su regazo.

—Y deja de beber tanto, maldición —dijo Johnny—. Cuando estás borracha no sabes lo que dices.

Ella miró a su alrededor de manera culpable buscando un sitio para poner el vaso, comenzó a ponerlo sobre el mueble de la televisión, captó su mirada de advertencia y lo dejó entonces en el suelo junto a sus pies.

—Y haz que esa maldita perra pare de lamerte todo el rato —siguió él—. ¿Te crees que me gusta que estés siempre cubierta de babas de perro?

—Baja, Spookie —dijo ella, apartando a la perra de su regazo.

La perra metió su pata trasera en el vaso de whisky y lo tiró al suelo.

Johnny observó cómo la mancha se iba extendiendo sobre la alfombra roja, y los músculos de su mandíbula se hincharon como tendones de buey.

—Todo el mundo sabe que soy un hombre razonable —dijo—. Todo lo que te estoy preguntando son tres simples cosas. Primero, ¿cómo es que ese pastor le cuenta a la policía una historia sobre que Chink Charlie te dio esa navaja?

—Por amor de Dios, Johnny —exclamó ella, y enterró el rostro entre sus manos.

—Entiéndeme —matizó él—, no he dicho que me lo creyera. Pero incluso si el hijoputa te la tenía guardada…

En ese momento apareció un anuncio publicitario en la pantalla de la televisión, y cuatro adorables chicas rubias vestidas con suéteres y pantalones cortos empezaron a cantar en voz alta y alegre.

—Corta ese puto ruido —le mandó Johnny.

Dulcy alargó rápidamente la mano y bajó el volumen, pero el cuarteto de pigmeas de piernas bonitas siguió brincando en una feliz y enérgica pantomima.

Las venas de la frente de Johnny empezaron a hincharse.

De pronto, la perra se puso a ladrar como un sabueso que tuviera a un mapache acorralado en lo alto de un árbol.

—Calla, Spookie —se apresuró a decir Dulcy, pero era demasiado tarde.

Johnny saltó de su asiento como un auténtico maníaco, volcando la mesa de cocktail y la jarra de limonada, cruzó la habitación y le dio una patada en las costillas a la perra con uno de sus pies enfundados en calcetines. La perra salió volando y tiró un florero rojo de cristal lleno de rosas amarillas artificiales que descansaba sobre una mesita auxiliar lacada en verde. El florero se estrelló contra el radiador, rompiéndose en mil pedazos y esparciendo rosas de papel amarillas por toda la alfombra; la perra metió la cola entre las patas y corrió en dirección a la cocina soltando gañidos.

La superficie de cristal de la mesa de cocktail se había hecho añicos al chocar contra la jarra volcada, y había fragmentos de vidrio mezclados con cachos de hielo sobre la gran mancha húmeda que había creado la limonada derramada.

Johnny se dio la vuelta, pasó con cuidado por encima de los restos de cristal y regresó a su asiento, como un hombre que se enorgulleciera de mantener el control bajo cualquier circunstancia.

—Escucha, nena —repitió—, soy un hombre paciente. Soy el hombre más razonable del mundo. Todo lo que te estoy preguntando son…

—Tres simples cosas —masculló ella en voz baja.

Johnny respiró honda y pausadamente y lo dejó pasar.

—Escucha, nena, todo lo que quiero saber es: ¿cómo demonios pudo ese pastor inventarse algo así?

—Siempre quieres creer a todos excepto a mí —dijo ella.

—¿Y cómo es que sigue diciendo que fuiste tú quien lo hizo? —continuó él, ignorando su comentario.

—Maldita sea, ¿piensas que fui yo? —estalló ella.

—Eso no es lo que me preocupa —respondió él, dejando de lado la cuestión—. Lo que me preocupa es: ¿por qué diablos piensa él que fuiste tú? ¿Qué motivo piensa él que tenías para hacerlo?

—Sigues hablando de misterios —dijo ella, mostrando signos de histeria—. Cómo es que no viste a Val en toda la noche pasada. Estoy segura de que me dijo que iba a pasarse por el club y que iría al velatorio contigo. No tenía ninguna razón para decirme eso si no lo iba a hacer. Eso sí que es un misterio para mí.

Él le echó una mirada larga y pensativa.

—Si sigues soltando esa idea por ahí, nos meterá a todos en problemas —respondió él.

—Entonces por qué sigues tú descargando sobre mí todas esas ideas absurdas que tienes, como si pensaras que yo lo maté —dijo ella con aire desafiante.

—No me preocupa quién lo mató —señaló él—. Está muerto y es lo que hay. Lo que me preocupa son todos estos putos misterios sobre ti. Tú estás viva y eres mi mujer, y quiero saber por qué narices toda esa gente sigue pensando cosas sobre ti que yo nunca me había planteado siquiera, siendo yo tu hombre.

Alamena entró desde el vestíbulo y miró con indiferencia los restos del violento estallido diseminados por la habitación. No se había cambiado de ropa, pero se había puesto un delantal de plástico rojo. La perra miraba a hurtadillas desde detrás de sus piernas para ver si el peligro había pasado, pero decidió que no.

—¿Vais a quedaros aquí sentados discutiendo toda la noche o queréis venir a comer algo? —preguntó Alamena de manera indiferente, como si no le importara un rábano si comían o no.

Durante un instante los dos la miraron fijamente con expresión vacía, sin responder. Después Johnny se levantó.

Pensando que Johnny no la veía, Dulcy cogió con movimientos rápidos y furtivos el vaso en el que la perra había metido la pata y lo llenó hasta la mitad de brandy con una botella que tenía escondida detrás del mueble de la televisión.

Johnny estaba yendo hacia el vestíbulo, pero de repente se dio la vuelta sin detenerse y le tiró el vaso de un manotazo. El brandy le salpicó en la cara cuando el vaso voló por los aires y cayó al suelo girando sobre sí mismo.

Dulcy le dio un puñetazo en la cara con la derecha, tan rápido como un gato que estuviera pescando a zarpazos. Fue un golpe seco cargado de furia, que arrancó lágrimas de los ojos de Johnny.

Una rabia ciega se apoderó de él, la agarró por los hombros y la sacudió hasta que sus dientes castañetearon.

—¡Mujer! —dijo él, y por primera vez Dulcy le oyó cambiar el tono de su voz. Era profundo, gutural y nacía de sus tripas, y actuó sobre ella como un afrodisíaco—. ¡Mujer!

Ella se estremeció y se derritió en sus brazos como el caramelo. Sus ojos recuperaron la claridad y su boca se humedeció de repente, abrazando el cuerpo de Johnny.

Él se ablandó como el algodón y la estrechó contra su pecho. La besó en los ojos, la nariz y bajo la mandíbula, inclinándose después para besarle el cuello y la curva del hombro.

Alamena se dio la vuelta rápidamente y regresó a la cocina.

—¿Por qué no me crees? —dijo Dulcy con la cara sobre sus bíceps.

—Lo intento, nena —contestó él—. Pero tienes que admitir que es difícil.

Ella bajó los brazos a los costados y él retiró los suyos del cuerpo de Dulcy y metió las manos en los bolsillos. Cruzaron el vestíbulo hasta la cocina.

Los dos dormitorios, separados por el cuarto de baño, estaban en el lado izquierdo del vestíbulo que daba al pasillo exterior. El comedor y la cocina estaban en el lado derecho. Había una puerta trasera en la cocina, y un pequeño cubículo que conectaba con la escalera de servicio al final del pasillo.

Los tres se sentaron en las sillas con tapicería de plástico y relleno de gomaespuma colocadas alrededor de una mesa esmaltada que estaba cubierta con un mantel a cuadros rojos y blancos, y se sirvieron de un humeante plato de berzas, quingombó y manitas de cerdo, de un cuenco recalentado de judías carilla y de una fuente de pan de maíz.

Había media botella de bourbon sobre la mesa, pero ninguna de las dos mujeres lo probó, y Johnny preguntó:

—¿No queda limonada?

Alamena sacó un tarro de un galón del frigorífico y llenó una jarra de cristal sin decir nada. Comieron en silencio.

Johnny roció su comida con salsa muy picante de una botella que tenía una etiqueta en la que aparecían dos diablos muy colorados con largos cuernos que bailaban hundidos hasta la rodilla en unas brillantes llamas rojas, y se comió dos platos llenos a rebosar y seis trozos de pan, junto con media jarra de limonada helada.

—Aquí hace un calor infernal —se quejó, levantándose para encender un ventilador de veinticinco centímetros de diámetro fijado a la pared; después se sentó otra vez y empezó a hurgarse los dientes con un palillo de madera escogido del vaso de palillos colocado en la mesa con la sal, la pimienta y otros condimentos.

—Ese ventilador no te va a ayudar nada con toda esa salsa picante que has tomado —dijo Dulcy—. Algún día tus tripas van a prender fuego, y no vas a poder tragar limonada suficiente para apagarlo.

—¿Quién va a oficiar el funeral de Val? —preguntó Alamena.

Johnny y Dulcy se la quedaron mirando.

Luego Johnny empezó otra vez.

—Si no hubiera visto venir el tiro de ese hijoputa ahora estaría allí en el suelo partido en dos —dijo.

Alamena entrecerró los ojos.

—¿Te refieres al reverendo Short? —preguntó—. ¿Te ha disparado?

Johnny ignoró su pregunta y siguió machacando a Dulcy.

—Eso no me preocupa tanto como el porqué —dijo.

Dulcy no contestó y siguió comiendo. Las venas de Johnny empezaron a hincharse otra vez.

—Escucha, nena —continuó él—. Te lo estoy diciendo, todo lo que quiero saber es por qué.

—Bueno, por amor de Dios —explotó Dulcy—; si voy a cargar con las culpas de lo que haga ese lunático borracho de opio, más me valdría estar muerta.

Se oyó el timbre de la puerta. Spookie comenzó a ladrar.

—Calla, Spookie —dijo Dulcy.

Alamena se levantó y fue a la puerta.

Volvió y se sentó sin decir una palabra.

Doll Baby se detuvo en la entrada y colocó una mano sobre su cadera.

—No os preocupéis por mí —dijo—, soy prácticamente una más de la familia.

—Tienes la cara más dura que el cemento armado —gritó Dulcy, poniéndose en pie—. Y voy a cerrarte esa bocaza ahora mismo.

—No lo harás —dijo Johnny sin moverse—. Sólo siéntate y calla.

Dulcy vaciló durante unos instantes, como si fuera a desobedecerlo, pero decidió no hacerlo y se sentó. Si las miradas matasen, Doll Baby habría caído muerta como una piedra.

Johnny giró ligeramente la cabeza y le dijo a Doll Baby:

—¿Qué quieres, muchacha?

—Sólo quiero lo que me corresponde —respondió Doll Baby—, Val y yo estábamos prometidos, y tengo derecho a su herencia.

Johnny se la quedó mirando fijamente. Dulcy y Alamena también lo hicieron.

—¿Cómo dices? —dijo Johnny—. No lo he cogido.

Ella movió su mano izquierda para mostrar una brillante gema engastada en un anillo dorado.

—Si quieres pruebas, me dio este anillo de diamante de compromiso —declaró ella.

Dulcy dejó escapar una risotada aguda y cargada de desdén.

—Si Val te dio eso, no es más que cristal —se burló.

—Cállate —le repitió Johnny, y después le dijo a Doll Baby—: No necesito pruebas. Te creo. ¿Y qué pasa con eso?

—Pues que tengo derecho como prometida suya a cualquier cosa que dejara —explicó ella.

—Lo único que ha dejado ha sido este mundo —dijo Johnny.

La expresión estúpida de Doll Baby dio paso a un ceño fruncido.

—Tiene que haber dejado alguna ropa —dijo.

Dulcy empezó a reírse otra vez, pero una mirada de Johnny la hizo callar. Alamena bajó la cabeza para ocultar una sonrisa.

—¿Y qué hay de sus joyas? Su reloj, sus anillos y sus cosas —insistió Doll Baby.

—Es con la policía con la que tienes que hablar —aclaró Johnny—. Se quedaron todas sus joyas. Ve a contarles tu historia.

—Voy a contarles mi historia, no te preocupes —dijo ella.

—No estoy preocupado —contestó Johnny.

—¿Y qué pasa con esos diez mil dólares que ibas a darle para abrir una tienda de licores? —quiso saber Doll Baby.

Johnny se quedó inmóvil. Todo su cuerpo se puso rígido, como si de repente se hubiera vuelto de bronce. Mantuvo su mirada clavada en ella tanto rato sin pestañear que Doll Baby empezó a moverse de manera inquieta.

Por fin, Johnny dijo:

—¿Qué pasa con ellos?

—Bueno, después de todo, yo era su prometida, y él dijo que le ibas a dar diez de los grandes para abrir esa tienda, y supongo que tengo derechos de viudedad de algún tipo —explicó ella.

Dulcy y Alamena la miraron fijamente en un silencio cargado de curiosidad. La mirada fija de Johnny no se desvió en ningún momento de su cara. Ella empezó a mostrarse incómoda bajo el peso concentrado de su escrutinio.

—¿Cuándo te dijo eso? —preguntó Johnny

—El día siguiente a la muerte de Big Joe… anteayer, creo que fue —dijo ella—. Estuvimos haciendo planes para reunir dinero para la casa, y él aseguró que ibas a darle diez de los grandes.

—Escucha, muchacha, ¿estás segura de eso? —preguntó Johnny. Su tono no había cambiado, pero parecía pensativo y perplejo.

—Tan segura como de que estoy viva —se reafirmó ella—. Lo juro sobre la tumba de mi madre.

—¿Y le creíste? —siguió Johnny.

—Bueno, después de todo, ¿por qué no iba a hacerlo? —contestó ella—. Val tenía a Dulcy para echarle un cable.

—¡Puta mentirosa! —gritó Dulcy, y saltó de su silla, cruzó la habitación y se lio a golpes con Doll Baby antes de que Johnny pudiera moverse.

Este se levantó de un salto y las separó sujetando a las dos por la parte posterior del cuello.

—Esta me la vas a pagar —amenazó Doll Baby a Dulcy.

Dulcy le escupió en la cara. Johnny la lanzó al otro lado de la cocina con una mano. Ella agarró un cuchillo de cocina muy afilado del cajón del aparador y cargó de regreso a través de la habitación. Johnny soltó a Doll Baby y se dio la vuelta para enfrentarse a ella, alcanzando la muñeca de Dulcy con su mano izquierda y retorciéndosela para que soltara el cuchillo.

—Si no haces que se largue de aquí la voy a matar —exclamó furiosa.

Alamena se levantó tranquilamente, salió al vestíbulo y cerró la puerta de la casa. Cuando regresó y se sentó en su silla, dijo con aire indiferente:

—Ya se ha ido. Debe de haberte leído el pensamiento.

Johnny volvió a su asiento. La perra cocker spaniel salió de debajo de la cocina y comenzó a lamer los pies descalzos de Dulcy.

—Vete, Spookie —le dijo Dulcy, que regresó a su propio asiento.

Johnny se sirvió un vaso de limonada.

Dulcy llenó un vaso de agua hasta la mitad con bourbon y se lo bebió tal cual. Johnny la observó sin decir una palabra. Se le veía despierto y en guardia, pero perplejo. Dulcy se atragantó y sus ojos se llenaron de lágrimas. Alamena miraba fijamente su plato sucio.

Johnny levantó el vaso de limonada, se lo pensó mejor y lo echó de vuelta en la jarra. Después se echó whisky hasta llenar un tercio del vaso. Pero no se lo bebió. Simplemente se quedó mirándolo durante un buen rato. Nadie dijo nada.

Se levantó de la silla sin haberse bebido el whisky y dijo:

—Ahora tengo otro puto misterio entre manos. —Salió de la cocina, andando silenciosamente en calcetines.