11

Eran las ocho en punto, pero aún era de día.

—Demos una vuelta —le dijo Grave Digger a Coffin Ed— y echémosle una ojeada al panorama. Vamos a ver a las morenitas florecer en sus vestidos rosas y a oler el perfume de las amapolas y la marihuana.

—Y a escuchar el canto de los ruiseñores —contribuyó Coffin Ed.

Estaban circulando en dirección sur por la Séptima Avenida en el pequeño y abollado sedán negro, Grave Digger situó cuidadosamente el coche tras el tráiler de un camión qué avanzaba con lentitud, y Coffin Ed fijó sus ojos en la acera.

Un corredor de apuestas de lotería que estaba apostado frente al salón de peluquería de Madame Sweetiepie, con un puñado de boletos de papel con los números ganadores del día en la mano, levantó la cabeza y vio los fieros ojos de Coffin Ed clavados en él. Empezó a comerse las papeletas como si fueran caramelos masticables.

Ocultos tras el gran camión, llegaron sigilosamente a la altura de un grupo de fumetas que se encontraban delante del bar situado en la esquina de la calle 126. Ocho jóvenes matones vestidos con pantalones negros ajustados, elegantes sombreros de paja con cintas de diversos colores, zapatos en punta, camisas sport de colores chillones y gafas ahumadas, y que parecían constituir una reunión de saltamontes exóticos, habían terminado ya con un canuto y estaban pasándose el segundo cuando uno de ellos gritó:

—¡Larguémonos! Ahí vienen King Kong y Frankenstein.

El chico que estaba fumándose el canuto se lo tragó tan rápido que el fuego le quemó la garganta y se dobló hacia delante, ahogándose.

Aquel al que llamaban Gigolo dijo:

—¡Tranqui! ¡Tranqui! Sólo finge que estás limpio.

Tiraron sus navajas automáticas a la acera delante del bar. Otro chico escondió en la palma de la mano los dos canutos que les quedaban y se los metió rápidamente en la boca, listo para tragárselos si los detectives se paraban.

Grave Digger esbozó una sonrisa forzada.

—Podría arrearle a ese niñato en la barriga y hacerle vomitar suficientes pruebas para meterle un año entre rejas —dijo.

—Le enseñaremos ese truco en otro momento —respondió Coffin Ed.

Dos de los chicos estaban dándole golpes en la espalda al que se estaba ahogando, los demás se pusieron a hablar entre ellos con grandes aspavientos como si estuvieran discutiendo un tratado científico sobre la prostitución. Gigolo miraba fijamente a los detectives con aire desafiante.

Llevaba un sombrero de paja color chocolate con una ancha cinta amarilla con puntos azules. Cuando Coffin Ed se tocó la solapa de la chaqueta con los dos primeros dedos de su mano derecha, Gigolo se echó hacia atrás el sombrero de paja y dijo:

—Que les den a esos hijoputas, no van a por nosotros.

Grave Digger siguió conduciendo lentamente sin detenerse y vio por el espejo retrovisor cómo el matón se sacaba los canutos húmedos de marihuana de la boca y comenzaba a soplar sobre ellos para secarlos.

Siguieron bajando hasta la calle 119, torcieron en dirección a la Octava Avenida y subieron de regreso por ella, aparcando delante de un ruinoso bloque de apartamentos entre las calles 126 y 127. Había ancianos sentados en la acera, en sillas de cocina reclinadas contra la fachada del edificio.

Subieron dificultosamente las oscuras y empinadas escaleras hasta el cuarto piso. Grave Digger llamó a la puerta de un piso interior, tres golpecitos espaciados exactamente diez segundos.

Durante un minuto entero, no se oyó sonido alguno. Sin que se escuchara el descorrer de ningún cerrojo, la puerta se abrió lentamente hacia dentro unos doce centímetros, sujeta arriba y abajo por dos cables de hierro.

—Somos nosotros, Mami —dijo Grave Digger.

Sacaron los extremos de los cables de sus ranuras y la puerta se abrió del todo.

Una delgada mujer de pelo gris con un rostro negro lleno de arrugas que parecía tener unos noventa años, y que llevaba puesto un vestido negro descolorido largo y suelto de algodón que llegaba hasta el suelo, se hizo a un lado y les dejó pasar al vestíbulo, oscuro como la boca del lobo, cerrando la puerta a sus espaldas.

La siguieron sin hacer ningún otro comentario hasta el otro extremo del vestíbulo. Abrió una puerta y de ella salió repentinamente una luz que reveló un bastoncillo de rapé en la comisura de su arrugada boca.

Ahí’stá —dijo; Coffin Ed siguió a Grave Digger al interior de un pequeño dormitorio interior y cerró la puerta tras de sí.

Gigolo estaba sentado al borde de la cama con su elegante sombrero echado hacia atrás sobre la cabeza, mordiéndose las sucias uñas hasta haberlas dejado en carne viva. Las pupilas de sus ojos eran grandes discos negros en su tirante y sudorosa cara color café.

Coffin Ed se sentó frente a él, poniéndose a horcajadas sobre la única silla que había en el cuarto, de madera y respaldo recto, y Grave Digger se quedó de pie mirándolo con hosquedad; este último dijo:

—Te has metido un chute de heroína.

Gigolo se encogió de hombros. Sus hombros flacos dieron una sacudida bajo la camisa de sport color canario.

—No hagas que se excite —advirtió Coffin Ed, y luego le preguntó a Gigolo en tono confidencial—. ¿Quién dio el golpe anoche, colega?

El cuerpo de Gigolo empezó a agitarse bruscamente como si alguien le hubiera deslizado un atizador caliente por el trasero de sus pantalones.

—Poor Boy consiguió pasta fresca —soltó con voz atropellada.

—¿Qué tipo de pasta? —preguntó Grave Digger.

—Moneas.

—¿Ningún billete?

—Si tiene, no los ha enseñao.

—¿Dónde puede estar en este momento?

—En el billar de Acey-Deucey. Es un colgao del billar.

Grave Digger le preguntó a Coffin Ed:

—¿Lo conoces?

—Esta ciudad está llena de «Poor Boys» —dijo Coffin Ed, dirigiéndose otra vez al soplón—: ¿Qué aspecto tiene?

—Un chico negro y delgao. Tranquilo. Va como un currito. No llama la atención. Tie un poco la pinta que tenía Country Boy antes de que le enviaran al trullo.

—¿Cómo viste? —preguntó Grave Digger.

—Como acabo de decir. Lleva unos viejos vaqueros azules, camiseta, zapatillas de lona, siempre tie pinta zarrapastrosa, como un tazón de yakamein.

—¿Tiene un compañero?

—Iron Jaw. Conoces a Iron Jaw.

Grave Digger asintió con la cabeza.

—Pero no parece estar metió en este golpe. Hoy no se le ha visto en la calle —añadió Gigolo.

—Muy bien, colega —dijo Coffin Ed, poniéndose de pie—. Deja la heroína.

El cuerpo de Gigolo empezó a sacudirse con más violencia.

—¿Y qué puedo hacé? Me tenéis acojonao. Si alguien s’entera de que soy un chivato no me atreveré a mover la cabeza.

—Se refería a una historia que cuentan en Harlem acerca de dos tipos que estaban peleándose a navajazos, y uno dice: «Tío, no m’has rajao», y el otro dice: «Si crees que no t’he rajao, ‘tonces mueve la cabeza y verás cómo se cae».

—La heroína no te va a ayudar mucho más a mantener la cabeza en su sitio —advirtió Coffin Ed.

De camino a la salida, le dijo a la anciana que les había dejado pasar:

—Recórtale la dosis a Gigolo, Mami, está metiéndose tanto que un día va a volarse la cabeza.

—Señó, no soy médico —se quejó ella—. No sé cuánto necesitan. Sólo se la vendo si tien las perras pa pagarla. Sabéí que yo no me meto ‘sa porquería.

—Bueno, de todos modos recórtasela —dijo Grave Digger con aspereza—. Te dejamos llevar esto sólo porque mantienes abastecidos a nuestros soplones.

—De no sé por estos soplones se os acabaría’l negocio —sostuvo ella—. Los polis no van a averiguá nunca na si nadie se lo cuenta.

—Simplemente pon un poco de bicarbonato en esa heroína, y no se la des sola —pidió Grave Digger—. No queremos que estos chicos se queden ciegos. Y déjanos salir de este agujero, tenemos prisa.

Mami cruzó el oscuro vestíbulo arrastrando los pies, sintiéndose dolida, y abrió los tres pesados cerrojos de la puerta delantera sin hacer ruido.

—Esa vieja está empezando a sacarme de quicio —confesó Grave Digger mientras subían al coche.

—Lo que necesitas son unas vacaciones —contestó Coffin Ed—. O bien un laxante.

Grave Digger se rio.

Condujeron hasta la confluencia de la calle 137 con Lenox Avenue, enfrente del salón de baile Savoy, y subieron por unas estrechas escaleras junto al bar Boll Weevil hasta el salón de billar Acey-Deucey, en la segunda planta.

Había un pequeño espacio en la parte de delante, cerrado por un mostrador de madera, que hacía las veces de oficina. Un hombre de piel café, gordo y calvo, que llevaba puesta una visera verde, una camisa de seda sin cuello y un chaleco negro adornado con una cadena de oro de gramo y medio, estaba sentado tras la caja registradora del mostrador y vigilaba las seis mesas de billar colocadas transversalmente a lo largo de la estrecha y alargada sala.

Cuando Grave Digger y Coffin Ed aparecieron en lo alto de las escaleras, les saludó con una voz grave y queda asociada generalmente con los trabajadores de pompas fúnebres:

—¿Cómo están, caballeros, cómo va el negocio policial en este hermoso día de verano?

—En auge, Acey —dijo Coffin Ed mientras sus ojos recorrían las iluminadas mesas—. Hay más robos, palizas y apuñalamientos de lo habitual con este tiempo tan caluroso.

—Es la época en que la gente está más quisquillosa —apuntó Acey.

—Y que lo digas, hijo —coincidió Grave Digger—. ¿Cómo está Deucey?

—Descansando, como siempre —respondió Acey—. Que yo haya oído.

Deucey era el hombre al que le había comprado el negocio, y llevaba muerto veintiún años.

Grave Digger ya había avistado a su hombre en la cuarta mesa y echó a andar por el estrecho pasillo abriendo camino. Tomó asiento en un extremo de la mesa y Coffin Ed hizo lo mismo en el otro extremo.

Poor Boy estaba jugando una partida de billar continuo 14.1 contra un hábil tahúr medio blanco, a cincuenta centavos el punto y teniendo el tahúr que meter al menos veinte bolas seguidas para que le contaran, pero Poor Boy ya estaba cuarenta dólares por debajo.

Las bolas habían sido colocadas dentro del triángulo para el comienzo de una nueva partida. El tiro de salida le correspondía a Poor Boy, y estaba entizando su taco. Miró de reojo a los dos detectives y se tiró tanto tiempo aplicando tiza a su taco que el tahúr dijo malhumorado:

—Tira de una vez, tío, tienes tiza suficiente en ese puto taco para que la bola rebote quince veces en las bandas.

Poor Boy puso la bola blanca en el marcador, deslizó su taco adelante y atrás a través del hueco formado por su dedo índice izquierdo y arañó el tapete al tirar. No rasgó el terciopelo, pero dibujó una larga raya blanca. La bola blanca recorrió perezosamente la mesa y tocó el triángulo de bolas numeradas con tan poca fuerza que apenas se separaron unas de otras.

—Ese chico parece nervioso —dijo Coffin Ed.

—No ha dormido bien —contestó Grave Digger.

—No estoy nervioso —dijo el tahúr.

Este rompió el triángulo de bolas con su tiro y tres cayeron en las troneras. Después se puso cómodo y metió cien bolas seguidas, recolocándolas en la posición de salida siete veces, y cuando levantó su taco para girar el marcador de las centenas frente a las otras noventa y nueve en el cable suspendido sobre sus cabezas, todas las demás partidas se habían interrumpido y los laterales de la mesa se encontraban ocupados por tipos que querían echar un vistazo.

—No estás nervioso aún —corrigió Coffin Ed.

El tahúr miró con aire desafiante a Coffin Ed y dijo pavoneándose:

—Te dije que no estaba nervioso.

Cuando el encargado del triángulo puso la bolsa de papel que contenía las apuestas encima de la mesa, Coffin Ed se bajó de su asiento y la cogió.

—Eso es mío —dijo el tahúr.

Grave Digger se acercó desde detrás, quedando el tahúr y Poor Boy entre Coffin Ed y él.

—No empieces a ponerte nervioso ahora, hijo —dijo—. Sólo queremos ver tu dinero.

—No es más qué dinero corriente de los Estados Unidos —señaló el tahúr—. ¿Es que nunca habéis visto dinero, listillos?

Coffin Ed volcó la bolsa y su contenido cayó sobre la mesa. Sobre el terciopelo verde se desparramaron monedas de diez, veinticinco y cincuenta centavos, junto con un fajo enrollado de billetes.

—No llevas mucho tiempo en Harlem, hijo —le soltó al tahúr.

—Tampoco es que vaya a estarlo mucho —dijo Grave Digger, alargando la mano para apartar el fajo de billetes de las monedas—. Aquí está tu fajo, hijo —le indicó—. Cógelo y búscate otra ciudad. Eres demasiado listo para los chicos de campo de Harlem como nosotros. —Cuando el tahúr abrió la boca para protestar, añadió con brusquedad—: Y no digas una maldita palabra más o te romperé los dientes.

El tahúr se metió su fajo de billetes en el bolsillo y se fundió con la multitud. Poor Boy no había abierto la boca.

Coffin Ed recogió las monedas y las devolvió a la bolsa de papel. Grave Digger tocó al delgado chico negro en el hombro, cubierto por su camiseta.

—Venga, Poor Boy, vamos a dar una vuelta.

Coffin Ed abrió un pasillo a través de la multitud. Se hizo el silencio a su paso.

En el coche, pusieron a Poor Boy entre los dos, dieron la vuelta a la esquina y aparcaron.

—¿Qué prefieres? —le preguntó Grave Digger—. ¿Un año en la penitenciaría estatal de Auburn o treinta días en la cárcel municipal?

Poor Boy le miró de reojo a través de sus ojos alargados y turbios.

—¿Qué quiere decí? —preguntó con voz ronca de Georgia.

—Quiero decir que tú le robaste a ese encargado de la tienda A&P esta mañana.

—No señó, ni siquiera he visto una A&P esta mañana. Gané se dinero limpiando zapatos en la estación de tren de la calle 125.

Grave Digger sopesó la bolsa de monedas en su mano.

—Aquí hay más de cien dólares —señaló.

—Tuve suerte jugando a la rayuela —dijo Poor Boy—. Pue preguntarle a cualquiera qu’estuviera por allí’sta mañana.

—Lo que quiero decir, hijo —explicó Grave Digger—, es que cuando robas más de treinta y cinco dólares se convierte en hurto mayor, y eso es un delito grave, y te echan de uno a cinco años en la prisión estatal. Pero si cooperas, el juez te permitirá declararte culpable de hurto menor y ahorrarle al estado el coste de un juicio con jurado y la designación de abogados, y te librarás con treinta días de trabajo en el taller penitenciario. Depende de si quieres cooperar.

—No he robao ningún dinero —insistió Poor Boy—. Ya he dicho que gané’ste dinero limpiando zapatos y jugando a la rayuela.

—Eso no es lo que van a decir el agente Harris y ese encargado de la A&P cuando te vean en la rueda de reconocimiento mañana por la mañana —dijo Grave Digger.

Poor Boy se lo pensó. El sudor comenzó a perlar su frente y las bolsas bajo sus ojos, y se formaron gotas grasientas sobre la tersa superficie de su chata nariz.

—¿Cooperá cómo? —preguntó por fin.

—¿Quién acompañaba a Johnny Perry en su coche cuando bajaba por la Séptima Avenida esta madrugada, sólo unos pocos minutos antes de que dieras el golpe? —preguntó Grave Digger.

Poor Boy expulsó aire por la nariz como si hubiera estado aguantando la respiración.

—No he visto’l coche de Johnny Perry —dijo aliviado.

Grave Digger alargó la mano bajo el volante, giró el contacto y arrancó el motor.

Coffin Ed dijo:

—Una lástima, hijo, deberías tener mejor vista. Eso te va a costar once meses.

—Juro por Dios que no he visto’l gran Cad de Johnny en casi dos días —aseguró Poor Boy.

Grave Digger llevó el coche al centro de la calle y empezó a conducir en dirección a la comisaría de distrito de la calle 126.

—Tien que creerme —dijo Poor Boy—. No he visto a nadie en toa la Séptima Avenía.

Coffin Ed observaba de manera indiferente a la gente parada en las aceras y sentada en las escaleras de entrada a los edificios. Grave Digger estaba concentrado en la conducción.

—No había un sólo coche moviéndose por l’avenía, lo juro por Dios —se quejó Poor Boy—, excepto ese encargao cuando llegó’n su coche y ese poli que siempre está ahí.

Grave Digger acercó el coche al borde de la acera y aparcó justo antes de torcer por la calle 126.

—¿Quién había contigo? —preguntó.

—Nadie —dijo Poor Boy—. Lo juro por Dios.

—Es una auténtica lástima —respondió Grave Digger, llevando la mano a la llave de contacto.

—Oigan —pidió Poor Boy—, esperen un momento. Dicen que to lo que me van a echá son treinta días.

—Eso depende de lo buena que fuera tu vista a las cuatro y media de esta mañana, y de lo buena que sea tu memoria ahora.

—No vi na —insistió Poor Boy—, es la pura verdá. Y después d’agarrá esa bolsa corrí tan rápido que no tuve tiempo de vé na. Pero pue que Iron Jaw viera algo. Estaba escondió n’un portal de la calle 132.

—¿Dónde estabas tú?

Yo’staba en la 131, y se suponía que Iron Jaw iba a empezá a gritá com’un loco cuando el hombre llegara en su coche p’atraé al poli. Pero no abrió’l pico, y ahí’staba yo, ya me había acercao al coche sin hacé ruido, y sólo tuve qu’agarrá la bolsa y corré.

—¿Dónde está Iron Jaw ahora? —preguntó Coffin Ed.

—No sé, no l’he visto en to’l día.

—¿Por dónde suele andar normalmente?

—La mayó parte’l tiempo en Acey-Deucey, como yo, o si no abajo n’el Boll Weevil.

—¿Dónde vive?

Tie un cuarto en el Lighthouse Hotel en la 123 con la Tercera Avenía, y si no’stá ahí podría’stá en el trabajo. Despluma pollos en la pollería de Goldstein, en la calle 116, y a veces ‘tán abiertos hasta las doce.

Grave Digger arrancó de nuevo el motor y giró por la 126 hacia la comisaría.

Cuando se detuvieron frente a la entrada, Poor Boy preguntó:

—Va a sé como dicen, ¿no? ¿Si me declaro culpable me caerán sólo treinta días?

—Eso depende de cuánto viera tu amigo Iron Jaw —dijo Grave Digger.