10

A la salida del cementerio, el cortejo se desbandó y cada coche fue por su propio camino.

Justo antes de girar hacia el puente para regresar a Harlem, Johnny se vio retenido en un atasco provocado por la gente que salía del estadio de los Yankees tras un partido.

Dulcy y él, junto con otros chulos, madamas y jefazos de la lotería clandestina con pasta de Harlem, vivían en la sexta planta del ostentoso edificio de apartamentos Roger Morris. Se encontraba en la esquina de la calle 157 con Edgecombe Drive, en Coogan’s Bluff, con vistas al estadio Polo Grounds, el río Harlem, y más allá, las inclinadas calles del Bronx.

Eran las siete en punto cuando Johnny detuvo su Cadillac frente a la entrada.

—He recorrido un largo camino desde que recogía algodón en Alabama para perderlo todo ahora.

Todas en el coche lo miraron, pero sólo Dulcy habló:

—¿De qué estás hablando? —preguntó con cautela.

Él no respondió.

Las articulaciones de Mamie crujieron mientras comenzaba a apearse del coche.

—Vamos, Baby Sis, cogeremos un taxi —dijo.

—Vas a subir y a comer con nosotros —indicó Johnny—. Baby Sis y Alamena pueden preparar la cena.

Ella negó con la cabeza.

—Baby Sis y yo seguiremos hasta casa. No quiero empezar a ser una molestia para nadie.

—No será ninguna molestia —dijo Johnny,

—No tengo hambre —rehusó Mamie—. Tan sólo quiero irme a casa, echarme y dormir un poco. Estoy tremendamente cansada.

—No es bueno que estés sola en estos momentos —razonó Johnny—. Ahora necesitas estar en compañía de gente.

—Estaré con Baby Sis, Johnny, y simplemente quiero dormir.

—Está bien, te llevaré a casa —se rindió Johnny—. Sabes que no vas a subirte a un taxi mientras yo tenga un coche que funcione.

Nadie se movió.

Johnny se giró hacia Dulcy y dijo:

—Salid de una vez, Alamena y tú. No he dicho que fuera a llevaros.

—Me estoy empezando a cansar de verdad de que me grites —contestó Dulcy airadamente, saliendo del coche con aspavientos—. No soy un perro.

Johnny le echó una mirada de advertencia pero no respondió.

Alamena se bajó del asiento de atrás y Mamie se subió delante con Johnny, tapándose los ojos cerrados con una mano para aislarse del terrible día.

Fueron hasta su apartamento sin intercambiar palabra.

Después de que Baby Sis les dejara solos y entrara en el edificio, Mamie dijo:

—Johnny, eres demasiado duro con las mujeres. Esperas que se comporten como hombres.

—Sólo espero que hagan lo que se les dice y lo que se supone que tienen que hacer.

Ella dio un largo y triste suspiro:

—La mayoría de las mujeres lo hacen, Johnny, pero simplemente tienen sus propias maneras de hacerlo, y eso es lo que tú no entiendes.

Se quedaron callados durante un momento, observando a la gente de la acera ir sin rumbo de acá para allá en el crepúsculo.

Era una calle de paradojas: jóvenes madres solteras qué daban el pecho a sus niños y vivían de la esperanza; gordos mañosos negros que recorrían las calles en punto muerto montados en sus grandes descapotables de colores chillones con sus preciosas chicas, y que llevaban encima enormes sumas de dinero; hombres trabajadores que sujetaban los edificios con los hombros y hablaban a voces allá en Harlem donde sus jefes blancos no podían oírlos; pandilleros juveniles que se juntaban para una pelea de bandas y fumaban marihuana para reunir el coraje que necesitaban; todos huían de los minúsculos hornos en que vivían, buscando alivio en una calle recalentada por el humo de los automóviles y el calor que liberaban los muros y aceras de hormigón.

Finalmente, Mamie dijo:

—No lo mates, Johnny. Soy una anciana y te digo que no hay razón para que lo hagas.

Johnny siguió mirando los coches que pasaban de manera ininterrumpida por la calle.

—O bien él la está presionando o ella lo está pidiendo. ¿Qué quieres que crea?

—No es tan simple, Johnny. Soy una anciana, y te digo que no es tan simple. Le estás buscando tres pies al gato. A él le gusta exhibirse y a ella que le presten atención, eso es todo.

—Va a verse muy guapo envuelto en un sudario —señaló Johnny.

—Escucha las palabras de una anciana, Johnny —dijo ella—. Tú no le prestas atención a ella. Tienes tus propios asuntos, tu club de juego y todo eso, asuntos que exigen todo tu tiempo, y ella no tiene nada.

—Tía Mamie, es el mismo problema que había con mi madre —respondió él—: Pete se rompía los cuernos por ella, pero mamá no se sentía a gusto si no estaba tonteando con otros hombres, y tuve que matarlo para evitar que él la matara a ella. Pero era mi madre la que estaba portándose mal, y siempre lo he sabido.

—Ya lo sé, Johnny, peto Dulcy no es así —la defendió Mamie—. No está tonteando con nadie, pero tienes que ser más paciente con ella. Es joven. Sabes lo joven que era cuando os casasteis.

—No es tan joven —dijo Johnny en su tono monótono, sin mirar en ningún momento a Mamie—, y si ella no está tonteando con él entonces él está tonteando con ella: no hay vuelta de hoja.

—Dale una oportunidad, Johnny —rogó Mamie—. Fíate de ella.

—No tienes ni idea de lo mucho que quiero confiar en esa chica —confesó Johnny—, pero no voy a dejar que ni ella ni él ni nadie me haga pasar por tonto. No voy a mantenerla para que esté con otro, y punto.

—Oh, Johnny —suplicó ella, llevándose al rostro entre sollozos su pañuelo con borde negro de encaje—. Ya ha habido bastantes asesinatos. No mates a nadie más.

Por primera vez, Johnny se giró y la miró.

—¿Cómo que bastantes asesinatos?

—Sé que no pudiste evitarlo aquella vez con tu madre —se explicó ella—, pero no tienes por qué matar a nadie más. —Estaba tratando de disimular, pero hablaba demasiado rápido y con voz demasiado forzada.

—No te referías a eso —dijo Johnny—, Hablabas de Val.

—Yo no he dicho eso —se defendió ella.

—Pero te referías a eso.

—No estaba pensando en él. No de ese modo —negó ella otra vez—. Es sólo que no quiero que haya más muertes, eso es todo.

—No tienes por qué marear la perdiz con qué querías decir —dijo Johnny con su voz inexpresiva—. Puedes llamarlo por su nombre. Puedes decir que lo mataron a puñaladas, justo ahí en la acera. No me molesta. Simplemente dilo sin rodeos.

—Sabes a qué me refiero —insistió ella—. Me refiero sencillamente a que no dejes que ella sea la causa de más asesinatos, Johnny.

Él intentó mirarla directamente a los ojos, pero ella desviaba constantemente la mirada.

—Crees que yo lo maté —aseguró él.

—No he dicho tal cosa —negó ella.

—Pero lo piensas.

—No he dicho cosa semejante y lo sabes.

—No hablo de lo que has dicho. Lo que quiero saber es por qué piensas que yo quería matarlo.

—Oh, Johnny, no pienso que tú lo mataras, ni nada parecido —afirmó ella en tono lastimero.

—No estoy hablando de eso, tía Mamie —dijo él—. Quiero saber qué razón piensas que podría haber tenido para matarlo. No me molesta que pienses o no que yo lo maté. Sólo quiero saber la razón por la que piensas que lo habría hecho.

Ella le miró directamente a los ojos.

—No existe razón alguna por la que pudieras haberlo matado, Johnny —aseguró ella—. Es la pura verdad.

—Entonces por qué te pones a suplicarme que me fíe tanto de Dulcy y acto seguido te figuras que me ha dado motivos suficientes para matar a Val. Eso es lo que quiero saber —insistió él—. ¿Qué tipo de razonamiento es ese?

—Johnny, en este juego de la vida, tienes que darle tanto como pretendas recibir de ella —dijo—. No puedes ganar sin arriesgar.

—Ya lo sé —admitió él—. Es una regla del jugador. Pero tengo que echar ocho horas cada día en mi club. Son tan largas para mí como para ella. Pero eso significa que tiene todas las oportunidades del mundo para metérmela doblada.

Mamie extendió su vieja y nudosa mano e intentó tomar la de él, fuerte y de dedos largos, pero Johnny la retiró.

—No necesito compasión —dijo él con dureza—. Tampoco quiero hacerle daño a nadie. Si ella le quiere, lo único que quiero que haga es que salga por la puerta y se vaya con él. No voy a hacerle daño. Si no le quiere, no voy a consentir que esté encima de ella. No me importa perder. Todo jugador tiene que perder alguna vez. Pero no me van a ganar con trampas.

—Sé cómo te sientes, Johnny —se solidarizó Mamie con él—, pero tienes que aprender a confiar en ella. Un hombre celoso no puede ganar.

—Un hombre trabajador no puede apostar y uno celoso no puede ganar —dijo Johnny, citando el viejo adagio del jugador. Tras un instante, añadió—: Si es como has dicho, nadie va a salir herido.

—Voy a subir a dormir un poco —comenzó a despedirse ella, poniendo el pie lentamente sobre la acera. Luego se detuvo, con la mano en la puerta, y añadió—: Necesitamos a alguien que oficie su funeral. ¿Conoces a algún pastor que se ofreciera?

—Que lo haga tu pastor —sugirió él—. Es lo que más le gusta, oficiar funerales.

—Háblalo con él —le pidió ella.

—No quiero hablar con ese hombre —se negó Johnny—. No después de lo que dijo hoy.

—Tienes que hablar con él —insistió ella—. Hazlo por Dulcy.

Johnny no dijo nada más, y ella tampoco. Cuando Mamie desapareció por la puerta, encendió el motor y condujo con tranquilidad entre los coches que marchaban al ralentí hasta el local de la Iglesia Holy Roller en la Octava Avenida.

El reverendo Short vivía en un cuarto de la parte de atrás que en su día había sido un almacén. La puerta de la calle estaba abierta. Johnny entró sin llamar y recorrió el pasillo entre los bancos rotos. La puerta que daba al dormitorio del reverendo estaba abierta unos cinco centímetros. Las lunas del escaparate frontal estaban pintadas de negro por dentro hasta tres cuartas partes de su altura, pero se filtraba suficiente luz del anochecer a través del sucio cristal superior como para que las gafas del reverendo Short relucieran al asomarse este por la estrecha abertura de la puerta.

Las gafas se alejaron y la puerta se cerró mientras Johnny rodeaba el púlpito portátil, oyendo al acercarse cómo echaban el cerrojo.

Johnny llamó a la puerta y esperó. El silencio fue el único saludo.

—Soy Johnny Perry, reverendo: quiero hablar con usted —dijo.

En el interior se escuchó un sonido susurrante y sordo, como de ratas escabulléndose a la carrera, y el reverendo habló repentinamente con su voz graznante:

—No creas que no te estaba esperando.

—Me alegro —dijo Johnny—: entonces sabe que he venido por el funeral.

—Sé por qué has venido y estoy preparado para recibirte —graznó el reverendo Short.

Johnny había tenido un día muy duro y largo, y sus nervios estaban a flor de piel. Probó a empujar la puerta y la encontró cerrada.

—Abra esta puerta —pidió con brusquedad—. ¿Cómo demonios espera que tratemos el asunto a través de una puerta cerrada?

—Ajá, te crees que me estás engañando —soltó con voz ronca el reverendo.

Johnny sacudió el pomo de la puerta.

—Escuche, pastor —dijo—: me envía Mamie Pullen, y voy a pagarle por ello, así que qué diablos pasa con usted.

—Esperas que me crea que una cristiana virtuosa como Mamie Pullen te ha enviado para… —empezó a graznar el reverendo Short, cuando de repente Johnny agarró el pomo en un arranque de furia y empezó a echar la puerta abajo.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el reverendo Short le hizo una advertencia con una voz seca y frágil tan amenazadora como el cascabeleo de una serpiente de cascabel:

—¡No eches abajo esa puerta!

Johnny retiró su mano, como si le hubiera mordido una serpiente.

—¿Qué le pasa, pastor, es que tiene una mujer ahí dentro con usted? —preguntó con recelo.

—Así que, ¿por eso has venido? —dijo el reverendo Short—. Crees que esa asesina está escondida aquí.

—Por Dios, hombre, ¿es que se le ha ido la maldita olla? —soltó Johnny, perdiendo el control de sí mismo—. Abra esta puta puerta de una vez. No puedo pasarme toda la noche aquí fuera escuchando sus chifladuras.

—¡Suelta el arma! —advirtió el reverendo.

—No tengo ningún arma, pastor… ¿se ha metido algo?

Johnny oyó el clic de algún tipo de arma al ser amartillada.

—¡Te lo advierto! ¡Suelta el arma! —repitió el reverendo Short.

—¡Al infierno con usted! —dijo Johnny indignado, y se dio media vuelta para irse de allí.

Pero su sexto sentido le avisó de un peligro inminente, y se tiró de cabeza al suelo justo antes de que el doble impacto de una escopeta de galga 12 abriera un agujero del tamaño de un plato llano en el entrepaño superior de la puerta de madera.

Johnny se levantó del suelo como si estuviera hecho de goma. Embistió la puerta con el hombro con tanta fuerza que rompió el cerrojo y la abrió, estrellándola contra la pared con tal estruendo que sonó como un eco del disparo de la escopeta.

El reverendo Short tiró el arma y sacó una navaja del bolsillo lateral de su pantalón, tan rápido que la hoja ya se encontraba desplegada antes de que la escopeta llegara a tocar estrepitosamente el suelo.

Johnny estaba embistiendo a tal velocidad que no podía parar, de modo que extendió su mano izquierda, agarró por la muñeca la mano con la que el reverendo Short estaba sujetando la navaja y le golpeó en el plexo solar con la cabeza. Las gafas del reverendo salieron despedidas como un ave que estuviera alzando el vuelo, y él cayó de espaldas sobre una cama sin hacer con un armazón de hierro pintado de blanco. Johnny aterrizó encima de él, con los músculos relajados como un gato que aterrizara sobre sus cuatro patas, rompiendo con una mano en el mismo instante el agarre del reverendo Short sobre la navaja y empezando a estrangularle con la otra.

Sus rodillas aprisionaron al reverendo Short por la cintura mientras aplicaba presión sobre su garganta. Los ojos miopes del reverendo comenzaron a salírsele de las órbitas como plátanos estrujados fuera de su cáscara, y todo lo que este podía ver era la lívida cicatriz sobre la frente de Johnny, amoratada por la congestión sanguínea, hinchándose y retorciéndose como un pulpo enloquecido.

Pero no mostró señales de miedo.

A punto de romper el delgado cuello, Johnny se dominó. Respiró profundamente y todo su cuerpo se sacudió como si su cerebro hubiera sufrido un electroshock. Después quitó las manos de la garganta del reverendo e irguió el cuerpo, aún a horcajadas sobre él, y miró de forma seria el rostro teñido de azul sobre la cama.

—Pastor —dijo de manera pausada—, va a hacer que lo mate.

El reverendo Short le devolvió la mirada mientras jadeaba en busca de aliento. Cuando por fin pudo hablar, dijo en tono desafiante:

—Adelante, mátame. Pero a ella no puedes salvarla. Van a cogerla de todos modos.

Johnny se apartó de la cama y se puso de pie, pisando las gafas del reverendo Short. Las echó a un lado de forma airada con una pequeña patada y miró al reverendo, que descansaba acostado en la misma posición.

—Escuche, quiero hacerle una sola pregunta —le dijo con su inexpresiva voz de jugador—: ¿por qué iba a querer ella matar a su hermano?

El reverendo Short le devolvió la mirada de manera malévola.

—Sabes por qué —contestó.

Johnny se quedó totalmente callado, como si tratara de escuchar algo, mirándolo desde arriba. Finalmente, dijo:

—Ha intentado matarme. No se lo voy a tener en cuenta. La ha llamado asesina. Tampoco se lo voy a tener en cuenta. No creo que esté loco, así que podemos descartar eso. Lo único que quiero saber es: ¿por qué?

Los ojos miopes del reverendo Short se llenaron de maldad.

—Sólo hay dos de vosotros que habrían podido hacerlo —dijo con una voz frágil y seca tan queda como un susurro—, y esos sois ella y tú. Y si no fuiste tú, entonces lo hizo ella. Y si no sabes por qué, entonces pregúntale. Y si piensas que matándome vas a salvarla, entonces adelante, hazlo.

—Mi mano no es muy buena —dijo Johnny—, pero voy a ver su apuesta.

Johnny se dio la vuelta y se abrió camino entre los bancos de la iglesia en dirección a la puerta. La luz de las farolas entraba por el borde superior desprovisto de pintura del sucio escaparate frontal, mostrándole el camino.