Los rayos del sol rielaban sobre la candente carrocería del gran Cadillac fúnebre de color negro aparcado frente a la puerta del local comercial que constituía el templo de los holy rollers, en la esquina de la Octava Avenida con la calle 143. Un niño negro, flaco y de grandes y relucientes ojos blancos, tocó el guardabarros al rojo y retiró la mano.
El escaparate pintado de negro de lo que había sido un supermercado, antes de que los holy rollers se instalaran en él, reflejaba de manera distorsionada las imágenes de las tres limusinas negras marca Cadillac y de los llamativos y voluminosos coches colocados en fila tras el grande y ostentoso coche fúnebre como una hilera de gallinas ponedoras.
Gente de muchos colores, vestida con atuendos de toda clase y descripción, el cabello erizado de sus cabezas cubierto con sombreros de paja de todas formas, se amontonaba en las cercanías buscando una visión fugaz de las personalidades del hampa de Harlem que asistían al funeral de Big Joe Pullen. Damas de piel negra sujetaban sombrillas de colores vivos y llevaban viseras verdes para protegerse del sol.
Estas personas comían frescas rodajas de sandía, escupían las negras semillas y sudaban bajo los verticales rayos del sol de julio. Bebían botellas de cuarto de litro de cerveza y vino y botellas más pequeñas de gaseosa y cola de las tiendas de alimentación cercanas, tapizadas con excrementos de mosca. Succionaban helados con cobertura de chocolate del carrito refrigerado del hombre de la Good Humor. Masticaban suculentas porciones de sándwiches de costillas de cerdo a la barbacoa, arrojando los huesos limpios a los amistosos perros y gatos y las cortezas del pan a las bandadas de gorriones de Harlem que estaban mudando sus plumas.
El viento impulsaba la basura de la sucia calle contra su piel sudorosa y sus ojos llenos de polvo.
El alboroto de las fuertes voces, las risas estridentes y el tintineo de las campanas del vendedor ambulante se entremezclaba con los sonidos de duelo procedentes de la puerta abierta de la iglesia y el estruendo veraniego de los automóviles que pasaban por la calle.
Era el mejor picnic que se recordaba.
Policía montada sudando junto con sus caballos, agentes uniformados con los cuellos de las camisas abiertos y coches patrulla con las ventanillas bajadas vigilaban la multitud.
Cuando Johnny aparcó marcha atrás su gran Cadillac en un espacio reservado y salió del coche detrás de Dulcy y Alamena, un murmullo recorrió la multitud y su nombre surgió de los labios de todos.
El interior de la iglesia era como un horno sin ventilación. Los toscos bancos de madera estaban atestados de amigos que hablan acudido a enterrar a Big Joe —jugadores, chulos, putas, golfillas, madamas, camareros de vagón restaurante y holy rollers—, pero que en vez de ello estaban asándose.
Johnny se abrió paso junto con sus dos mujeres en dirección al banco de los dolientes. Encontraron sitio libre al lado de Mamie Pullen, Baby Sis y los portadores del féretro, formados por un camarero blanco de vagón restaurante; el Gran Mago de la logia de Big Joe, vestido con el uniforme rojo y azul con galones de oro más impresionante jamás visto sobre la tierra o el mar; un camarero de pies planos y pelo canoso conocido como tío Gin; y dos diáconos de los holy rollers.
El ataúd de Big Joe, que descansaba sobre una montaña de rosas de invernadero y lirios del valle, ocupaba el lugar de honor delante del púlpito portátil. Moscas verdes revoloteaban sobre el féretro.
Detrás de él, el reverendo Short estaba saltando arriba y abajo sobre el endeble púlpito como un diablo que bailara quemándose los pies sobre llamas rojas y blancas.
Su cara huesuda temblaba con fervor religioso, y se veía surcada por ríos de sudor que desbordaban por encima de su alzacuellos de celuloide y empapaban la chaqueta de su traje negro de lana. Sus gafas de montura de oro estaban empañadas. En torno al cinturón de sus pantalones se había formado un cerco de sudor, y este estaba empezando a traspasar la chaqueta.
—Y el Señor dijo —estaba gritando, soltando manotazos a las moscas que trataban de posarse en su cara y escupiendo saliva caliente como un aspersor de jardín—: Yo reprendo y castigo a todos los que amo… ¿Me escucháis?
—Te escuchamos —cantaron los miembros de la congregación en respuesta.
—Sé, pues, celoso, y arrepiéntete…
—… arrepiéntete…
—De modo que voy a extraer mi texto del Génesis…
—… Génesis…
—El Señor hizo a Adán a su imagen y semejanza…
—… el Señor hizo a Adán…
—Por tanto, yo soy vuestro pastor y quiero hacer una parábola.
—… pastor hacer una parábola…
—Aquí yace Big Joe Pullen en su ataúd, tan hombre como una vez lo fue Adán, un hombre tan muerto como Adán siempre lo estará, hecho a imagen de Dios…
—… Big Joe a imagen de Dios…
—Adán tuvo dos hijos, Caín y Abel…
—… Caín y Abel…
—Y Caín se alzó contra su hermano en el campo, y clavó un cuchillo en el corazón de Abel y lo asesinó…
—… Jesús Salvador, lo asesinó…
—Veo a Jesucristo dejar el Cielo con toda su Grandeza, vestirse con el atuendo de vuestro pastor, volver negro su rostro, señalar con el dedo acusador y deciros a vosotros pecadores impenitentes: «Aquel que vive por la espada morirá por la espada»…
—… morirá por la espada, Señor, Señor…
—Le veo señalar con el dedo y decir: «Si Adán estuviera hoy vivo estaría tendido sin vida en ese ataúd y su nombre seria Big Joe Pullen»…
—… Jesús, ten piedad…
—Y tendría un hijo llamado Abel…
—… tendría un hijo, Abel…
—Y su hijo tendría una esposa…
—… hijo tendría una esposa…
—Y su esposa sería la hermana de Caín…
—… hermana de Caín…
—Puedo verle apartarse de la costilla de la nada…
—… costilla de la nada…
La saliva le resbalaba por las comisuras de su boca de siluro mientras apuntaba con un dedo tembloroso justo en dirección a Dulcy.
—Puedo oírle decir: «Oh, hermana de Caín, ¿por qué asesinaste a tu hermano?».
Un silencio sepulcral cayó como una mortaja sobre la asada congregación. Todas las miradas se volvieron hacia Dulcy. Ella se encogió en su asiento. Johnny clavó su vista en el pastor en un súbito estado de alerta, con la cicatriz de su frente cobrando vida bruscamente.
Mamie se levantó a medias de su asiento y chilló:
—¡No es cierto! ¡Sabes que no es cierto!
Entonces, una hermana del principal coro de respuesta se puso en pie de un salto, con los brazos extendidos hacia el cielo y los dedos muy rectos, y gritó:
—Jesús que estás en los cielos, apiádate de la pobre pecadora.
Los holy rollers comenzaron a levantarse de sus asientos y a sufrir convulsiones, desatándose el caos en la iglesia.
—¡Asesina! —gritó en frenesí el reverendo Short.
—… asesina… —respondieron los miembros de la congregación.
—¡No es cierto! —gritó Mamie.
—¡Adúltera! —aulló el reverendo Short.
—… adúltera… —respondió la congregación.
—¡Hijoputa mentiroso! —chilló Dulcy, encontrando voz finalmente.
—Deja que siga desvariando —dijo Johnny, con cara de palo y voz inexpresiva.
—¡Fornicación! —chilló el reverendo Short.
Ante la mención de la fornicación, el lugar se convirtió en un manicomio. Los holy rollers cayeron al suelo, soltando espuma por la boca, rodando y revolcándose adelante y atrás, mientras gritaban: «Fornicación… fornicación…».
Hombres y mujeres se agarraban unos a otros y se revolcaban como si estuvieran peleando. Los bancos se rompieron en astillas. La iglesia temblaba. El ataúd se agitaba. En el aire comenzó a flotar un intenso hedor a cuerpos sudorosos. «Fornicación… fornicación…», gritaban los desequilibrados fieles.
—Me voy de aquí —dijo Dulcy, levantándose del banco.
—Siéntate —le mandó Johnny—. Esta gente religiosa es peligrosa.
El organista de la iglesia empezó a tocar el estribillo de Roberta Lee en el armonio en un intento de restablecer el orden, y un camarero de vagón restaurante grande y gordo se soltó con una aguda voz de tenor:
Este mundo es elevado,
Este mundo es hondo,
Este mundo es vasto y profundo,
Pero el camino más largo que nunca vi
Fue el que yo lloré y recorrí…
Pensar en el largo camino hizo que los fanáticos se levantaran del suelo. Se sacudieron la ropa y volvieron a alinear avergonzadamente los bancos rotos, mientras el organista pasaba a tocar Roll, Jordán, roll.
Pero el reverendo Short estaba fuera de sí. Había dejado el púlpito para ponerse delante del ataúd y agitar el dedo frente al rostro de Dulcy. Los dos ayudantes del director de la funeraria lo tiraron al suelo y lo sujetaron con las rodillas hasta que recuperó la calma: después se continuó con el funeral.
La congregación se puso en pie al sonar los compases de Nearer my God to Thee en el armonio, y desfiló junto al ataúd para echar un último vistazo a los restos mortales de Big Joe Pullen. Los sentados en el banco de los dolientes fueron los últimos en pasar, y cuando la tapa del ataúd se cerró finalmente, Mamie se tiró encima de él, gritando:
—¡No te vayas, Joe, no me dejes aquí sola!
El director de la funeraria la separó del féretro y Johnny le pasó el brazo alrededor de la cintura, disponiéndose a llevarla hasta la salida. Pero el director de la funeraria lo detuvo, tirándole de la manga.
—Usted no puede marcharse, Sr. Perry, tiene que portar el ataúd.
Johnny dejó a Mamie al cuidado de Dulcy y Alamena.
—Acompañadla —dijo.
Después ocupó su lugar con los otros cinco portadores del féretro, lo levantaron, recorrieron con él a cuestas el despejado pasillo de la iglesia y el formado por las barreras de policías en la acera y lo deslizaron dentro del coche fúnebre.
Miembros de la logia de Big Joe habían formado en filas en la calle para desfilar, ataviados con sus uniformes de gala de chaquetas escarlatas con galones dorados y pantalones azules claros con rayas también doradas, y con la banda de la logia a la cabeza.
La banda comenzó a tocar The coming of John, y la gente de la calle se unió al canto del coro.
El cortejo, encabezado por el coche fúnebre, se alineó detrás de los hermanos de la logia, siguiendo su paso.
Dulcy y Alamena se sentaron una a cada lado de Mamie Pullen en la primera de las limusinas negras.
Johnny marchaba detrás de la tercera limusina, solo en su gran Cadillac y con la capota abierta.
Dos coches más atrás, Chink y Doll Baby seguían al cortejo en un Buick descapotable azul.
La banda estaba tocando el viejo canto fúnebre a ritmo de swing, y el trompetista atacó un estribillo y cabalgó de forma clara y aguda las notas del staccato sobre el caluroso cielo de Harlem. La multitud estaba electrizada. Se desató la histeria entre la gente, que marchaba siguiendo el swing. Pero marchaba en todas direcciones: adelante, atrás, dando vueltas, haciendo zigzag, sus cuerpos girando al son del oscilante ritmo sincopado. Iban balanceándose y moviéndose adelante y atrás de un lado a otro de la calle, entre los coches aparcados, subiendo y bajando por las aceras, con a veces algún chico cogiendo a una chica para hacer un giro, la mayoría de ellas marchando solos con la música, pero no al compás de la música. Marchaban y bailaban siguiendo el ritmo, pero no los acentos de la música, sino los espacios entre ellos; marchaban y bailaban siguiendo el sentimiento del swing, y manteniendo pese a todo el paso del lento cortejo.
Este bajó por la Octava Avenida hasta la calle 125, fue hacia el Este hasta la Séptima Avenida, torció la esquina junto al Theresa Hotel y subió en dirección norte hacia el puente de la calle 155 que comunicaba con el Bronx.
Pero al llegar al puente, la banda se paró, los danzantes se detuvieron, la multitud comenzó a dispersarse, el cortejo se fue deshilachando. Harlem terminaba en el puente, y sólo los amigos y parientes principales cruzaron al Bronx e hicieron el largo viaje de ida por Bronx Park Road, pasando por el Bronx Park Zoo, hasta el Woodlawn Cemetery.
El tocadiscos incorporado del coche fúnebre comenzó a reproducir una grabación de órgano, emitiendo desde los amplificadores una estela de notas agudas y almibaradas que flotaron sobre el cortejo.
Entraron en el enorme cementerio pasando bajo el arco de entrada y se detuvieron en una larga fila frente a la oquedad de arcilla amarilla de la tumba abierta.
Los dolientes se colocaron alrededor de la tumba mientras los portadores del féretro lo sacaban del coche fúnebre y lo ponían encima de un soporte con rieles mecánicos que bajó lentamente el ataúd al interior de la tumba.
Comenzó a sonar una grabación de Swing low, sweet chariot tocada al órgano, y el coro cantó un acompañamiento de lamentación.
El reverendo Short había recuperado el control de sí mismo y permanecía en la cabecera de la tumba, entonando con su voz ronca: «… con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás…».
Cuando el ataúd llegó al fondo de la tumba, Mamie Pullen dio un grito y trató de arrojarse detrás de él. Mientras Johnny la estaba sujetando, Dulcy se derrumbó repentinamente y se tambaleó hacia el borde de la fosa. Alamena la cogió por la cintura, pero Chink Charlie se acercó desde atrás y rodeó a Dulcy con el brazo, dejándola sobre el suelo. Johnny vio fugazmente a los dos por el rabillo del ojo, dejó a Mamie en los brazos de un diácono y se dirigió hacia Chink, con ojos amarillentos por la cólera y la cicatriz de su frente de un intenso color morado y agitándose con vida propia.
Chink le vio ir hacia él, dio un paso hacia atrás y trató de sacar su navaja. Johnny fintó con la izquierda y le dio una patada a Chink en la espinilla derecha. El agudo dolor óseo hizo que Chink se doblara hacia delante. Antes de que el movimiento reflejo hubiera cesado, Johnny alcanzó a Chink detrás de la oreja con un golpe de derecha; y cuando Chink cayó tambaleándose sobre sus manos y rodillas, Johnny le lanzó una patada a la cabeza con su pie izquierdo, pero falló su objetivo y en lugar de ello rozó el hombro izquierdo de Chink. Su vista de lince divisó una pala en manos de un enterrador, de modo que se la quitó y trató de golpear con su extremo la parte posterior del cuello de Chink. Big Tiny, del restaurante de Fats, había ido hacia ellos para detener a Johnny e intentó agarrarle del brazo justo cuando levantaba la pala. No consiguió cogerle bien pero logró desviar el brazo de Johnny, de modo que la pala alcanzó a Chink en mitad de la espalda con su parte plana y no con el canto, cayendo este último de cabeza y sin conocimiento dentro de la tumba, encima del ataúd.
Después Tiny y otra media docena de hombres desarmaron a Johnny y le llevaron por la fuerza hasta el camino de gravilla que había detrás del campo de tumbas.
Johnny se vio rodeado por sus amigos del hampa, con Fats diciendo con voz sibilante:
—Maldición, Johnny, no tengamos más asesinatos. Lo que ha ocurrido ahí no es motivo para perder la cabeza.
Johnny se sacudió sus manos de encima y alisó su desarreglada ropa.
—No quiero que ese hijoputa medio blanco la toque —dijo con su voz carente de expresividad.
—Por Dios, se había desmayado —respondió Fats resollante.
—Ni aunque estuviera desplomándose muerta como una piedra —señaló Johnny.
Sus amigos menearon la cabeza en señal de negación.
—En cualquier caso ya le has hecho bastante daño por un día, jefe —dijo Kid Nickels.
—No voy a hacerle más daño —declaró Johnny—, tan sólo acompañad a mis mujeres al coche. Voy a llevarlas a casa.
Johnny se fue de allí y se metió en su coche.
Instantes después, la música cesó. Se llevaron de la tumba el equipo de la funeraria. Los enterradores comenzaron a hundir sus palas en la tierra. Los silenciosos asistentes al funeral regresaron lentamente a los coches.
Mamie fue hasta ellos flanqueada por Dulcy y Alamena y se subió con esta última a la parte de atrás del coche de Johnny. Baby Sis la imitó en silencio.
—Señor, Señor —dijo Mamie con voz quejumbrosa—: todo son problemas en esta tierra, pero sé que mi hora no está lejos.