8

Alamena les estaba esperando en el asiento trasero del coche. Johnny y Dulcy se subieron delante, y el abogado se sentó atrás al lado de Alamena.

Tras recorrer unos pocos portales calle abajo, Johnny acercó el coche al borde de la acera y se giró para tener a la vez a Dulcy y a Alamena en su campo de visión.

—Oíd, chicas, no quiero que nadie diga una palabra sobre este asunto. Vamos a ir al restaurante de Fats, y no quiero que ninguna de las dos empiece a armar jaleo. No sabemos quién lo hizo.

—Fue Chink —aseguró Dulcy tajantemente.

—Eso no lo sabes.

—Y un cuerno que no.

Él se la quedó mirando tanto rato que ella empezó a moverse de manera inquieta.

—Si sabes eso, sabes por qué lo hizo.

Dulcy se arrancó una uña de manicura con los dientes y dijo con una hosquedad desafiante:

—No sé por qué lo hizo.

—¿Le viste hacerlo?

—No —admitió ella.

—Entonces mantén tu maldita boca cerrada y deja que la poli averigüe quién fue —la recriminó—. Para eso les pagan.

Dulcy comenzó a llorar.

—Ni siquiera te importa que esté muerto —le acusó ella.

—Me importa a mi propia manera, y no quiero ver a nadie entre rejas si no fue el responsable.

—Siempre estás tratando de hacerte el conciliador —lloriqueó Dulcy—. ¿Por qué tenemos que tragarnos todos el rollo de la poli si sé que lo hizo Chink?

—Porque podría haberlo hecho cualquiera. Lo ha estado pidiendo a gritos toda su puta vida. Él y tú.

Nadie dijo nada. Johnny siguió mirando a Dulcy. Ella se arrancó otra uña de manicura a mordiscos y miró hacia otro lado. El abogado se retorcía en su asiento como si le estuvieran picando unas hormigas. Alamena miraba fijamente el perfil de Johnny con rostro inexpresivo.

Johnny se giró en su asiento, alejó con cuidado el coche del bordillo y se puso lentamente en marcha.

El Down Home Restaurant de Fats tenía una fachada estrecha, con un escaparate tapado con cortinas bajo un letrero de neón en el que aparecía representada la figura de un hombre con forma de hipopótamo.

Antes de que el gran Cadillac llegara a detenerse del todo, se vio rodeado por un grupo de niños negros y flacos, escasamente vestidos con ropa de algodón, que gritaban: «Johnny Perry Cuatro Ases… Johnny Perry Alerones».

Tocaban los laterales del coche y los relucientes alerones con ojos resplandecientes y un temor reverencial, como si fuera un altar.

Dulcy salió bruscamente del coche, apartando a los niños, y cruzó la estrecha acera a toda prisa en dirección a la puerta de cristal encortinada, acompañada del golpeteo airado de sus altos tacones.

Alamena y el abogado la siguieron a un paso más relajado, pero ninguno se molestó en sonreír a los niños.

Johnny se tomó su tiempo, apagó el contacto y se guardó las llaves en el bolsillo mientras miraba a los niños acariciar su coche. Su cara estaba inexpresiva, pero sus ojos tenían un aire divertido. Salió a la acera, dejando la capota bajada con el sol cayendo a plomo sobre la tapicería de cuero negro, y los niños se apiñaron a su alrededor tirándole de la ropa y pisándole los pies mientras salvaba la distancia que le separaba de la puerta.

Acarició las cabezas con trenzas de las negritas flacas y el cabello erizado de los negritos flacos. Justo antes de entrar, hundió las manos en los bolsillos y se giró para arrojar las monedas que llevaba en medio de la calle. Dejó a los niños peleándose por ellas.

Dentro hacía fresco, y estaba tan oscuro que tuvo que quitarse las gafas de sol al entrar. El inolvidable aroma a whisky, putas y perfume invadió sus fosas nasales, lo que hizo que se sintiera relajado.

Lámparas de pared esparcían suaves manchas luminosas sobre estantes de botellas y una pequeña barra en madera de caoba que estaba presidida por un gigantesco hombre negro con una camisa blanca de sport. Al ver a Johnny se quedó quieto sin decir nada, sujetando el vaso al que había estado sacando brillo.

Tres hombres y dos mujeres se giraron sobre sus altos taburetes junto a la barra para saludar a Johnny. Cada detalle de su aspecto anunciaba a voces que eran jugadores, y sus mujeres, madamas de burdel.

—La muerte siempre vuelve a aparecer —dijo una de las madamas de manera compasiva.

Johnny estaba relajado, con su gran cuerpo de hombros caídos en un estado de absoluta distensión.

—Todos tenemos que caer cuando sale nuestra carta —contestó.

Sus voces eran graves y carentes de modulación, con el mismo timbre apagado y monótono que la de Johnny. Hablaban a la manera casual de su oficio.

—Una lástima lo de Big Joe —dijo uno de los fulleros—. Voy a echarlo de menos.

—Big Joe era un hombre de verdad —añadió una madama.

—Y que lo digas —corroboraron los demás.

Johnny pasó la mano por encima de la barra y estrechó la del gigantesco barman.

—Qué te cuentas, Pee Wee.

—Aquí estamos, llorando por lo bajo, viejo. —Hizo un pequeño gesto con la mano que sujetaba el vaso a medio abrillantar—. Invita la casa.

—Tráenos una jarra de limonada.

Johnny se encaminó hacia el arco que conducía al comedor del fondo.

—Nos vemos en el funeral, viejo —dijo una voz a sus espaldas.

Johnny no contestó, porque un hombre que hacía honor a sus letreros le había detenido con su barriga. Parecía el globo que había descubierto la estratosfera, pero cientos de grados más caliente. Vestía una camisa de seda blanca sin cuello que estaba pasada de moda, abrochada bajo la garganta con un botón adornado con diamantes, y unos pantalones negros de alpaca; pero sus piernas eran de tal envergadura que parecía tenerlas unidas, y sus pantalones asemejaban ser una falda en forma de embudo. Su redondeada cabeza de piel café, que podría haber pasado por un globo auxiliar en caso de que su vientre explotara, estaba afeitada. No había ni un solo pelo a la vista más arriba de su pecho —tampoco en su cara, fosas nasales, orejas, cejas o pestañas—, dando la impresión de que toda su cabeza había sido escaldada y raspada como el cadáver de un cerdo.

—¿Cómo va a afectarnos esto, viejo? —preguntó, extendiendo una enorme mano inflada. Su voz era un susurro sibilante.

—Nadie lo sabe hasta que no acabe la ronda —dijo Johnny—. Todos están mirando ahora las cartas de su mano.

—Las apuestas vienen después. —Bajó la mirada, pero sus pies, enfundados en zapatillas de fieltro y plantados sobre el suelo cubierto de serrín, quedaban ocultos por su barriga—. Me duele muchísimo ver irse a Big Joe.

—Has perdido a tu mejor cliente —respondió Johnny, rechazando sus palabras de consuelo.

—Ya sabes que nunca comía nada aquí. Sólo venía a babear delante de las zorritas y a quejarse de la comida. —Fats hizo una pausa, y luego añadió—: Pero era un hombre.

—Date prisa, Johnny, por amor de Dios —le llamó Dulcy desde el otro lado de la sala—. El funeral empieza a las dos, y es casi la una. —Se había dejado las gafas de sol puestas y tenía un aspecto totalmente hollywoodiense enfundada en su vestido rosa de seda.

La sala era pequeña, con ocho mesas cuadradas de cocina tapadas con hules a cuadros blancos y rojos descansando sobre los dos centímetros de serrín recién esparcido y ligeramente húmedo que cubría el suelo.

Dulcy estaba sentada en la mesa más alejada con Alamena y el abogado, uno a cada lado.

—Te dejo comer —se despidió Fats—. Debes de tener hambre.

—¿No la tengo siempre?

A Johnny le resultaba agradable el tacto del serrín bajo sus zapatos con suela de goma, y se le pasó fugazmente por la cabeza el pensamiento de lo buena que había sido su vida cuando no era más que un simple labrador en Georgia, antes de haber matado a un hombre.

El cocinero sacó la cabeza a través de la ventana de la cocina por la que se pedían y despachaban los platos.

—Eh, viejo.

Johnny saludó con la mano.

Había otras tres mesas ocupadas por hombres y mujeres del gremio. Era un sitio de reunión exclusivo de los truhanes más acomodados de Harlem, aquellos en el negocio del juego y la prostitución, y no se permitía la entrada a nadie más. Todo el mundo se conocía, y los clientes que estaban almorzando saludaron a Johnny al pasar.

—Siento lo de Big Joe, viejo.

—No puedes dejar de repartir cuando cae el repartidor.

Nadie mencionó a Val. Había sido asesinado, y nadie sabía quién lo había hecho. No era asunto de nadie salvo de Johnny, Dulcy y la poli; y todos se iban a mantener estrictamente al margen.

Cuando Johnny se sentó, la camarera se acercó con la carta de platos y Pee Wee trajo una gran jarra de vidrio con limonada, llena de rodajas de limón y lima y grandes trozos de hielo flotando en su interior.

—Yo quiero un singapur sling —dijo Dulcy.

Johnny le lanzó una mirada.

—Bueno, que sea un brandy con soda. Sabes perfectamente que las bebidas con hielo me provocan indigestión.

—Yo tomaré un té helado —pidió el abogado.

—Pídaselo a la camarera —respondió Pee Wee.

—Para mí un gintonic —dijo Alamena.

La camarera llegó con los cubiertos, los vasos y las servilletas, y Alamena le pasó la carta al abogado.

Este empezó a sonreír a medida que iba leyendo la lista de platos.

Pero dejó de sonreír cuando levantó la cabeza y vio la expresión seria de las caras de los demás.

—Todavía no he desayunado —dijo, dirigiéndose luego a la camarera—: ¿puedo tomar sesos con huevo y bollos?

—Sí, señor.

—Yo quiero unas ostras fritas —pidió Dulcy.

—No tenemos ostras. No es temporada. —La camarera le echó a Dulcy una maliciosa mirada de reojo,

—Entonces tomaré el pollo con dumplings, pero sólo quiero los muslos —dijo Dulcy con altivez.

—Sí, señora.

—Jamón al horno para mí —dijo Alamena.

—Sí, señora. —Miró a Johnny con ojos de adolescente enamorada—. ¿Lo de siempre, Sr. Johnny?

Johnny asintió. El desayuno de Johnny, que nunca variaba, consistía en un plato lleno hasta arriba de arroz, cuatro lonchas gruesas de panceta frita —cuya grasa servía para regar el arroz— y una jarra de melaza de sorgo para echársela también encima. Con ella traían un plato con ocho bollos al estilo sureño de un grosor de cuatro centímetros.

Se puso a comer de manera muy ruidosa y sin decir palabra. Dulcy se había bebido tres brandys con soda y dijo que no tenía hambre.

Johnny paró de comer el tiempo justo para decir:

—Come de todas maneras.

Ella picoteó su comida, observando las caras de los demás clientes, intentando captar fragmentos de sus conversaciones.

Dos personas se levantaron de una mesa alejada. La camarera se acercó para recogerla. Chink entró en la sala junto con Doll Baby.

Ella se había cambiado, poniéndose un fresco vestido de lino rosa sin espalda, y llevaba unas enormes gafas ahumadas de montura rosa.

Dulcy le echó una mirada larga y venenosa. Johnny se bebió dos vasos de limonada helada.

El silencio se adueñó de la sala.

De repente, Dulcy se levantó.

—¿A dónde vas? —preguntó Johnny.

—Quiero poner un disco —dijo en tono desafiante—. ¿Tienes algo que objetar?

—Siéntate —respondió con voz inexpresiva—. Y no te pongas tan puñeteramente dramática.

Ella se sentó y se arrancó otra uña a mordiscos.

Alamena introdujo un dedo por el cuello de su vestido y bajó la mirada a su plato.

—Díselo a la camarera —sugirió—. Ella lo pondrá.

—Iba a poner ese disco de Jelly Roll Morton: I want a little girl to call my own[3].

Johnny levantó la cara y la miró. Sus pupilas comenzaron a agitarse con ira.

Dulcy cogió su vaso para taparse la cara, pero su mano temblaba tanto que derramó parte de la bebida sobre su vestido.

Al otro lado de la sala, Doll Baby dijo en voz alta:

—Después de todo, Val era mi novio.

Dulcy se puso rígida de cólera:

—¡Eres una zorra mentirosa! —respondió a gritos.

Johnny le lanzó a Dulcy una mirada amenazante.

—Y la verdad sea dicha, lo apuñalaron para evitar que estuviera conmigo —afirmó Doll Baby.

—Ya estaba hasta las narices de ti —dijo Dulcy.

Johnny le soltó una bofetada, sacándola de su asiento. Dulcy salió disparada contra la esquina de la pared, dando vueltas sobre sí misma, y cayó derrumbada al suelo. Doll Baby dejó escapar una carcajada estridente.

Johnny giró su silla sobre las patas traseras.

—Mantén a esa zorra callada —dijo.

Fats se acercó con andares de pato y puso su mano hinchada sobre el hombro de Johnny.

Pee Wee salió de detrás de la barra y se quedó de pie en la entrada.

Dulcy regresó en silencio a su silla. —Mantenla tú callada, qué narices —replicó Chink.

Johnny se puso de pie. Todos se alejaron de la mesa de Chink haciendo chirriar sus sillas. Doll Baby se levantó de un salto y corrió a meterse en la cocina. Pee Wee fue hacia Johnny.

—Tranquilo, viejo —dijo Pee Wee.

Fats fue bamboleándose a toda prisa hasta la mesa de Chink y dijo:

—Llévatela de aquí. Y no volváis nunca más. Abusar de mí de esta manera…

Chink se levantó de la silla, con el rostro encendido e hinchado. Doll Baby regresó desde la cocina y se puso a su lado. Mientras se marchaba, caminando con los hombros levantados y las piernas rígidas, le dijo a Johnny:

—Ya nos veremos, gran jefe.

—Aquí estoy —contestó Johnny sin cambiar de tono, yendo hacia él.

La cicatriz de su frente se había hinchado y cobrado vida.

Pee Wee le bloqueó el paso.

—No merece la pena matar a ese negro, viejo.

Fats le dio a Chink un empujón en la espalda.

—Tienes mucha, mucha, mucha suerte, capullo —dijo en un susurro—. Lárgate antes de que se te acabe.

Johnny miró su reloj, dejando de prestarle atención a Chink.

—Tenemos que irnos, el funeral ya ha empezado —recordó.

—Vamos todos —dijo Fats—, pero adelántate tú, que eres el segundo del cortejo.