El interrogatorio preliminar lo efectuó otro sargento, el detective sargento Brody de la Oficina Central de Homicidios, con la ayuda de los detectives de distrito Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson.
Se llevó a cabo en una sala insonorizada sin ventanas de la primera planta. El hampa de Harlem conocía esta sala como el «Nido del Ruiseñor». Se decía que no importaba lo duro que fuera el cascarón de cualquier pájaro: si lo tenían aquí el tiempo suficiente, del huevo saldría un ruiseñor.
La sala estaba iluminada por el fulgor incandescente de un foco de trescientos vatios colocado sobre un taburete bajo de madera en el centro de la habitación, atornillado a las tablas de madera del desnudo suelo. La superficie del taburete estaba brillante por los movimientos nerviosos de los innumerables sospechosos que se habían sentado en él.
El sargento Brody estaba sentado con los codos apoyados sobre un maltrecho escritorio de gran tamaño colocado en paralelo a la pared interior, al lado de la puerta. El escritorio se encontraba más allá de la cortina de sombras que ocultaba al interrogador de los sospechosos que se freían bajo la cegadora luz.
Frente a uno de los extremos del escritorio, sentado en una silla con respaldo, un taquígrafo de la policía tomaba notas en su cuaderno.
Coffin Ed proyectaba una sombra alta y borrosa sobre la esquina que estaba a su espalda.
Grave Digger permanecía de pie en el otro extremo del escritorio, con el pie apoyado en la única silla libre que quedaba. Ambos seguían con los sombreros puestos.
Los principales sospechosos —los camaradas y amigos íntimos de Val, Johnny y Dulcy Perry, Mamie Pullen, el reverendo Short y Chink Charlie— estaban siendo retenidos arriba en la oficina del detective, para ser interrogados al final.
A los demás los habían llevado al calabozo de abajo, y los hacían salir de cuatro en cuatro para colocarlos en fila en el círculo luminoso del foco.
La visión del cadáver y el posterior viaje en el furgón les habían quitado la borrachera con demasiada brusquedad. Se encontraban sudorosos y de mal humor, tanto hombres como mujeres, y sus rostros ojerosos de colores diversos recordaban bajo la luz blanca a máscaras de guerra africanas.
Tras haber apuntado sus nombres, direcciones y trabajos, el sargento Brody les hizo una serie de preguntas rutinarias en un frío tono policial.
«¿Hubo alguna discusión en el velatorio? ¿Peleas? ¿Oyó alguno de ustedes que alguien mencionara el nombre de Valentine Haines? ¿Vio alguno de ustedes a Chink Charlie Dawson saliendo de la habitación? ¿A qué hora? ¿Estaba solo? ¿Se marchó Doll Baby con él? ¿Antes? ¿Después?
»¿Vio alguno de ustedes salir de la casa al reverendo Short? ¿Y salir de la sala de estar? ¿Entrar en el dormitorio? ¿Vieron si la puerta del dormitorio estuvo abierta o cerrada durante la mayor parte de la noche? ¿Cuánto tiempo transcurrió desde el momento de su desaparición hasta su regreso?
»¿Cuánto tiempo transcurrió entre la vuelta del reverendo Short y el momento en que todos fueron a la ventana para buscar la cesta de pan? ¿Cinco minutos? ¿Más? ¿Menos? ¿Se marchó alguien más durante ese tiempo? ¿Sabe alguno de ustedes si Val tenía algún enemigo? ¿Alguien que pudiera guardarle rencor? ¿Estaba metido en problemas de algún tipo?».
Había siete hombres en el furgón que no habían asistido al velatorio. Brody les preguntó si habían visto caer a alguien desde la ventana exterior del tercer piso; si habían visto pasar a alguien por la calle, a pie o en coche. Nadie admitió haber visto nada. Todos juraron que se encontraban en sus casas, metidos en la cama, y que habían salido a la calle después de la llegada de los coches patrulla.
—¿Oyó alguno de ustedes gritar a alguien? —preguntó Brody—. ¿Oyeron pasar algún coche? ¿Algún sonido extraño de cualquier tipo?
Sus preguntas sólo recibieron negativas.
—Está bien, está bien —gruñó—. Todos ustedes estaban metiditos en la cama, durmiendo el sueño de los justos, soñando con los angelitos del cielo: no vieron nada, no oyeron nada y no saben nada. Está bien…
Brody mostró la navaja homicida a cada grupo, pidiendo a todos que la identificaran. Ninguno lo hizo.
Entre las preguntas y las respuestas, se oía la estilográfica del taquígrafo arañando una página tras otra del cuaderno tamaño folio.
Con cada grupo al que se hacía pasar, el contenido de los bolsillos de cada persona se depositaba encima de la mesa. El sargento examinaba únicamente las navajas. Cuando las hojas superaban los cinco centímetros que permitía la ley, las introducía por el hueco entre el cajón central y la superficie del escritorio y las rompía con una ligera presión hacia abajo. A medida que fue pasando el tiempo, se formó un montón de hojas rotas dentro del cajón.
Cuando terminó con el último grupo, Brody miró su reloj.
—Dos horas y diecisiete minutos —dijo—. Y todo lo que he averiguado hasta ahora es que la gente de Harlem es tan respetable que no se mancha nunca los dedos.
—¿Qué esperaba? —preguntó Coffin Ed—. ¿Que alguien dijera que había sido él?
—¿Quiere que lea la transcripción? —preguntó entonces el taquígrafo.
—No, maldita sea. El informe del forense dice que la víctima fue asesinada en el lugar donde estaba tendida. Pero nadie la vio llegar. Nadie recuerda con exactitud cuándo se fue Chink Charlie del apartamento. Nadie sabe cuándo se marchó Dulcy Perry. Nadie sabe siquiera con seguridad si el reverendo Short se cayó por la maldita ventana. ¿Tú te crees eso, Digger?
—¿Por qué no? Esto es Harlem, donde cualquier cosa puede ocurrir.
—Aquí en Harlem nos creemos lo que sea —añadió Coffin Ed.
—No estarás intentando tomarme el pelo, ¿verdad, amigo? —dijo Brody en tono irónico.
—Sólo trato de decirle que esta gente no es tan simple como piensa —respondió Coffin Ed—. Usted está intentando encontrar al asesino. Muy bien, creeré que lo hizo cualquiera si conseguimos pruebas suficientes.
—Está bien, vale —concluyó Brody—. Traed a Mamie Pullen.
Cuando Grave Digger condujo a Mamie al interior de la sala, colocó la silla que había estado utilizando para apoyar el pie en una posición cómoda, para que pudiera descansar un brazo sobre el escritorio si lo deseaba; después fue hasta el foco y reguló la luz para que no le molestara.
La primera mirada del sargento Brody había reparado en el vestido de satén negro y su falda que arrastraba por el suelo, reminiscente del rígido uniforme de las madamas de los burdeles de los años veinte. Le había echado un breve vistazo a las puntas de los masculinos zapatos de horma recta que asomaban por debajo. Su mirada se entretuvo algo más en el diamante de dos quilates del anillo de platino que circundaba el nudoso anular color café de la mujer, y se detuvo durante un tiempo considerable en el collar de jade blanco que le caía hasta la cintura como un rosario muy querido, con una cruz de ónice negro unida al extremo. Luego dirigió la vista al avejentado rostro café, surcado por el pesar y la preocupación, descolgado en flácidos pliegues bajo el tirante moño de cabello liso, corto y canoso.
—Este es el sargento Brody, tía Mamie —le presentó Grave Digger—. Tiene que hacerte unas pocas preguntas.
—Qué tal está usted, Sr, Brody —saludó ella, poniendo su nudosa mano derecha desprovista de adornos sobre el escritorio.
—Es un mal asunto, Sra. Pullen —dijo el sargento, estrechando su mano.
—Parece que una muerte siempre llama a otra —se lamentó ella—. Ha sido así desde que tengo memoria. Una persona muere y entonces ya no se acaba nunca. Imagino que Dios lo planeó así.
Entonces ella levantó la mirada para ver el rostro del policía que la había tratado con tanta amabilidad, y exclamó:
—Que Dios bendiga mi alma, eres el pequeño Digger Jones. Te conozco desde que no eras más que un joven cadete en la calle 116. No sabía que eras ese al que llamaban Grave Digger.
Grave Digger sonrió avergonzado, como un muchacho al que hubieran cogido robando manzanas.
—He crecido, tía Mamie.
—Cómo vuela el tiempo. Como siempre solía decir Big Joe: Tiempus fugis. Ya debes tener por lo menos treinta y cinco años.
—Treinta y seis. También está aquí Eddy Johnson. Es mi compañero.
Coffin Ed avanzó para entrar en el radio de la luz. Mamie se quedó anonadada al ver su cara.
—¡Dios del cielo! —exclamó ella sin querer— ¿Qué te pas…? —Después se contuvo.
—Un matón me tiró un vaso con ácido a la cara. —Se encogió de hombros—. Gajes del oficio, tía Mamie. Soy un policía. Acepto los riesgos.
Ella se disculpó.
—Ahora recuerdo haber leído algo sobre aquello, pero no sabía que eras tú. Apenas salgo a ningún lado, sólo con Big Joe, cuando vivía. —Después añadió con franqueza—: Espero que pongan entre rejas al que lo hizo y tiren la llave.
—Ya está bajo tierra, tía Mamie —señaló Coffin Ed.
Grave Digger dijo entonces:
—A Ed le están haciendo injertos en la cara con piel del muslo, pero lleva tiempo. Necesitará aproximadamente un año entero antes de que hayan acabado.
—Ahora, Sra. Pullen —intervino con voz firme el sargento—, ¿podría decirme con sus propias palabras qué sucedió en su casa la pasada noche, o más bien esta madrugada?
Ella lanzó un suspiro.
—Le diré lo que sé.
Cuando terminó su relato, el sargento dijo:
—Bueno, eso al menos nos da una imagen bastante clara de lo que pasó realmente en el interior de su casa desde el momento en que el reverendo Short volvió arriba hasta que el cuerpo fue descubierto. ¿Usted cree de verdad que el reverendo cayó desde la ventana de su dormitorio?
—Oh, sí lo creo. No tenía ningún motivo para decir que había caído si no fue así. Además, estaba fuera y nadie le había visto salir por la puerta.
—¿No piensa que es algo raro? ¿Que se cayera por la ventana de un tercer piso?
—Bueno, señor, es una persona débil y dada a experimentar trances. Podría haber tenido uno.
—¿Epilepsia?
—No, señor, tan sólo trances religiosos. Tiene visiones.
—¿Qué tipo de visiones?
—Oh, todo tipo de visiones. Nos habla de ellas en sus sermones. Es un profeta, como San Juan de Patmos.
El sargento Brody era católico y parecía desconcertado.
Grave Digger explicó:
—San Juan de Patmos es el profeta que vio los siete velos y a los cuatro jinetes del Apocalipsis. La gente aquí en Harlem le tiene un gran aprecio a San Juan. Fue el único profeta que vio números ganadores en sus visiones.
—El Apocalipsis es la Biblia del adivino —añadió Coffin Ed.
—No sólo eso —dijo Mamie—. San Juan vio lo maravilloso que era el Cielo y lo terrible que era el Infierno.
—Bueno, volviendo a lo del asesinato: ¿podría Chink Charlie tener algún motivo para intentar matar al reverendo Short? —preguntó Brody—. Aparte del hecho de que el reverendo fuera un profeta.
—No, señor, en absoluto. Lo que pasa es que la caída había nublado el juicio del reverendo Short y no sabía lo que estaba diciendo.
—Pero Chink y él habían estado discutiendo antes.
—En realidad no fue una discusión. Sencillamente, el reverendo Short y él no tenían la misma opinión acerca del tipo de gente que invité al velatorio. Pero no era asunto de ninguno de los dos.
—¿Existe odio entre Dulcy y el reverendo Short?
—¿Odio? No, señor. Lo que ocurre es que el reverendo Short piensa que Dulcy necesita salvar su alma, y ella aprovecha cada oportunidad que tiene para fastidiarle. Pero yo sospecho que él está enamorado de ella, y que se avergüenza de ello por ser un pastor y ella una mujer casada.
—¿Cómo se comportaba el reverendo con Johnny y Val?
—Los tres respetaban mutuamente sus intenciones y no pasaba de ahí.
—¿Cuánto tiempo transcurrió entre que Dulcy se marchó de la casa y usted fue a la ventana y descubrió el cuerpo?
—Apenas ninguno —declaró con seguridad—. Ni siquiera pudo tener tiempo para llegar abajo.
El sargento le hizo unas pocas preguntas sobre los demás asistentes al velatorio, pero no encontró conexiones con Val.
Después atacó desde otro ángulo.
—¿Reconoció la voz del hombre que la llamó por teléfono después de que el cuerpo fuera descubierto?
—No, señor. Sonaba lejana y distorsionada.
—Pero quienquiera que fuera sabía que había un cadáver en esa cesta de pan, ¿no es cierto?
—No, señor, es como le dije antes. Quien fuera no estaba hablando de Val. Hablaba del reverendo Short. Había visto caer al reverendo y pensó que estaba muerto en la cesta, y por eso llamó. De eso estoy segura.
—¿Cómo podía saber que estaba muerto si no se acercó para examinarlo?
—No lo sé, señor. Supongo que simplemente pensó que lo estaba. Usted pensaría lo mismo de cualquiera que hubiera caído por la ventana de un tercer piso y se hubiera quedado ahí tumbado sin levantarse.
—Pero según los testimonios, el reverendo Short de hecho se levantó y volvió arriba por su propio pie.
—Bueno, no podría decir cómo ocurrió. Todo lo que sé es que alguien telefoneó y que cuando dije que había sido apuñalado, Val, me refiero, simplemente colgaron como si eso les hubiera sorprendido.
—¿Podría haberse tratado de Johnny Perry?
—No, señor, de eso estoy completamente segura. Y si alguien conoce su voz esa sin duda debería ser yo, con todo el tiempo que llevo escuchándola.
—¿Es su hijastro? ¿O su ahijado?
—Bueno, ninguna de las dos cosas exactamente, pero para nosotros era como un hijo, porque cuando salió de la cárcel…
—¿Qué cárcel? ¿Dónde?
—En Georgia. Cumplió condena haciendo trabajos forzados en una cadena de presos.
—¿Por qué motivo?
—Mató a un hombre por golpear a su madre: su padrastro. Al menos vivían bajo el mismo techo, su madre y este hombre, pero ella no era una mujer casta y Johnny siempre fue un buen chico. Le echaron un año trabajando en la carretera.
—¿Cuándo fue eso?
—Salió hace veintiséis años. Mientras cumplía condena, su madre se escapó con otro hombre, y Big Joe y yo íbamos a venirnos al norte. Así que simplemente lo trajimos con nosotros. Sólo tenía veinte años.
—Entonces ahora tiene cuarenta y seis.
—Sí, señor. Y Big Joe le consiguió un trabajo en el ferrocarril.
—¿De camarero?
—No, señor, ayudando en la cocina. No podía trabajar de camarero a causa de esa cicatriz.
—¿Cómo se la hizo?
—En la cadena de presos. Un timador y él empezaron a pelearse con picos por una partida de cartas. Johnny siempre tuvo un pronto muy malo, y ese timador le había acusado de hacer trampas por un billete de cinco. Y Johnny siempre fue más honrado que nadie.
—¿Cuándo abrió su club de juego en Harlem?
—¿El Tía Juana? Lo abrió hace unos diez años. Big Joe puso el dinero. Pero antes de tenerlo, solía organizar pequeñas partidas en su casa para sacarse algo de dinero.
—¿Fue entonces cuando se casó con Dulcy… la Sra. Perry? ¿Cuando abrió el Tía Juana?
—Oh, no, no, no. Se casó hace sólo un año y medio: el 2 de enero del año pasado, el día después de Año Nuevo. Antes había estado casado con Alamena.
—¿Está casado con Dulcy o únicamente viven juntos? —El sargento le dirigió una mirada de complicidad.
Ella irguió la espalda.
—Su matrimonio es tan legal como el whisky. Big Joe y yo fuimos los testigos. Se casaron en el Ayuntamiento.
El sargento enrojeció de manera muy viva.
Grave Digger dijo en voz baja:
—Las parejas también se casan en Harlem.
El sargento Brody vio que se estaba metiendo en aguas pantanosas y siguió por otro camino.
—¿Guarda Johnny a mano mucho dinero en efectivo?
—No lo sé, señor.
—¿En el banco entonces, o en propiedades? ¿Sabe qué propiedades tiene?
—No, señor. Quizá Big Joe lo supiera, pero nunca me lo dijo.
El sargento dejó el tema.
—¿Le importa decirme de qué cosa tan importante estuvieron hablando Dulcy, la Sra. Perry, y usted para tener que encerrarse en el baño?
Ella vaciló y miró a Grave Digger en señal de ayuda.
Éste dijo:
—No vamos a por Johnny, tía Mamie. Esto no tiene nada que ver con su club de juego ni con el impuesto de la renta ni con nada concerniente al gobierno federal. Sólo estamos tratando de descubrir quién mató a Val.
—Señor, es un misterio quién podía querer hacerle daño a Val. No tenía un solo enemigo en el mundo.
El sargento lo dejó pasar.
—¿Entonces Dulcy y usted no estuvieron hablando de Val?
—No, señor. Simplemente le pregunté sobre un altercado que tuvieron Johnny y Chink en el local de Dickie Well el pasado sábado por la noche.
—¿A cuenta de qué? ¿Dinero? ¿Deudas de juego?
—No, señor. Johnny es tremendamente celoso con Dulcy: algún día va a matar a alguien por esa chica. Y Chink se cree un regalo de Dios para las mujeres. No para de lanzarle indirectas a Dulcy. La gente dice que no lo hace con ninguna intención en especial, pero…
—¿Qué gente?
—Bueno, Val y Alamena, e incluso la propia Dulcy. Pero no hay manera de saber las intenciones de un hombre cuando va tras una mujer a menos que sea para acostarse con ella. Y Johnny es tan celoso e impulsivo que me da un miedo mortal que alguien vaya a salir herido.
—¿Qué papel jugaba Val en todo eso?
—Val. El siempre trataba de poner paz. Por supuesto, estaba del lado de Johnny. Se pasaba la mayor parte del tiempo, daba la impresión, intentando mantener a Johnny alejado de los problemas. Pero tampoco tenía nada contra Chink.
—Entonces los enemigos de Johnny son también los suyos, ¿no es así?
—No, señor, yo no diría eso. Val no era una persona que tuviera enemigos. Chink y él siempre se llevaron bien.
—¿Quién es la mujer de Val?
—Nunca ha tenido una estable. No que yo sepa. Simplemente iba de flor en flor. Creo que la última fue Doll Baby. Pero no tenía intención de dejarse atrapar por ninguna mujer.
—Dígame una cosa, Sra. Pullen: ¿no advirtió nada extraño en el cuerpo?
—Bueno… —Frunció el ceño—. No que yo recuerde. Claro que no llegué a verlo de cerca. Sólo lo vi desde mi ventana. Pero no advertí nada extraño.
El sargento la miró fijamente.
—¿Y no calificaría de extraño que tuviera una navaja clavada en el corazón?
—Oh, se refiere a que lo apuñalaran. Sí, señor, pensé que eso era extraño. No puedo imaginar que nadie quisiera matar a Val.
El sargento se quedó mirándola, aunque no sabía muy bien qué pensar de esa declaración.
—Si hubiese sido Johnny en vez de Val no le habría parecido extraño.
—No, señor.
—¿Pero no le pareció extraño que apareciera tendido en esa cesta de pan sólo unos minutos después de que el reverendo Short cayera desde su ventana en la misma cesta?
Por primera vez, una expresión de temor apareció en el rostro de Mamie.
—Sí, señor —contestó con un susurro, apoyándose en el escritorio—. Terriblemente extraño. Sólo el Señor sabe cómo llegó ahí.
—No, el asesino también lo sabe.
—Sí, señor. Pero déjeme decirle, Mr. Brody: Johnny no lo hizo. Puede que no sintiera un amor desmedido por su cuñado, pero lo toleraba por Dulcy y no habría dejado que nadie le tocara un pelo, mucho menos hacerlo él mismo.
Brody sacó la navaja homicida de un cajón y la puso encima del escritorio.
—¿Ha visto antes esta navaja?
Ella la miró con atención, más por curiosidad que por espanto.
—No, señor.
El sargento lo dejó estar.
—¿Cuándo se celebra el funeral?
—Esta tarde a las dos.
—Muy bien, ya puede irse. Nos ha sido de gran ayuda.
Mamie se puso en pie lentamente apoyándose en el escritorio, y extendió la mano hacia el sargento Brody con cortesía sureña.
El sargento Brody no estaba acostumbrado a eso. Él era la ley. Las personas al otro lado de este escritorio estaban generalmente al otro lado de la ley. Estaba tan confundido que se levantó de la silla, tirándola al suelo, y agitó su mano arriba y abajo con el rostro tan encendido como una langosta que acabaran de cocer.
—Espero que su funeral vaya bien, Sra. Pullen… es decir, el funeral de su marido, me refiero.
—Gracias, señor. Todo lo que podemos hacer es enterrarlo y tener esperanza.
Grave Digger y Coffin Ed se apresuraron a acompañarla hasta la puerta con deferencia, manteniéndola abierta para que pasara. Su vestido de satén negro arrastraba por el suelo, llenando de polvo sus zapatos de horma recta.
El sargento Brody no suspiró. Se enorgullecía de que nunca suspiraba. Pero tenía aspecto, mientras echaba otra ojeada a su reloj, de que le habría encantado hacerlo.
—Son las diez y veinte. ¿Creéis que podremos acabar antes del almuerzo?
—Terminemos de una vez —dijo ásperamente Coffin Ed—. No he dormido nada y tengo tanta hambre que me comería un buey.
—Que pase el pastor, entonces.
Nada más atravesar la puerta, al ver el reluciente taburete de madera colocado bajo la cascada de luz cegadora, el reverendo Short se quedó parado y se puso a temblar como una oveja en apuros.
—¡No! —graznó, tratando de regresar al pasillo—. ¡No entraré ahí!
Los dos agentes de uniforme que lo habían traído desde los calabozos lo agarraron de los brazos y lo obligaron a entrar.
El se resistió, ejecutando movimientos como el bailarín de un adagio. Las venas de sus descarnadas sienes se hincharon. Abrió tanto los ojos tras sus gafas con montura de oro que parecían los de un bicho visto al microscopio, y su nuez se meneaba como un corcho en un sedal.
—¡No! ¡No! En este lugar moran las almas de cristianos torturados —gritó.
—Vamos, colega, corta el número —dijo uno de los policías, tirando de él con rudeza—. Aquí no ha estado ningún cristiano.
—¡Sí! ¡Sí! —chilló con su voz ronca—. Oigo sus gritos. Es la cámara de la Inquisición. Huelo la sangre de los martirizados.
—Debe de estar sangrándole la nariz —soltó el otro policía, tratando de hacerse el gracioso.
Lo levantaron en el aire, con los pies y piernas colgándole grotescamente como a una marioneta ahorcada, cruzaron la sala con él en volandas y lo sentaron en el taburete.
Los tres inquisidores lo observaron sin moverse. La silla en la que se había sentado Mamie Pullen servía otra vez de apoyo al pie de Grave Digger. Coffin Ed se había retirado a su esquina sumida en las sombras.
—¡Césares! —graznó.
Los policías se quedaron cada uno a un lado de él, con una mano en cada hombro.
—¡Cardenales! —gritó—. El Señor es mi pastor, nada he de temer.
Había un brillo de locura en sus ojos.
El rostro del sargento Brody siguió impasible, pero dijo:
—Aquí sólo estamos nosotros, reverendo, unos gallinas.
El reverendo Short se inclinó hacia delante y escrutó las sombras como si estuviera intentando distinguir una figura borrosa en mitad de una densa niebla.
—Si es usted un agente de policía, entonces quiero denunciar que Chink Charlie me empujó a través de la ventana a mi muerte, pero Dios colocó el cuerpo de Cristo en el suelo para detener mi caída.
—Era una cesta de pan —corrigió el sargento.
—El cuerpo de Cristo —sostuvo el reverendo.
—Muy bien, reverendo, terminemos con la comedia —dijo Brody—. Si está tratando de crearse un alegato de enajenación mental, lo está haciendo antes de tiempo. Nadie le está acusando de nada.
—Fue Dulcy Perry, esa Jezabel, la que lo apuñaló con la navaja que Chink Charlie le dio para cometer el asesinato.
Brody se inclinó ligeramente hacia delante.
—¿Usted vio cómo le daba la navaja?
—Sí.
—¿Cuándo?
—El día después de Navidad. Ella estaba sentada en su coche frente a mi iglesia y pensó que no había nadie mirando. Él se acercó, se subió al coche junto a ella, le dio la navaja y le enseñó a usarla.
—¿Dónde se encontraba usted?
—Yo estaba mirando a través de una rendija del escaparate. Sabía que algo me olía mal en que hubiera venido a mi iglesia a donar algunas prendas viejas de ropa para los pobres.
—¿Johnny y ella eran miembros de su congregación?
—Se consideran miembros únicamente porque Big Joe Pullen lo era, pero nunca vienen porque no les gusta rodar.
Grave Digger notó que Brody no lo había entendido, de modo que se lo explicó:
—Es una congregación de holy rollers. Cuando los miembros se animan, se revuelcan por el suelo.
—Con las mujeres de los demás —añadió Coffin Ed.
Brody se quedó un poco pasmado, y el taquígrafo dejó de escribir para mirarles boquiabierto.
—Lo hacen con la ropa puesta —matizó Grave Digger—. Simplemente ruedan por el suelo y tienen convulsiones, solos y por parejas.
El taquígrafo parecía decepcionado.
—Ejem —se aclaró la garganta Brody—. De modo que cuando usted miró por primera vez por la ventana, vio el cuerpo de Val tendido en la cesta de pan con la navaja clavada. ¿Y la reconoció como la misma que había visto a Chink Charlie entregarle a Dulcy Perry?
—En ese momento no había pan —afirmó el reverendo.
El sargento Brody pestañeó.
—¿Y qué había si no había pan?
—Había un policía de color y un hombre blanco persiguiendo a un ladrón.
—Ah, así que vio eso —dijo Brody, consiguiendo finalmente algo tangible a lo que hincarle el diente—. Entonces de hecho debió de ver cómo se cometía el asesinato.
—La vi apuñalarlo —declaró el reverendo Short.
—No pudo haberla visto porque en ese momento aún no había abandonado el apartamento —le rebatió Brody.
—No lo vi entonces. Me tiraron por la ventana en ese momento. No lo vi hasta después de regresar a la habitación.
—¿Qué habitación?
—La habitación donde estaba el féretro.
Brody le miró fijamente y empezó a ponerse rojo poco a poco.
—Escuche, reverendo —advirtió—, esto es serio. Se trata de la investigación de un asesinato. No es momento para bromas.
—No estoy bromeando —dijo el reverendo Short.
—Está bien, entonces, ¿me está diciendo que se lo imaginó todo?
El reverendo Short se irguió en su asiento y miró a Brody indignado.
—Lo vi en una visión.
—¿Y fue en esa visión que vio cómo le empujaban por la ventana?
—Tuve la visión después de que me tiraran por ella.
—¿Tiene estas visiones a menudo?
—Frecuentemente, y siempre revelan la verdad.
—Está bien, ¿entonces cómo lo mató ella… es decir, en su visión?
—Ella bajó en el ascensor, y cuando llegó afuera, Valentine Haines estaba tendido en la cesta en la que yo había caído…
—Creía que había dicho que no había ninguna cesta.
—No había en ese momento, pero el cuerpo de Cristo se había convertido en una cesta de pan, y él estaba tendido en ella cuando Dulcy sacó la navaja de su bolso, se acercó hasta él y lo apuñaló.
—¿Qué hacía Val ahí?
—Estaba tumbado, esperando que ella saliera.
—Y lo apuñalara, supongo.
—Él no se esperaba que ella lo apuñalara. Ni siquiera sabía que tenía una navaja.
—Vale. No me trago nada de eso. ¿Vio a alguien salir realmente de la casa, y con eso quiero decir verlos de verdad, mientras se encontraba abajo?
—Mis ojos estaban velados. Sabía que se avecinaba una visión.
—Está bien, reverendo, voy a dejar que se marche —dijo Brody mientras examinaba el contenido de los bolsillos del reverendo, esparcido frente a él sobre el escritorio—; pero para ser un hombre que dice ser un pastor del evangelio, no ha estado muy cooperador.
El reverendo Short no se movió.
Brody empujó la Biblia de bolsillo, el pañuelo, el manojo de llaves y la cartera de un lado a otro de la mesa, vaciló al llegar a la botella de bebida medicinal, quitó el corcho en un impulso repentino y olisqueó dentro. Puso cara de sorpresa. Se llevó la botella a los labios y probó el contenido, escupiéndolo al suelo en el acto.
—¡Dios santo! —exclamó—. Brandy de melocotón y láudano. ¿Usted bebe esto?
—Es para los nervios —respondió el reverendo Short.
—Para sus visiones, querrá decir. Si bebiera este potingue, yo también tendría visiones. —Brody se dirigió indignado a los policías—: Lleváoslo.
De repente, el reverendo Short comenzó a gritar:
—¡No dejéis que escape! ¡Arrestadla! ¡Quemadla! ¡Es una bruja! ¡Está confabulada con el Diablo! ¡Y Chink es su cómplice!
—Nos ocuparemos de ella —le engatusó uno de los policías mientras le levantaban del taburete—. Tenemos un sitio perfecto para las brujas… y también para los brujos, así que ándese con ojo.
El reverendo Short logró soltarse de su presa y cayó al suelo. Empezó a revolcarse por él y a convulsionarse, echando espuma por la boca como si estuviera teniendo un ataque.
—Ya veo a qué te referías con lo de holy roller —señaló Brody.
El taquígrafo soltó una risilla disimulada.
—No, probablemente se trate de una visión —dijo Grave Digger con cara seria.
Brody le miró con dureza.
Los policías cogieron al reverendo Short por los pies y los hombros y se lo llevaron en volandas. Tras un momento, uno de ellos volvió a por las posesiones del reverendo.
—¿Está loco o sólo se lo hace? —preguntó Brody.
—Tal vez ambas cosas —contestó Grave Digger.
—Después de todo, podría haber algo de cierto en lo que dijo —aventuró Coffin Ed—. Según recuerdo la Biblia, todos los profetas o estaban locos o eran epilépticos.
—Vale, me gustan algunas de las cosas que dijo —admitió Brody—. Simplemente no me gusta el modo en que las dijo.
—¿Quién viene ahora? —preguntó Grave Digger.
—Veamos a la exmujer de Johnny —dijo Brody.
Alamena entró de manera dócil, jugueteando con el dedo en el cuello alto que cubría su garganta, como una chica que ya hubiera estado ahí dentro y supiera qué esperar.
Se sentó en el círculo de luz y juntó las manos sobre el regazo. No llevaba joyas de ningún tipo.
—¿Cómo quiere que la llame? —preguntó Brody.
—Simplemente Alamena —pidió ella.
—Bien. Ahora cuénteme en pocas palabras lo que sepa sobre Val y Dulcy.
—No hay gran cosa que contar. Dulcy llegó hará un par de años para cantar en el Small’s Cabaret, y seis meses después había enganchado a Johnny y empezó a vivir la buena vida. Val vino para la boda y se quedó en la ciudad.
—¿Qué novios tuvo Dulcy antes de casarse?
—Andaba con uno y con otro, sacándoles dinero.
—¿Y qué hay de Val? ¿También sacaba dinero de ellas?
—¿Por qué iba a hacerlo? Le habían asegurado una fuente de dinero antes de llegar aquí.
—¿Echaba una mano en el club? —se le ocurrió a Brody.
—No de manera visible —dijo ella—. De todos modos, Johnny nunca habría confiado en Val para dejarle jugar con su dinero.
—¿Qué pasaba exactamente entre Dulcy, Chink, Val y Johnny?
—Nada, que yo sepa.
—Vale, vale. ¿Qué enemigos tenía Val?
—No tenía ninguno. No era de esa clase de personas.
La sangre veteó el rostro de Brody.
—Maldita sea, no se apuñaló él mismo en el corazón.
—No sería la primera vez que ocurre —respondió ella.
—Pero no es el caso. Eso lo sabemos. Por otro lado, no había indicios superficiales de que estuviera drogado o borracho. Por supuesto, el forense no puede estar totalmente seguro hasta después de la autopsia. Pero supongamos por un momento que estaba tumbado, a esa hora de la madrugada, en esa cesta de pan. ¿Por qué?
—Puede que estuviera de pie y que cayera en ella después de que lo apuñalaran.
—No, lo apuñalaron estando tumbado. Y él sabía con toda certeza, por el estado del pan, que alguien o algo ya había estado tendido sobre él. Incluso puede que viera al reverendo Short caer desde la ventana. Ahora sólo quiero hacerle una simple pregunta. ¿Por qué iba a tumbarse ahí por propia voluntad, dejar que alguien se le acercara con una navaja y lo apuñalara sin ofrecer siquiera la más mínima resistencia?
—Nadie se espera que lo apuñale un amigo que parece estar bromeando —dijo ella.
Los tres detectives se pusieron imperceptiblemente tensos.
—¿Cree que lo hizo un amigo?
Ella se encogió de hombros, gesticulando ligeramente con las manos.
—¿Usted no?
Brody sacó la navaja del cajón. Ella la miró con indiferencia, como si hubiera visto muchas.
—¿Es ésta?
—Se le parece.
—¿La había visto antes?
—No que yo recuerde.
—¿La recordaría si la hubiera visto?
—Todo el mundo lleva una navaja en Harlem. ¿Cree que me conozco de vista las navajas de todos?
—No todo el mundo lleva una navaja como ésta en Harlem —informó Brody—. Es una navaja artesanal importada de Inglaterra con hoja de acero de Sheffield. El único sitio que hemos encontrado hasta el momento en Nueva York en el que puede comprarse es Abercrombie and Fitch, en Madison Avenue, el centro. Cuesta veinte pavos. ¿Te imaginas a un matón de Harlem yendo al centro y pagando veinte pavos por una navaja de cazador importada para dejársela después clavada en su víctima?
La cara de Alamena adoptó un sucio y extraño matiz amarillento, y sus ojos marrones oscuros parecían llenos de angustia.
—¿Por qué no? Es un país libre —murmuró ella—. O eso dicen.
—Ya puede irse —anunció Brody.
Nadie más se movió mientras ella se levantaba y cruzaba la sala con los andares rígidos e inconscientes de un sonámbulo, marchándose de allí.
Brody se hurgó los bolsillos de la chaqueta en busca de su pipa y su petaca de plástico para el tabaco. Se tomó su tiempo en llenar su castigada pipa de madera de brezo, rascó una cerilla de cocina contra el canto de la superficie del escritorio y encendió la pipa.
—¿Quién le cortó el cuello? —preguntó a través de una nube de humo, sujetando la pipa entre los dientes.
Grave Digger y Coffin Ed evitaron mutuamente la mirada del otro, y los dos parecían extrañamente avergonzados.
—Johnny —afirmó finalmente Grave Digger.
Brody se quedó paralizado, pero se relajó tan deprisa que apenas lo notó nadie.
—¿Le denunció ella?
—No. Dijeron que fue un accidente.
El taquígrafo dejó de pasar las hojas con sus anotaciones y les miró con atención.
—¿Cómo demonios puede uno cortarse el cuello accidentalmente? —preguntó Brody.
—Ella dijo que no fue a propósito, que él sólo estaba jugando.
—Jugando un poco duro —comentó el taquígrafo.
—¿Por qué? —preguntó Brody—. ¿Por qué lo hizo?
—Tardó demasiado en darle la carta de libertad —dijo Grave Digger—. Él quería estar con Dulcy y ella no le dejaba marchar.
—Y aún le quiere.
—¿Y por qué no? Él le cortó el cuello, y ahora ella le tiene pillado de por vida.
—Todo lo que digo es que es una manera muy extraña de retener a un hombre.
—Es posible. Pero no olvide que esto es Harlem. La gente aquí se contenta con seguir viva.