El ascensor automático estaba en la planta baja, y la mayoría de los curiosos asistentes al velatorio decidieron bajar corriendo las escaleras en vez de esperarlo. Pero no fueron los primeros en llegar.
Dulcy y Chink estaban de pie uno frente al otro, mirándose por encima de la cesta de pan que contenía el cuerpo. Él era un hombre corpulento de piel mulata, joven pero de gordura incipiente, vestido con un traje de verano beige. Estaba inclinado hacia delante de forma tensa.
El primero en acercarse oyó a Dulcy exclamar: «Dios santo, ¡no tenías por qué matarlo!», y a Chink responder con una voz ahogada por una súbita cólera: «Ni siquiera por ti…». Entonces se calló bruscamente y advirtió con un tenso susurro, hablando sin mover los labios: «Calla y hazte la tonta».
Ella no volvió a hablar hasta que todos los asistentes del velatorio se hubieron congregado alrededor, echado un vistazo y dado su opinión.
—Es Val, y está bien muerto.
—Si no lo está, San Pedro va a llevarse una gran sorpresa.
Alamena había podido abrirse camino lo bastante cerca del cuerpo como para verlo con claridad. Oyó que un camarero de vagón restaurante decía:
—¿Creéis que fue apuñalado ahí mismo?
Una voz detrás de él contestó:
—Seguramente: no hay sangre en ninguna otra parte.
El cuerpo yacía cuan largo era sobre un blando colchón de panes de molde envueltos, como si la cesta hubiera sido hecha a medida para él. La mano izquierda, que exhibía el canto de un solitario anillo de oro, descansaba con la palma hacia arriba sobre una gruesa corbata negra de punto confeccionada en seda y anudada al cuello de una suave camisa color arena en lino y seda; la palma de la mano derecha cubría el botón central de la chaqueta de un brillante traje de gabardina en un tono verde oliva apagado. Los pies apuntaban hacia arriba, dejando al descubierto las suelas de crepé levemente gastadas de unos ligeros zapatos ingleses de cordobán.
El cuchillo sobresalía de la chaqueta justo por debajo del bolsillo del pecho, el cual estaba adornado con un pañuelo blanco doblado en una tira de algo más de medio centímetro. Era una navaja con mango en asta de ciervo, un botón de apertura y guarda, como las que utilizan los cazadores para desollar la caza.
La sangre dibujaba formas irregulares sobre la chaqueta, la camisa y la corbata. Había manchas en los envoltorios de papel encerado de los panes, y en uno de los laterales de la cesta de ratán. No había ninguna sobre la acera.
La cara tenía una expresión fija de total incredulidad: los ojos, abiertos hasta convertirse en dos pelotas salientes de bordes blancos, miraban fijamente algún punto en las alturas más allá de los pies.
Era una cara apuesta, con una tersa piel café y unos rasgos que guardaban un gran parecido con los de Dulcy. Llevaba la cabeza descubierta, lo que revelaba un cabello negro rizado, embadurnado abundantemente con pomada.
Un extraño instante de silencio siguió a la afirmación de la última persona que había hablado mientras asimilaban el hecho de que el asesinato había sido cometido en aquel mismo lugar.
Dulcy dijo en mitad del silencio:
—Parece tan sorprendido.
—Tú también parecerías sorprendida si alguien te clavara un cuchillo en el corazón —respondió Alamena con tono serio.
De forma sorprendentemente repentina, Dulcy se puso histérica.
—¡Val! —chilló—. Le cogeré, Val, cielo, oh, Dios…
Hizo ademán de tirarse encima del cuerpo de Val, pero Alamena la apartó con rapidez y varios de los asistentes se acercaron y la sujetaron.
Ella forcejeó llena de furia y gritó:
—¡Soltadme, hijoputas! Es mi hermano y algún hijoputa va a pagarlo…
—Por amor de Dios, ¡cállate! —gritó Alamena.
Chink la contemplaba con un rictus colérico en su amplia cara tostada. Ella se calló y recuperó el control de sí misma.
Un policía de color llegó desde la entrada del edificio de al lado. Cuando vio la multitud, se detuvo y comenzó a arreglarse el uniforme.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó en voz alta con timidez—. ¿Hay alguien herido?
—Puede llamarlo así —contestó alguien.
El policía se abrió camino hasta el cuerpo y lo miró. El cuello de su uniforme azul estaba abierto, y él olía a sudor.
—¿Quién lo apuñaló? —preguntó.
Pigmeat respondió en un agudo falsete:
—Eso te gustaría saber.
El policía guiñó los ojos, y luego de repente sonrió, mostrando dos hileras de grandes dientes amarillos.
—¿En qué comedia actúas, chaval?
Todo el mundo lo miró, esperando a ver qué haría. Sus caras asumieron formas oscuras en la luz grisácea del amanecer.
Él se quedó ahí sonriendo, sin hacer nada. No sabía qué hacer, pero eso no lo inquietaba.
El sonido lejano de una sirena flotó en el aire húmedo. La multitud comenzó a dispersarse.
—Que nadie abandone la escena —ordenó el policía.
El ojo rojo de un coche patrulla subió por la Séptima Avenida. El coche dio un chirriante giro de 180° alrededor del parterre ajardinado que separaba los dos carriles del tráfico y fue reduciendo lentamente la velocidad hasta detenerse en doble fila junto a los coches del borde de la acera. Otro ojo rojo bajaba por la oscura calle en un estridente frenesí. Un tercero torció la esquina de la calle 132 y estuvo a punto de chocar con él. Un cuarto giró desde la calle 129 y pasó en dirección norte por el lado equivocado de la avenida con la sirena puesta.
El sargento blanco de la comisaría del distrito llegó en el quinto coche patrulla.
—Mantened a todos aquí —ordenó en voz alta.
Para entonces, cada ventana de fachada de la manzana ya estaba ocupada por gente a medio vestir, y otras personas habían empezado a congregarse en la calle.
El sargento vio a un hombre blanco vestido con una camisa de sport blanca de manga corta y unos pantalones caquis que se mantenía apartado, y le preguntó:
—¿Trabaja usted en esta tienda A&P?
—Soy el encargado.
—Ábrala. Vamos a meter dentro a estos sospechosos.
—Me opongo —dijo el hombre blanco—. Esta noche ya me ha robado un moreno, justo en mis narices, y el policía ni siquiera ha cogido al ladrón.
El sargento miró al agente de policía de color.
—Era su amigo —explicó el encargado de la A&P.
—¿Dónde está ahora? —preguntó el sargento.
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —contestó el encargado—. Tuve que dejarle y volver para abrir la tienda.
—Bueno, entonces ábrala —dijo el policía de color.
—Me hago responsable si desaparece algo —prometió el sargento.
El encargado se dirigió a abrir la puerta sin contestar.
Un sedán negro poco llamativo se acercó al borde de la acera y aparcó al final de la manzana sin que nadie lo viera, y dos hombres de color altos y larguiruchos vestidos con trajes negros de mohair, que por el aspecto que tenían daba la impresión de que habían dormido con ellos puestos, salieron del coche y volvieron caminando a la escena del crimen. Sus arrugadas chaquetas presentaban un bulto bajo el hombro izquierdo de cada uno. Las brillantes correas de sus sobaqueras resultaban visibles sobre las pecheras de sus camisas de algodón azules.
El que tenía la cara quemada fue hasta donde terminaba la multitud; el otro se quedó en el extremo más cercano.
De repente, una voz potente gritó:
—¡En fila!
Una voz igual de potente contestó:
—¡Recuento!
—Los detectives Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson a sus órdenes, mi general —murmuró Pigmeat.
—¡Dios santo! —blasfemó Chink—. Ahora tenemos aquí a esos malditos pistoleros del Salvaje Oeste para complicarlo todo.
El sargento, guiñándole un ojo a un policía blanco, dijo:
—Metedlos en la tienda, Jones; Johnson y tú. Vosotros sabéis cómo manejarlos.
Grave Digger le lanzó una dura mirada.
—A nosotros nos parecen todos iguales, comisario: blancos, azules, negros y merinos. —Luego, volviéndose hacia la multitud, gritó—: Para dentro, hermanos.
—Van a reunirse para orar —dijo Coffin Ed.
Mientras los policías estaban cerrando la puerta del redil a los sospechosos, un gran Cadillac descapotable color crema hecho de encargo, con la capota bajada, se detuvo en la calle, aparcando en doble fila tras los coches patrulla.
En cada una de las puertas había un pequeño naipe de color blanco estampado en relieve. En las cuatro esquinas de cada carta había incrustados una pica, un corazón, un diamante y un trébol. Por el tamaño, las puertas del coche parecían de un granero.
Una de ellas se abrió. Un hombre salió del coche. Era un hombre grande, pero de pie sus hombros caídos y largos brazos hacían que su metro ochenta no resultara tan imponente. Llevaba un traje azul claro de seda Shantung; una camisa amarilla pálida en crepé de seda; una corbata con un dibujo pintado a mano de un sol naranja elevándose en una mañana azul oscura; unos zapatos marrones claros muy brillantes con suela de goma; un alfiler de corbata en forma de un diez de corazones en miniatura con corazones de ópalo; y tres anillos: un pesado sello de oro de su logia, un grueso anillo de oro con un diamante amarillo engastado y otro grueso anillo de oro con una piedra jaspeada de una variedad sin nombre. Sus gemelos eran cuadrados de oro macizo con ojos de diamante. No llevaba tanto oro por vanidad. Era un jugador, y el oro era su cuenta bancaria para cualquier emergencia.
No llevaba sombrero. Su pelo crespo, salpicado de canas, estaba cortado al rape como si fuera barba de tres días, con una parte afeitada a un lado. En la tenue luz de la mañana, podía verse que su cara nudosa de rasgos amplios se había llevado sus palos. En el centro de su frente había una cicatriz azulada e hinchada, con estrías que se extendían como los tentáculos inmóviles de un pulpo. Esta le confería una expresión de cólera perpetua que se veía acentuada por el fuego latente, capaz de inflamarse en cualquier momento, que siempre yacía justo bajo la turbia superficie de sus ojos marrones.
Tenía aspecto de ser duro, fuerte y violento, y de no temerle a nada.
—¡Johnny Perry!
El nombre acudió involuntariamente a los labios de todos los que vivían en Harlem. «Es el más grande», decían.
Dulcy le saludó con la mano desde el interior de la tienda.
Avanzó hacía los policías que estaban reunidos alrededor de la puerta. Su paso era ligero, y caminaba sobre las puntas de los pies como un boxeador profesional. Una ola de agitación nerviosa recorrió a los agentes.
—¿Qué es este jaleo? —preguntó al sargento.
Durante un instante, nadie dijo una palabra.
Después el sargento, señalando con la cabeza la cesta de pan de la acera, dijo:
—Han matado a un hombre. —Las palabras salieron de su boca como si se hubieran visto obligadas por la explosiva llama que empezaba a destellar en los ojos de Johnny.
Johnny giró la cabeza para mirar, después se acercó caminando y observó fijamente el cuerpo de Val. Estuvo allí parado durante casi un minuto, como si estuviera congelado. Cuando regresó, su rostro oscuro había adoptado un intenso tono purpúreo, y los tentáculos de la cicatriz de su frente parecían haber cobrado vida. Sus ojos tenían el brillo candente y vaporoso de la madera húmeda que empieza a arder.
Pero su voz conservó el tono grave, lento e inmutable del jugador.
—¿Saben quién lo apuñaló?
El sargento le devolvió la mirada.
—Aún no. ¿Y usted?
Johnny extendió hacia delante su mano izquierda, abriendo y estirando los dedos, luego la retiró y la metió en el bolsillo de su chaqueta, igual que su otra mano. No respondió a la pregunta.
Dulcy se había deslizado entre los expositores y se acercó lo bastante al cristal del escaparate para dar unos golpecitos en él.
Johnny le lanzó una mirada y después le dijo al sargento:
—
Tiene a mi esposa ahí dentro. Déjela salir.
—Es una sospechosa —contestó el sargento en tono monótono.
—Es su hermano —dijo Johnny.
—Puede verla en la comisaría. Los furgones llegarán pronto —respondió el sargento con indiferencia.
Las llamas de los turbios ojos de Johnny se avivaron.
—Déjela salir —dijo Grave Digger—. Él la llevará a comisaría.
—¿Y quién demonios va a llevarlo a él si puede saberse? —despotricó el sargento.
—Nosotros lo haremos —afirmó Grave Digger—. Ed y yo.
El primero de los furgones dio la vuelta a la esquina y se metió en la Séptima Avenida. El sargento abrió la puerta y dijo:
—Muy bien, empecemos a sacarlos fuera.
Dulcy era la tercera de la fila. Tuvo que esperar a que los policías registraran a los hombres que estaban delante de ella. Uno de los agentes le pidió que le entregara su bolso, pero ella echó a correr y se lanzó a los brazos de Johnny.
—Oh, Johnny —dijo entre sollozos, manchando la parte frontal de su traje de seda azul claro de pintalabios, rímel y lágrimas mientras hundía el rostro en su pecho.
Él la abrazó con una ternura que resultaba sorprendente en un hombre de su aspecto.
—No llores, nena —la tranquilizó con su voz inmutable—. Cogeré a ese hijoputa.
—Mejor que suba al furgón —dijo un agente de policía blanco acercándose a Dulcy. Grave Digger le hizo señas para que se alejara.
Johnny acompañó a Dulcy hasta el Cadillac descapotable aparcado como si fuera una inválida.
Cuando Alamena salió de la tienda, se apartó de la fila y caminó apresuradamente hasta el Cadillac, subiéndose al lado de Dulcy.
Nadie le dijo nada.
Johnny arrancó el motor, pero tuvo que quedarse parado un momento por un coche de la oficina del forense que se había detenido delante de él. El ayudante del forense salió con su maletín negro y caminó en dirección al cuerpo. Dos policías salieron por la puerta del edificio de apartamentos con Mamie Pullen y el reverendo Short.
—Aquí —les llamó Alamena.
—Gracias a Dios —dijo Mamie. Se abrió camino lentamente entre los coches aparcados y subió al asiento de atrás.
—También hay sitio para usted, reverendo Short —dijo Alamena en voz alta.
—No montaré junto a una asesina —contestó con su voz ronca, y se dirigió con paso tambaleante hacia el segundo de los furgones, que justo acababa de llegar.
Las miradas de todos los policías viajaron velozmente de su rostro a los ocupantes del Cadillac color crema.
—¡Deje de tomarla conmigo! —gritó Dulcy, poniéndose histérica otra vez.
—¡Cállate! —la reprendió Alamena con aspereza.
Johnny metió la marcha sin girar la cabeza, y el gran coche reluciente se puso lentamente en camino. El pequeño y abollado sedán negro que transportaba a Coffin Ed y Grave Digger les siguió a corta distancia.