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Todo el mundo corrió hacia la puerta de la casa para llegar primero abajo. Pero antes de que Mamie y Alamena pudieran salir, el teléfono empezó a sonar.

—¿Quién demonios puede ser a esta hora? —dijo Alamena con brusquedad.

—Tú vete, yo lo cogeré —se ofreció Mamie.

Alamena se marchó sin responder.

Mamie regresó al dormitorio y levantó el auricular del teléfono que estaba en la mesilla de noche, junto a la cama.

—Diga.

—¿Es usted la Sra. Pullen? —preguntó una voz apagada. Hablaba de manera tan turbia que Mamie apenas podía distinguir una palabra de otra.

—Sí.

—Hay un hombre muerto en la calle delante de su casa.

Mamie habría jurado que la voz tenía un tono divertido.

—¿Quién es usted? —preguntó ella con suspicacia.

—No soy nadie.

—No es algo tan condenadamente gracioso como para bromear —dijo ella con rudeza.

—No estoy bromeando. Si no me cree, salga a la ventana y eche un vistazo.

—¿Por qué demonios no llamó a la policía?

—Pensé que tal vez no querría que se enterara.

De pronto, toda la conversación dejó de tener sentido para Mamie. Intentó reordenar sus pensamientos, pero se encontraba tan cansada que le zumbaba la cabeza. Y todo este enredo del reverendo Short, y después el apuñalamiento de Val con el cadáver de Big Joe ahí tendido en su ataúd, la hacían sentirse como si la cordura la hubiera abandonado.

—¿Por qué demonios no iba a querer que se enterara la policía? —preguntó violentamente.

—Porque salió de su apartamento.

—¿Cómo sabe que salió de mi apartamento? No le he visto esta noche en mi casa.

—Yo sí. Lo vi caer desde su ventana.

—¿Qué? Ah, está hablando del reverendo Short. ¿Y está totalmente seguro de que le vio caer?

—Eso es lo que le estoy diciendo. Está tirado en la acera dentro de la cesta de pan de la A&P, muerto como una piedra

—Ese no es el reverendo Short. Él ni siquiera se hizo daño. Volvió a casa por las escaleras.

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La voz no dijo nada, así que siguió:

—Es Val. Valentine Haines. Y lo han matado de una puñalada.

Ella esperó una respuesta, pero la voz siguió sin decir nada.

—¿Hola? —dijo ella—. ¡¿Hola?! ¡¿Sigue ahí?! ¿Si es tan condenadamente listo cómo es que no vio eso?

Oyó un clic muy suave.

—El cabrón ha colgado —masculló para sí, y luego añadió—: Que me maten si no es extraño…

Se quedó parada durante un instante, intentando pensar, pero su mente no quería trabajar. Entonces cruzó el dormitorio hasta el tocador y cogió una cajita de rapé. Tomó medio dedo de tabaco utilizando un bastoncillo de algodón, y se lo puso bajo el hueco de la mejilla con el otro extremo fuera de la boca. Eso calmó su creciente sensación de pánico. Por respeto a sus invitados, no había tomado rapé en toda la noche, y por norma vivía con un bastoncillo bajo la mejilla.

—Señor, si Big Joe estuviera vivo, sabría qué hacer —dijo para sí misma mientras regresaba a la sala de estar arrastrando lentamente los pies.

Había vasos sucios y platos con restos de comida desparramados por toda la habitación, junto con ceniceros llenos a rebosar de cigarrillos aún encendidos y colillas de puros. El alfombrado granate del suelo estaba hecho un desastre. El fuego de los cigarrillos había agujereado la tapicería de los sillones, y dejado marcas en las mesas. El esqueleto de ceniza de un cigarrillo yacía intacto sobre el piano de cola. Recordaba a un descampado tras la marcha de un circo, y el olor a muerte, lirios del valle y hedor humano resultaba abrumador en aquella sala caliente y cerrada.

Mamie se arrastró por la habitación y lanzó una mirada al cuerpo de su difunto marido en su ataúd de tono broncíneo.

Big Joe estaba vestido con un traje Palm Beach color crema, una camisa de crepé de China verde clara y una corbata de seda marrón con ángeles pintados a mano sujeta por un alfiler de diamantes en forma de herradura. Su amplio y cuadrado rostro café oscuro estaba bien afeitado, con profundas arrugas en torno a la ancha boca. Parecía que le acabaran de dar un masaje. Sus ojos estaban cerrados. Le habían cortado el rígido cabello gris crespo después de morir, y se le había peinado y cepillado con esmero. Lo había hecho ella misma, y también lo había vestido. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, exhibiendo un anillo de diamantes en su mano izquierda y el sello de su logia en la derecha.

Le quitó todas las joyas y las metió en el profundo bolsillo delantero del largo y suelto vestido de satén negro que llevaba barriendo el suelo. Después cerró el ataúd.

—Menudo velatorio ha resultado ser este —se lamentó.

—Está muerto —dijo de repente el reverendo Short con su nueva voz enronquecida.

Mamie dio un respingo. No había visto al reverendo.

Estaba sentado de manera desgarbada en un sillón con demasiado relleno, apoyado sobre la rabadilla, mirando con expresión fija la pared de enfrente.

—¿Y usted qué demonios cree? —replicó ella con rudeza. Todo su afecto por los demás había desaparecido desde el descubrimiento del cuerpo de Val—. ¿Se piensa que lo enterraría si estuviera aún vivo?

—Vi que iba a suceder —continuó el reverendo Short como si ella no hubiera hablado.

Ella lo miró perpleja.

—Ah, se refiere a Val.

—Una mujer poseída por el pecado de la lujuria y el adulterio llegó desde lo más profundo del infierno y le clavó un cuchillo en el corazón.

Sus palabras se abrieron camino lentamente en los atascados pensamientos de Mamie.

—¿Una mujer?

—«Y le di tiempo para arrepentirse de su fornicación, y no se arrepintió».

—¿Le vio hacerlo?

—«Ya que sus pecados han llegado al Cielo, y Dios ha recordado sus iniquidades».

Mamie vio inclinarse la habitación.

—Que el Señor se apiade de nosotros —dijo.

Vio a Big Joe en su ataúd, al piano de cola y al mueble con el equipo de radio y televisión comenzar una lenta ascensión hacia el cielo. Después, la alfombra granate oscura se elevó con lentitud hasta que se extendió frente a sus ojos como un oscuro mar de sangre coagulada en el que hundió el rostro.

—El pecado, la lujuria y la abominación a la vista del Señor —graznó el reverendo Short, y luego añadió en un pequeño y seco susurro—: No es más que una puta, oh Señor.