3

Alguien se puso a aporrear la puerta con fuerza.

El ruido apenas se oía por encima del alboroto del interior de la habitación.

¡Abrid la puerta! —gritó una voz.

Lo hizo tan alto que incluso Dulcy y Mamie lo oyeron a través de la puerta cerrada del baño.

—Me pregunto quién puede ser —dijo Mamie.

—Seguro que no es Johnny ni Val, armando tanto escándalo —contestó Dulcy.

—Probablemente algún borracho.

Uno de los borrachos que ya estaba dentro dijo con voz de trovador:

—«Abre la puerta, Richard».

Ese era el título de una canción muy conocida en Harlem que había tenido su origen en un sketch de teatro protagonizado por dos humoristas caracterizados de negros en el escenario del Apollo, en el cual un hermano de color llegaba a casa borracho e intentaba que Richard le dejara entrar.

Los demás borrachos que estaban dentro se echaron a reír.

Alamena acababa justo de entrar en la cocina:

—Ve a ver quién llama a la puerta —le dijo a Baby Sis.

Baby Sis levantó la vista de su tarea como lavaplatos y contestó de mal humor:

—Tos estos borrachos me ponen enferma.

Alamena se quedó helada. Baby Sis sólo era una chica que Mamie había metido en casa para que la ayudara con los quehaceres del hogar, y no tenía ningún derecho a criticar a los invitados.

—Muchacha, te estás pasando —la recriminó—. Deberías tener más cuidado con lo que dices. Ve a abrir la puerta y luego limpia este desastre.

Baby Sis lanzó una mirada de soslayo a la desordenada cocina, lo que hizo que sus ojos sesgados adoptaran un aire maligno en su grasienta cara negra.

La mesa central, el fregadero, las mesitas laterales y la mayor parte del espacio libre del suelo estaban cubiertos de botellas vacías y medio llenas —botellas de ginebra, whisky y ron, botellas de refrescos y botes de salsa—; cazuelas, sartenes y fuentes con comida; una palangana para lavar platos que contenía ensalada de patata que había sobrado; ollas altas de hierro con trozos pastosos de pollo, pescado y chuletas de cerdo fritos; bandejas de horno con bollos aplastados y machacados; moldes con porciones solitarias de tartas poco consistentes; una tina de lavar con cachos de hielo flotando en agua inservible; y pedazos de pastel y esponjosos sándwiches de pan blanco, a medio comer, tirados por todas partes: en las mesas, el fregadero y el suelo.

—No va ha habé forma de que consiga limpiar este desastre —se quejó Baby Sis.

—Sal de aquí, muchacha —le mandó Alamena con aspereza.

Baby Sis se abrió camino a empujones a través de la masa de borrachos vociferantes de la atestada sala de estar.

—¡Que alguien abra esta puerta! —chilló con desesperación la voz desde el exterior.

—¡Ya voy! —gritó Baby Sis desde dentro— No te sulfures.

—¡Entonces date prisa! —contestó la voz a gritos.

—Nena, hace frío fuera —bromeó uno de los borrachos de dentro.

Baby Sis se detuvo delante de la puerta cerrada y gritó:

—¿Quién eres que aporreas la puerta como si trataras de tirarla abajo?

—Soy el reverendo Short —respondió la voz.

—Y yo la Reina de Saba —dijo Baby Sis, doblándose de la risa y dándose palmadas en sus gruesos y fuertes muslos. Se giró hacia los invitados para compartir el chiste con ellos—: Dice qu’es el reverendo Short.

Varios de los invitados se carcajearon como si estuvieran locos de remate.

Baby Sis se giró de nuevo hacia la puerta cerrada y gritó:

—Inténtalo otra vez, Buster, y no me digas qu’eres San Pedro que ha venío a por Big Joe.

Los tres músicos seguían tocando en trance, los rostros petrificados, contemplando con ojos fijos e inexpresivos la Tierra Prometida al otro lado del río Jordán.

—Te digo que soy el reverendo Short —insistió la voz.

La expresión divertida de Baby Sis se transformó bruscamente en una perversa y malévola.

—¿Quieres sabé cómo sé que no eres el reverendo Short?

—Eso es exactamente lo que me gustaría saber —dijo la voz con exasperación.

—Porque el reverendo Short yastá aquí dentro —respondió triunfante Baby Sis—. Y tú no puedes sé el reverendo Short, porque estás ahí fuera.

—Santo Dios misericordioso —se lamentó la voz—, dame paciencia.

Pero en vez de ser paciente, se puso otra vez a aporrear la puerta.

Mamie Pullen abrió la puerta del baño y sacó la cabeza.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó, y después, al ver a Baby Sis de pie frente a la puerta, dijo a voces—: ¿Quién llama a la puerta?

—Algún borracho que dice qu’es el reverendo Short —contestó Baby Sis.

—¡Soy el reverendo Short! —berreó la voz desde fuera.

—No puede sé el reverendo Short —planteó Baby Sis.

—¿Qué pasa contigo, chica, estás borracha? —dijo Mamie enfadada, cruzando la habitación.

Desde la puerta de la cocina, Alamena dijo;

—Seguramente sea Johnny, con una de sus bromas.

Mamie llegó a la puerta, echó a Baby Sis a un lado y la abrió.

El reverendo Short cruzó el umbral, tambaleándose como si apenas fuera capaz de mantenerse en pie. Su huesudo rostro de tez apergaminada mostraba una nudosa expresión de cólera profunda, y sus ojos rojizos destelleaban con furia tras las bruñidas gafas con montura de oro.

—¡Que me corten la lengua! —exclamó Baby Sis en tono sobrecogido, mientras su cara negra y grasienta se volvía gris y sus ojos saltones se ponían blancos como si hubiera visto a un fantasma—. Es el reverendo Short.

El flaco cuerpo vestido de negro del reverendo Short se sacudió lleno de furia como un arbolillo en un vendaval.

—Te dije que era el reverendo Short —farfulló él.

Tenía la boca como un siluro, y al hablar roció de saliva a Dulcy, quien se había acercado y rodeado con el brazo los hombros de Mamie.

Se echó hacia atrás con enfado y se limpió la cara con el minúsculo pañuelo de seda negra que sostenía en la mano y que representaba su vestido de luto.

—Deje de escupirme —dijo de manera desabrida.

—No quiso escupirte, cariño —medió Mamie en tono tranquilizador.

«El pobre pecador se estremece…», cantaba Deep South a pleno pulmón. El cuerpo del reverendo Short se agitaba de forma compulsiva, como si le estuviera dando un ataque. Todos le miraban fijamente con curiosidad.

«… se estremece, compadre», coreó Susie Q.

—Mamie Pullen, si no haces que esos demonios dejen de tocar ese viejo espiritual, Steal away; juro por Dios que no oficiaré el funeral de Big Joe —amenazó el reverendo Short con una voz enronquecida por la cólera.

—Sólo están intentando demostrar su gratitud —dijo Mamie a voces para hacerse oír—. Big Joe fue el que les puso en el camino a la fama cuando no eran más que unas nuevas promesas que se ganaban el pan en el garito de Eddy Price, y ahora sólo están tratando de mandarlo al cielo.

—Esa no es manera de mandar a un difunto al cielo —censuró el reverendo con una voz ronca que empezaba a extinguirse por haber estado todo el rato gritando—. Hacen tanto ruido que podrían despertar a los muertos que ya están allí.

—De acuerdo, haré que paren —se rindió Mamie, y acercándose a Deep South, puso su arrugada mano negra en el hombro chorreante de sudor del músico—: Lo habéis hecho muy bien, muchachos, pero ahora podéis descansar un rato.

La música cesó de manera tan brusca que sorprendió a Dulcy susurrando con enfado: «Tía Mamie, ¿por qué permites que ese predicador de tres al cuarto te diga lo que tienes que hacer?», en mitad de un repentino silencio.

El reverendo Short le dirigió una mirada que destelleó con malevolencia.

—Sería mejor que sacudieras el polvo de tus faldas antes de criticarme, hermana Perry —soltó con voz ronca.

El silencio se volvió opresivo.

Baby Sis eligió ese momento para decir bien alto con voz de borracha:

—Lo que quiero sabé, reverendo Short, es: ¿cómo demonios hizo p’acabar al otro lao de esa puerta?

La tensión se rompió. Todos rieron a carcajadas.

—Alguien me tiró por la ventana del dormitorio —declaró el reverendo con una voz que rezumaba maldad.

Baby Sis se dobló hacia delante, empezó a desternillarse, vio de reojo la cara del reverendo Short y se quedó a mitad de la primera carcajada.

Todos los que habían comenzado a reír dejaron bruscamente de hacerlo. Un silencio mortal cubrió la fiesta como un velo. Los invitados observaban al reverendo Short con ojos desorbitados por el asombro. Sus caras querían seguir riendo, pero sus mentes les obligaban a contenerse. Por un lado, la velada expresión vengativa del rostro del reverendo Short podía ser fácilmente la de un hombre al que hubieran tirado por una ventana. Pero por otro lado, su cuerpo no mostraba los efectos de una caída de tres pisos hasta la acera de hormigón.

—Fue Chink Charlie —graznó el reverendo.

Mamie dio un grito ahogado:

—¡¿Qué?!

—¿Es una broma o qué? —clamó Alamena con voz áspera.

Baby Sis fue la primera en recobrarse. Soltó una risa a modo de sonda y le dio un empujón elogioso al reverendo.

—No hay quien le gane, reverendo —dijo.

El reverendo Short la agarró del brazo para no caerse. Ella sonrió en manifestación de la admiración imbécil de un bromista hacia otro.

En un arrebato de furia, Mamie se giró y le dio una bofetada.

—Ya estás volviendo derecha a esa cocina —le ordenó con dureza—. Y no te atrevas a beber ni una gota más de alcohol esta noche.

La cara de Baby Sis se arrugó como una ciruela pasa, y comenzó a balbucear. Era una joven corpulenta y robusta como una mula, y el llanto le confería una expresión de pura imbecilidad. Se dio la vuelta para correr de regreso a la cocina, pero tropezó con un pie y cayó al suelo de forma ebria. Nadie le prestó atención alguna ya que, al habérsele quitado su apoyo, el reverendo Short comenzó a perder el equilibrio.

Mamie le cogió por el brazo y le ayudó a sentarse en un sillón.

—Siéntese ahí, reverendo, y cuénteme qué ocurrió —le pidió.

Él se apretó el costado izquierdo como si sintiera un gran dolor, y graznó con voz jadeante:

—Fui al dormitorio a respirar un poco de aire fresco, y mientras estaba en la ventana mirando a un policía que perseguía a un ladrón, Chink Charlie se me acercó sigilosamente por detrás y me tiró por la ventana de un empujón.

—¡Dios mío! —exclamó Mamie—. Entonces estaba intentando matarle.

—Por supuesto que sí.

Alamena miró desde arriba el rostro huesudo del reverendo Short, que se contraía nerviosamente, y dijo en tono tranquilizador:

—Mamie, sólo está borracho.

—No estoy borracho en lo más mínimo —negó él—. Jamás en mi vida he probado una gota de alcohol.

—¿Dónde está Chink? —preguntó Mamie, mirando a su alrededor—. ¡Chink! —llamó—. Que alguien traiga a Chink aquí.

—Se ha ido —dijo Alamena—. Se fue mientras Dulcy y tú estabais en el cagadero.

—Tu pastor sólo se lo está inventado, tía Mamie —intervino Dulcy—. Únicamente porque Chink y él tuvieron una discusión acerca de los invitados que trajiste.

La mirada de Mamie fue de ella al reverendo Short.

—¿Qué tienen de malo?

La pregunta era para el reverendo Short, pero fue Dulcy quien respondió:

—Dijo que aquí sólo debería haber miembros de la congregación y de la logia de Big Joe, y Chink le dijo que estaba olvidando que también había sido un jugador.

—No estoy diciendo que Big Joe no pecara —explicó el reverendo con la voz fuerte que ponía en el púlpito, olvidando momentáneamente que era un inválido—. Pero Big Joe fue cocinero en un vagón restaurante de la Pennsylvania Railroad durante más de veinte años, y miembro de la Primera Iglesia Holy Roller de Harlem, y así es como le ve Dios.

—Pero esta gente que hay aquí son todos amigos suyos —protestó Mamie con aspecto perplejo—. Personas que trabajaron con él y con las que se veía a diario.

El reverendo Short apretó los labios.

—Esa no es la cuestión. No puedes rodear su pobre alma con toda clase de pecado y adulterio y esperar que Dios lo acoja en su seno.

—¿Qué quiere decir exactamente con eso? —se enfrentó Dulcy con él de forma exaltada.

—Déjale en paz —medió Mamie—. Todo ha ido ya bastante mal sin necesidad de esta discusión.

—Si no deja de meterse conmigo con sus constantes y sucias indirectas voy a hacer que Johnny le dé unas patadas en el culo —dijo Dulcy en un tono bajo y áspero; la frase iba dirigida únicamente a Mamie, pero todos la oyeron.

El reverendo Short le lanzó una mirada triunfante cargada de malevolencia.

—Amenaza todo lo que quieras, Jezabel, pero no puedes ocultarle al Señor que fueron tus propios actos diabólicos los que arrastraron a Joe Pullen a una muerte prematura.

—Eso no es cierto —le contradijo Mamie Pullen—. Simplemente le había llegado la hora. Había estado echándose siestas como esa, con el cigarro en la boca, durante años, y fue cuando le llegó la hora que se lo tragó por casualidad y se ahogó.

—Si quieres seguir aguantando las mentiras de este predicadorcillo gallina, allá tú —le dijo Dulcy a Mamie—, pero yo me voy a casa, y puedes contarle el porqué a Johnny cuando llegue.

El silencio fue su único acompañante mientras se daba media vuelta y salía del apartamento. Cerró dando un portazo.

Mamie dio un suspiro.

—Señor, ojalá Val estuviera aquí.

—¡Esta casa está llena de asesinos! —exclamó el reverendo Short.

—No debería decir eso sólo porque esté resentido con Chink Charlie —le amonestó Mamie.

—¡Por amor de Dios, Mamie! —explotó Alamena—. Si hubiera caído por la ventana del dormitorio estaría ahí fuera muerto, tirado en la acera.

El reverendo Short miró fijamente a Alamena con ojos vidriosos. Una espumilla blanca se había formado en las comisuras de sus labios.

—Percibo una terrible visión —murmuró.

—Y que lo diga —contestó indignada Alamena—. Todo lo que usted está teniendo son visiones.

—Veo a un hombre muerto con un cuchillo clavado en el corazón —dijo él.

—Deje que le prepare un ponche y le lleve a la cama —propuso Mamie en tono tranquilizador—. Y, Alamena…

—No necesita beber más —la interrumpió Alamena.

—Por amor de Dios, Alamena, para ya. Ve a llamar al Dr. Ramsey y dile que venga para acá.

—No está enfermo —siguió Alamena.

—No dije que lo estuviera —intervino el reverendo.

—Sólo está tratando de crear problemas por alguna razón.

—Estoy herido —afirmó el reverendo—. Tú también estarías herida si alguien te hubiera tirado por una ventana.

Mamie agarró a Alamena del brazo e intentó llevársela de allí.

—Ahora ve y telefonea al doctor.

Pero Alamena se echó hacia atrás.

—Escucha, Mamie Pullen, no seas niña, por Dios. Si se hubiera caído por esa ventana, fijo que no habría podido volver subiendo por las escaleras. Supongo que ahora te dirá que cayó en brazos de Dios.

—Caí en una cesta de pan —declaró el reverendo.

Los invitados rieron por fin aliviados. Ahora sabían que el buen reverendo estaba bromeando. Ni siquiera Mamie pudo contenerse.

—¿Ves lo que quiero decir? —dijo Alamena.

—Reverendo Short, debería darle vergüenza tomarnos el pelo así —le regañó Mamie de manera indulgente.

—Si no me crees, ve a ver el pan —la retó el reverendo.

—¿Qué pan?

—La cesta de pan en la que caí. Está en la acera, delante de la tienda de la A&P. Dios la puso ahí para detener mi caída.

Mamie y Alamena intercambiaron una mirada.

—Yo iré a mirar, tú llama al doctor —dijo Mamie.

—Yo también quiero mirar.

Todos querían ir a mirar.

Suspirando en voz alta, como si accediera a su pesar a los caprichos de un lunático, Mamie dirigió al grupo.

La puerta del dormitorio estaba cerrada. Al abrirla, exclamó:

—¡Vaya, la luz está encendida!

Cada vez más inquieta, cruzó el iluminado dormitorio y sacó la cabeza por la ventana abierta. Alamena la imitó. Los demás se fueron apiñando en la habitación de tamaño medio. Todos los que pudieron se asomaron por encima de los hombros de las dos mujeres para mirar.

—¿Está ahí? —preguntó alguien por atrás.

—¿La ven?

—Hay una especie de cesta, sí —informó Alamena.

—Pero no parece que esté llena de pan —matizó el hombre que estaba mirando por encima de su hombro.

—Ni siquiera parece una cesta de pan —apuntó Mamie, intentando traspasar las sombras de la madrugada con su vista de miope—. Parece una de esas cestas de mimbre que utilizan para llevarse los cadáveres.

Para entonces, la aguda vista de Alamena se había adaptado a la oscuridad.

—Es una cesta de pan, es cierto. Pero ya hay un hombre en ella.

—Un borracho —dijo Mamie en tono de alivio—. No hay duda de que fue eso lo que le dio la idea de la broma al reverendo Short cuando lo vio.

—A mí no me parece que esté borracho —indicó el hombre que estaba asomado por encima de su hombro—. Está tumbado demasiado recto, y los borrachos siempre lo hacen encorvados.

—¡Dios mío! —exclamó Alamena con voz asustada—. Tiene un cuchillo clavado.

Mamie dejó escapar un largo gemido de lamentación.

—Señor, protégenos. ¿Puedes ver su cara, niña? Me estoy volviendo tan vieja que no puedo ver un pimiento. ¿Es Chink?

Alamena pasó el brazo alrededor de la cintura de Mamie y la apartó lentamente de la ventana.

—No, no es Chink —contestó—. Me parece que es Val.