Deep South cantaba a pleno pulmón con voz ronca y grave: «Esfúmate, compadre, esfúmate y vete con Jesús…».
Sus gruesos dedos negros bailaban enérgicamente sobre las teclas del gran piano de cola.
Susie Q. marcaba el ritmo con su timbal.
Pigmeat improvisaba con su saxofón tenor.
La espaciosa y lujosa sala de estar del apartamento de la Séptima Avenida estaba abarrotada de amigos y parientes de Big Joe Pullen que lloraban su muerte.
Su viuda, Mamie Pullen, vestida de luto, supervisaba el servicio de refrigerios.
Dulcy, la esposa actual del ahijado de Big Joe, Johnny Perry, se paseaba por la habitación, exclusivamente de adorno, mientras Alamena, la exmujer de Johnny, trataba de ayudar.
Doll Baby, una corista que bebía inútilmente los vientos por el hermano de Dulcy, Val, estaba allí para ver y ser vista.
Chink Charlie Dawson, quien también bebía inútilmente los vientos por la propia Dulcy, no debería haber estado allí en absoluto.
Los demás lamentaban la pérdida por pura amabilidad y por el alcohol en sus venas, y porque resultaba fácil lamentarse en aquel calor asfixiante.
Hermanas de la congregación de holy rollers[1] lloraban y gemían y emborronaban el contorno rojo de sus ojos con pañuelos de ribetes negros.
Camareros de vagón restaurante elogiaban las virtudes de su antiguo chef.
Madamas de burdel intercambiaban recuerdos acerca de su antiguo cliente.
Compañeros de juego hacían apuestas sobre si llegaría al cielo en su primer intento.
Cubos de hielo tintineaban en vasos de 25 cl de bourbon con ginger ale, ron negro con Coca Cola y ginebra con tónica. Todos comían y bebían. La comida y el alcohol eran gratis.
El aire gris azulado estaba cargado de un humo de tabaco denso como el puré de guisantes; de un aroma acre a perfume barato y lirios de invernadero; del hedor de los cuerpos sudorosos; de los efluvios del alcohol, la comida frita y el mal aliento.
El gran ataúd pintado en tono broncíneo descansaba sobre un soporte apoyado en la pared, entre el piano y el mueble radio-televisión-tocadiscos. Había flores amontonadas alrededor de una corona de lirios como si se tratara de un caballo que acabara de ganar el Derby de Kentucky.
Mamie Pullen le dijo a la joven esposa de Johnny Perry:
—Dulcy, quiero hablar contigo.
Su rostro color café generalmente tranquilo, perfilado por el alisado cabello gris que llevaba fuertemente sujeto en lo alto de la cabeza con un moño, mostraba abundantes surcos causados por la pena y el miedo.
Dulcy parecía estar resentida por algo:
—Por amor de Dios, tía Mamie, ¿es que no me puedes dejar en paz?
El cuerpo viejo, alto, flaco y curtido por el trabajo de Mamie, engalanado con un vestido de satén negro largo y suelto que arrastraba por el suelo, se tensó lleno de determinación. Tenía aspecto de haber vivido toda clase de problemas y de haber salido airosa de todos ellos.
Llevada por un impulso, cogió a Dulcy del brazo, la arrastró hasta el cuarto de baño, cerró la puerta y echó el pestillo.
Doll Baby había estado observándolas atentamente desde el otro extremo de la habitación. Se alejó de Chink Charlie y se llevó a Alamena aparte.
—¿Has visto eso?
—¿Ver qué? —preguntó Alamena.
—Mamie se ha llevado a Dulcy al cagadero y ha echado el pestillo.
Alamena la observó con una repentina curiosidad.
—¿Y qué?
—¿De qué van a hablar con tanto secretismo?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
Doll Baby frunció el ceño, lo cual hizo desaparecer la expresión estúpida que llevaba de serie. Era una modelo de piel café, esbelta y guapa. Llevaba puesto un ajustado vestido de seda de un vivo color naranja e iba engalanada con suficiente bisutería como para acabar hundida como una piedra en el fondo del mar. Trabajaba en el coro del Small’s Paradise Inn, y miraba exclusivamente en su propio provecho.
—Me parece muy raro en un momento así —insistió ella, y luego preguntó astutamente—: ¿Irá Johnny a heredar algo?
Alamena arqueó las cejas. Se preguntó si Doll Baby estaba cavando ya la tumba de Johnny Perry.
—¿Por qué no se lo preguntas, cielo?
—No me hace falta. Puedo sacárselo a Val.
En el rostro de Alamena se dibujó una sonrisa malvada.
—Ten cuidado, chica. Dulcy es condenadamente exigente con las mujeres de su hermano.
—¡Esa bruja! Sería mejor que se preocupara de sus asuntos. Está tan loca por Chink que resulta escandaloso.
—Es probable que las cosas empeoren ahora que Big Joe está muerto —dijo Alamena muy seria. La sombra de una premonición cruzó su rostro.
En su día había sido muy parecida a Doll Baby, pero diez años habían marcado la diferencia. Aún resultaba atractiva con el vestido de punto de seda morado oscuro de cuello alto que llevaba puesto, pero sus ojos eran los de una mujer a la que ya no le importa nada.
—Val no es lo bastante grande para controlar a Johnny, y Chink sigue presionando a Dulcy como si no fuera a darse por satisfecho hasta que consiga que lo maten.
—Eso es lo que no llego a entender —contestó Doll Baby con tono desconcertado—: ¿Qué consigue montando tanto el número? A menos que lo haga sólo por fastidiar a Johnny.
Alamena dio un suspiro, jugueteando inconscientemente con el dedo en el cuello de su vestido.
—Alguien tendría que decirle que Johnny tiene una placa de plata metida en la cabeza que impide que la sangre le llegue al cerebro.
—¿Quién puede decirle nada a ese café con leche? —dijo Doll Baby—. Mírale ahora.
Las dos se giraron y vieron al hombretón de piel mulata abrirse camino hasta la puerta a través de la abarrotada sala como si estuviera furioso por algo, para después salir por ella dando un portazo.
—Tiene que fingir que le ha cabreado que Dulcy haya entrado en el cagadero para hablar con Mamie, cuando en realidad lo único que intenta hacer es alejarse de ella lo máximo posible antes de que llegue Johnny.
—¿Por qué no vas con él y le tomas la temperatura, encanto? —sugirió Alamena con malicia—. Le has estado cogiendo la mano toda la noche.
—No estoy interesada en ese camarerucho —aseguró Doll Baby.
Chink trabajaba como barman en el centro, en el University Club de la calle 48 Este. Ganaba bastante dinero, salía con los dandis de Harlem y podía tener chicas como Doll Baby por docenas.
—¿Desde cuándo no estás interesada? —preguntó sarcásticamente Alamena—. ¿Desde que agarró la puerta y se fue?
—Tengo que irme a buscar a Val de todos modos —dijo Doll Baby a la defensiva, alejándose. Se marchó de la casa inmediatamente después.
En el interior del cerrado cuarto de baño, sentada sobre la tapa del inodoro, Mamie Pullen estaba diciendo:
—Dulcy, cielo, me gustaría que te mantuvieras alejada de Chink Charlie. Me estás poniendo terriblemente nerviosa, niña.
Dulcy le hizo una mueca a su propio reflejo en el espejo. Estaba de pie con los muslos apretados contra el borde del lavabo, lo que hacía que el tremendamente ajustado vestido color rosa que llevaba se arrugara entre sus dos redondeadas y seductoras nalgas.
—Lo intento, tía Mamie —dijo, toqueteando con nerviosismo los cortos rizos de un rubio anaranjado que enmarcaban la tez marrón olivácea de su rostro en forma de corazón—, pero sabes cómo es Chink. Sigue plantándose delante de mi cara por mucho que trate de mostrarle que no me interesa.
Mamie soltó un gruñido lleno de escepticismo. No aprobaba que las mujeres de color se tiñeran de rubio, la última moda en Harlem. Sus ojos viejos y preocupados estudiaron con detenimiento la extravagante decoración de Dulcy: los zapatos de putón multicolores con tacones de metacrilato de diez centímetros; la gargantilla de perlas rosas cultivadas; el reloj con engastes de diamantes; la pulsera de esmeraldas; la pesada pulsera de oro con dijes; los dos anillos de diamantes en su mano izquierda y el de rubíes en la derecha; los pendientes de perlas rosas en forma de glóbulos de caviar petrificados.
Finalmente, comentó:
—Todo lo que puedo decir, cielo, es que no vas vestida para el papel.
Dulcy se dio la vuelta con enfado, pero sus seductores ojos de largas pestañas pasaron rápidamente de la mirada fija y crítica de Mamie a los masculinos zapatos de horma recta que sobresalían bajo la falda de su largo vestido de satén negro.
—¿Qué hay de malo en mi manera de vestir? —se defendió ella en tono beligerante.
—No está pensada para hacerte pasar desapercibida —dijo Mamie con ironía, y después, antes de que Dulcy pudiera hacer ningún comentario, preguntó rápidamente—: ¿Qué pasó realmente entre Johnny y Chink en el local de Dickie Well la noche del sábado pasado?
El labio superior de Dulcy comenzó a humedecerse de sudor.
—Lo mismo de siempre. Johnny es tan celoso conmigo que a veces pienso que está loco.
—¿Entonces por qué le das pie? ¿Es que tienes que menear el culo delante de cada hombre que pase por delante?
Dulcy parecía indignada.
—Chink y yo éramos amigos antes de conocer a Johnny, y no veo por qué no puedo decirle hola si quiero. Johnny no se molesta en ignorar a sus viejos amores, y Chink nunca llegó a ser siquiera eso para mí.
—Niña, no me estarás intentando decir que todo el jaleo vino simplemente porque saludaste a Chink.
—No tienes que creértelo si no quieres. Val, Johnny y yo estábamos sentados en una mesa junto al escenario cuando Chink se acercó y dijo: «Hola, encanto, ¿cómo van las excavaciones?». Yo me reí. Todo el mundo en Harlem sabe que Chink llama a Johnny mi «filón de oro», y si Johnny tuviera algún sentido del humor también se reiría. Pero en vez de eso, saltó antes de que nadie supiera qué estaba pasando, sacó la sirla y empezó a gritar que iba a enseñarle al hijoputa a mostrar algo de respeto. De modo que Chink sacó su propia navaja. Si no hubiera sido porque Val, Joe Turner y Big Caesar los separaron, Johnny habría empezado a pincharle allí mismo. Lo único que ocurrió en realidad fue que tiraron algunas mesas y sillas. Pero como algunas tías histéricas se pusieron a chillar y a armar escándalo, tratando de impresionar a sus negros fingiendo asustarse por unos simples navajazos, todo pareció un jaleo mucho mayor.
Dulcy soltó una risa tonta. Mamie dio un respingo.
—No es algo por lo que reírse —la reprendió esta última con expresión seria.
Dulcy bajó la cara.
—No me estoy riendo —aseguró—. Estoy asustada. Johnny va a matarle.
Mamie se puso rígida. Pasaron unos instantes antes de que dijera nada. El miedo hizo que su voz sonara apagada.
—¿Te lo dijo él?
—No hizo falta. Pero lo sé. Puedo notarlo.
Mamie se puso de pie y rodeó a Dulcy con el brazo. Las dos estaban temblando.
—Tenemos que detenerle de alguna manera, niña.
Dulcy se giró para ponerse otra vez de cara al espejo, como si tratara de buscar valor en su belleza. Abrió su bolso de mano de paja rosa y empezó a retocarse el maquillaje. Su mano temblaba mientras se pintaba los labios.
—No sé cómo detenerle —dijo una vez hubo acabado—, sin caer muerta.
Mamie quitó su mano de la cintura de Dulcy y empezó a retorcerse las dos de manera refleja.
—Señor, ojalá Val se dé prisa en llegar.
Dulcy echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Ya son las cuatro y veinticinco. Johnny debería haber llegado ya. —Tras un instante, añadió—: No sé qué está retrasando a Val.