Eran las cuatro en punto, madrugada del miércoles, 14 de julio, en Harlem, EEUU. La Séptima Avenida se encontraba oscura y solitaria como un cementerio habitado por espectros.
Un hombre de color estaba robando una bolsa llena de dinero.
Era una pequeña bolsa de lona blanca cerrada con un cordón. Estaba en el asiento delantero de un Plymouth sedán aparcado en doble fila en la Séptima Avenida, enfrente de una tienda de alimentación A&P en mitad de la manzana situada entre las calles 131 y 132.
El Plymouth pertenecía al encargado de la tienda. La bolsa contenía monedas que se usarían para dar el cambio. El borde de la acera estaba ocupado por una hilera de coches grandes y relucientes, y el encargado había aparcado en doble fila hasta que hubiera abierto la tienda y puesto el dinero en la caja fuerte. El encargado no quería arriesgarse a andar una manzana entera por una calle de Harlem a esa hora de la mañana con una bolsa llena de dinero en la mano.
Siempre había un policía de color de servicio delante de la tienda cuando llegaba el encargado. El agente se encargaba de vigilar las cajas de productos enlatados, comestibles y verduras que el camión de reparto de la A&P descargaba en la acera, hasta que aparecía el encargado.
Pero este último era un hombre blanco. No se fiaba de las calles de Harlem, ni siquiera con un policía de guardia.
Los recelos del encargado estaban viéndose justificados.
Mientras se encontraba delante de la puerta, sacando la llave de su bolsillo, con el agente de color de pie a su lado, el ladrón se deslizó furtivamente por el lado contrario de la fila de coches aparcados, metió su largo y desnudo brazo negro por la ventanilla abierta del Plymouth y levantó la bolsa de monedas sin hacer el menor ruido.
El encargado miró de forma casual por encima de su hombro justo en el momento en que la figura encorvada del ladrón, que se alejaba sigiloso, desaparecía detrás de otro coche aparcado.
—¡Alto, ladrón! —gritó, suponiendo por principio general que el hombre era un ladrón.
Antes de que las palabras hubieran terminado de salir de su boca, el ladrón echó a correr como alma que lleva el diablo. Vestía una camiseta andrajosa de color verde oscuro, vaqueros azules gastados y unas zapatillas deportivas de lona ennegrecidas de suciedad que, al igual que el color de su piel, se fundían con el negro del asfalto, lo cual hacía difícil distinguirlo.
—¿Dónde está? —preguntó el policía.
—¡Por allí va! —dijo una voz desde lo alto.
Tanto el policía como el encargado oyeron la voz, pero ninguno miró hacia arriba. Habían visto un borrón oscuro girar bruscamente por la calle 132, y ambos se habían lanzado a la vez en su persecución.
La voz había venido de un hombre asomado a una ventana iluminada del tercer piso, la única con las luces encendidas en toda la manzana, formada por edificios de cinco y seis plantas.
De detrás de la silueta perfilada del hombre llegaban los sonidos apagados de una banda de jazz que llevaba tocando un buen rato en las habitaciones interiores. Un saxo tenor ejecutaba cálidos fraseos al ritmo de los fuertes pasos sobre el pavimento de la acera, y las notas graves de un piano de cola hacían coro al profundo e intermitente resonar de un timbal.
La altura de la silueta se redujo progresivamente a medida que el hombre fue sacando el cuerpo más y más por la ventana para observar la persecución. Lo que había parecido al principio un hombre alto y delgado se transformó lentamente en un enano achaparrado. Y el hombre siguió sacando cada vez más el cuerpo. Cuando el policía y el encargado de la tienda dieron la vuelta a la esquina, el cuerpo del hombre estaba tan fuera que su silueta no tenía más de 60 cm de alto. Estaba suspendido en el aire de cintura para arriba.
Lentamente, sus caderas salieron por la ventana. Su trasero se elevó recortándose a contraluz como una ola perezosa, y después cayó por debajo del alféizar al tiempo que sus piernas y pies se alzaban en el aire. Durante un largo instante, el contorno de dos pies que descansaban al revés sobre dos piernas quedó dibujado en el rectángulo de luz amarilla. Luego se hundió con lentitud fuera de la vista, como un cuerpo que se estuviera lanzando de cabeza al agua.
El hombre cayó con una voltereta, girando a cámara lenta en el aire.
En su caída pasó por delante de la ventana que había debajo, que mostraba en letras negras el mensaje:
ENDEREZA TU VIDA Y VUELA RECTO
Unge las manzanas del amor con la
POMADA DE ADÁN
Fórmula original del Padre Cupido
Una cura para todos los problemas amorosos
A un lado de las cajas de comestibles y botellas había una cesta larga de mimbre llena de pan recién hecho. Los grandes, blandos y esponjosos panes de molde, envueltos en papel encerado, estaban amontonados en hilera como toallitas de algodón.
El hombre aterrizó de espaldas cuan largo era justo encima del blando colchón de panes. Estos se elevaron sobre él como olas recién horneadas al hundirse su cuerpo en la cama de pan caliente.
No hubo movimiento alguno. Ni siquiera en el tibio aire de la madrugada.
En las alturas, la ventana iluminada estaba vacía. La calle estaba desierta. El ladrón y sus perseguidores habían desaparecido en la noche de Harlem.
Pasó el tiempo.
Lentamente, la superficie de panes comenzó a agitarse. Uno de los paquetes se elevó y cayó a la acera por un lado de la cesta como si el pan hubiera empezado a hervir. Otro paquete espachurrado siguió al primero.
Lentamente, el hombre empezó a salir de la cesta como un zombi que se estuviera levantando de su tumba. Su cabeza y hombros fueron los primeros en aparecer. Se agarró a los bordes de la cesta y se incorporó. Pasó una pierna sobre el lateral y tocó la acera con el pie. La acera todavía estaba allí. Apoyó un poco de peso sobre el pie para comprobar su consistencia. La acera era firme.
Pasó su otro pie a la acera por encima del borde de la cesta y se levantó.
Lo primero que hizo fue colocarse bien sus gafas con montura de oro sobre la nariz. Después se palpó los bolsillos del pantalón para ver si había perdido algo. Todo parecía estar en su sitio: las llaves, la Biblia, la navaja, el pañuelo, la cartera y la botella de bebida medicinal de hierbas que tomaba para los problemas de indigestión nerviosa.
Luego se sacudió la ropa de forma vigorosa, como si se le pudieran haber quedado pegados los panes. Después tomó un buen trago de su medicina para los nervios. Tenía un sabor agridulce y fuertemente alcohólico. Se secó los labios con él dorso de la mano.
Finalmente miró hacia arriba. La ventana iluminada seguía allí, pero de algún modo extraño asemejaban ser las puertas del Cielo.