17

¿Alguna vez cometieron un asesinato? ¿Alguna vez saborearon la sublime rectitud que siente el homicida? Los hombres de escrúpulos viven como ciudadanos de una nación fronteriza y lluviosa, familiarizados con una docena de himnos nacionales, con sus pasaportes rebosantes de visas, pero incapaces de amor y fidelidad hasta que violan la ley. ¿Alguna vez despertaron una mañana de verano sabiendo que ése es el día en que matarán a un hombre? El esplendor de la mañana no tiene igual. Dirijan los ojos en cualquier dirección en busca de un defecto, y verán que no hay ninguno. La sombra de cada brizna de hierba es sencillamente perfecta. Ese día Hammer cortó el césped de su casa. El simulacro era conmovedor. Miren al señor Hammer cortando el césped. Qué buen hombre debe de ser el señor Hammer.

Marietta había ido a pasar el fin de semana a Blenville. Hammer trabajó hasta el mediodía en su jardín y fue a servirse una copa. Después subió a su auto y se dirigió al supermercado y compró un tubo de gas paralizante y una cachiporra, en el sector de artículos de autodefensa. Todo estaba listo, todo salvo la nafta. Agitó el bidón con el que había cargado la cortadora de césped. Estaba vacío. Lo llevó a llenar y después se sentó en su jardín. A las tres vio la furgoneta del cartero. Frenaba delante de los buzones que había en cada entrada. No hubo correspondencia para Hammer. De todas las casas excepto la suya salió alguien a vaciar el buzón: una cocinera, una suegra, un inválido que abrió el suyo de un modo furtivo, casi sexual, como si estuviera desabrochándose los pantalones. Todos ellos retiraron aquellos eslabones que los unían con el tempestuoso mundo —facturas, cartas de amor, invitaciones— y regresaron a sus casas. No había una sola nube en el cielo. A Hammer le pareció que los pájaros en los árboles entonaban la lista de invitados a una fiesta o los nombres de los socios de una firma legal. Tichnor, Cabot, Ewing, Trilling y Swope, parecía que cantaban. Entró en la cocina, pasó delante de la barra y sonrió a las botellas. Lo hizo tres veces; en la cuarta se sirvió un buen trago. No bebía para juntar coraje sino para intensificar el éxtasis de lo ilícito. Bebió demasiado. Hammer no era la clase de bebedor que va tambaleándose hasta su coche y conduce peligrosamente; pero la excitación de su mente era arrebatadora. Entrada la tarde sintió que necesitaba hablarle a alguien de su plan. Necesitaba un confidente.

Se decidió por el santón que vivía encima de la funeraria. Lo eligió con tal convicción como si ya lo tuviese decidido de antes, inconscientemente. Fue en su auto hasta el barrio de los pobres y llamó a la puerta del Templo de la Luz.

—Adelante —dijo Rutuola. Estaba sentado en una silla, y se cubría el ojo muerto con la mano derecha.

—¿Usted es el santón? —preguntó Hammer.

—De ninguna manera. Nunca dije que lo fuera. Debe disculparme. Esta tarde estoy muy cansado.

—¿Cura a los enfermos?

—A veces. Los ayudo con plegarias, pero esta noche estoy tan cansado que no puedo ni ayudarme a mí mismo. Me he repetido cien veces que estoy sentado en una casa a orillas del mar a las cuatro de la tarde y que está lloviendo, pero sé que son las seis y media y estoy sentado en una silla vieja encima de una funeraria.

—¿Recuerda a Tony Nailles?

—Sí.

—Voy a matarlo —dijo Hammer—. Voy a prenderle fuego sobre el altar de la Iglesia de Cristo.

—Salga de aquí —dijo el swami—. Salga del Templo de la Luz.

Los invitados de los Lewellen habían sido citados para las siete y media. Tommy Lewellen estaba en pie en su porche. Su idea de una fiesta era aquel día que se prolongó toda la noche en Berlín Occidental con tres prostitutas que recogió en la Kurfürstendamm. Eso era una fiesta. Las cosas eran diferentes en Bullet Park, pensó mientras miraba cómo los camareros preparaban las mesas para cincuenta invitados, bajo una carpa iluminada con linternas de papel. «La Amalgamated Development Corporation y el señor y la señora Lewellen tiene el agrado de invitar a…» El nombre de la empresa figuraba en la invitación para que Lewellen pudiese declarar los gastos de la fiesta como exención impositiva. Si Rentas aceptara su declaración, la fiesta no sólo no le costaría nada sino que además embolsaría unos cientos de dólares. Lewellen estaba mucho más interesado en las posibilidades financieras que le ofrecían aquellos eventos, que en disfrutar las fiestas que organizaba su esposa. Se aburría tanto en esas veladas que parecía estar haciendo mentalmente su declaración jurada en esos momentos, usando como ábacos a los invitados que circulaban en torno de él. ¿Qué tenían de malo la conversación amistosa y los canapés y la música de fondo y la elegancia con que venían vestidos todos sus vecinos? Nada, nada, absolutamente nada, excepto que le resultaba ofensiva toda aquella insipidez. Nadie se emborrachaba, nadie se peleaba, nadie fornicaba con nadie, nadie tenía nada que celebrar o conmemorar. Si algo esperaba él de esas veladas, era que alguna vez desbarrancasen en el desenfreno y el libertinaje. Tantas sonrisas y conversación trivial, pensó, terminarían obligando a alguno a aparecerse con las bolas al aire delante de los invitados. Un poco de indecencia y grosería podrían quebrar la monotonía y vincularlos vigorosamente con la muerte. Los camareros estaban colocando los floreros. Las flores parecían bastante frescas, pero Lewellen sospechó que venían de pasar la tarde en una boda, y que después de una noche en la cámara frigorífica seguirían marchitándose invisiblemente en algún banquete para reunir fondos en Greenwich, Connecticut.

La dinámica del cambio era casi desconocida para Lewellen. Que la escena que comenzaría poco después fuese totalmente inocente de esa dinámica la convertía en menos que una escena: en la mitad inconclusa de algo, en una página arrancada de una revista y adherida a la superficie del cielo, y acaso había algo más miserablemente aburrido que el cielo —pensó Lewellen—, esa cúpula de azul uniforme, apenas alterada por unas nubes de tormenta que se alzaban al oeste como un desvencijado inquilinato del West Side, última morada de pestilentes viudas húngaras que dejaban sus platos sucios en el pasillo. ¡Qué tedio era el cielo! Sonó un trueno. El vibrato del trueno, he ahí algo que le gustaba, pensó Lewellen: era como el estremecimiento que producía un buen orgasmo.

Alcanzó a ver, en el resplandor posterior, cómo avanzaban las nubes negras desde el oeste, o quizás estaban incendiando algo en el gueto y no eran nubes sino una humareda. Pero el viento venía del sur; si estuviesen disparando se oirían los disparos, desde donde estaba él.

Tony Nailles, que se encargaría de acomodar los autos de los invitados, se acercó por el jardín con una linterna en la mano.

—Hola, Tony —dijo Lewellen—. ¿Quieres una copa?

—Una cerveza estaría bien —dijo Tony.

—No hay cerveza —dijo Lewellen—, ¿por qué no te sirves un gin-tonic? —Mientras Tony se acercaba a una de las dos barras de bebidas, un coche entró en la residencia de los Lewellen y estacionó en un costado de la casa. Eran los Wickwire. Como siempre, venían impecablemente vestidos y exhibiendo su encanto incandescente, pero él llevaba anteojos oscuros y, debajo de ellos, se alcanzaba a ver que tenía un parche de tela adhesiva sobre un ojo.

—Qué idea formidable la de la carpa —exclamó ella. Venía en silla de ruedas.

Al entrar en el baño, Nailles encontró desnuda a Nellie y la abrazó.

—Si vamos a hacerlo, que sea antes de bañarme —dijo ella.

Lo hicieron. Después, Nellie se fue a la ducha y Nailles se levantó para vestirse. Nellie le había dejado el traje y una camisa limpia sobre el sillón junto a la cama. De pie, desnudo delante de su vestuario, Nailles sintió una intensa resistencia a vestirse. Después de su experiencia con los trenes, había aprendido algo acerca de las misteriosas polaridades que batallaban en su interior, y ahora se preguntó si esa renuencia a vestirse no acabaría convirtiéndose en otra fobia. ¿Pasaría el resto de su vida caminando desnudo por el dormitorio mientras la pobre Nellie trataba de disimular el bochorno ante sus amistades y el resto del mundo? Nailles no apreciaba especialmente su desnudez, pero detestaba su traje. Tendido sobre aquel sillón, parecía la encarnación misma de una rectitud repulsivamente ajena a su naturaleza. ¿Quería ir a la fiesta con una hoja de parra, un taparrabos, o qué? Lo que fuera, pero no en ese traje.

Nailles pensó en su madre. La había visitado el martes por la noche. «¿Te sientes mejor, mamá?», le había preguntado. «¿Quieres que Tony venga a verte? ¿Puedo traerte algo?» Ella llevaba un mes sin contestarle. Pero en ese momento, desde un recodo de su mente más profundo que el recuerdo, la oyó cantar:

La niña cantaba bajo la higuera,

cantemos todos como canta el sauce,

la mano en el pecho, alto el mentón,

cantemos como el sauce, hagámoslo.

Ya vestido, Nailles buscó su billetera. Debía de estar en el bolsillo del traje que había usado esa tarde. Metió la mano pero estaba vacío. El bolsillo vacío le pareció un raro portento, como si Nailles hubiese formulado ciertas preguntas definitorias acerca del dolor y la muerte y ésa hubiese sido toda la respuesta, ese hueco vacío.

—Entré en casa —dijo en voz alta—, me preparé una copa, y después subí y me desvestí y me duché, así que debe estar aquí, en alguna parte.

Seguramente la había dejado sobre la cómoda, o la mesa de luz, o el tocador de Nellie, o en el armario, o sobre la cama. De modo que recorrió todas las superficies planas del dormitorio en las cuales pudiese haber apoyado su billetera, pero no estaba por ninguna parte. En alguna de las otras habitaciones, entonces. No recordaba haber entrado en ninguna de ellas esa tarde, pero igual hizo su recorrida. En vano. Oyó los tacos de Nellie por el pasillo.

—Perdí la billetera —dijo.

—Oh, querido —dijo Nellie. Sabía que él no necesitaría la billetera esa noche, pero también sabía que se negaría a salir hasta haberla encontrado. La pérdida de ciertos objetos era para ambos todo un tema, como si sus vidas dependieran de ciertos talismanes.

—Entré en casa —insistía Nailles—, me preparé una copa y después subí y me desvestí y me duché, de modo que debe estar aquí, en alguna parte.

Durante media hora revisaron el piso de arriba y el de abajo, entraron y salieron del living, abrieron cajones que no abrían nunca, espiaron debajo de los sillones, revolvieron las pilas de diarios y revistas, deslizaron la mano bajo los almohadones. Quien les viera las caras habría pensado que habían perdido el santo grial. ¿Por qué Nailles no podía ir a la fiesta sin su billetera? Porque no podía.

—Entré en casa —se repitió por enésima vez—, me preparé una copa, después subí y me desvestí y me duché…

—Aquí está —exclamó Nellie, con la prístina voz de un ángel, libre de toda atadura mortal—, estaba sobre la barra, debajo de los papeles que trajiste de la oficina. Seguro que la dejaste aquí cuando te serviste la copa.

—Gracias, querida, gracias —dijo Nailles a su redentora.

Partieron a la fiesta. Sonó el trueno. El ruido recordó nuevamente a Nailles cómo había sido ser joven.

—Qué feliz fui ese verano en el Tirol, cuando escalé el Grand Kaiser y el Pengelstein —dijo—. Cuando hay tormenta tocan todas las campanas de las iglesias. Es impresionante. No sé por qué te digo esto. Debe de ser por los truenos.

Llegaron a la fiesta a las ocho menos cuarto. Diez minutos después, Hammer frenó su coche a la entrada de la residencia de los Lewellen. Estaba muy borracho y no se había cambiado de ropa. Tony se acercó con su linterna:

—Avance tranquilo. Hay espacio de sobra en el fondo.

El auto de Hammer no se movió.

—Por favor, avance —dijo—. Hay espacio al fondo.

—Tengo que irme temprano —dijo Hammer—. Pensé que, si estacionaba aquí, sería más fácil salir.

—No tema —dijo Tony—. Sólo esperamos treinta coches.

—Entonces sube que te llevo hasta la casa —dijo Hammer—, y después me estacionas el coche.

Apenas Tony entró en el auto, Hammer le echó gas paralizante en los ojos. Tony aulló de dolor y golpeó la cabeza contra la ventanilla. Hammer lo desmayó de un cachiporrazo y recorrió la corta distancia que lo separaba de la iglesia, donde la puerta estaba sin llave, para que entraran libremente los que necesitaran orar y meditar.

Tuvo suerte. Hasta apenas diez minutos antes, la señorita Templeton había estado arreglando las rosas en el altar. Hammer arrastró a Tony hacia el interior de la iglesia y después regresó a su auto en busca del bidón de nafta. Una vez dentro, trabó la puerta del atrio, única acceso a la iglesia si se exceptuaba la entrada lateral a la sacristía. A la luz de la lámpara del sagrario, la única iluminación que había en el recinto, acomodó a Tony sobre el altar. Después buscó el tablero de las luces y las encendió. Ya se disponía a derramar la nafta sobre el cuerpo exánime del muchacho cuando decidió fumar primero un cigarrillo. Estaba cansado y sin aliento. Le hizo gracia la manera en que el Cordero de Dios sostenía en su pezuña el estandarte de madera de la cristiandad. Entonces oyó un repiqueteo en la sacristía y creyó que le iba a estallar el corazón, hasta que comprendió que era solamente el ruido redoblante de la lluvia. Se había desatado la tormenta.

Cuando Rutuola bajó del taxi frente a la casa de los Lewellen, el jefe de camareros le impidió pasar.

—Si es una entrega —dijo—, tiene que ir por la cocina.

—Tengo que ver al señor Nailles —dijo el swami.

—No puede entrar por aquí.

—Señor Nailles, señor Nailles —gritó el swami—. Señor Nailles, venga inmediatamente, por favor.

Nailles, que en ese momento estaba frente a una de las barras, oyó que gritaban su nombre y salió de la carpa.

—Vaya a la Iglesia de Cristo —gritó Rutuola—. No me haga preguntas. Vaya ahora mismo a la Iglesia de Cristo.

El tono de voz del swami le hizo entender inequívocamente que Tony estaba en peligro. Sin embargo, Nailles no se apresuró hacia su coche ni se dejó llevar por la desesperación. Tenía los labios hinchados, pero los nervios insólitamente serenos. Los autos que salían de la estación —acababa de llegar el último tren de la ciudad— lo obligaron a aminorar la marcha, pero no intentó ninguna maniobra arriesgada para pasarlos. Cuando llegó a la iglesia, reconoció el auto de Hammer estacionado afuera. En cierto modo era lo que esperaba. Golpeó las puertas.

—¿Quién es? —preguntó Hammer.

—Nailles.

—No puedes entrar. He trabado todas las puertas.

—¿Qué estás haciendo, qué te propones?

—Voy a matar a Tony.

Nailles regresó a su auto. Un zumbido estridente y doloroso en los oídos parecía dictarle qué hacer. No sentía miedo ni vacilación. Fue directamente al garaje de su casa en Chestnut Lane, cargó la motosierra y regresó a la iglesia.

—¿Hammer, sigues ahí?

—Sí.

—¿Tony está bien?

—Por ahora sí, pero voy a matarlo en cuanto termine de fumar este cigarrillo.

Nailles apoyó el pie en la motosierra y tiró con fuerza del cordón de arranque. El motor emitió un sonido entrecortado y luego arrancó. Las puertas de la iglesia estaban hechas de paneles, pero los intersticios eran de madera delgada, y la sierra los perforó sin dificultad. Nailles trabajó con febril ahínco y, cuando cargó con el hombro contra la puerta, ésta cedió con facilidad.

Hammer estaba acurrucado en la primera fila de bancos, llorando. A su lado yacía el bidón de nafta. Nailles alzó a su hijo del altar y lo llevó en brazos afuera. Diluviaba. El agua que caía sofocaba la luz de los faroles y tenía tal intensidad que arrancaba las hojas de los árboles. El aire olía a cloaca. La lluvia en la cara hizo despertar a Tony.

—Papá —murmuró, aún en brazos de Nailles—, ¿quién era ese hombre? ¿Qué quería?

—¿Estás herido? ¿Quiero decir, gravemente herido? ¿Quieres que te lleve al hospital?

—No, estoy bien. Me duele la cabeza y me arden los ojos, pero prefiero ir a casa.

Los diarios relataron el caso. «MOTOSIERRA FRUSTRA EXTRAÑO INTENTO DE HOMICIDIO. Eliot Nailles, de Chestnut Lane, Bullet Park, NY, derribó con una motosierra la puerta de la Iglesia de Cristo, ayer por la noche, y logró salvar la vida de su hijo, Anthony. Paul Hammer, también residente de Bullet Park, confesó que se proponía asesinar al joven y fue remitido por la policía al sector de Criminales Insanos del Neuropsiquiátrico Estatal. Hammer confesó que había secuestrado al joven en una fiesta ofrecida por el señor y la señora Lewellen, de Marlborough Circle, y que se lo llevó a la iglesia con el propósito de inmolarlo sobre el altar. Según declaró a la policía, quería que el mundo abriera los ojos».

El lunes Tony regresó a la escuela, Nailles partió —drogado— a trabajar, y todo fue tan maravilloso, maravilloso, maravilloso como había sido antes.