Nailles invitó a Hammer a pescar. Las cosas se dieron así:
Nailles integraba el Departamento de Bomberos Voluntarios, era el responsable de conducir una de las viejas autobombas LaFrance rojas. Lanzarse a toda velocidad por las colinas y valles de Bullet Park bien entrada la noche, tocando la campana, sonando la sirena, le parecía el punto culminante de su fascinante vida. ¡Enjuagues bucales, motosierras, autobombas! En esos momentos el pueblo parecía suspendido a la luz de las estrellas y las únicas luces encendidas titilaban en los baños. Era su hora más gloriosa.
Los bomberos voluntarios se reunían a cenar el primer jueves de cada mes, y Nailles era siempre de la partida. Esos días estacionaban las autobombas fuera del edificio, barrían y lavaban el garaje, e instalaban allí mesas cubiertas con sábanas, así como una barra para las ensaladas y las bebidas. Cuando Nailles llegó, dos aprendices de bombero lavaban los vasos y Charlie Maddux, autodesignado cocinero del destacamento, asaba una pierna de cordero en una cocina de gas en el fondo. Charlie vendía autos usados y pesaba casi ciento cuarenta kilos. Nada le gustaba más en la vida que comprar comida, cocinarla y comérsela, y soñaba todas las noches con cortes especiales de res y baldes de mariscos. Previsiblemente, su esposa era una bolsa de huesos que vivía a dieta perpetua. Ser cocinero de los bomberos le daba a Charlie una vitalidad que ni su esposa ni los autos usados podían igualar. Durante aquellas horas revolvía, condimentaba, cataba, trozaba y servía la comida totalmente absorto en su trabajo y, como la mayoría de los cocineros aficionados, era incurablemente prematuro: siempre tenía lista la comida antes de que todo lo demás estuviese listo. Nailles subió al primer piso, donde estaba la sala de reuniones.
El cuerpo de bomberos tenía treinta miembros y esa noche se habían reunido alrededor de veinte. Parte de la atmósfera de cofradía se debía a que ellos mismos habían hecho habitable aquel galpón. Robándoles horas a los fines de semana, habían instalado el piso vinílico, pintado las paredes, tendido el cableado de luz. Naturalmente, se sentían orgullosos de su labor. Y, naturalmente, aquellas reuniones eran sólo para hombres. Exceptuando el vestuario del country club, aquél era el último enclave exclusivamente masculino que quedaba en el pueblo, y ya habían empezado los cuestionamientos. Varias integrantes de las Damas Auxiliares pretendían asistir a la reunión mensual, aunque sólo fuera para encargarse del bufé. Veían a Charlie Maddux como un usurpador, cuyos gastos de cocina seguramente eran escandalosos. La ofensiva había sido exitosamente reprimida, pero el asedio a la exclusividad del lugar había conferido a aquellas reuniones un clima conspirativamente solemne, comparable a los ritos de iniciación masculina en las tribus primitivas. Todo era ceremonioso. El jefe daba por iniciada cada sesión con un martillo de juez, el secretario desplegaba una bandera norteamericana de impoluta seda con bordados en oro, se leían las actas de la sesión anterior para su aprobación, y el tesorero informaba que había ochenta y tres dólares y catorce centavos en caja. Todo con una solemnidad que no se condecía con la menudencia de aquellos hechos y cifras. Después tenía lugar un grave debate durante el cual podía cuestionarse, por ejemplo, el comportamiento de aquellos miembros del departamento encargados de lavar las autobombas esa semana, que terminaban bebiendo cerveza en lugar de cumplir con su obligación. Quien pusiera un toque de humor habría profanado la seriedad de aquel rito.
—Tenemos una nueva solicitud de ingreso —dijo ese jueves el secretario—: el señor Paul Hammer. ¿Puede el aspirante abandonar la sala mientras discutimos su solicitud?
Nailles se volvió y vio a Hammer en la última fila.
Hammer se puso de pie y se retiró.
—El señor Hammer vive en Powder Hill —dijo el secretario—, y parece la clase de persona que armonizaría bien con el grupo, pero cuando le pedimos sus antecedentes dijo que había sido miembro de los bomberos voluntarios de Ashburnham, un pueblo que queda en las afueras de Cleveland. Escribimos pidiendo confirmación de sus antecedentes y nos vino la carta de vuelta. No hay bomberos voluntarios en Ashburnham. Jamás los hubo. No me gusta acusar a nadie de mentiroso, pero tampoco queremos un impostor vistiendo el uniforme, ¿verdad?
—¿Cómo sabemos que no hay bomberos voluntarios en Ashburnham? —preguntó Nailles.
—Porque nos devolvieron la carta.
—Pudo ser un error del correo. ¿Por qué no podemos aceptarlo, aunque sea a prueba? Nos falta gente, y aunque no tenga experiencia, siempre puede ayudar a lavar las autobombas.
—¿Desea presentar su propuesta como moción?
—Sí. Propongo que Paul Hammer sea aceptado como miembro del Departamento de Bomberos Voluntarios de Bullet Park.
—Moción aprobada —dijo el jefe del destacamento.
—Quienes estén de acuerdo digan sí —dijo el secretario.
—Sí.
—Quienes estén en desacuerdo digan no.
—La comida está lista hace veinte minutos —gritó Charlie Maddux desde la escalera—. Si no mueven el trasero y bajan ya, se echará a perder. No me importa cocinar, pero no me gusta que desprecien mi comida.
La asamblea se suspendió y Eliot se acercó a Hammer, que esperaba en la barra, y le preguntó si pescaba. Lo hizo sólo por camaradería. Hammer contestó que sí.
—Hay un arroyo pasando Venable al que a veces voy a pescar los sábados a la mañana —dijo Eliot—. Si quieres, puedo pasarte a buscar a eso de las ocho. En esta época del año hay que usar carnada.
El sábado a la mañana Eliot, con Tessie en el asiento trasero, recogió a Hammer y enfilaron al norte por la ruta 61. Era una autopista nueva, y parecía de las más inhumanas que habían construido. Había cambiado tan drásticamente el paisaje como un episodio sísmico, desfigurándolo hasta dejarlo más escarpado que Montana. En sus distintos tramos morían no menos de cincuenta personas por año. Los sábados por la mañana, la mezcla de vehículos particulares y de carga era dantesca. Había camiones enormes como plataformas de asalto de los tiempos bárbaros, que bajaban las colinas rugiendo y subían las pendientes a paso de hombre. El mero hecho de pasarlos convertía el viaje en una incursión de guerra. Nailles recordaba los caminos de su juventud, cómo se adaptaban a las ondulaciones del paisaje, la frescura al bajar por un valle, el calor creciente al subir una colina. Se podía medir las distancias con el olfato. Incluso antes de que apareciera un criadero de ganado con sus pasturas, o el mar, se lo podía oler en el aire. El aroma de pinos en los caminos de montaña. Los mojones reconocibles —granjas abandonadas, una torre de piedra, una laguna—, los rostros de niños o ancianos, gatos o macetas de cactus, vistos al pasar en las ventanas de las casas junto al camino. Recordó aquel paisaje tan humanamente íntimo y grato, comparado con ese páramo de asfalto rugiente por el cual se abría paso entre los bárbaros.
En Venable salieron de la autopista, compraron carnada y se internaron a pie por el bosque. Debían caminar cerca de tres kilómetros. Tessie los seguía cojeando pero disimulando el esfuerzo. Cuando bajaban al valle oyeron el murmullo del arroyo, como una risa alegre y desprejuiciada de ninfas tontas resonando en el sombrío bosque primaveral. El arroyo era poco profundo —tal vez eso explicaba lo cantarín de aquella risa—, así que remontaron su curso hasta encontrar una olla.
—Yo seguiré un poco más allá —dijo Nailles—. ¿Por qué no nos reunimos aquí a las once? Quiero llegar a almorzar en casa. —Y se alejó con Tessie.
Cuando se encontraron a las once, Nailles había pescado dos truchas y Hammer ninguna. Ambos tenían su petaca de whisky y se sentaron a beber un trago en la orilla, acompañados de la risa cantarina del arroyo. Los dos parecían tener la misma altura, el mismo peso y la misma edad; hasta parecían tener el mismo número de calzado. Nailles tenía el cabello oscuro, con un mechón que le caía sobre la frente y que él se echaba atrás con los dedos. Su padre le había criticado ese gesto; quizá por esa razón lo había conservado, como signo de rebeldía e independencia. Hammer, en cambio, tenía el pelo castaño y muy corto. El rostro de Nailles era más amplio y más franco. El de Hammer era afilado, y tendía a tocárselo como si tanteara entre sus rasgos algo que había perdido. Tenía una risa breve y seca, tres sonidos explosivos, y cada tanto movía nerviosamente la cabeza, apretando los dientes y acomodando los hombros como si en su mente se sucedieran como espasmos los dilemas y las resoluciones. Debo fumar menos (crispación de dientes). La vida puede ser bella (contracción de hombros). Por qué me interpretan mal tan a menudo (rotación del mentón).
La amistad era para Nailles casi tan importante como el amor, si bien no había muchas semejanzas entre una cosa y la otra. El amor, con su parafernalia de sexualidad, absolutismo e intransigencia, era más fácil de reconocer que la amistad, que parecía carecer de ese tipo de ebulliciones (excepto la competitividad). Nailles había tenido muchos amigos y, hasta donde llegaba su memoria, la mayoría habían sido camaradas o cómplices, fuese de esquí, de pesca, de naipes o de copas. Se sentía profundamente satisfecho en compañía de sus amigos —entre los cuales ahora incluiría a Hammer—, pero era una satisfacción sin el menor componente de intransigencia, absolutismo o sexualidad. Recordaba de su niñez chicos que eran celosos y posesivos, pero sinceramente él no había experimentado nunca esos sentimientos con sus amigos. En los clubes a los que iba en la adolescencia había una pugna callada y rudimentaria por la popularidad, pero Nailles nunca había participado muy activamente. No por insensibilidad. Bajar una montaña esquiando en compañía de un amigo era dicha pura para Nailles, pero esa felicidad se resistía a todo análisis. Le daba una enorme alegría encontrarse con un viejo amigo, pero no sentía pena cuando se separaban. Sus amigos cumplían una función práctica en su vida y carecían de toda importancia en sus añoranzas. Cuando se iban, nunca les escribía —apenas los recordaba—, pero su felicidad cuando volvía a verlos era tan absoluta como genuina. Se trataba de un afecto despojado de todos los componentes que permiten identificar a un afecto. Así de feliz se sentía Nailles bebiendo whisky en el bosque con Hammer.
Mientras tanto, Hammer había llegado a un punto en que no le parecía en absoluto monstruoso el plan de asesinar a su compañero de excursión. Mientras miraba a su víctima, procedió a eliminar de su acusación todos los agraviantes clichés que podían justificarla. Por ejemplo, que Nailles fuese el responsable de introducir el Spang en el mercado, o que tuviese alguna influencia en aquella repugnante campaña publicitaria (Si usted se avergonzara de su ropa, ¿no se cambiaría? Si se avergonzara de su casa, ¿no la reformaría? Si se avergonzara de su automóvil, ¿no 10 reemplazaría? En ese caso, ¿por qué avergonzarse de su aliento si con Spang puede tener hasta seis horas de aroma incomparable?). Era infantil echarle la culpa por esa clase de cosas, pensó Hammer. Formaban parte del paradigma nacional de los últimos veinticinco años y no había la menor señal de que algo fuera a cambiar. Hammer anhelaba un cambio, alguna novedad, pero quería que sus anhelos fueran maduros. ¿Por qué despreciar a Nailles por el fatuo orgullo con que exhibía ese encendedor de oro que acababa de sacar del bolsillo? La economía de su país era francamente capitalista, ¿quién, salvo una criatura, podía deprimirse porque el excluyente fetiche colectivo fuese el oro? Las mujeres que soñaban con un tapado de piel tenían más sentido común que aquellas que soñaban con el cielo. La especie humana era tan aterradora como singular, y el hábitat natural de la especie humana era el caos. Para Hammer, era un error considerar hipócritas las creencias religiosas de Nailles. Podían ser difusas y ridículamente sentimentales, pero si la Iglesia de Cristo era el único lugar de Bullet Park en el que se rendía culto al misterio, y la vida de Nailles tenía tanto misterio (los muslos de Nellie, el amor por su hijo), nada había de hipócrita en el hecho de que se pusiera de rodillas en el templo una vez por semana. Hammer sabía que había elegido a su víctima por otros motivos. Precisamente por su ejemplaridad.
—¿Puede ser que haya visto a tu hijo estacionando autos en casa de los Brown? —preguntó.
—Sí —dijo Nailles, riendo—. Se encarga de acomodar los coches de los invitados en las fiestas del vecindario. Estuvo muy enfermo.
—¿Qué le ha pasó?
—Mononucleosis.
—¿Quién lo atendía?
—Pues… Mullin, hasta que le quitaron la licencia. Y después fuimos al viejo Feigart, pero a decir verdad ninguno de los dos curó a Tony. Fue muy extraño. Llevaba en cama más de un mes cuando alguien nos habló de un sanador que se hace llamar Swami Rutuola. Vive encima de la funeraria de Peyton. El tipo vino una noche a casa, y no sé qué hizo pero logró que Tony se curara.
—¿Es un santón?
—En realidad, no lo sé. No sé nada de él. Ni siquiera sé qué hizo exactamente. No nos permitió entrar en el cuarto. Pero curó a Tony. Ahora derrocha salud. Va a la escuela, juega al básquet y se encarga de los coches de los invitados en las fiestas del vecindario. A propósito, hazme acordar que le avise que los Lewellen dan una fiesta el viernes. Bueno, ¿nos vamos?
Volvieron a cruzar el bosque, el verdugo y su víctima, seguidos por la vieja setter. Nailles depositó su equipo de pesca en el baúl del auto, y después abrió una de las puertas traseras para que entrara Tessie.
—Salta, muchacha —dijo. La perra gimió. Después intentó llegar de un salto al asiento, pero fracasó—. Mi pobre anciana —dijo Nailles. La alzó con toda naturalidad, a pesar de que el animal agitaba las patas traseras, y la depositó sobre el asiento trasero del coche.
—¿Por qué no haces algo por ella? —preguntó Hammer.
—Hice todo lo posible, o casi —dijo Nailles—. Podría aplicarle inyecciones, un destilado de novocaína. Prolongarían su vida, pero cuesta quince dólares cada inyección y hay que darle dos por semana.
—No me refería a eso —dijo Hammer.
—¿Qué querías decir?
—¿Por qué no la matas de un tiro?
La inesperada crueldad de su nuevo amigo, la despiadada indiferencia necesaria para concebir siquiera la idea de matar a una vieja perra tan bondadosa e indefensa, provocó en Nailles una ira tan asfixiante y abrumadora que por un instante sintió que iba a matar a Hammer. Pero no hizo nada, y volvieron en silencio hasta Bullet Park.