15

Mi abogado negoció la compra. Pagué, por la casa y cuatro hectáreas de tierra, treinta y cinco mil dólares. La madre de Dora Emmison vino de Washington, se llevó todos los efectos personales y yo me instalé tres semanas después, y así comenzó mi vida ordenada. Me despertaba temprano, nadaba en el arroyo, me hacía un abundante desayuno y me ponía a trabajar en una mesa que había puesto en la habitación amarilla. Trabajaba feliz hasta la una, a veces hasta más tarde, y después me hacía una sopa. Compré algunas herramientas y dediqué las tardes a limpiar el bosque que había alrededor de la casa, y a hacer acopio de leña para el invierno. A las cinco me daba otro baño y bebía el primero de mis tres whiskies diarios. Después de la cena estudiaba alemán hasta las diez y media y cuando me iba a la cama me sentía flexible, limpio y fatigado. Cuando soñaba, mis sueños eran de una inocencia y una pureza excepcionales. Ya no necesitaba invocar la montaña, el valle o la ciudadela.

Tenía un gato llamado Schwartz, no porque me gusten los gatos, sino para evitar que las ratas y los murciélagos invadieran la casa. El dependiente de la farmacia de Blenville me regaló a Schwartz. Nunca supe nada de su pasado, salvo que parecía de mediana edad y de temperamento más bien lunático, si tal cosa es concebible en un animal. Dos veces por día le daba comida para gatos envasada. Había una marca que le desagradaba; si yo me olvidaba y se la servía, iba a la habitación amarilla y cagaba en el piso. Mientras le diera comida que le gustaba, se portaba bien. Teníamos una relación práctica, sin afecto. Aunque no me gustaba tener un gato sobre las rodillas, de vez en cuando lo alzaba y le daba unas palmaditas para demostrarle que cumplía mi parte del trato. Con los primeros fríos, las ratas comenzaron a sitiar la casa. Schwartz abatía una víctima casi todas las noches. Yo estaba orgulloso de él. Pero cuando había alcanzado su más alta eficiencia como cazador, Schwartz desapareció. Una noche lo dejé salir y a la mañana siguiente no había vuelto. No sé mucho de gatos, pero supuse que eran fieles a su hogar, así que me resigné a la idea de que un perro o un zorro habría matado a mi amigo. Una semana después (había nevado por la mañana), Schwartz regresó. Le serví una lata de su marca favorita y le hice las caricias pertinentes. Él olía intensamente a perfume francés. O bien había estado sobre las rodillas de alguien que usaba perfume o lo habían rociado. Era un aroma almizclado pero astringente. En la casa más próxima vivían unos polacos, y hasta donde yo sabía, la mujer no olía a rosas precisamente. La casa siguiente estaba cerrada durante el invierno, y no pude imaginarme a ningún habitante de Blenville que usara perfume francés. Schwartz se quedó diez días, y volvió a desaparecer una semana. Cuando regresó olía como el sector perfumería de Bergdorf Goodman durante la semana de Navidad. Hundí la nariz en su pelaje y tuve un ataque de nostalgia por la ciudad y sus mujeres. Esa tarde subí a mi auto y recorrí todos los caminos entre mi casa y Blenville, en busca de una casa que pudiese albergar a una mujer fascinante. Tenía que ser fascinante y tenía que estar deliberadamente tentándome con ese perfume con el que rociaba a mi gato. Todas las casas que vi eran granjas o pertenecían a gente conocida, así que fui a la farmacia y conté lo que estaba pasando.

—El gato que me regaló desaparece cada tanto de la casa y cuando vuelve huele como un prostíbulo.

—No hay un solo prostíbulo en la zona —dijo el farmacéutico.

—Lo sé —dije—, pero entonces ¿de dónde sale ese perfume?

—A los gatos les gusta vagabundear —dijo el farmacéutico.

—Lo sé —dije yo—, pero ¿usted vende perfume francés? Si averiguo quién compra esa clase de perfume…

—No recuerdo haber vendido un solo frasco desde la última Navidad —dijo el farmacéutico—. El chico Avery compró uno para su novia.

—Gracias —dije.

Esa noche, después de la cena, Schwartz se acercó a la puerta y dio a entender que quería salir. Me puse un abrigo y lo seguí. Schwartz cruzó el jardín y se internó en el bosque. Yo estaba tan excitado como un amante que acude a su cita. El aroma del bosque, acentuado por la humedad del arroyo, las estrellas que brillaban en el cielo nocturno, especialmente Venus; todo parecía anticipar mi cita amorosa. La dama misteriosa tendría cabello negrísimo, una palidez marmórea, una única y delicada vena azul en la sien y una eterna juventud (yo tenía veintitrés en ese entonces). Cada tanto Schwartz soltaba un maullido, así que no era difícil seguirlo. Atravesé con brío el bosque, crucé el jardín de los Marshman y me interné en su bosque. Se notaba que llevaba años sin el menor cuidado; la maleza me flagelaba los pantalones y la cara. De pronto perdí a Schwartz. Lo llamé con insistencia:

—Schwartz, Schwartz, ven aquí, Schwartz.

Si ella oyera mi voz en el bosque, ¿reconocería la voz del amante que se avecinaba? Vagué por el bosque llamando al gato, hasta que una rama me dio en el ojo, y me harté. Volví a casa frustrado y solitario.

Schwartz regresó el fin de semana. Lo alcé y olí su pelaje para comprobar si ella seguía con su estrategia de seducción. Así era. Esta vez Schwartz se quedó diez días. Cuando se fue, nevó toda la noche y por la mañana vi que sus huellas eran lo bastante visibles como para seguirlas. Atravesé el bosque de los Marsham, y más allá me topé con una casita de madera, pintada de gris. Carecía de todo encanto, parecía obra de un aficionado a la carpintería que le había dedicado sábados y domingos y las últimas horas de luz de los días laborales de verano. Se me hacía cada vez más difícil imaginar que allí esperara mi dama misteriosa de cabellos negrísimos. Las huellas del gato daban vuelta a la casa y se perdían en la puerta trasera. Cuando golpeé, me abrió un anciano.

Era muy bajito, y su escaso pelo gris estaba peinado con fijador. En el oído izquierdo tenía un audífono conectado a un cable. Por las arrugas y la falta de color de su rostro imaginé que tenía más de setenta años. Pero una pugna evidente entre su vanidad y el inmutable paso del tiempo lo mantenía vivo. Era viejo, pero usaba un llamativo anillo de diamantes, tenía los zapatos lustrados y el pelo impecablemente peinado con fijador. Me hizo acordar a esos personajes atemporales que administran cines en los pueblos del desierto.

—Buenos días —dije—. Estoy buscando a mi gato.

—Ah —dijo—, usted ha de ser el dueño del querido Henry. Me he preguntado a menudo dónde se queda Henry cuando no está conmigo. Henry, Henry, tu segundo dueño ha venido a visitarnos.

Schwartz dormía sobre una silla. No se movió. La habitación era una mezcla de cocina y laboratorio. Los utensilios culinarios típicos convivían con tubos de ensayo y retortas. En el aire había un intenso olor a perfume.

—No soy experto en las cualidades olfativas de los gatos, pero parece que a Henry le agradan los perfumes, ¿verdad, Henry? Me presentaré. Soy Gilbert Hansen, ex director químico de Beauregarde et Cie.

—Hammer —dije yo—, Paul Hammer.

—Mucho gusto. Siéntese, por favor.

—Gracias —dije—. ¿Fabrica perfumes aquí?

—Experimento con esencias —dijo—. Ya no tengo nada que ver con el rubro producción, pero si encuentro algo que me agrada, vendo la patente. No a Beauregarde et Cie, de ninguna manera. Después de trabajar con ellos cuarenta y dos años fui despedido sin causa ni preaviso. Aunque parece que ésa se ha vuelto una práctica habitual en el ramo. En fin. Vivo de mis patentes. Soy el inventor de Étoile de Neige, Chous-Chous, Muguet de Nuit y Naissance de Jour.

—¿De veras? —dije—. ¿Y por qué eligió un lugar tan apartado para montar su laboratorio?

—No está tan apartado como parece. Y aquí puedo tener una huerta. Cultivo mi propio tomillo, espliego, menta, gaulteria, apio y perejil, tengo lirios y rosas y heliotropos. Compro limones y naranjas en Blenville, y Charlie Hubber me consigue castores y ratas almizcleras, que son tan buenos como la civeta y los consigo a la mitad del precio de mercado. Y tengo mi provisión de resina, salicilato de metilo y benzaldehído. Los perfumes de flores no son mi fuerte, porque tienen escaso efecto afrodisíaco. El principal ingrediente del Chous-Chous es la corteza de cedro, y Naissance de Jour se hace con apio, gaulteria y perejil.

—¿Estudió bioquímica?

—No. Empecé como aprendiz y me fui instruyendo solo. Para mí, es más alquimia que química. Por supuesto, la alquimia es la transmutación de metales inferiores en metales nobles, pero cuando un extracto de almizcle de castor, corteza de cedro, heliotropo, apio y resina puede despertar los más profundos anhelos en un varón, estamos bastante cerca de la alquimia, ¿no le parece?

—Sospecho que sí —dije.

—La idea del hombre como un microcosmos que contiene en sí mismo todo el universo se remonta a Babilonia. Los elementos se mantienen constantes; son las destilaciones y transmutaciones las que liberan su potencia innata. Este concepto no sólo puede aplicarse a la fabricación de perfumes; las mismas transmutaciones operan en el desarrollo de la personalidad.

Oí ruido de tacos de mujer en la habitación de al lado. Eran leves y dinámicos, tenían que ser de una persona joven. Y entonces apareció Marietta en la cocina.

—Le presento a mi nieta —dijo el viejo—, Marietta.

—Paul Hammer —dije yo.

—Hola —dijo ella. Y encendió un cigarrillo—. Es el octavo.

—¿Y ayer cuántos? —preguntó el viejo.

—Dieciséis —dijo la joven—, pero anteayer solamente doce.

Vestía un abrigo tosco y una hilacha blanca flotaba sobre su hombro. No era un pelo, porque lo tenía de un rubio más bien oscuro. Y no era hermosa; no todavía. Algo, un dejo de soledad o infelicidad velaba su expresión. Sería mentir decir que siempre tuvo una hilacha blanca en el hombro —que incluso cuando le compraba un tapado de piel aparecía ese hilacha blanca en su hombro—, pero que fue una señal no me cabe duda, como si tuviera el misterioso poder de llamar mi atención y mantenerme mágicamente pendiente de ella. Cuando Marietta se la quitó con dos dedos y la dejó caer en el piso, la magia persistió.

—¿Adónde vas, ahora? —preguntó el viejo.

—Pensaba ir en coche a Nueva York —contestó ella.

—¿Para qué? ¿Qué necesitas en Nueva York? No tienes nada que hacer allí.

—Ya veré —dijo ella—. Iré al Museo de Historia Natural.

—¿Y las compras?

—Las haré a la vuelta. Volveré antes de que cierren.

Y un instante después se había ido.

—Bueno, Schwartz, nos vemos —dije yo—. Vuelve a casa cuando quieras. Me alegro de haberlo conocido —dije al viejo—. Venga con su nieta cuando quieran a beber una copa. Vivo en la casa que era de los Emmison.

Y atravesé a toda carrera los bosques nevados hasta llegar a mi casa, y me cambié de ropa y me subí al coche y enfilé rumbo a la ciudad. Estaba enamorado de Marietta; reconocía todos los síntomas. Mi vida era un páramo, me temblaban las rodillas. Y no tenía nada que ver con los efectos afrodisíacos del Étoile de Neige, o del Chous-Chous, o del Muguet de Nuit o del Naissance de Jour. Puede considerarse inmaduro un enamoramiento tan espontáneo, pero la verdad del caso es que era algo que me sucedía a menudo. Me he enamorado tan repentinamente de hombres, mujeres, niños y perros. Son vínculos siempre imprevisibles, y tan ardientes como numerosos.

Por ejemplo, cuando aún tenía la editorial, un día concerté una cita con un impresor en Nueva York. Me anuncié en la recepción del hotel, y él me invitó a subir a su habitación. Cuando abrió la puerta, vi detrás de él a su esposa. No era una belleza, pero tenía un encanto y una vitalidad impactantes. Conversé con ella los breves instantes que él tardó en ponerse el sombrero y el abrigo, pero fue suficiente para enamorarme. Le propuse que almorzara con nosotros, pero dijo que debía ir a Bloomingdale’s a ver muebles. Me despedí de ella, y el impresor y yo salimos a comer. La conversación de negocios me aburrió como nunca y a duras penas logré poner atención al asunto concreto que teníamos que discutir. Sólo podía pensar en la radiante exquisitez con que esa mujer iluminaba aquel cuarto del hotel con su sola presencia. Comí de prisa, dije que tenía otra cita y me abalancé a la sección muebles de Bloomingdale’s, y allí la vi examinando la etiqueta del precio de una cómoda.

—Hola —dije.

—Hola —dijo—, no sé por qué tenía la sensación de que volveríamos a vernos —y me tomó del brazo y salimos de Bloomingdale’s como flotando y fuimos a un restaurante donde ella pidió té y yo, una copa. Era como si estuviéramos inmersos uno en el otro; ella irradiaba una calidez luminosa y yo la absorbía con todo mi ser. No recuerdo gran cosa de lo que dijimos, pero sí que me sentía tremendamente feliz, y que todos los que nos rodeaban —camareros y comensales— parecían compartir esa felicidad. Me dijo que vivían en Connecticut y que fuera a visitarlos el fin de semana. La acompañé hasta el hotel, le di un beso de despedida y durante una hora recorrí las calles de la ciudad, tan exaltado que me zumbaban los oídos. El viernes fui a Connecticut. Ella me esperaba en la estación. Nos besamos largamente en el auto. Le dije que la amaba. Ella dijo que me amaba. Esa noche, después de la cena, cuando el marido subió al baño del primer piso, hablamos de sus hijos —tenían tres niños y ella me explicó que hacía siete años que su marido se analizaba y que cualquier perturbación que se produjera en su vida en ese momento podía ser catastrófica. El placer que nos daba a ambos el mero hecho de estar cerca debía de ser evidente, porque al marido comenzó a agriársele el humor el sábado. Y el domingo se mostró directamente sombrío y desagradable. Dijo que sobre todo detestaba a esos desequilibrados que usurpaban la felicidad ajena. Mencionó cinco veces la palabra parásito. Yo dije que tenía que estar en Cleveland a la mañana siguiente y ella dijo que me llevaría al aeropuerto. Él dijo que de ninguna manera. Tuvieron una discusión que terminó con ella llorando. Cuando me fui, antes del alba, aún dormían; el gato fue el único habitante de la casa del cual me despedí.

Tardé más o menos un mes en olvidarla, pero entre tanto tuve que ir a Londres. El hombre que se sentó a mi lado en el avión era agradable, y nos pusimos a conversar. No hablamos de nada importante, pero simpatizamos mucho, y en determinado momento me preguntó si prefería dormir o seguir conversando. Dije que no tenía sueño y charlamos todo el viaje por encima del Atlántico. Compartimos un taxi del aeropuerto a Londres. Yo me alojaba en el Connaught y él iba al Navy Club. Cuando nos despedimos me propuso almorzar el día siguiente. Yo no tenía otro compromiso, así que él pasó a buscarme por el Connaught. Después del almuerzo salimos a caminar, y recorrimos casi todo Londres hasta Westminster y el río. Cuando abrieron los bares fuimos a un pub y bebimos unas copas. Él dijo que conocía un buen restaurante cerca de Grosvenor Square y fuimos allí a cenar. Cerca de la medianoche nos despedimos. Intercambiamos tarjetas y prometimos llamarnos en Nueva York, pero nunca lo hicimos, y nunca volví a verlo.

Hasta donde yo sé no hubo nada anormal en todo el asunto, pero las cosas no son siempre así de sencillas. Al final del invierno fui a Wentworth a jugar al golf. La noche que llegué, un hombre muy amable en el bar del club me propuso que jugásemos juntos, ya que teníamos el mismo handicap. Al día siguiente, cuando íbamos por el hoyo tres, advertí que elogiaba de manera un poco extravagante mi swing. No hay nada en mi swing que merezca admiración, y percibí algo anormal en su forma de adularme —porque eso es lo que era—; de hecho, empezó a hacérseme evidente que me estaba dejando ganar, porque su juego era francamente superior al mío, pero desviaba algunos tiros adrede para que yo siguiera adelante en el marcador. Jugamos dieciocho hoyos, y su actitud fue cada vez más comedida y paternal. En la ducha mantuve mi distancia, y cuando fuimos al bar ya estaba seguro de que algo iba a intentar. Aprovechaba cualquier excusa para tocarme. No es que me repeliera, pero yo no iba a invertir ni un gramo de mi sexualidad en una revolcada con un desconocido en Wentworth, de modo que me fui a la mañana siguiente.

En cuanto a los niños, ofreceré un solo ejemplo. Una vez pasé un fin de semana en casa de Maggie Fowler, en los Hamptons. Ella estaba con su hijo, un niño de ocho o nueve años, fruto de su primer matrimonio. Sin duda el niño pasaba la mayor parte del tiempo con el padre o en la escuela. Se lo veía un tanto descolocado junto a su madre. Tenía ese extraordinario don de reserva que tienen ciertos niños. Puede que fuera consecuencia del divorcio de sus padres, pero es algo que he visto en toda clase de niños. El sábado por la mañana me levanté temprano y me lo encontré en la cocina así que fuimos juntos a la playa a nadar un poco. En el camino me tomó la mano —un gesto inusual en un niño de su edad— y supuse que se sentía solo, pero atribuir a esa causa su conducta me llevaría a reconocer que yo también me sentía solo, porque a mí también me agradó tenerlo a mi lado. Quizá me recordó mi propia niñez, porque sentí resonar en mi interior un afecto profundo, parte del cual era indudablemente recuerdo.

Nadamos bastante y después desayunamos, y después me preguntó, muy tímidamente, si quería jugar a la pelota. Estuvimos casi una hora en el jardín arrojándonos la pelota uno al otro. Después bajaron los demás y comenzamos a beber cócteles, y se sucedieron las actividades típicas de un fin de semana, la mayoría de las cuales excluía a un niño de su edad. Esa noche, cuando me estaba vistiendo para cenar, Maggie llamó a mi puerta y dijo que el niño deseaba darme las buenas noches. El domingo a la mañana, cuando me levanté, él estaba sentado frente a la puerta de mi dormitorio, así que bajamos juntos a la playa. No lo vi mucho durante el resto del día, pero cada tanto me parecía oír su voz, o sus pasos, o su presencia en algún rincón de la casa. El domingo por la tarde volví en mi auto a la ciudad y nunca más lo vi ni supe nada de él, pero durante aquellas pocas horas que pasamos juntos sentí algo evidentemente parecido al amor por ese niño.

En cuanto a los perros, también me limitaré a un solo ejemplo. Una primavera fui a Connecticut a pasar un fin de semana con los Powers. El sábado, después del almuerzo, decidimos subir a lo que ellos llamaban la montaña. En realidad no era más que una colina. Tenían una perra collie vieja y sucia llamada Francey, que nos acompañó. Cerca de la cima había un trecho empinado que amilanó a Francey, así que la cargué en brazos y así llegamos hasta la cumbre. La perra hizo todo el descenso a mi lado, y cuando estuvimos de vuelta en la casa y sirvieron los cócteles, Francey permaneció echada a mis pies, y cada tanto yo le rascaba el abundante pelaje detrás de las orejas. Creo que estaba tan a gusto conmigo como yo con ella. Cuando subí a cambiarme, Francey me acompañó y se echó en el piso. Me fui a acostar alrededor de medianoche, y cuando estaba cerrando la puerta de mi habitación, Francey asomó el hocico y se abrió paso. Durmió en mi cama. El domingo fuimos inseparables. Me seguía a todas partes y yo le conversaba, le daba galletas, le rascaba el pelaje y le acariciaba el cuello. Cuando llegó el momento de partir, mientras yo estaba despidiéndome Francey se metió en mi auto. Por supuesto, me sentí halagado, pero todo halago tiene su contraparte, y me pasé todo el viaje de vuelta pensando en la vieja perra, como si hubiese dejado a una amante.

Llegar a esa hora a Nueva York me llevó una hora y media y tardé otros veinte minutos buscando donde estacionar cerca del museo. Sabía que sería difícil encontrarla en ese laberinto, pero tenía su lógica que debiera sortear las sinuosidades y obstáculos de un laberinto para encontrarla, así que entré alegremente por una puerta lateral. Desde que tenía memoria, yo visitaba las salas de aquel museo al menos dos veces al año, y aunque cada tanto se produjeran cambios en su interior, eran infinitamente mejores que los cambios que se habían producido afuera. En los últimos quince años la canoa de guerra de Alaska se había desplazado veinte metros, cediendo su lugar original a un puñado de tótems que cumplían el rol de antesala. Dentro de una enorme vitrina, un grupo de mujeres esquimales ejecutaba las mismas tareas humildes que les había visto realizar en mi niñez, de la mano de la señorita Gretchen Oxencroft. Decidí comenzar mi búsqueda desde arriba e ir bajando piso por piso. Subí en ascensor hasta la sala de piedras preciosas y cristales moleculares. La iluminación era el principal obstáculo: si las salas hubiesen estado bien alumbradas, yo habría podido comprobar desde la entrada si ella estaba allí o no; pero tuve que ir en penumbras de sala en sala, buscando su rostro en la nocturnidad artificial. La dedicada al pleistoceno —con su desmesurada estructura de huesos prehistóricos y ese olor tan intensamente humano a ropa húmeda— pude abarcarla de un vistazo, y la de serpientes embalsamadas también. Después pasé frente a la ballena azul y al gran oso hormiguero, y por otra sala en penumbras, cuya única iluminación provenía de las vitrinas de protozoos ampliados. De allí bajé a la penumbra aun mayor de la sala africana, y de allí a la de fauna norteamericana, en cuyas rancias sombras entendí el sentido de la palabra permanencia. Ni una hoja, ni un copo de nieve había cambiado en esos paisajes, estaciones climáticas, momentos del tiempo, en el curso de toda mi vida. Los flamencos seguían volando exactamente como volaban cuando yo era niño. Los alces en celo seguían trenzados cornamenta contra cornamenta, los lobos se escabullían por la misma huella en la nieve azul rumbo al vidrio que los protegía del caos y el cambio de afuera, el brillante follaje otoñal no había perdido una sola hoja en todos esos años, el oso de Alaska seguía erguido sobre sus patas traseras al extremo de aquel pasillo que ya parecía su cubil, y allí, precisamente allí la encontré, admirando al oso.

—Hola —le dije.

—Oh, hola —dijo ella.

Con toda naturalidad. Entonces me tomó del brazo y dijo:

—Tengo una idea maravillosa. ¿Por qué no me llevas a comer al Plaza?

Ya estábamos cruzando el parque en dirección al Plaza cuando le dije:

—Creo que no tengo dinero suficiente para pagar un almuerzo, y no conozco ningún lugar cerca donde me puedan cambiar un cheque. —Me detuve y conté cuánto llevaba en la billetera. Diecisiete dólares.

—Diecisiete alcanzan para que me des de almorzar —dijo ella—. Quiero decir, por una vez en la vida podrías saltearte un almuerzo, ¿o no? —Eso hicimos. Ella pidió dos platos, postre y una botella de vino. Yo expliqué al camarero que ya había comido, pero bebí una copa de vino. Me despidió en la puerta del hotel.

—Tengo que volver a Blenville a hacerle las compras al abuelo antes de que cierren. De vuelta a la prisión, pueden cerrar el calabozo.

Comí una hamburguesa con una gaseosa en la esquina, y yo también volví a Blenville.

La tarde siguiente, a eso de las cuatro, estaba de vuelta frente a su puerta. Me abrió ella. Tenía un vestido gris y una hilacha blanca en el hombro.

—¿Comiste algo? —preguntó.

—Una hamburguesa.

—Lamento haber gastado todo tu dinero.

—Está bien. Tengo más. ¿Por qué no vienes a mi casa?

—¿Dónde vives?

—Compré la casa de Dora Emmison.

—Espera que busque un abrigo. Me siento como en la cárcel aquí.

En casa encendí el fuego en el hogar, preparé unas copas y nos sentamos en la habitación amarilla y ella me contó su historia. Tenía veintitrés años, nunca se había casado. Vivió en Francia hasta los doce años, hasta que los padres murieron en un accidente y el abuelo se convirtió en su tutor. Había estudiado en Bennington. Cuando el abuelo se mudó al campo, ella alquiló un departamento y consiguió trabajo como recepcionista en Macy’s. Se aburría y se sentía sola en la ciudad. En otoño había venido a Blenville con la esperanza de conseguir otro trabajo, pero la única empresa de Blenville que tomaba gente era el motel, y ella no quería ser ni prostituta ni empleada de limpieza.

Mientras hablaba, un trueno partió el cielo. Era poco común que tronase en esa época del año —fin del invierno—; cuando lo oí pensé que era un avión rompiendo la barrera del sonido. El segundo estruendo —retumbante y sonoro— era inequívocamente un trueno.

—Mierda —dijo ella.

—¿Qué pasa?

—Me asustan los truenos. Ya sé que es absurdo, pero me asustan igual. Cuando trabajaba en Macy’s y vivía sola, si había tormenta eléctrica me metía en el armario. Al final fui a un psiquiatra a ver si podía ayudarme, y me dijo que les tenía miedo a los truenos porque era una egocéntrica terminal. Porque me creía tan importante que el trueno venía dirigido a mí, a exterminarme a mí. Puede que sea cierto, pero sigo temblando cuando truena. —Efectivamente estaba temblando, así que la abracé y nos volvimos amantes antes de que la tormenta pasara a la casa siguiente.

—Me hizo bien —dijo—, me hizo mucho bien. Fue hermoso.

—Nunca fue tan hermoso —dije yo—. Casémonos.

Seis semanas después nos casamos en la iglesia de Blenville. Marietta entró con un vestido gris y una hilacha blanca en el bretel. (¿De dónde salían? Cuando recorrimos Europa, a cada rato se aparecía con una de esas hilachas blancas sobre el hombro.) Después de la ceremonia fuimos en avión a Curaçao y nos quedamos dos semanas en St. Martha’s Bay. Fue maravilloso, y cuando volvimos a Blenville sentí que poseía todo lo que deseaba en el mundo. Cuando terminé el Montale y lo llevé a Nueva York, descubrí que ya estaba traducido, pero no me importó. No había nada que pudiera importarme. No sabría decir cuándo terminó la luna de miel, así que me voy a inclinar por esta noche en Blenville: son las once, mi mano tantea y encuentra vacío el lado de la cama de Marietta. Hay luz en la cocina. Puedo ver el rectángulo de luz de la ventana en el pasto del jardín. ¿Estaba enferma? Siempre duermo desnudo, estaba desnudo cuando bajé por la escalera que lleva a la cocina. Marietta estaba de pie en el centro de la cocina, con el anillo puesto y nada más. Estaba comiendo con un tenedor de dientes doblados el contenido de una lata de salmón. Cuando la abracé me apartó y dijo:

—¿No ves que estoy comiendo?

El salmón olía a mar, un olor grato, fresco y salado. Sentí ganas de nadar. Cuando volví a tocarla dijo:

—Déjame en paz. ¡Déjame en paz! ¿No se puede comer sin que te molesten?

Después de esa noche —si fue ésa la noche— hubo más aspereza que ternura y dormí solo muchas noches. Pero aunque sus arranques eran agotadores, duraban lo que dura una ráfaga de viento. Y a veces parecían influidos por el viento. La primavera y sus saltos inciertos —todo lo que fuera clemencia climática— parecían provocarle una perturbación barométrica que liberaba su descontento más profundo. En cambio, la violencia —huracanes, tormentas, nevadas— le suavizaba el carácter. En otoño, cuando las tempestades con nombre de mujer azotaban las Bermudas y sobrepasaban el Cabo Hatteras en nuestra dirección, podía ser delicada, sumisa, doméstica. Cuando las nieves cerraban los caminos y paralizaban los trenes se volvía angélica, y una vez, en lo peor de una tormenta de nieve memorable, dijo que me amaba. El amor le parecía un dilema de proporciones universales, provocado por las convulsiones de la naturaleza y de la historia. Nunca olvidaré lo tierna que estuvo el día en que abandonamos el patrón oro, y su pasión no tuvo límite cuando acribillaron al Rey de Partia (rezando en la basílica). Cuando nuestro único bien común era un techo de estrellas y unas cómodas reposeras, me miraba como si yo fuera una bestia repulsiva que la había comprado a un traficante de esclavos; pero cuando los carros del trueno rodaban por los cielos, cuando el cuchillo del asesino encontraba su destino, cuando caían los gobiernos y los terremotos resquebrajaban los muros de la ciudad, ella era mi gloria y mi niña.

Un veterano como Shitz habría dicho que tuve suficiente advertencia, pero Shitz se había equivocado en todo. Mi error consistía en haber concebido el amor como un embriagante destilado de nostalgia, un ola de la memoria que resistiría todo análisis cibernético. Yo me había enamorado de un recuerdo, de un pedazo de hilo blanco y una tormenta. Estaba enamorado de un pedazo de hilo blanco, eso era lo que pasaba.

Por dormir solo, cosa que sucedía a menudo, me vi obligado a caer en los ensueños del adolescente, del soldado, del prisionero. Para sublimar mis necesidades físicas y paliar el insomnio, caí en el hábito de inventarme chicas imaginarias. Conozco la vasta distancia que separa el ensueño de la robusta y sudorosa realidad de una cogida en una tormentosa tarde de domingo. Pero, como el prisionero en confinamiento solitario, sólo tenía mis recuerdos y mi imaginación. Comencé por mis recuerdos y me hice creer que estaba durmiendo con una chica de Ashburnham. Recordaba en todo detalle su blondo cabello y pude sentir su vello púbico contra mi cadera desnuda. Noche tras noche evocaba a todas las chicas que había cortejado. Noche tras noche llegaban, individualmente y a veces en parejas, y esas noches yacía feliz, boca abajo, con una mujer desnuda a cada lado.

Al principio las evocaba; después de un tiempo pareció que venían por propia iniciativa. Como todos los hombres solitarios, me enamoré —sin remedio— de las chicas que aparecían en las tapas de las revistas y de las modelos que publicitaban ropa interior. No llegué al extremo de guardar sus fotos en la billetera, pero estuve tentado, y después de enamorarme de esas desconocidas, comprobé que de buena gana venían a mi cama. Rodeado de las mujeres de mis recuerdos y de las revistas, vino a sumarse un tercer grupo de consuelo, proveniente, creo, de cierta cámara secreta de mi personalidad. Eran mujeres a quienes jamás había visto. Una medianoche me desperté acostado junto a una china imaginaria que tenía pechos muy pequeños y curvas voluptuosas. Después fue una negra juguetona, y más tarde una pelirroja muy gorda y afable. Que yo recordase, jamás me había interesado una mujer gorda. Pero igual venían, me desahogaban, me ayudaban a dormir, y cuando me despertaba por la mañana sentía una moderada esperanza.

Envidiaba a los hombres como Nailles, quien podía, o por lo menos eso creía yo, al mirar a Nellie, recordar la cantidad y variedad de veces que la había penetrado. A orillas del Atlántico y del Pacífico, del Tirreno y del Mediterráneo, en playas y barcazas, en lanchas y yates y transatlánticos; en hoteles, moteles, castillos, carpas; en camas, sofás, pisos, colchones de agujas de pino, cornisas de piedra entibiadas por el sol; a toda hora del día y de la noche; en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Italia, en España; mientras que yo, cuando miraba a Marietta, recordaba todos los lugares donde ella me había desairado. Aquel motel de Stockbridge donde se había encerrado en el baño hasta que yo me dormí. Aquel crucero de dos semanas, cuando olvidó sus anticonceptivos, y el médico del barco no tenía. Aquella vez que me pateó la ingle, en Chicago. O cuando, en East Hampton, se defendió con una cuchilla de trinchar. Sus períodos menstruales tan frecuentes y prolongados. Su carrera del baño a la cama, y cómo se enterraba bajo las cobijas antes de que yo empezara a desvestirme. Estoy cansada, tengo sueño, tengo fiebre, me duele la muela, me indigesté, tengo jaqueca. Una vez, en Nantucket, aunque me rehuyó, creí que la tenía arrinconada en aquel velero, pero saltó por la borda y nadó hasta la costa.

Después de un año o dos, la pintura amarilla de las paredes había comenzado a agrietarse y decolorarse. Marietta llamó a un pintor de Blenville y le pidió que trajese algunas muestras. Yo nunca le había hablado de la importancia de las paredes amarillas. Si eligió el rosado no fue por malicia, pero en todo caso eligió el rosado. Yo podría haber protestado, pero mi obsesión por el amarillo había empezado a parecerme absurda. Creía tener suficiente carácter como para tolerar un cambio, así que dejé hacer al pintor. Dos o tres semanas después que terminara, desperté con el cafard. Al levantarme reconocí todos los síntomas del pánico. Tenía los labios hinchados, respiraba con dificultad y me temblaban las manos.

Me vestí y bebí dos vasos de gin antes del desayuno. Estuve borracho todo el día. Comprendí que debía modificar mi rutina, y el viernes volamos a Roma.

El cafard me siguió todo el viaje, pero sin demasiado apremio, fuese porque era un cafard perezoso o porque estaba tan confiado de tener a su presa que no necesitaba esforzarse. El sábado a la mañana me desperté con ánimo y vitalidad. El domingo estuve igual, pero el lunes al abrir los ojos tenía una melancolía tan profunda que me costó un esfuerzo tremendo levantarme y llegar, penosamente, paso a paso, hasta la ducha. El martes fuimos en tren a Fondi; atravesamos en taxi las montañas hasta Sperlonga, donde teníamos amigos. Fueron dos días buenos, pero la bête noire cayó sobre mí al tercer día, así que abordamos en Formia el tren a Nápoles. En Nápoles pasé cuatro días buenos. ¿La bête noire me había perdido el rastro o simplemente me dejaba estar, con la parsimonia del asesino veterano? El quinto día en Nápoles fue aplastante así que tomamos el tren de regreso a Roma. Volví a pasar tres días buenos, pero el cuarto desperté temiendo por mi vida y salí a dar un paseo, arrastrando los pies. En una calle ancha y sinuosa, cuyo nombre no recuerdo, vi venir hacía mí un grupo de policías en moto. Se movían con tal lentitud que a cada momento tenían que apoyar un pie en el pavimento para mantener el equilibrio. Detrás venían centenares de hombres y mujeres con carteles que decían PACE, SPERANZA y AMORE. Era una marcha en homenaje al delegado comunista Mazzacone, a quien habían matado a tiros en la bañadera. Sólo sabía de él lo que había dicho L’Unità: que era un santo. No conocía sus opiniones, ni había leído ninguno de sus discursos, pero me puse a llorar. No era cuestión de secarme las lágrimas. Corrían como un torrente por mi rostro y mi camisa mojada. Me incorporé a la marcha, y apenas comencé a caminar entre ellos sentí que se disipaba el cafard. Varios delegados con brazaletes custodiaban la marcha. Se nos dijo que no habláramos, así que recorrimos Roma al solo son de nuestros zapatos contra el pavimento, y a causa de nuestro número, y de que muchos de esos zapatos estaban gastados, el sonido era profundo, extraño, orgánico, una suerte de suspiro que quien estuviera de espaldas podía confundir con el mar.

Atravesamos la Venezia en dirección al Coliseo. Caminamos con orgullo, hombres, mujeres y niños, a pesar de que arrastrábamos los pies. Ese pesar que, en mi caso, compartía accidentalmente, me hablaba de lo poco que teníamos en común. A lo largo de tres cuadras sentí el más intenso amor por esos desconocidos que me rodeaban. Hubo un homenaje en el Coliseo, no tan conmovedor como la marcha, pero cuando llegué al hotel seguía sintiéndome bien.

Poco después volvimos a Nueva York. El verano siguiente estaba sentado solo en una playa (ya había visto la fotografía en esa revista odontológica) y decidí, tal como se tensa el hilo de un barrilete al viento, que el plan de mi vieja y absurda madre de crucificar a un hombre era un buen plan, y que iba a instalarme en Bullet Park y asesinar a Nailles. Tiempo después resolví que Tony fuera mi víctima.