14

En mi segundo año en Yale pedí a los tribunales de New Haven permiso para cambiar mi nombre de Paul Hammer a Robert Levy. No sé muy bien por qué. Hammer, por supuesto, no era un apellido. Levy tenía una sonoridad pura y sencilla. Y, ya que no pertenecía a ninguna comunidad, pensé que podría infiltrarme en la judía. Mi abogado planteó con elocuencia mi caso: que había nacido de madre soltera y que me habían registrado con el nombre de una herramienta humilde y rudimentaria que habían visto pasar por la ventana. El juez, llamado Weinstock[12], rechazó mi petición. El diario de New Haven publicó la noticia, incluyendo mi origen y el de mi apellido, y como resultado fui suprimido de la guía social y perdí por lo menos una docena de amigos. Siempre me ha asombrado comprobar que ser bastardo continúa representando una amenaza para la sociedad.

Les ahorraré mis años de universidad. Cuando tenía veinticuatro años y vivía en Cleveland, invertí cincuenta mil dólares del dinero que me dejó la abuela en una editorial que dirigía un compañero de universidad. Los dos carecíamos de experiencia y el negocio salió mal. Al final del primer año debimos hipotecar nuestra firma con una editorial más importante, que seis meses después ejecutó la hipoteca y se quedó con mi inversión. No creo que fuera a causa de eso —yo aún tenía una renta respetable—, pero más o menos por esa época comencé a padecer melancolía, el cafard, una forma de desesperación que a veces se me hacía literalmente tangible. Podría jurar que una o dos veces entreví alguno de sus atributos físicos. Estaba cubierta de vello. Era la clásica bête noire, pero en general no era más visible que una corriente de aire. Decidí mudarme a Nueva York y me puse a traducir la poesía de Eugenio Montale. Alquilé un departamento amueblado, pero no conocía a casi nadie en la ciudad, de modo que me pasaba gran parte del tiempo solo con mi cafard.

Me despertaba saludable y lleno de planes, pero el cafard me aplastaba mientras me afeitaba o bebía la primera taza de café. Era particularmente intenso, o yo era especialmente vulnerable, cuando me despertaba el ruido del tránsito en la madrugada. Mi mejor defensa, la única, era cubrirme la cabeza con la almohada e invocar aquellas imágenes que encarnaban la excelencia y la belleza perdidas. La primera de ellas era una montaña, el Kilimanjaro. La cima era un cono perfecto cubierto de nieve, iluminado por un fugaz resplandor. Vi esa montaña mil veces —la convoqué con mis anhelos—, y a medida que me familiarizaba con ella llegué a avistar en su base una aldea primitiva reunida en torno al fuego. La visión se remontaba a la Edad de Bronce o de Hierro. También veía —convocaba— una ciudad medieval fortificada, que puede haber sido Saint-Michel, Orvieto o el gran monasterio de los lamas del Tíbet. La imagen de la ciudadela amurallada, como la de la montaña cubierta de nieve, parecían encarnar la belleza, el amor y el entusiasmo. También veía, con menos frecuencia y menor éxito, un río de orillas cubiertas de césped, que supongo eran los Campos Elíseos, aunque se llegaba a ellos con dificultad, y en cierto momento me pareció que las vías del ferrocarril o una autopista habían destruido la belleza del lugar.

Comencé a beber mucho para combatir el cafard, y una mañana —llevaba un mes en Nueva York— bebí mi primer trago de gin mientras me afeitaba. Volví a la cama, me cubrí la cabeza con la almohada y traté de convocar la montaña nevada, la ciudad fortificada o los campos verdes, pero lo único que vi fue una mujer pálida vestida con una camisa de hombre a rayas celestes. Durante los pocos instantes en que la vi experimenté una cercanía profunda, pero la imagen se desvaneció enseguida.

Ese día me quedé en la cama hasta pasadas las doce y después fui al bar de la esquina y pedí un desayuno. El lugar había comenzado a llenarse con los que venían a almorzar, y el ruido y los olores me dieron náuseas. Bebí un poco de café y un jugo de naranja y volví a mi departamento y me serví otra copa. Estaba bebiendo gin puro. Así me sentía mejor. Me serví una tercera copa y salí otra vez, a ver si podía comer algo. Esta vez fui a un restaurante francés para no ofender mi susceptibilidad alcohólica. Pedí un martini, un poco de paté y un plato de huevos revueltos, y pude tragarlo todo. Después regresé a mi departamento, me desvestí y volví a taparme con las mantas. Odiaba la luz del día, parecía la esencia de mi cafard, como si la oscuridad aliviase mis frustraciones y la noche fuese una forma de olvido. Me quedé en cama todo el día, ni dormido ni despierto. Cuando volví a vestirme y salí a la calle había oscurecido. Regresé al restaurante francés, pedí caracoles y un filet mignon, y después fui a un cine. Era una película de espionaje, parecía tan de otra época que socavó mi ya deteriorado sentido del tiempo y la realidad. Me fui por la mitad y regresé a la cama. Calculo que eran las diez. Tragué un par de somníferos y abrí los ojos a las dos de la tarde siguiente. Me vestí y fui al restaurante francés y pedí otro plato de huevos revueltos. Después volví a la cama y allí me quedé hasta las diez de la mañana siguiente. Lo único que quería era dormir mucho, mucho tiempo, y tenía píldoras suficientes para conseguirlo. Así que arrojé las píldoras al inodoro, llamé a uno de mis pocos amigos y le pedí el nombre de su médico. Después llamé al médico y le pedí el nombre de un psiquiatra. Me recomendó uno llamado Doheny.

Doheny me recibió esa tarde. Su sala de espera tenía una abundante colección de revistas, pero los ceniceros brillaban, los almohadones estaban flamantes y me dio la sensación de ser el primer paciente que pisaba aquel lugar en mucho tiempo. Quizás era un psiquiatra sin pacientes, un fracasado o desacreditado, que mataba el tiempo en su consultorio vacío, exactamente igual que lo haría un peluquero o un vendedor de antigüedades. Finalmente apareció y me hizo pasar a un consultorio amueblado con piezas de época. Me pregunté si la educación de un psiquiatra incluía el amueblado de su consultorio. ¿Se encargaban ellos personalmente? ¿Encomendaban la tarea a sus esposas, contrataban los servicios de un profesional? Doheny tenía grandes ojos pardos y cara alargada. Cuando me senté en el sillón de los pacientes apuntó hacia mí el rayo de sus ojos pardos, tal como un dentista enfoca en nuestra boca el reflector que tiene entre los tornos, y durante los cincuenta minutos siguientes me asé en su mirada, que le sostuve en todo momento para demostrarle que yo era tan veraz como viril. Como en esas alucinaciones provocadas por el alcohol, me pareció que tenía dos caras, y me resultó fascinante ver cómo una se fundía en la otra. Cobraba un dólar por minuto.

Después de la cuarta o quinta sesión, me dijo que me masturbase cuando regresara a casa y le informara después las consecuencias. Hice lo que me pedía y le informé que me había avergonzado de mí mismo. Le encantó oírlo, dijo que eso probaba que el origen de mi cafard era la represión sexual y que yo era un homosexual reprimido, o travestido. Ya le había contado que mi padre había posado para Fledspar y él afirmó que esa imagen de un hombre desnudo sosteniendo hoteles, palacios de justicia y teatros me había intimidado hasta imponerme un modo de vida antinatural. Le dije que se fuese al carajo y que ya había tenido suficiente. Le dije que era un charlatán y que lo denunciaría a la Asociación Psiquiátrica. Si no era un charlatán ¿por qué no colgaba de la pared sus diplomas como los demás médicos? Eso lo hizo enfadar mucho. Abrió bruscamente uno de sus cajones y tiró sobre el escritorio un puñado de diplomas. Había uno de Yale, otro de Columbia y otro del Hospital Neurológico. Pero todos estaban a nombre de Howard Shitz[13], así que le pregunté si los había conseguido en una librería de saldos. Él contestó que se había cambiado el nombre cuando empezó a ejercer, por razones que cualquier imbécil comprendería. En ese momento me levanté y me fui.

Después de Doheny no me sentí mejor sino peor y comencé a preguntarme seriamente si la omnipresencia del cuerpo de mi padre tallado en piedra no me habría perjudicado; pero en ese caso ¿qué podía hacer? La Opera de Malsburgo y el Prinz-Regenten habían sido demolidos, pero aún sostenía el Mercedes de Francfort y tampoco podía retirarlo de la fachada que sostenía en Broadway. Continué bebiendo —más de un litro por día— y las manos empezaron a temblarme terriblemente. Cuando entraba en un bar esperaba que el camarero me diese la espalda antes de llevarme la copa a la boca. A veces derramaba la mitad del contenido sobre el mostrador. A los demás parroquianos les hacía mucha gracia. Un fin de semana fui a Pensilvania con varios amigos que bebían como yo y volví en un tren que me dejó en Penn Station a las once de la noche del domingo. Estaban reconstruyendo la estación, y el espectáculo de las ruinas era tal que parecía una aterradora proyección de mi caos interno. Salí desesperadamente a la calle en busca de un bar. Todos los que había cerca de la estación estaban demasiado iluminados para un hombre al que le temblaban las manos así que caminé y caminé, buscando uno en suficientes penumbras como para que mi padecimiento pasase inadvertido. Mientras caminaba vi en una calle transversal dos ventanas apenas iluminadas, sin cortinas, que dejaban ver el interior de una habitación de paredes amarillas. Apoyé mi valija en el piso para mirar mejor. Estaba convencido de que quien viviera ahí llevaba una vida digna y respetable. Quizá fuera un hombre solo como yo, pero de carácter moderado, regido por su inteligencia y buen ánimo. Esas dos ventanas me colmaron de vergüenza. Quería que mi vida fuese no sólo decente, sino ejemplar. Quería ser útil, moderado y estar en paz conmigo mismo. Si no podía modificar mis hábitos, al menos podía cambiar de ambiente, y supe que si encontraba una habitación de paredes amarillas como ésa lograría curar mi cafard y mi alcoholismo.

La tarde siguiente salí con mi valija y atravesé la ciudad en taxi hasta el Hotel Milton, en busca de la habitación donde comenzaría mi nueva vida. Me dieron un cuarto del segundo piso que daba a un tubo de ventilación. Sobre la mesa había una botella de whisky vacía y dos vasos usados, y una de las dos camas era un revoltijo de sábanas. Llamé a la recepción para quejarme, y me dijeron que, fuera de esa habitación, sólo podían ofrecerme una suite en el décimo piso. Me trasladé allí. Tenía un saloncito, un dormitorio con dos camas y abundantes cuadros de flores. Pedí una botella de gin, vermut y hielo, y me emborraché. No era lo que había planeado, así que por la mañana me mudé al Hotel Madison.

Mi habitación del Madison estaba amueblada con la clase de muebles que Doheny tenía en su consultorio. Sólo faltaban las fotos en colores de sus tres hijos. El escritorio, o parte de él, había sido un clavicordio. Había una mesa baja revestida de cuero tatuado por mil cigarrillos. Había espejos en todas las paredes, así que no podía escabullirme de mi propia imagen. Me vi fumando, bebiendo, vistiéndome y desvistiéndome, lo primero que veía al despertar por la mañana era a mí mismo. Al día siguiente me trasladé al Waldorf, donde me dieron una habitación agradable, de techos altos. Tenía muy buena vista. Podía ver la cúpula de Saint Bartholomew, el edificio Seagram y uno de esos edificios modernos en V, que tienen un amplio frente con galería y ventanales, y una vista trasera absolutamente plana en ladrillo amarillo, sin otro signo de vida que el desagüe para la lluvia. Parecía que lo hubieran cortado en dos con un cuchillo. Casi todo paisaje en Nueva York por encima del decimoquinto piso incluye algunas cariátides y náyades, acogedores tanques de agua y arcos florentinos; ése era el paisaje que estaba contemplando cuando se me ocurrió lo fácil que sería escapar del cafard saltando por la ventana, así que me fui del Waldorf y tomé un avión a Chicago.

En Chicago me instalé en una habitación del Palmer House. Estaba en el decimosexto piso. Los muebles parecían pertenecer todos al mismo período, pero cuanto más los examinaba, más parecían una improvisación fortuita, y entonces comprendí que eran los mismos muebles que había visto en mi habitación del Waldorf. Abrí las persianas. Mi ventana daba a un paisaje cerrado: hacia arriba, hacia abajo y hacia los costados sólo había cientos de ventanas exactamente iguales a la mía. Que mi habitación careciera de toda originalidad parecía una grave amenaza para mi propia originalidad. Sentí un intenso vértigo emocional. No temía caer sino desvanecerme en el aire. Si no había nada en mi habitación que la diferenciara de cientos de otras habitaciones, tal vez no había nada en mí que me diferenciara de otros hombres, así que cerré las persianas y salí de la habitación. Mientras esperaba el ascensor, un hombre me dirigió una de esas miradas medrosas e insinuantes típicas de los maricones y pensé que el paisaje uniforme que ofrecían las ventanas del hotel lo había inducido a proyectar en los demás sus tendencias antinaturales. Bajé castamente los ojos. En el bar bebí tres martinis seguidos y me fui a un cine. Estuve dos días en Chicago y después tomé el Zephyr a San Francisco. Creí que un compartimiento de tren podía ser el ambiente propicio para comenzar mi nueva vida, pero no fue así. En San Francisco me quedé dos noches en el Palace y otras dos en el Saint Francis, después tomé un avión a Los Ángeles y me hospedé en el Biltmore. El ambiente no podía ser peor así que me pasé al Chateau Marmont. De ahí me mudé al Beverly Hills, y un día después subí a un avión que iba a Londres por la ruta transpolar. Traté de conseguir habitación en el Connaught, pero estaba lleno así que fui al Dorchester, donde aguanté dos días. Después volé a Roma y me alojé en el Edén. El cafard me había seguido por el mundo y seguía bebiendo demasiado. Acostado en la cama del Edén una mañana, con la almohada sobre la cabeza, evoqué el Kilimanjaro y su aldea prehistórica, los Campos Elíseos y la ciudadela fortificada. Recordé que la ciudadela me había parecido Orvieto alguna vez, así que alquilé un Fiat y partí hacia el norte.

Había pasado la hora del almuerzo cuando llegué a Umbría. Me detuve en un pueblo y comí pasta y bebí vino. Era una región agrícola, con bosques más densos que la mayor parte de Italia, y muy verde. Como la mayoría de los viajeros, yo insistía estúpidamente en reparar en la similitud de las diferencias, y me estaba diciendo que, de guiarme por el paisaje, bien podía estar en New Hampshire o en las afueras de Heidelberg. ¿Haciendo qué? Eran casi las siete cuando bajé por el camino sinuoso que desemboca en el ancho valle que rodea Orvieto.

Me había equivocado acerca de las torres, pero todo lo demás era tal cual. La ciudad se alzaba como un compacto puñado de construcciones en piedra, tal como el lugar que yo había invocado para espantar el cafard. Estaba exaltado. Mi vida y mi cordura estaban en juego. La catedral papal provocaba, como era su propósito, admiración y temor reverencial, como si parte de mi memoria fuese la de un hereje camino al interrogatorio y otra parte la de uno de los obispos que iban a interrogarlo. Ascendí por las callejuelas hasta el centro de la ciudad y me alojé en el Hotel Nazionale, donde me dieron una gran habitación a la europea, de lujo, con un armario macizo y una araña de cristal. No era la habitación que yo estaba buscando. Caminé por las calles hasta que, poco antes de oscurecer, en una casa que no estaba lejos de la catedral, vi las ventanas iluminadas y las paredes amarillas.

Mientras las miraba desde la calle, me pareció estar en el umbral de una nueva vida. Eso no era un santuario; era el ojo de la tormenta, el único lugar inaccesible para el cafard. La puerta del edificio estaba abierta. Subí hasta el segundo piso, donde estaban las habitaciones amarillas. No había muebles, tal como me las había imaginado, y estaban recién pintadas. Estaba todo listo para que yo las ocupase. Había un hombre colocando estantes para mis libros. Le pregunté a quién pertenecían las habitaciones. Dijo que eran suyas. Le pregunté si las tenía en venta o alquiler. Sonrió y dijo que no. Le dije que las quería y que estaba dispuesto a pagar lo que me pidiese por ellas, pero él continuó sonriendo y diciendo que no. Oí que otros hombres avanzaban por el pasillo cargando algo pesado. Oí sus gruñidos y su tensa respiración, y el misterioso objeto golpeando contra las paredes. Era una cama enorme, que introdujeron en la segunda de las habitaciones amarillas. El dueño me explicó entonces que era su cama matrimonial. Iba a casarse al día siguiente en la capilla de la catedral y en esas habitaciones comenzaría su vida conyugal. Yo seguía tan convencido de que las habitaciones eran mías, al menos espiritualmente, que le pregunté si no preferiría vivir en uno de los departamentos nuevos del sector bajo de la ciudad. Le pagaría la diferencia del alquiler y estaba dispuesto a ofrecerle un importante regalo de boda. Fue inútil. Como tantos novios, había imaginado tantas veces el momento en que entrara con su novia en brazos en esas habitaciones amarillas que ni por todo el oro del mundo aceptaría desterrar esa imagen de sus fantasías. A pesar de todo, le deseé lo mejor y bajé por la escalera. Había encontrado mis habitaciones amarillas y las había perdido. Por la mañana salí de Orvieto rumbo a Roma y al día siguiente abandoné Roma rumbo a Nueva York.

Pasé una noche en mi departamento y bebí una botella entera de whisky. La tarde siguiente fui en coche a Pensilvania, a visitar a un compañero de universidad, Charlie Masterson, y a su esposa. Eran grandes bebedores y antes de la cena se nos acabó el gin. Fui en auto hasta Blenville, compré una buena provisión de alcohol en la licorería e inicié el camino de regreso. Tomé mal un desvío y desemboqué en un camino de tierra que parecía no llevar a ninguna parte. Entonces, a mi izquierda, en una elevación del terreno más bien retirada del camino, vi por tercera vez las paredes amarillas.

Apagué el motor y las luces y bajé del coche. Entre el camino y la casa corría un arroyo, que crucé por un puente de madera. El prado o jardín —el césped necesitaba una buena poda— ascendía hasta la casa, que era rectangular, de piedra, una clásica granja de Pensilvania, y la habitación amarilla era la única iluminada. Las paredes tenían el mismo color que había visto en Orvieto. Me acerqué, con la cautela de un ladrón. En la habitación amarilla había una mujer sentada leyendo un libro. Tenía un vestido negro y zapatos de taco alto, y sobre la mesa, a su lado, había un vaso de whisky. Tenía el rostro pálido y hermoso. Le di treinta años. El vestido negro y los zapatos de taco alto me parecieron un poco incongruentes en esa casa de campo, y me pregunté si la mujer acababa de llegar o se disponía a partir hacia la ciudad, aunque el tamaño del vaso de whisky lo hacía improbable. Pero no era ella sino la habitación lo que yo anhelaba, esa habitación cuadrada, de paredes amarillo limón sencillamente iluminadas. Sentía que si llegaba a poseer ese ambiente sería de nuevo yo mismo, alguien decente y productivo. De pronto ella levantó la mirada, como si hubiera sentido mi presencia, así que me aparté de la ventana y volví al auto. Me sentía muy feliz. Cuando retrocedía vi el nombre Emmison pintado en un buzón. Encontré el camino que llevaba a casa de los Masterson, y les pregunté si conocían a alguien llamado Emmison.

—Por supuesto —dijo la mujer de mi amigo—. Dora Emmison. Creo que está en Reno.

—Había luz en su casa —dije.

—¿Qué demonios hacías allá?

—Me perdí.

—Por lo que sé, estaba en Reno. Quizás acaba de llegar. ¿La conoces? —me preguntó.

—No, pero me gustaría conocerla.

—Pues si ha vuelto la invitaré mañana a tomar una copa.

Vino a la tarde siguiente, con el mismo vestido negro y los zapatos de taco alto. Era bastante reservada, pero yo la encontré fascinante, no por sus encantos físicos o intelectuales sino porque era la dueña de mi habitación amarilla. Se quedó a cenar y le pregunté por su casa. Poco después la tanteé para saber si quería venderla. No mostró el menor interés. Después le pregunté si podía ver la casa y ella aceptó con indiferencia. Quería acostarse temprano; si yo deseaba ver la casa podía volver con ella. Eso fue lo que hice.

Apenas entré en la habitación amarilla sentí esa paz mental que tanto había codiciado desde la primera vez que vi aquellas ventanas iluminadas en una calle transversal cerca de Penn Station. A veces, al entrar en un granero, una carpintería o una oficina de correos del campo, nos sentimos inesperadamente en paz con el mundo. Suele ser bien avanzado el día. El lugar huele bien (debo incluir las panaderías). El granjero, carpintero, empleado de correos o panadero tiene un rostro tan límpido, tan ajeno a toda inquietud, que sentimos que nada malo ha pasado ni pasará allí, tal es la atmósfera de armonía y santidad que hay en esos lugares, y que, en mi experiencia al menos, jamás sentí en una iglesia.

Dora Emmison me ofreció una copa y yo volví a preguntarle si vendería la casa.

—¿Por qué habría de venderla? —preguntó—. Me gusta esta casa. Es la única que tengo. Si está buscando una propiedad en esta zona, la casa de los Barkham está en venta, y en realidad es mucho mejor que la mía.

—Pero la que yo quiero es ésta.

—No comprendo por qué se ha encaprichado así con este lugar. Si tuviese opción, yo elegiría la de los Barkham.

—Muy bien. Compraré la casa de los Barkham y se la cambiaré por ésta.

—No tengo el menor interés en mudarme —dijo ella, y miró su reloj.

—¿Puedo dormir aquí? —pregunté.

—¿Dónde?

—Aquí, en esta habitación.

—¿Por qué quiere dormir aquí? El sofá es duro como una piedra.

—Igual.

—Bueno, si tanto lo desea puede quedarse. Pero nada de tonterías.

—Nada de tonterías.

—Le traeré sábanas.

Subió al primer piso y volvió con sábanas y una manta y me preparó la cama.

—Creo que yo también me acostaré —dijo, y se volvió hacia la escalera—. Ya sabe dónde está todo. Si quiere otra copa, hay algo de hielo en el balde. Y creo que mi marido dejó una navaja de afeitar en el botiquín. Buenas noches. —Su sonrisa era cortés y nada más. Subió la escalera.

No me serví una copa. Como suele decirse, no la necesitaba. Me senté en una silla al lado de la ventana, y me dejé reconfortar por las paredes amarillas. Podía oír el rumor del arroyo, un pájaro nocturno, el movimiento de las hojas. Todos los sonidos del mundo nocturno me resultaban cautivantes, como si amase a la noche tal como se ama a una mujer. Amaba las estrellas, los árboles, las malezas del jardín con el mismo ardor con que uno puede amar los pechos de una mujer o el corazón de manzana que ella dejó en el cenicero. Amaba a todos y cada uno de los seres vivientes. Mi vida había comenzado de nuevo y desde ese umbral podía ver cuánto me había apartado del curso natural de las cosas. Éste era el sentido de la realidad: una estructura armónica, venerable, benéfica, a la cual yo pertenecía. Salí al jardín. Estaba nublado, pero podían verse algunas estrellas. El viento estaba cambiando y olía a lluvia. Bajé hasta el puente, me desnudé y me sumergí en el arroyo. El agua burbujeaba y tenía un dejo salobre a causa de los pantanos de los cuales provenía, pero, a diferencia del contenido cristalino y desinfectado de una piscina, tenía una intensidad profunda e inequívocamente erótica. Me sequé con la camisa y regresé desnudo a la casa, sintiendo que la tierra se extendía ante mi contento. Me lavé los dientes, apagué la luz, y cuando me metí en la cama comenzó a llover.

Durante un año o más el sonido de la lluvia había significado para mí sólo paraguas, impermeables, galochas, asientos mojados de convertibles; ahora parecía una expansión de mi felicidad, un premio adicional, que acentuaba mi sensación de limpidez e inocencia, así que rechacé el sueño para escucharla con la atención y curiosidad que le dedicamos a la música. Cuando al fin me dormí, soñé con la montaña, la ciudadela amurallada y el río de orillas verdes, en ese orden, y cuando me desperté al alba no había ni rastros del cafard. Volví a zambullirme en el arroyo y me vestí. En la cocina encontré un melón, preparé un poco de café y freí tocino. El olor del café y el tocino eran como el olor de lo nuevo. Comí con buen apetito. Ella bajó más tarde, en bata, y me agradeció el café. Cuando se llevó la taza a los labios, la mano le tembló y se derramó un poco encima. Fue hasta la alacena, sacó una botella de whisky y echó un poco en el café. Ni se disculpó ni dio explicaciones, pero el toque de alcohol le afirmó el pulso. Le pregunté si le gustaría que cortase el césped.

—Francamente sí —dijo—, si no tiene nada mejor que hacer. Es terriblemente difícil encontrar por aquí alguien que haga algo. Todos los jóvenes se van y todos los viejos se mueren. La cortadora está en el galpón y creo que queda un poco de combustible.

Encontré la cortadora y la nafta y corté el césped. Era un terreno grande y la tarea me llevó hasta el mediodía. Ella estaba en la galería leyendo y bebiendo algo, agua helada o gin. Me senté a su lado, y me pregunté cómo lograr que mi disponibilidad se le hiciera indispensable. Podía intentar seducirla, pero si nos convertíamos en amantes tendría que compartir con ella la habitación amarilla, y eso no era lo que yo deseaba.

—Si quiere un sándwich antes de irse, hay un poco de jamón y queso en la heladera —dijo—. Viene alguien a visitarme en el tren de las cuatro, pero me imagino que usted querrá irse antes.

Sentí miedo. Irme, irme, irme, de regreso a las grasientas aguas verdosas del Leteo, a mi despreciable cobardía, al santuario inerte y pavoroso de mi cama, a anestesiarme con alcohol hasta ser capaz de comer un plato de huevos revueltos. Me pregunté de qué sexo sería su visitante. Si era mujer, ¿no podría quedarme como una especie de asistente que comiera en la cocina y durmiera en la habitación amarilla?

—Si no hay algo más que desee que haga —dije—. ¿Leña?

—La compro en Blenville.

—¿Quiere que le deje preparados unos troncos en el hogar?

—En realidad, no —dijo.

—La puerta de alambre tejido de la cocina está floja —dije—. Puedo arreglarla.

Fue como si no me oyera. Entró en la casa y regresó poco después con dos sándwiches.

—¿Quiere mostaza? —preguntó.

—No, gracias —dije.

Acepté el sándwich como un sacramento, porque sería el último alimento que iba a saciar mi apetito hasta que regresara a la habitación amarilla, ¿y cuándo sería eso? Estaba desesperado.

—¿La visita que espera es hombre o mujer? —pregunté.

—A decir verdad, no creo que le importe —dijo ella.

—Disculpe.

—Gracias por cortar el césped. Había que hacerlo. Pero espero que entienda que no puedo tener un desconocido durmiendo en el sofá sin que perjudique mi reputación, y le aseguro que mi reputación no es precisamente invencible.

—Me iré enseguida —dije.

Volví en coche a Nueva York, condenado al exilio y francamente asustado de mi tendencia a la autodestrucción. Apenas entré en mi departamento retomé mi vieja rutina de alcohol, Kilimanjaro, huevos revueltos, Orvieto y Campos Elíseos. A la mañana siguiente me quedé en la cama hasta tarde. Bebí un poco de gin mientras me afeitaba y salí a la calle para tomar un café. En el frente mismo de mi edificio me topé con Dora Emmison. Iba de negro —nunca la vi vestida de otro color— y dijo que estaba en la ciudad por pocos días, para hacer compras e ir al teatro. Le pregunté si quería almorzar conmigo, pero dijo que estaba ocupada. Apenas nos separamos subí a mi auto y me dirigí a Blenville.

La casa estaba cerrada con llave, pero rompí un vidrio de la cocina y conseguí entrar. Lo único que quería era estar solo en la habitación amarilla. Me sentí feliz, en paz y fortalecido. Había traído el Montale y pasé la tarde traduciendo. Las horas transcurrieron con liviandad; las agujas del reloj ya no tenían esa rigidez angustiante. A las seis fui a nadar, bebí una copa y me preparé la cena. Había muchas provisiones y anoté todo lo que usaba para reponerlo antes de irme. Después de la cena seguí leyendo con la esperanza de que las ventanas iluminadas no despertaran la curiosidad de nadie. A las nueve me desvestí, me envolví en una manta y me acosté a dormir en el sofá. Pocos minutos después vi las luces de un auto que se acercaba por el camino.

Me levanté, fui hasta la cocina y trabé la puerta. Naturalmente, estaba desnudo. Pensé que, si era ella, podía escapar por la puerta del fondo. Y si no lo era, si se trataba de un amigo o un vecino, probablemente se iría. Pero el visitante golpeó la puerta del frente, que yo había dejado sin llave. Después la puerta se abrió y una voz de hombre susurró:

—Dora, Dora, ¿estás durmiendo? Despierta, nena, aquí está el viejo Tony, tu querido amante. —Subió las escaleras sin dejar de susurrar—: Dori, Dori, Dori…— Cuando entró en el dormitorio y encontró vacía la cama, dijo en voz más alta: —Mierda. —Bajó la escalera y salió de la casa.

Yo permanecí temblando en la cocina hasta que oí que el auto arrancaba y se alejaba por el camino.

Volví al sofá y no había pasado media hora cuando apareció otro coche por el camino. Volví a refugiarme en la cocina, y un hombre llamado Mitch hizo más o menos el mismo itinerario, repitiendo el mismo parlamento, incluida la exclamación de desaliento al encontrar la cama vacía, y se fue. No pude recuperar del todo la tranquilidad, así que por la mañana vacié los ceniceros, ordené todo y regresé a Nueva York.

Dora había dicho que pensaba quedarse pocos días en la ciudad. Pocos, en ese contexto, por lo general significa tres, a lo sumo cuatro, y ya habían pasado. El día que, según mis cálculos, ella estaría de vuelta en casa, compré un cajón de botellas del bourbon más caro y enfilé hacia Blenville avanzada la tarde. Cuando entré por el camino de tierra ya había oscurecido. Las luces de la casa estaban encendidas. Primero me acerqué a la ventana y vi que estaba sola leyendo, tal como la primera vez que me había asomado por esa ventana. Llamé a la puerta del frente. Cuando abrió y vio que era yo, pareció desconcertada y molesta.

—¿Y ahora qué demonios quiere?

—Le traje un regalo —dije—. Quería agradecerle su amabilidad, que me dejara pasar la noche en su casa.

—No se justificaba tamaño regalo —dijo ella—, pero tengo debilidad por el buen bourbon. ¿Quiere pasar?

Entré el cajón al vestíbulo, lo abrí y extraje una botella.

—¿Qué le parece si lo probamos? —pregunté.

—Estaba por salir —dijo ella—, pero creo que tengo tiempo para beber una copa. Le agradezco. Póngase cómodo, yo me encargo del hielo.

Advertí que Dora era de esos bebedores que se lo toman en serio, que preparan su instrumental tal como un dentista prepara el suyo antes de realizar una extracción. Depositó con todo cuidado los vasos, la hielera y la jarra de agua sobre la mesa junto a su sillón, y luego agregó su paquete de cigarrillos, un cenicero y un encendedor. Cuando tuvo todo al alcance de la mano, se acomodó en el sillón y sirvió las bebidas.

—Chin, chin.

—Salud —dije.

—¿Vino manejando desde Nueva York? —me preguntó.

—Sí.

—¿Cómo está la ruta?

—Hay niebla. Bastante niebla.

—Maldita sea —dijo ella—. Tengo una fiesta en Havenwood y detesto la niebla. Ojalá no tuviese que ir, pero los Helmsley dan esta fiesta en honor de una compañera mía del colegio y les prometí no faltar.

—¿A qué colegio fue?

—¿De veras quiere saberlo?

—Sí.

—Fui dos años a Brearley. Después estuve un año en Finch. Después, dos años en una escuela rural llamada Fountain Valley. Después, un año de escuela pública en Cleveland. Dos en la Escuela Internacional de Ginebra y uno en la Parioli de Roma. Y, cuando volvimos a Estados Unidos, estuve un año en Putney y tres en Masters, donde me gradué.

—¿Sus padres viajaban mucho?

—Sí. Papá estaba en el Departamento de Estado. ¿Y usted qué hace?

—Traduzco a Montale.

—¿Es traductor profesional?

—No.

—¿Lo hace sólo para entretenerse?

—Para tener algo que hacer.

—Seguramente tiene dinero —dijo.

—En efecto.

—Igual que yo, a Dios gracias. Detestaría no tener dinero.

—Hábleme de su matrimonio —dije. Podía sonar inoportuno, pero jamás he conocido a un recién divorciado, sea hombre o mujer, que no quiera hablar de su matrimonio.

—Fue un desastre —dijo ella—, un desastre que duró ocho años. Él bebía y me acusaba de serle infiel y escribió cartas anónimas a la mayoría de mis amigas, diciendo que yo era una puta. Me lo saqué de encima con dinero. Le pagué para divorciarnos, pagué muchísimo. Fui a firmar los papeles a Reno el mes pasado. Creo que beberé otra copita —agregó—, pero primero voy a refrescarme.

Volví a llenar su vaso. Casi habíamos terminado la primera botella. Cuando volvió del baño no se tambaleaba, en absoluto, pero su andar era mucho más elástico y grácil. Me puse de pie y la recibí en mis brazos, pero me hizo a un lado sin enojarse y dijo:

—Por favor no. No esta noche, no tengo ganas. Me he sentido pésimo todo el día. El bourbon me levantó un poco el ánimo, pero no para eso. Hábleme de usted.

—Soy bastardo —dije.

—¿De veras? Nunca conocí un bastardo. ¿Qué se siente?

—En general es deprimente. Quiero decir, hubiera preferido tener un juego completo de padres.

—Los padres pueden ser terribles, es cierto, pero me imagino que es mejor tener un padre terrible que no tener ninguno. Los míos eran terribles. —Dejó caer en su falda un cigarrillo encendido, pero lo recuperó antes de que ardiera la tela.

—¿Sus padres viven?

—Sí, en Washington, son muy viejos. —Suspiró y se puso de pie—. Bueno, si tengo que ir a Havenswood, será mejor que me ponga en marcha.

Ahora sí se tambaleó un poco. Se sirvió un dedo de bourbon y se lo bebió sin hielo ni agua.

—¿Por qué tiene que ir a Havenswood? ¿Por qué no llama por teléfono y dice que hay niebla en la ruta, o que se ha resfriado, o cualquier otra excusa?

—Usted no comprende —dijo con voz ronca—. Es una de esas fiestas a las que hay que ir. Como un bautismo o un casamiento.

—Creo que sería mejor que no fuera.

—¿Por qué? —dijo belicosamente.

—Porque sería mejor, eso es todo.

—Porque cree que estoy borracha —dijo ella.

—No.

—Sí, eso es lo que está pensando, ¿verdad? Que estoy borracha, maldito entrometido. ¿Y qué hace usted aquí? No lo conozco, nadie lo invitó a esta casa y usted tampoco me conoce. No sabe nada de mí, salvo los colegios a los que fui. Ni siquiera sabe mi apellido de soltera.

—No.

—No sabe nada de mí, ni siquiera mi apellido de soltera, pero tiene el descaro de sentarse ahí y decirme que estoy borracha. Es cierto que he bebido, y le diré por qué. Si estoy sobria, no puedo conducir por la maldita autopista. Las autopistas fueron pensadas para bufones y para borrachos. Todo aquel que no sea un bufón de nervios de acero tiene que emborracharse. Ninguna persona sensata puede conducir por una autopista. Tengo un amigo en California que fuma marihuana antes de subir a la autopista. Es un excelente conductor, es un conductor maravilloso, y si hay mucho tránsito usa heroína. Deberían vender marihuana y bourbon en las estaciones de servicio. Así no habría tantos accidentes.

—Bebamos por eso —dije yo.

—Fuera —dijo ella.

—Está bien.

Salí de la habitación amarilla a la galería y la contemplé desde la ventana. Fue tambaleándose hasta donde estaba su bolso, metió algunas cosas dentro, se recogió el pelo con un pañuelo, apagó las luces y cerró con llave la puerta. La seguí a prudente distancia. Cuando estaba frente a su coche, se le cayeron las llaves. Encendió los faros y la luz interior del coche y la vi tanteando el césped hasta que las encontró. El coche derrapó por el camino de tierra y volteó el buzón de la correspondencia. La oí maldecir por encima del ruido de vidrios rotos. ¿Por qué ese sonido es siempre tan portentoso, un anuncio tan inequívoco de perdición? Me alivió pensar que no seguiría hasta Havenswood en ese estado, pero me equivoqué. Oí cómo retrocedía hasta desembarazarse del buzón y se perdía en la oscuridad. Pasé la noche en un motel de Blenville. Por la mañana llamé a la policía de tránsito del condado. Había durado menos de quince minutos en la autopista.