13

La abuela murió durante mi último año en el internado, y no tenía adónde ir en Navidad. Tenía muchos amigos, pero ninguno me invitó a pasar Navidad en su casa, o a ninguno le acepté la invitación. Cuando la escuela cerró, me quedé solo en el dormitorio común. La soledad del edificio vacío se me hizo abrumadora; sentía que mi ilegitimidad era una cruel injusticia. Los demás alumnos de la escuela tenían por lo menos a uno de sus padres; yo no tenía ninguno. Pensaba que lo menos que podía hacer mi padre por mí era llevarme a tomar una cerveza con él durante las vacaciones. Era todo lo que esperaba de él. Sabía que se había casado y que vivía en Boston, de modo que esa noche me tomé un avión hacia allá. Encontré su dirección en la guía telefónica y tomé un taxi hasta Dedham, el barrio donde vivía. Sólo iba a pedirle que me pagara una cerveza. Era lo único que quería de él cuando toqué el timbre. Pero fue su esposa la que abrió la puerta. Me sorprendió que tuviera el cabello blanco y el rostro macilento y los dientes enormes. Pero precisamente porque su encanto físico era nulo, parecía haber desarrollado otra clase de encanto. Parecía gentil e inteligente. Tenía la boca grande y los labios demasiado finos, pero su sonrisa era encantadora. Dije que era Paul Hammer y que deseaba ver al señor Taylor. Creo que sabía quién era yo. Dijo que mi padre estaba en la ciudad.

—Se fue a una fiesta el miércoles —dijo—, y cuando se va a una fiesta, generalmente se toma unos días para volver. Suele hospedarse en el Ritz.

No había reproche ni rencor en su voz. Quizá la aliviaba tenerlo fuera de casa. Le di las gracias y fui en el taxi hasta el Ritz. Estaba registrado en conserjería, pero no contestó el teléfono, así que subí a su piso en el ascensor. Tampoco contestó el timbre, pero la puerta estaba sin llave así que entré.

En efecto, había estado de fiesta. La sala mostraba la proverbial colección de botellas y vasos vacíos sin los cuales es imposible celebrar una fiesta. Él estaba en el dormitorio. Había dos camas, y ambas parecían haber sido usadas venéreamente. Mi padre yacía en una de ellas, sumido en un sopor alcohólico, desnudo. Tenía en torno al cuello un collar de corchos de champán —conté diecisiete— que supuse que alguien se lo habría acomodado después de que él perdiera la conciencia. Ya había pasado los cincuenta, pero las pesas le habían rendido resultados. Si uno no miraba con mucho detenimiento lo habría considerado mucho más joven. Era de una delgadez elástica, atlética, casi obscena. Abatido en esa cama por el alcohol, parecía un Ícaro de esos que se ven pintados en la pared de un restaurante italiano de segunda categoría, impregnado de añeja grasitud y cagadas de mosca. No creo que hubiese despertado aunque le gritara al oído, y además necesitaba el descanso. Así de caritativo fui. O aún más. Él era mi padre, el creador —con cierta ayuda— de mi corazón, mis entrañas y mi mente, ¿y hasta dónde podía llegar un hombre con semejante creador? Podía matarlo, podía maltratarlo o podía perdonarlo, pero algo tenía que hacer, así que me decidí por la versión más blanda y menos convincente del perdón y me fui. La escala siguiente era Kitzbühel. Si mi padre no quería pagarme una cerveza, tal vez consiguiera que mi madre me invitase a una taza de té.

Hablamos de viajes como si fuesen una de las actividades más naturales de la condición humana. «El señor X viajó entonces de Boston a Kitzbühel». Nada más lejos de la verdad. En el Aeropuerto Logan conseguí embarcar en un vuelo vespertino a Londres. El avión se retrasó, bebí cinco martinis en el bar del aeropuerto y crucé el Atlántico en un estupor alcohólico. Llegamos a Londres al amanecer, y descubrí que se había perdido mi valija. Paseé por el aeropuerto hasta las tres de la tarde, cuando encontraron mi valija, y entonces subí a un taxi y me fui hasta el Dorchester. Intenté sin éxito dormir, después fui a ver una película y me emborraché en un pub. Tenía pasaje para el vuelo de la mañana a Francfort, pero una niebla se había posado sobre Londres durante la noche, y cuando llegué al aeropuerto se habían suspendido todos los vuelos. Cada media hora anunciaban que la niebla estaba por disiparse. Tomé mi desayuno, atención de la empresa. Después almorcé, también atención de la empresa. A las tres anunciaron que no habría más actividad en el aeropuerto en lo que restaba de la jornada. Regresé al Dorchester pero no había habitaciones. Después de intentar en cuatro hoteles terminé en una pensión de Parkman Square, donde estuve despierto casi toda la noche a causa de ruidos que prefiero no describir. Por la mañana se mantenía la niebla, pero parecía más próxima a disiparse, así que regresé al aeropuerto. Bebí una taza de café abominable y un vaso de agua color naranja. El efecto de ambos líquidos en mi sistema digestivo fue fulminante y me abalancé al baño de hombres. Habré estado allí unos quince minutos cuando oí que anunciaban mi vuelo. Me levanté los pantalones, atravesé corriendo el aeropuerto y alcancé con lo justo mi avión a Francfort. Pero mis problemas digestivos no habían terminado y me pasé en el baño todo el vuelo. Los anuncios luminosos en tres idiomas me ordenaban regresar a mi asiento, pero ¿cómo hacerlo? En Francfort, donde abordé un vuelo a Innsbruck, hacía mucho frío. En Innsbruck tomé el Transalpino hasta Kitzbühel, llegué a destino a las cuatro de la tarde, pero me pareció que no había llegado a ninguna parte. Me había limitado a derramar mis entrañas por media Europa.

Mi madre vivía en la Pensión Bellevue[11]. La fachada del edificio de madera estaba decorada con astas de ciervo, y yo me pregunté si los tiroleses ignoraban la flagrante alusión al cornudaje que representaba o si se trataría de esa clase de pensión. Cuando pedí ver a mi madre se asombraron. Para ellos era una Fräulein. Una criada subió al primer piso y bajó con ella. Mi madre se emocionó al verme y yo la abracé. Había comenzado a encanecer, pero no había engordado. Sus ojos seguían siendo tan azules y brillantes como siempre.

—¿Viniste para Navidad, Paul? —preguntó—. ¿Has venido a pasar Navidad con tu madre? Por lo general estoy en Estoril para estas fechas, pero este año todavía no nevó, así que demoré la partida hasta que caigan los primeros copos.

Me dieron un cuarto contiguo al suyo, y subimos juntos. Preparó té sobre un calentador de alcohol y me sirvió una taza. De pronto, se abrió la puerta e irrumpió una mujer huesuda, que exclamó:

—¡Usted se llevó nuestra azucarera! Nos la pidió ayer a la hora del té y no nos la devolvió.

—Por supuesto que se la devolví —dijo cortésmente mi madre—. La dejé en el estante de los libros. Allí la encontrará. —Cuando la desconocida se marchó, mi madre se volvió hacía mí y preguntó—: ¿Cómo está tu horroroso país?

—Madre, no es horroroso, y es tu país.

—Es cierto que viajo con pasaporte norteamericano —dijo ella—, pero es la clase de concesiones que hay que hacer para lidiar con la burocracia. Y no me digas que no es un lugar horroroso. Cuando estaba en el Partido Socialista con tu padre, le insistí muchas veces en que, si el capitalismo norteamericano seguía exaltando a los mercenarios y a los estafadores, la economía degeneraría en la fabricación de toda clase de estupefacientes y formas de vida tales que harían imposible cualquier clase de reflexión o profundidad emocional. Y tenía razón —dijo apuntándome con el dedo—. A veces hojeo revistas norteamericanas en un café y la mayor parte de sus páginas son de publicidad. Tabaco, alcohol y esos absurdos automóviles que aseguran que harán olvidar a quien los compre la sordidez, la pobreza espiritual y la monotonía de egoísmo que impera alrededor. En toda la historia de la civilización jamás se ha visto una nación consagrada de modo tan absoluto a la tarea de narcotizarse. El año pasado fui a California…

—No sabía que habías estado allí —dije.

—Sí, estuve —dijo—. Y no te llamé.

—No importa —dije.

—Sabía que no te habría importado —dijo secamente—. Para abreviar, fui a visitar a unos amigos en Los Ángeles y me llevaron a pasear en auto por la autopista, y tuve suficiente de irresponsabilidad, tendencias suicidas, corrupción municipal y despilfarro de recursos naturales. No voy a regresar más, porque si volviera, ¿sabes qué haría?

—No, madre.

—Me instalaría en un lugar como Bullet Park, compraría una casa, trataría de ser muy discreta, jugaría al bridge, me dedicaría a la beneficencia, recibiría en casa, para ocultar mi propósito…

—¿Que sería cuál?

—Elegir un joven ejecutivo, preferentemente de una agencia de publicidad, casado, con dos o tres hijos, alguien que encarnara ejemplarmente esa vida vivida sin sentimientos ni valores auténticos.

—¿Y qué le harías?

—Lo crucificaría contra la puerta de la iglesia —dijo apasionadamente—. Ninguna otra cosa serviría para hacerles abrir los ojos.

—¿Cómo lo crucificarías? —pregunté.

—No he pensado los detalles aún —dijo ella. Y de pronto, volvió a ser una vieja dama amable, de cabellos grises—. Quizá lo narcotizaría en una fiesta. No querría que sufriera.

Fui a mi cuarto a acomodar mis cosas. La pared era delgada y a través de ella podía oír a mi madre hablando. Al principio pensé que alguien había entrado en su habitación después que yo saliera, pero poco a poco comprendí, por el tono de su voz, que hablaba sola. La oía con total nitidez.

—Mi padre fue obrero en las canteras, y a menudo se quedaba sin empleo. He leído por ahí que la trayectoria profesional de una persona puede determinarse según sus comienzos. Con orígenes tan humildes, yo pensé que, si aceptaba pasivamente la situación, acabaría de camarera en un restaurante o, a lo sumo, de bibliotecaria del pueblo. Así que me dediqué a ocultar mis orígenes para ampliar mis horizontes profesionales. Después de crecer en un pueblo como ése, me aterrorizaba la idea de quedar confinada en él.

Salí al pasillo y abrí la puerta de la habitación de mi madre. Se había sacado los zapatos y estaba recostada en la cama, completamente vestida, hablando al techo.

—Madre, ¿se puede saber qué estás haciendo?

—Me estoy analizando —respondió alegremente—. Pensé que el psicoanálisis me haría bien, así que fui a ver a un profesional en el pueblo. Cobraba cien schillings la hora. Era una cifra que yo sencillamente no podía pagar. Cuando se lo dije, sugirió que vendiera el auto y comiera menos. Imagínate. Así que decidí autoanalizarme. Ahora, tres veces por semana, me acuesto en la cama y hablo conmigo misma durante una hora. Soy muy franca. No evito nada desagradable. Es una terapia bastante efectiva, y por supuesto no me cuesta un centavo. Todavía me faltan cuarenta y cinco minutos, así que si no te importa dejarme sola… —Salí y cerré la puerta, pero permanecí en el pasillo lo suficiente para oírla decir—: Cuando duermo boca arriba mis sueños son lineales, ordenados y decorosos. A menudo sueño con una villa palladiana. Quiero decir una casa inglesa construida al estilo de Palladio. Cuando duermo en posición fetal mis sueños son sonoros, impropios y a veces eróticos. Cuando duermo boca abajo…

Volví a mi cuarto y recogí mis cosas, el hijo único de una cariátide masculina que sostenía los tres pisos del Hotel Mercedes y de una vieja loca. Le dejé una nota en la cual decía que de pronto había necesitado estar en movimiento otra vez. No me pareció injusto con ella aparecer para desaparecer enseguida. Tenía la sensación de que estaba tan absorta en su propia excentricidad que apenas advertiría mi partida. Un taxi me llevó a la estación y reemprendí el viaje. Esa noche llegué a Londres a tiempo para cenar. Era el 23 de diciembre. Después de cenar salí a dar un paseo. Nevaba. Pasé frente a un teatro o un cine donde un evangelista, cuyo nombre no recuerdo, predicaba a sus fieles. Entré por curiosidad. El salón estaba medio lleno.

El evangelista era un hombre común, vestido sencillamente de gris; no era feo, pero tenía uno de esos rostros que carecen de toda armonía. Su nariz era protuberante y roja. Los labios eran demasiado finos. El pelo y las orejas parecían puestos apresuradamente y al descuido. Las luces de la sala estaban encendidas y me dediqué a observar la congregación. Abundaban los pensionistas —viejas y viejos solitarios cuya devoción nacía de la estupidez o del hastío—, pero también había rostros límpidos, jóvenes, rostros de hombres y mujeres en meritoria lucha por alcanzar la paz espiritual. El ardor con que inclinaban la cabeza al rezar y el sentimiento de unión que se respiraba en el aire me conmovió profundamente. Fue como si se aliviara en mí el peso cruel del aislamiento, de la soledad, la sospecha, el miedo y la preocupación. La vida era algo natural, y los allí reunidos éramos hombres y mujeres cabales. Un hombre a mi lado parecía zambullido en sus oraciones. Concluido el sermón, se nos pidió que pasáramos al frente a confesar nuestros pecados y seríamos perdonados. En pequeños grupos, la congregación se acercó al escenario y recibió la bendición.

Cuando volvían, después de la bendición, sus rostros estaban radiantes, ¿qué sentido habría tenido preguntarles cuánto podía durar esa exaltación? Muchos de ellos regresarían a sus habitaciones vacías, a cuidar inválidos, a sus matrimonios arruinados, al oprobio, al ridículo, a la desesperación, pero algo promisorio había ocurrido. Yo también avancé hacia el escenario con uno de los últimos contingentes. Perdóname, Padre, porque he pecado. Comí más sándwiches de los que me correspondían en un picnic. He incurrido en todas las formas conocidas de indecencia carnal. Dejé bajo la lluvia mi bicicleta nueva. No amo a mis padres. He admirado mi figura en el espejo. Purifícame y perdóname, Padre Santo.

De pie con la cabeza gacha junto a aquellas personas, me sentí completamente perdonado y purificado. La vida era sencilla, natural, un privilegio. Feliz, caminé de regreso a mi hotel. Mi vida tenía un propósito, aunque éste no me fue revelado hasta un tiempo después.